1
HISTORIA DE UNA OBSESIÓN
¿Queréis saber quién mató a Sansa? ¿Estáis dispuestos a hacer de jurado popular? Veréis cómo, a lo largo de este relato, van a plantearse hechos, documentos, opiniones y testimonios que pueden o no ser tomados en consideración. Si os tocara formar parte de un jurado popular, serían útiles para decidir si hay que declarar culpables o inocentes a los sospechosos… y no hay solo uno, ni dos. Comencemos.
Este libro me va a hacer daño. Espero que no mucho, pero me lo hará. Directa o indirectamente. Es la historia de una obsesión y está repleta de obsesionados. He tardado veintisiete años –¡fui a Tor por primera vez en enero de 1997!– en descubrir que el problema principal es que todo el mundo tiene toda la razón. ¡Toda! No una parte, no, ¡toda! Y si no cuento la historia al gusto de cada personaje, se enfadarán. O lo que es peor: si no se enfadan ellos, los protagonistas, se enfadarán los secundarios o los muy ocasionales. Hace años que se repite la misma historia: siempre aparece un pariente lejano, un amigo de la familia o un imbécil con sed de protagonismo que ejerce de acusación popular, no ya «particular», sino en nombre de todo el mundo, porque estos espontáneos tienen más razón que los que tienen toda la razón. Qué le vamos a hacer, sé que pasará y, cuando ocurra, ya lidiaremos con ello. Lo único que puedo decir, por si alguno de los que se enfadarán lee este libro, es que yo cuento «mi visión de la historia»; incluso me atrevería a decir que esta es «mi» historia. Es verdad que los vecinos de Tor son sus protagonistas, pero quien se ha pasado veintisiete años recogiendo testimonios y examinando documentación soy yo, y creo que tengo derecho a narrar los hechos de la manera que me parezca más oportuna y más fiel a lo que me parezca que pasó.
Tor es una metáfora de la historia de la humanidad, de la vida de cualquier grupo humano, pero llevada al extremo, porque todo esto empezó debido a que vivían en un extremo –lejos de todo–, lo cual convirtió en extremos a unos y en extremistas a otros.
Si retrocedemos muy atrás en el tiempo, al siglo VIII, por ejemplo, vamos a constatar que por aquel entonces había más gente en la montaña que cerca del mar. En verdad, temían a los que llegaban por mar porque solían ser invasores que lo primero que hacían era matar y saquear, razón por la que aquella gente consideraba más seguro vivir en los valles, donde podían disponer de agua, leña y pastos. Había comida y uno veía llegar a los malos, así que vivir en los valles pirenaicos era más fácil y más sensato que hacerlo junto al mar. Sin embargo, también era un sinvivir, pues cualquier forastero, y más si llegaba en grupo, era sinónimo de desgracia. La abogada de Tremp Marisa Llimiñana nos dijo un día: «Cuánto más se cierran las montañas, más se cierran las mentalidades, y el valle de Tor es muy cerrado».
Marisa conoce bien esos parajes, sus antepasados eran de allí, donde ella nació, ha vivido toda la vida y ejerce la abogacía. Su primer caso de homicidio fue precisamente el asesinato de Josep Montané, «Sansa», el hombre que llegó a ser el amo único de la montaña de Tor. Llimiñana defendió de oficio a Miquel Aguilera, el hippy que fue el primer sospechoso de matar al propietario de la montaña más deseada de los Pirineos.
Pero ¿cómo empezó todo esto? En algún momento de la historia, alguien decidió construir una casa en Tor. ¿Por qué allí? Es algo que siempre me ha llamado la atención: ¿por qué en ese punto exacto del valle y no más arriba o más abajo? El caso es que nadie lo sabe. Supongo que «abajo», en Vallferrera, ya había mucha gente y ese alguien echó a andar hacia «arriba», remontando el río, hasta que decidió que aquel rincón del mundo, a 1.760 metros de altitud –no creo que lo midiera– era un buen sitio para echar raíces. Otra posibilidad es que bajara de lo que ahora es Andorra o Francia, formando parte de las migraciones promovidas por los francos, que quería poblar lo que se denominó la «Marca Hispánica» –viene de los romanos–, una amplia franja de tierra que abarcaba los Pirineos y era la frontera del Imperio carolingio contra el avance de los sarracenos que, como sabéis, ocuparon la mayor parte de la península ibérica durante ochocientos años.
Nunca nadie me supo explicar el origen de este asentamiento, y no me consta que haya señal alguna que demuestre la presencia de los árabes. Según cuenta una leyenda, el dios Thor –aunque la grafía más indicada sería «Tor», escribirlo con hache está plenamente asentado en el uso según la RAE– marcó ese lugar con un golpe de su maza gigantesca. En lo alto de la muela que se eleva a espaldas de las casas, se encuentra lo que queda de una atalaya circular a la que llaman castillo. A su lado se aprecia –si uno le echa imaginación– el golpe de maza. La vista, desde allá arriba, es impresionante: domina los dos valles y todo el curso del río. Si los francos querían controlar esos parajes, era un buen sitio para poner gente a vigilar.
También es una zona con grandes extensiones de pastos y muchas fuentes, por lo que, si nos trasladamos a aquella época, Tor ofrecía todo lo que se podía necesitar: agua, pastos para alimentar a los animales y bosque para cortar leña y cazar.
Xavi Carbonell, uno de los hippies que el 30 de julio de 1995 hallaron el cadáver de Sansa y que vivió en Tor cuatro o cinco años –no se acuerda exactamente porque nunca llevó reloj, ni miró el calendario–, nos dijo: «Si tienes un fuego, ¿para qué quieres la tele?».
Xavi llegó allá arriba siguiendo los pasos de sus amigos, los Aguilera, dos hermanos con un papel importante en esta historia. A su debido tiempo lo examinaremos. He mencionado lo de la tele y el fuego para que seáis conscientes de que no se debe mirar Tor con los ojos de alguien de ciudad. Os ruego que tratéis de poneros en el lugar de esta gente en todos y cada uno de los momentos de esta historia, porque, si no, seréis siempre simples turistas de paso.
2
LAS TRECE FAMILIAS
Volvamos atrás. En el año 1500 ya existen documentos que hablan de casa Sansa. Por aquel entonces, el apellido de la familia era Sansa, no como ahora, que solo es el nombre de la casa. Miquel Montané Baró, hermano de la víctima, me contó que en un momento determinado los Sansa se quedaron sin descendencia y, al igual que las dinastías de la realeza, acudieron a otras casas en busca de herederos. Fue así como el apellido Montané se introdujo en casa Sansa. Coma los Borbones, por así decirlo.
En Tor se agruparon trece familias, que construyeron trece casas y unos cuantos edificios más que utilizaban como pajares o cuadras. En un momento dado, sumaron más de un centenar de personas. Vivían tranquilos, sin más ambición que comer una vez al día y no pasar mucho frío en invierno. A finales del siglo XIX, en 1896, un notario, amigo y medio emparentado con alguien del pueblo, les hizo saber que se estaban tramitando unas leyes que podían quitarles su montaña, que pasaría a manos de las autoridades civiles, militares o eclesiásticas.
De manera absolutamente revolucionaria, las familias fundaron la Sociedad de Condueños de la Montaña de Tor. Y cuando afirmo que fue una iniciativa revolucionaria, lo hago por varios motivos. Primero, porque cada casa, tanto si era de mozos como de caciques, tenía una parte igual en la sociedad. En Tor había tres casas importantes: Sansa, Palanca y Cerdà –dueños mayoritarios de tierra y ganado–, y el resto eran más bien mozos de las casas grandes. Sea como fuere, en el año 1896 pactaron que todos tendrían los mismos derechos sobre «su» montaña.
En Tor se agruparon trece familias, que construyeron trece casas y unos cuantos edificios más que utilizaban como pajares o cuadras.
© Fuerzas Eléctricas de Cataluña, S. A. (FECSA) / ANC
El otro hecho revolucionario fue que inscribieron una montaña de 4.800 hectáreas en el registro de la propiedad, y de ese modo dieron un buen chasco a las autoridades de las capitales que, poco a poco, se apropiaban de fincas en todas partes. No sé si es necesario que aclare que las autoridades eran los caciques, es decir, los ricos, que controlaban las leyes, los códigos civiles y penales y los registros de la propiedad. El caso es que los habitantes de Tor fundaron una especie de república independiente. También lo hicieron otros pueblos de la zona, pero lo que los habitantes de Tor no podían prever es que aquello acabaría tiñendo el pueblo de sangre.
A finales del siglo XIX redactaron unas normas de funcionamiento, unos estatutos pensados para evitar que nadie de fuera pudiese entrar en la sociedad y aprovecharse de lo que entonces era tan valioso: la madera y los pastos. Los estatutos establecían que solo podía ser miembro de la sociedad quien tuviera una casa o una propiedad en Tor (los trece fundadores) abierta todo el año. Es decir, que siempre tuviera el «fuego encendido». Por aquel entonces, a nadie se le pasaba por la cabeza irse del pueblo.
3
EL ODIO ES UNA PLANTA QUE CRECE SOLA
Para entender Tor es muy importante interpretar cada momento histórico. A finales del siglo XIX, a nadie se le ocurría pensar en dejar el pueblo donde tenía casa y comida. No necesitaban nada más. Lo que les importaba era que nadie más entrara en su comunidad. Es algo recurrente en muchas tribus, ¿no? Pues ya tenéis el primer ejemplo de la metáfora a la que me refería. En Tor no pasaba nada que no hubiera pasado en otros sitios.
Pero los tiempos cambian.
Para ir de Tor a los valles cercanos, más poblados, solo existía un sendero estrecho y peligroso, tanto en dirección a Alins como a Andorra, que entonces era igual de pobre que Vallferrera. Era un caminito que solo podía recorrerse a pie y que solo algunos audaces emprendían a caballo. El escritor español Camilo José Cela lo describe así en un libro titulado Viaje al Pirineo de Lérida (1965):
Tor, allá lejos y alto, es el fin del mundo, el último rincón de los montes, el lugar donde Cristo voceó sin ser oído por nadie. En Tor viven cinco o seis familias heroicas, olvidadas, sobrias, que miran al cielo y a la tierra con unos honestos y atónitos ojos del siglo XIV.
Tor, hasta hace muy poco tiempo, estaba sin carretera. A Tor se iba, a trancas y barrancas, por un sendero gimnástico y cortado a pico, por el que no se podía subir sino descabalgando el caballo. El único hombre capaz de llegar caballero hasta estos andurriales fue el viejo y casi mítico Sansa, que murió hace ya algún tiempo. Se dice que por el paisaje de Tor nadie había visto jamás a un solo jinete, como no fuera Sansa o el apóstol Santiago.
El viajero llega a Tor antes de caer la tarde. Hace frío (tampoco demasiado frío) y en la paja de la borda Peirot, a la sombra del Capifonts, el viajero, con las carnes ligeramente cansadas y el espíritu en paz, se duerme al buen resguardo de la noche y sus atroces silencios.
Cela estuvo en Tor en agosto de 1956, y en aquel viaje a los Pirineos también participó Josep Maria Espinàs, quien, en su libro Viatge al Pirineu de Lleida (1957), solo menciona Tor de pasada. No llegó. Gente informada me dice que Cela tampoco, que se quedaba repanchingado en los hostales y descansando en alguna linde y que cuando los demás expedicionarios volvían le contaban detalles que él, muy hábilmente, plasmaba luego en el libro. Quién sabrá. Sea como fuere, en Tor existen casa Peirot y los Capifonts y la referencia al «casi mítico Sansa» encaja. ¡Ah!, y otra cosa muy importante, fijaos en que dice «murió ya hace algún tiempo». El Sansa al que Cela se refiere era el que había firmado los estatutos de la sociedad junto con otros cabezas de familia, igual de míticos pero menos populares, y cuya muerte traería consecuencias.
Es un hecho irrefutable que llegar a Tor o abandonarlo era muy complicado. También lo es que vivían muchos meses aislados por la nieve. A causa del cambio climático, ahora nieva menos, pero a principios del siglo XX aún caía nieve para dar y tomar, y vivir en Tor era duro.
A medida que los viejos, los cabezas de familia, morían –es ley de vida–, los sustituían sus herederos, cuyas mentalidades diferían poco o mucho de las suyas. Estos dejaron de ver como un privilegio el vivir allá arriba todo el año. Las familias ricas empezaron a enviar a sus hijos a pasar el invierno «abajo», y los que podían tenían otra casa en un sitio menos aislado, como Alins, Araós o Tremp.
Pero volvamos ahora a otro de los aspectos que caracterizan a cualquier grupo humano. Al firmar los estatutos de la sociedad de copropietarios, habían suscrito el pacto implícito de no abandonar el pueblo. No se mencionaba expresamente en ninguna parte –solo se hablaba de ser propietario y de tener una casa abierta–, y, cuando se redactaron, se prestó más atención al hecho de que no entrara nadie de fuera que al de que nadie se marchara. Pero cuando los ricos empezaron a mandar a sus hijos a estudiar a Lleida o a La Seu d’Urgell, o incluso la familia al completo se desplazaba con ellos todo el invierno, los que se quedaban en el pueblo empezaron a darle vueltas al asunto. «No hay derecho que yo tenga que quedarme aquí todo el año, sepultado por la nieve, y ellos se vayan a vivir mejor». Pese a tratarse de reflexiones que cada cuál hace para sí mismo, empiezan a generar diferencias y envidias, y vete tú a saber qué más. Quizá los que se iban lo pasaban muy mal también, pero daba igual porque quienes se quedaban no lo veían con buenos ojos.
En los años veinte y treinta del siglo XX, en Tor se hacía dinero porque se criaban mulas, las mejores, y se vendían caras. Con las ganancias llenaban la despensa y la bodega. Algunos, al menos, porque no hay que olvidar que había tres caciques y que los de las otras casas eran más bien mozos. Eso significa que la mayor parte del trigo y del vino se la quedaba el cacique. Si vais a Tor, observad el tamaño de las casas y veréis el intríngulis. Las más grandes son Sansa, Palanca y Cerdà, por este orden.
También influía la personalidad de cada uno. El trabajo allá arriba era duro, muy duro, y, por lo que he ido enterándome, algunos, como el viejo Palanca, preferían no deslomarse más de la cuenta. Además de enviar a sus hijos a un colegio de abajo, el hombre pasaba más tiempo en Alins que en Tor. De entrada, eso no parecía perjudicar a nadie, porque al fin y al cabo no entraba nadie nuevo en la sociedad de condueños y Palanca se quedaba –o no– con la parte que le tocaba, igual que los otros doce. Pero, a saber por qué motivo, empezaron las envidias.
En Tor se criaban mulas, las mejores, y se vendían caras.
© Fuerzas Eléctricas de Cataluña, S. A. (FECSA) / ANC
Después de fisgar durante tantos años en la historia del pueblo, he llegado a la conclusión de que la endogamia y las dinámicas de una tribu pequeña y cerrada tienen tantas cosas buenas como malas; y también, que las relaciones humanas en una comunidad tan reducida lo llevan todo al extremo. Si alguien se quiere, se quiere mucho, y si alguien se odia, se odia a muerte. Y el odio es una planta que crece sola y no hay que regar.
La junta de copropietarios se celebraba el 1 de enero, para que veáis lo claro que tenían que, rodeados de nieve y aislados –eso, para ellos, era bueno–, todos estarían en el pueblo y podrían reunirse para hacer balance del año vencido y planificar el que empezaba. En 1940 decidieron que ya estaban hartos de tanto aislamiento y aceptaron la propuesta de un empresario espabilado de la zona, Agustinet de La Pobla, Agustí Casamajor, que tenía una serrería en La Pobla de Segur. Al final firmaron el contrato con un constructor, Camilo Cases, quien debía de tener un trato no escrito con Agustinet. El constructor se comprometía a abrir un camino –un «camino carretero»– de Alins a Tor, doce kilómetros, a cambio de cortar cincuenta mil pinos gratis y cincuenta mil más al precio de un duro (cinco pesetas) por pino.
Si cerrar ese acuerdo no debió de ser fácil, cumplirlo fue imposible. La desconfianza y la malicia prendieron hasta instalarse en Tor. Existen documentos que acreditan que doce años después de aquel 1940 el pacto aún no se había cumplido y que se habían presentado demandas judiciales cruzadas (los constructores contra los vecinos y los vecinos contra los constructores). Pero la pelea más encarnizada fue la de vecinos contra vecinos.
En una de las reuniones de condueños, alguien, al parecer el Sansa de aquella época, se quejó de que los Palanca pasaban demasiado tiempo fuera del pueblo y que por tanto no podían cobrar como los demás. De hecho, se ve que se pusieron de acuerdo en que «todos cobrarían menos Palanca».
Había demanda de madera, y la de Tor era muy buena.
© Ramon Guimó i Gironella
Los primeros cincuenta mil pinos se cortaron rápidamente porque los constructores eran los primeros que necesitaban el camino para llegar a Tor y a sus bosques para acceder a los puntos de carga de madera. La Guerra Civil había terminado, comenzó un periodo de reconstrucción y la madera era fundamental para hacer andamios y encofrados. También empezaba la época en que a Franco le dio por construir pantanos. Había demanda de madera, y la de Tor era muy buena.
Pero el camino, en vez de ser de llegada, se convirtió en un camino de huida. La posguerra fue dura para todos y los vecinos de Tor también la notaron. A medida que se agravaban las desavenencias con Palanca, crecía la tentación de los vecinos de utilizar el camino también para marcharse. Era una contradicción, porque, mientras le exigían al presidente de los copropietarios que Palanca no cobrara a causa de su ausencia del pueblo, algunos ya buscaban trabajo y casa en los valles. Pero, por supuesto, no lo decían en público y entretanto cobraban las 2.500 pesetas por casa que les pagaban los encargados de la tala.
Pasaron muchas más cosas. Unos inversores barcelonenses habían fundado la empresa Maderas de Tor, S. A. (Matorsa), que era la que se ocupaba de la explotación de la madera. La cortaban, la mandaban camino abajo y la vendían. Pero ¿quién decidía qué pinos podían talarse y cuáles no? Y, sobre todo, ¿quién los talaba? El asunto desató una guerra subterránea que acabó de echarlo todo a perder. Los de Tor habían marcado los pinos, pero no podían estar presentes en todos los sitios a la vez, y cuando quisieron darse cuenta se habían talado más pinos de los marcados. Por si fuera poco, los trabajadores de Matorsa cortaban donde les venía mejor. ¡Pleito al canto! Con todo, aún había más. El viejo Palanca, el abuelo del Palanca a quien yo conocí, tenía muy buenas relaciones con Agustinet y los de Matorsa, y les hacía talar pinos diciéndoles que eran de su propiedad cuando lo cierto era que pertenecían al monte comunal. Y, por supuesto, se los cobraba. Si los ánimos de los vecinos ya estaban calientes, esas maniobras y esas peleas los encendieron del todo. La construcción del camino, al que ellos siempre llamaron carretera, en vez de comunicarlos con lo que podría denominarse civilización, sirvió de entrada al odio. No me digáis que no es otra gran metáfora.
Y aquel virus maligno llegó para quedarse.
4
«UN PARAÍSO PARA LOS ANIMALES Y UN INFIERNO PARA LAS PERSONAS»
Más adelante volveremos a los años cuarenta. De 1936 a 1939 se libró la guerra civil española y Tor fue uno de los puntos de paso de fugitivos republicanos hacia Andorra y Francia. Era un lugar donde a los contrabandistas nunca les faltó la comida caliente ni una cama donde descansar. En los enclaves fronterizos siempre ha habido contrabando, y Tor limita con Andorra y Francia. Es una actividad que se remonta a tiempos inmemoriales. Basta con que aquí falte lana, o azúcar, o yeguas, o mulas, o porcelana o… cualquier cosa. Siempre habrá gente, jóvenes a menudo, que crucen de un lado a otro transportando a cuestas lo que demanda el mercado. Un trabajo más cuya víctima principal es el Estado, que no puede controlarlo.
Victorià Jubany, que fue alcalde de Àreu y de Vall Ferrera durante muchos años, nos contó un día que en Tor se traficaba con oro, y subrayaba que «Tor era el pueblo más rico de los Pirineos». También nos dijo que Tor era «un paraíso para los animales y un inferno para las personas», porque los humanos las pasaban putas a causa del frío y el aislamiento, mientras que los animales disfrutaban de los mejores pastos, lo cual convertía el ganado de Tor –ya fueran mulas o caballos– en el mejor de la comarca. Hasta que llegó la maldita carretera y los sucesores dinásticos de los cabezas de familia que habían fundado la sociedad de condueños empezaron a pelearse.
Entretanto, durante los años de la guerra y la posguerra, los pasadores de contrabando se convertían en pasadores de personas. La mayoría no era de Tor, sino de los pueblos de los valles: Sort, Esterri, Llavorsí, Alins, Tírvia… Tanto daba, en cada pueblo había gente que se sacaba un sobresueldo o que, por ideología, ayudaba a los que necesitaban huir, como el párroco Josep Miró, que durante años pasó republicanos a Andorra y Francia.
«Me ponía la sotana por si nos topábamos con la Guardia Civil –contaba–. Me la arremangaba y, hala, a caminar».
Los que pasaron republicanos de aquí para allá más tarde pasaron gente de allá para aquí. Primero judíos, luego soldados y al final algún que otro nazi. Los caminos y el trabajo eran los mismos, solo cambiaba el producto, pero ya se sabe, manda la ley de la oferta y la demanda.
El tema del paso de judíos dio lugar al nacimiento de lo que algunos califican de leyenda y otros de verdad: ciertas fortunas de Andorra y de Tor se hicieron de la noche a la mañana porque alguien se apropió de las riquezas de los judíos a los que ayudaban a huir de los nazis. A saber si es verdad. Hablaremos de eso un poco más adelante.
Regresemos ahora a octubre de 1944, una fecha muy importante. Los exiliados republicanos del Partido Comunista de España se habían reagrupado en el sur de Francia y habían planeado la que denominaron «operación Reconquista de España». Armados y organizados, pretendían entrar al país por varios puntos de los Pirineos para ganar terreno a las fuerzas del régimen e incitar a la sublevación en todo el Estado. El punto más famoso y conocido por donde entraron fue el Valle de Arán, donde –si la suerte los hubiera acompañado o hubieran contado con un buen sistema de información–, se habrían dado cuenta de que tenían al alcance de la mano al general Yagüe, que estaba de visita en el túnel de Vielha. Si lo hubieran detenido, habrían contado con una pieza de caza mayor y quién sabe qué habría pasado. Pero aquellos chicos valientes y voluntariosos no aguantaron ni una semana y la gran mayoría dio marcha atrás y volvió a Francia. Otro punto por donde entraron fue Tor. En octubre de 1944, un grupo conspicuo de guerrilleros, los llamados «maquis», llegó a Tor sin sospechar que en aquel pueblecito había veintidós guardias civiles bien armados y dispuestos a matar comunistas.
Según varias fuentes que consulté, Franco sabía que los maquis preparaban una operación, pero desconocía el día. De hecho, había reforzado muchos puntos de la frontera, como Tor, donde desplazaron a los veintidós guardias que se hospedaban en casa Sansa porque era la más grande del pueblo. Los guerrilleros llegaron a pie y a tontas y a locas, sin haberse preocupado por enviar exploradores. Enseguida se toparon con la realidad y se abrió un tiroteo. Los maquis eran muchos más, pero los guardias se atrincheraron en casa Sansa y apilaron todo lo que pudieron en las ventanas, empezando por los colchones de lana. Cada cama tenía dos y eran de lana gruesa y resistente, un buen elemento de defensa.
Como enseguida quedó claro que a tiros sería difícil reducir a los guardias, a algún guerrillero se le ocurrió que la solución era prender fuego a las viviendas de alrededor. Quemar una casa de montaña no es tarea fácil, porque están construidas con mucha piedra, pero también con madera y paja. Al parecer, primero incendiaron el pajar de Palanca, que, cosas de la vida, es vecino de casa Sansa, y luego prendieron fuego a otros pajares y edificios cercanos.
Al parecer, como el fuego necesitaba un rato para propagarse, los maquis se fueron a cenar y aguardar a que las llamas cumplieran su cometido. Mientras medio pueblo empezó a arder, los guardias civiles encontraron una ventana en los bajos de la casa, donde estaba el horno, que, además, daba al lado que nadie vigilaba, y por allí se escaparon todos. Antes incluso les dio tiempo de matar a dos guerrilleros que debían de estar distraídos o mal parapetados.
Aquella noche cambió por completo la historia del lugar, y no a causa de los muertos, sino porque los que se quedaron sin casa tuvieron que irse del pueblo. Si la construcción del camino había creado malestar entre los vecinos, a partir de aquel octubre de 1944 la vida de Tor se vino abajo.
Cuando los maquis llegaron a Alins, ya los esperaban los veintidós guardias que habían huido de Tor y unos cuantos más que habían subido a prestarles apoyo. Murió una mujer que miraba por la ventana y a quien alguien confundió con un adversario, y, al parecer, también un teniente de la Guardia Civil y algún guerrillero. Al día siguiente, viendo que la cosa no pintaba tan fácil como les habían prometido, la mayoría de los maquis volvieron a Francia dando por concluida la operación Reconquista de España, al igual que había sucedido en el Valle de Arán.
Los que se habían quedado sin casa tuvieron que marcharse.
© Archivo Comarcal de Pallars Jussà (ACPJ) / Fondo Jordi Mir i Parache
En Tor, el fuego quemó casas y atizó más el odio. Algunos vecinos, como Palanca, acusaron a los Sansa de ser los responsables del desastre por haber ido en busca de la Guardia Civil y haberlos hospedado en su casa. Los Sansa siempre sostuvieron que ellos no llamaron a nadie y que los guardias les impusieron su presencia sin que ellos pudieran hacer nada para evitarlo.
Los Sansa perdieron la casa. Si vais a Tor, aún podréis ver el terreno donde se levantaba, y si veis la serie o miráis las fotos que acompañan este libro, podréis observar la reconstrucción de la antigua casa, que era impresionante. Más adelante os hablaré de la maqueta y de cómo la realizamos.
Los Clos y los de casa Molné también perdieron su hogar. Los Sansa se desplazaron temporalmente a Araós, a un caserón que tenían desde siempre y en el que solían pasar buena parte del invierno (sí, ellos también). Los demás vecinos tuvieron que apañárselas viviendo una temporada en casa de otros, pero al final se fueron de Tor. Los Sansa, en cambio, como tenían y tienen muchas fincas particulares en el pueblo (cincuenta y una en total), acondicionaron lo que quedaba de la cuadra y la convirtieron en vivienda. Es la casa donde hallaron muerto a Josep Montané, el Sansa que fue asesinado.
Los de Matorsa siguieron cortando madera y pleiteando con la sociedad de copropietarios. La vida en Tor ya no era como antes, el camino les había revelado que en Tremp, La Seu o más abajo podían vivir mejor y encontrar empleos fijos, más o menos bien remunerados, que les permitían llevar una vida «normal». Las comillas son una invitación a que cada uno interprete el concepto como quiera.
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LOS JÓVENES SE HACEN MAYORES
Mientras tanto, en los treinta años que separan 1940 de 1970, dos jovencitos se hicieron mayores: Jordi Riba Segalàs, que heredó el sobrenombre de «Palanca», y Josep Montané Baró, el de «Sansa». Jordi era once años menor que Josep, también conocido como Pepe, el Ros (el Rubio) y, sobre todo, Sansa. Pepe había heredado casa Sansa cuando murió su padre, que se llamaba Pere. Jordi tuvo que bregar más.
La herencia y el nombre de casa Palanca fueron a parar a un tío de Jordi, Vicenç, que vivía en Andorra y que fue quien le enseñó el negocio del contrabando. Hay quien afirma que el tío se aprovechó del sobrino y, sobre todo, que todas las propiedades de Tor, las fincas particulares y su parte de la sociedad, se las vendió. Problema al canto.
Sansa y Cerdà, que estaban peleados con los Palanca desde los tiempos de la carretera, trataron de revocar el derecho de los Palanca a formar parte de la sociedad alegando que Vicenç no vivía en Tor. Cuando Jordi compró las fincas y la casa, estaba convencido de que también compraba el derecho a la montaña, pero se topó con la oposición de los demás, que sostenían que había comprado unos derechos prescritos.
La batalla judicial se libraba en el juzgado de Tremp, que está a ochenta kilómetros de Tor, lo cual, en los años sesenta, se traducía en unas tres horas de ida y otras tantas de vuelta. En aquella época, Palanca empezaba a tener yeguas pastando por los prados. Un detalle importante: él se consideraba un socio como los demás y, en consecuencia, creía que su ganado podía comer gratis. Por aquel entonces, las yeguas se utilizaban para arrastrar pinos en los bosques. Tenían que ser fuertes.
Sansa también tenía ganado, pero –nadie sabe exactamente con qué finalidad– lo vendió todo: vacas, yeguas, mulas… Todo. Se quedó sin nada. Dicen que aquello no iba con él y que lo único que le gustaba era gastarse el dinero en Barcelona. El caso es que, sin los ingresos de la explotación ganadera, tuvo que espabilarse y empezó a pensar en una actividad que en los años sesenta empezaba a despegar en los Pirineos: los campos de nieve, también llamados estaciones de esquí.
Si la construcción del camino de Tor a Alins puso la primera piedra de la enemistad entre casa Sansa y casa Palanca, y la batalla entre maquis y Guardia Civil acabó de levantar un muro de rencor, la batalla legal para expulsar al joven Palanca de la sociedad erigió un edificio de odio que, poco a poco, se convirtió en una bomba de relojería.
A pesar de que Francesc Sarroca, «Cerdà», siempre fue el hombre institucional, el presidente de la sociedad y, en cierto sentido, el moderado, él y Sansa se conchababan contra Palanca. El joven Jordi Riba no llevaba muy bien que quisieran expulsarlo de la sociedad y, cuanto más lo amenazaban y lo presionaban, más se empecinaba en quedarse. ¿Por qué? ¿Qué había en aquella montaña que atrajera tanto a Jordi? Vete tú a saber. Yo diría que orgullo. Una de las frases que más le escuché pronunciar en la larga relación que entablamos fue «¡Por mis cojones!», y a fe mía que la puso en práctica durante toda su vida.
Sansa y Cerdà trataban de expulsar a Palanca, y Palanca se aferraba a Tor con uñas y dientes. ¿Y los demás condueños? Más bien pasaban de todo. Hay que tener en cuenta un elemento importante: las fincas particulares, los prados que eran propiedad de alguno de los tres caciques. Sansa tenía unas cincuenta fincas, unas más grandes y otras más pequeñas; Palanca, unas treinta; y Cerdà, un buen puñado. Eso hacía que tuvieran en el asunto mucho más en juego que el resto de vecinos, que tenían menos fincas o incluso ninguna. Todos formaban parte de la sociedad, tenían acceso a las 4.800 hectáreas, pero quienes llevaban la voz cantante eran los ricos, que se consideraban más implicados que los demás. Aprovechaban los pastos y, en las temporadas en que podía hacerse, plantaban centeno, que es un cereal menos productivo y sabroso que el trigo, pero más resistente a las temperaturas de alta montaña. Los caciques tenían ganado, y, si uno dispone de buenos prados, el ganado puede comer sin pagar. Algunos prados se destinaban a su alimentación en primavera y verano, otros eran para segar. Crecía el forraje, que se cortaba y se guardaba para alimentar a los animales durante el invierno. Comprar forraje para pasar el invierno lo complica todo, y también que el ganado de uno tenga que pelearse con el del vecino en verano. De ahí nacía el conflicto. Palanca era de los que tenían más animales y a los demás les estorbaba.
Palanca perdió los primeros pleitos. Los jueces dictaminaron que su tío había perdido los derechos y que, como consecuencia, él ya no los tenía. Pero se juntaban dos cosas. La primera: él presentaba recurso a la Audiencia Provincial de Lleida o a la de Barcelona; nunca se rendía y el conflicto se arrastraba desde hacía años. La segunda, en cambio, tenía consecuencias inmediatas: no acataba las resoluciones del juez y hacía como si nada. De vez en cuando, ganaba algún pleito, y entonces, al sentirse más fuerte, se envalentonaba. Aún más.
6
LOS CAMPOS DE NIEVE
En medio de todo esto, que se cocía en los años sesenta y setenta, Josep Montané, «Sansa», convenció a los que estaban de su lado, sobre todo a Cerdà, de que Tor debía convertirse en una gran estación de esquí, como sucedía en Andorra con Canillo o Arinsal.
Hay que tener presente que cuando nos referimos a la montaña de Tor, no hablamos de un solo pico, sino de un conjunto de montañas y valles que se agrupan en una finca. La gente de Tor siempre creyó que ocupaba 4.800 hectáreas, pero una medición realizada por los técnicos del catastro desde una avioneta lo dejó en 2.300, que aun así son muchísimas: la extensión de Baqueira Beret. Hay grandes prados, muchos bosques, una veintena de manantiales y todo lo que eso comporta, es decir, básicamente madera, pastos, agua, caza y, quizá, minerales preciados.
En alguna ocasión se dijo que en Tor había uranio –por no hablar de minerales comunes, como el hierro o el carbón–, pero nadie lo ha demostrado. También circuló que podía haber oro, pero los hippies, que son los que más soñaban con extraerlo –más adelante hablaré de ellos–, nunca sacaron ni un gramo pese al montón de horas que pasaron buscándolo en los ríos de la zona.
Lo que sí era seguro es que en Tor nevaba mucho y la nieve aguantaba muy bien. No está expuesto a los vientos y muchas partes de la montaña dan al norte, con lo que salta a la vista que las posibilidades para el esquí son –puede que ahora debamos decir «eran»– muy buenas. Sansa, sin duda quien más tiempo pasaba en Tor, porque los demás ya se habían marchado o se ausentaban durante el invierno, iba mucho a Andorra, donde se enteraba de otra manera de hacer las cosas. Fue allí donde oyó hablar por primera vez de los campos de nieve y, en efecto, fue allí donde en 1973 se instaló el primer remonte, en Arinsal. A su vez, se construían bloques de apartamentos y hoteles. Observando aquello, Sansa se lo podía imaginar en Tor, que estaba a pocos pasos. Una ladera de la montaña es Arinsal y la otra ya es Tor.
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RUBEN CASTAÑER, EL ANDORRANO
Los de Tor y los andorranos siempre se han mezclado, sobre todo los de la parroquia de La Massana. Al fin y al cabo, son vecinos y las líneas fronterizas son invisibles. Sansa se movía por Andorra y alguien debió de hablarle de un aragonés espabilado que estaba detrás de las concesiones de Canillo y de Arinsal.
Ruben Castañer, con énfasis en la «u», llegó muy joven a Andorra para buscar empleo como camarero. Trabajador y luchador como pocos, enseguida se dio cuenta de que había otros modos de hacer dinero y al cabo de un tiempo consiguió que le expidieran el carnet número 1 de API (Agente de la Propiedad Inmobiliaria) de Andorra. Cuando se enteraba de que había alguna finca en venta, se la ofrecía a alguien que tuviera dinero a cambio de una comisión. Era un pionero y buscaba terrenos de los que aún no se había apoderado el dinero fácil. Se fijó en el mundo del esquí y en la especulación que lo rodeaba y trató de conseguir la concesión de una estación. Él cuenta que ganó la de Arinsal, pero que como no era andorrano lo apartaron del negocio con malas artes. Sansa debió de pensar que Ruben –a quien él llamaba «el andorrano»– movía dinero y le ofreció Tor.
El 23 de diciembre de 1976, Ruben Castañer Ejarque firmaba un contrato con Francesc Sarroca, de casa Cerdà, que actuaba en calidad de presidente de la sociedad de condueños de Tor. Ruben adelantaba doscientas mil pesetas y se comprometía a pagar a la sociedad un total de veintisiete millones a cambio del arrendamiento de doscientas hectáreas de montaña durante noventa y nueve años para instalar en ellas una estación de esquí alpino y construir los apartamentos, casas y hoteles que la normativa permitiera (por aquel entonces no había mucha normativa).
Palanca estaba a oscuras de todo esto.
En aquel momento, solo tres vecinos se consideraban parte de la sociedad: el propio Cerdà, Sansa y casa Peretona. Ellos tres eran los únicos que se reunían y los únicos que aparecían en las actas de la junta de socios. Ellos tres –dos hombres y una mujer, la Peretona, una matrona con grandes dotes de liderazgo– habían decidido que ningún otro vecino tenía derecho a ser miembro de la sociedad. Palanca, porque arrastraba deficiencias legales en la transmisión de la propiedad, y los demás, porque ya no vivían todo el año en Tor. En aquella época, y probablemente siempre ha sido así, quienes más tiempo pasaba en el pueblo eran los de casa Sisqueta, que pertenecían al sector de vecinos pobres y se ganaban algún dinero preparando comidas a los visitantes ocasionales que se asomaban por allí: contrabandistas y algún que otro excursionista. Por aquel entonces no se hablaba de turistas. Los de casa Sisqueta tenían una casita en Ainet de Besan, en la parte nueva, pero eran los primeros en subir a Tor en cuanto la nieve lo permitía y los últimos en irse. No obstante, el hecho de ser pobres los excluía del grupo de los caciques, que nunca contaron con ellos para nada. De manera evidente se reproducía otro de los comportamientos que a menudo se dan en cualquier sociedad: quienes se creen con derecho a mandar, mandan en su propio interés.
Pero con lo que nadie contó fue la mala leche y el orgullo de Palanca. Ahora más que nunca, por sus cojones, aquello no saldría adelante.
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LOS INGLESES