Voy a ser directa y clara.
Tienes una herida emocional si cumples con un solo requisito de los que te presento a continuación:
• Tienes problemas para mantener relaciones sanas (ya sean de pareja, de amistad o de familia).
• Repites constantemente el mismo tipo de pareja o patrón de comportamiento en las relaciones sexo-afectivas.
• Te cuesta pasar tiempo contigo mismo, a solas.
• Tienes miedo al compromiso y la intimidad de pareja.
• Sientes la necesidad de pedir perdón por todo.
• Te sientes mal cuando las cosas escapan a tu control.
• Aunque te lo puedas permitir, te hace sentir culpable gastar dinero en algo que no es tremendamente necesario.
• Tienes mucho miedo a cometer errores.
• Centras todas tus energías en los demás.
• Estas todo el rato pendiente de las emociones de los otros para saber cómo actuar.
• Consideras que nunca eres suficiente.
• Te mantienes en estado de hipervigilancia, llegando a sentir estrés o ansiedad en repetidas ocasiones.
• Te machacas y te exiges demasiado.
• Sientes que molestas cuando necesitas hablar con alguien o pedir favores.
• Exiges demasiado a los demás.
• Te centras en cubrir las necesidades del resto, pasando por alto las tuyas.
• Tienes muy pocos recuerdos de tu infancia o adolescencia.
• Sientes que pierdes el tiempo cuando descansas.
• Analizas una y otra vez tu comportamiento después de cualquier interacción social para quedarte tranquilo sabiendo que lo has hecho bien.
• Necesitas la aprobación de los demás para estar en calma.
• Convives con un sentimiento de culpabilidad muy intenso sin razón aparente.
Si alguno de estos puntos te ha removido o ha generado en ti cierto interés, este libro es para ti.
Años atrás, yo entendí que tenía una herida emocional que debía sanar si quería vivir en calma, pero no fue hasta hace unos meses cuando viví una serie de situaciones y me di de bruces con la realidad.
Y ahora quiero que tú abras los ojos, así que empecemos evocando tus recuerdos.
¿Qué recuerdas de tu infancia? ¿Y de tu adolescencia? Apuesto a que alguna vez has viajado atrás en el tiempo y, queriéndolo o no, has terminado mentalmente inmerso en alguna parte de tu pasado. A veces son los olores, los sabores o las imágenes los que desencadenan recuerdos; otras veces son las historias compartidas en voz alta con otras personas las que nos evocan tiempos pasados. La mente atesora en sus recovecos aquellas experiencias que, de una manera u otra, nos han marcado, ya sea para bien o para mal. Te confesaré que, a pesar de que el cerebro tiene una capacidad extraordinaria para almacenar más las vivencias negativas que las positivas, el objetivo que siempre persigue ante cualquier estímulo tiene un propósito: sobrevivir.
Desde el momento en que nacemos, interaccionamos con el mundo que nos rodea y comenzamos nuestras primeras relaciones interpersonales con aquellas personas más cercanas: desde nuestros padres, hermanos y familia en general hasta amigos, profesores, conocidos… Todos, de alguna manera, forman parte de ese entramado tan complejo, capaz de condicionar cómo percibimos y procesamos todo. Porque la forma en que vemos las cosas es aquella en la que el entorno nos educa.
Desde el momento en que nacemos, estamos preparados para empezar a codificar en nuestra mente quiénes somos, qué lugar ocupamos y cómo debemos tratarnos a nosotros mismos y a los demás.
Desde el momento en que nacemos, nuestro cerebro va poniendo en marcha diversos mecanismos de supervivencia que condicionan la manera de percibir los problemas, de concebir el peligro, de procesar las posibles amenazas o de responder ante el miedo.
¿Sabes qué? Hace poco recordé cómo fue la primera vez que tuve un miedo irracional. Fue justo un día que actué de la misma manera que cuando tenía unos siete años e iba en el coche con mis padres. Mi padre conducía, y mi madre y yo viajábamos en el asiento trasero. Volvíamos de pasar un día de verano en el campo con la familia. Ya entrada la noche, mi padre buscaba aparcamiento por la zona en la que vivíamos en aquel entonces. Yo iba mirando por la ventanilla las pocas estrellas que se podían apreciar desde el vecindario. De repente sentí cómo me invadía una sensación de angustia que nunca antes había vivido. Pensé en lo triste que era que terminara aquel día y en lo injusto que sería que todo, incluso mi vida y la de mis seres queridos, acabara en ese instante.
El desasosiego invadió mi cuerpo, y la tristeza que sentía por que se acabara el día, como puedes suponer, se volvió aún más oscura. Por mi mente, sin venir a cuento, paseó la posibilidad de tener alguna enfermedad terminal y morirme. Qué sombrío pensamiento para una niña, ¿verdad?
Siempre he sido una persona muy intensa y con cierta rapidez en la asociación de ideas, y aunque en ese momento era muy pequeña para entender qué me estaba pasando, con el paso de los años recordé fugazmente ese momento y pude darle una explicación.
Más tarde, ya con treinta y un años, volvía a casa en tren. Unos días atrás había salido de la ciudad para atender unos asuntos del trabajo. Era de noche y me encontraba muy cansada. Apoyé la cabeza en el cristal del ventanal para poder dormir un poco antes de llegar al destino. Me llamó la atención lo oscura que estaba la noche y comprobé con la mirada si desde allí alcanzaba a ver las estrellas. Al instante mi cabeza decidió que era el momento de recuperar aquel recuerdo de la infancia y sacarlo a la luz. «¿Por qué ahora?». Miré a mi alrededor y, aunque yo tenía la sensación de haberme trasladado a un mundo extraño y desconocido, la realidad es que nada había cambiado en el vagón. Me puse unos auriculares con música y me zambullí de lleno en lo que hasta entonces había sido un vago recuerdo. Lo más seguro es que mi mente había relacionado mi conducta de ese momento con la de hacía casi veinticinco años. Con el recuerdo recién recuperado, repasé todo y encontré una explicación lógica.
Unos días antes de vivir aquella escena en el coche de mis padres, había estado presente en una conversación entre adultos sobre la enfermedad y la muerte; habíamos visitado un santuario donde las personas solían llevar ofrendas a una imagen religiosa para que se cumplieran sus peticiones relacionadas con la salud, la familia y el amor. Esas ofrendas eran figuras de cera de diversas formas: un corazón, un riñón, una pierna, pelo humano… Según el tipo de ofrenda y la petición del creyente, la figura variaba. Esa imagen se me quedó grabada; nunca antes había visto algo así y, aun siendo tan pequeña, creo firmemente que tenía la suficiente empatía para sentir la aflicción de toda aquella gente rogando. Estoy segura de que esa experiencia desencadenó la sensación de angustia y los consecuentes síntomas psicosomáticos, como mareos y náuseas. Relacioné el final de un día con el final de la vida.
A partir de ese momento, esa situación se fue repitiendo cada vez que llegaba la noche. No quería sentir aquello, no quería pensarlo, pero era algo casi automático.
Nunca se lo conté a mis padres, me daba vergüenza explicarles lo que pasaba por mi mente. Me parecía «demasiado adulto» hasta para mí, y no quería que me hicieran preguntas que no supiera contestar.
Un día esa sensación desapareció sin más. Encontré un pensamiento con el que luchar contra mi propia mente: lo bueno de que un día se acabara era que en unas horas empezaba el siguiente.
Lo curioso es que, sentada en aquel tren, y de manera totalmente inintencionada, mi cabeza siguió rememorando. Es lo que pasa cada vez que abrimos una puerta al pasado: los recuerdos que llevaban años esperando poder salir lo hacen todos a una, como cuando descorchas una botella de cava y las burbujas salen disparadas del interior.
Logré recuperar otro episodio de miedo irracional de mi vida.
Cuando tenía diez años, nos mudamos a una casa un poquito más grande; éramos cuatro en la familia y la anterior se nos había quedado pequeña. Nuestro nuevo hogar era tan grande en comparación con el anterior que me dio por pensar que en alguna habitación podría haberse escondido alguien para atacarnos o robarnos.
Mi padre trabajaba muchas horas fuera de casa, y mi madre pasaba mucho tiempo a solas conmigo y con mi hermana. Yo soy la mayor de las dos, así que desarrollé una tremenda responsabilidad hacia ella que, en ocasiones, también extrapolaba a mi madre. Por este motivo, todos los días durante varias semanas registré cada una de las habitaciones y armarios de la casa nueva, por si había alguien escondido que pudiera hacernos daño. Recuerdo que, para no levantar sospechas, lo hacía cantando y simulando que jugaba. Paré porque noté que mi madre empezó a ver con cierta desconfianza mi comportamiento.
—No hay nadie en casa, puedes estar tranquila —me dijo un día.
Me dio una vergüenza terrible que me pillara porque, de algún modo, quería seguir aparentando que era una niña normal y despreocupada.
Creo que mi madre se lo contó a mi padre, porque unos días más tarde los dos hicimos un recorrido por toda la casa mientras él me explicaba y demostraba lo difícil que era que alguien entrara en casa sin romper la puerta o que cupiera en un armario o cajón.
Por supuesto que mi miedo era completamente irracional y, en parte, podría explicarse por mi corta edad, pero, créeme, la edad no tiene nada que ver cuando una emoción tan potente se apodera de ti. Y hay ocasiones en las que esta desencadena tal estrés que te termina arrastrando consigo a la más absoluta confusión y desconexión de la realidad.
¿De dónde venía ese miedo? ¿Cómo había nacido? Hoy lo tengo claro: a mi corta edad ya tenía la necesidad de tenerlo todo bajo control, y el hecho de sentir que había cosas como la enfermedad, la muerte o algún peligro externo que se me escapaban me hacía sentir vulnerable y temerosa, lo que disparaba mis niveles de rumiación y ansiedad.
Pero aún hay más.
Ya con dieciocho años, conocí a la que fue mi primera pareja y, con ella, el miedo irracional al abandono. Esta relación marcó un antes y un después en mi vida. Nunca antes había tenido novio y para mí todo era un mundo nuevo… y aterrador. Hasta aquel momento me creía una mujer fuerte, independiente y con buena autoestima. De hecho, quitando algún que otro «desliz» en la adolescencia, había logrado construirme una personalidad fuerte. Sin embargo, en aquella primera relación, las cosas no salieron bien y pude vivir en mis propias carnes lo que era la dependencia emocional, ya no solo con esa pareja, sino con todas las que vinieron después. Aquel vínculo fue un gran estímulo desencadenante del miedo al abandono, del miedo a no ser suficiente y a no ser querida o aceptada por los demás. Como ya te conté en Me quiero, te quiero, desde aquella época de mi vida convivo con la ansiedad. Probablemente, hasta aquel momento se había mantenido latente en alguna parte de mí, dejándose ver tímidamente en alguna ocasión, pero aquella fue la gota que colmó el vaso y desencadenó un problema con el que me tocaría convivir toda la vida.
He tenido algunas épocas de tranquilidad mental, menos mal. Pero cuando la ansiedad ataca en la peor de sus formas, necesito recordar el trabajo realizado hasta el momento. Y justo eso fue lo que pasó hace unos meses.
Acababa de publicar Me quiero, te quiero, y estaba eufórica con el tremendo recibimiento por parte de los lectores —gracias, de nuevo, por todo—: las ventas se dispararon, las imprentas no daban abasto, los medios no paraban de solicitarme entrevistas, los viajes a diferentes ciudades para conocer a mis lectores eran semanales, me llegaban palabras bonitas sin cesar, las peticiones de colaboraciones con diferentes entidades se acumulaban en mi bandeja de entrada, mis pacientes y seguidores estaban recibiendo un extra de ayuda con mis palabras escritas, mis redes sociales tenían un engagement increíble…; todo era maravilloso. Todo aquello con lo que había soñado durante años se estaba haciendo realidad, y yo, sin embargo, no era feliz. Sentía que debía dar la talla en todo momento, demostrar que realmente valgo para esta profesión, que no podía defraudar a nadie. Pero nadie me obligaba a nada, de hecho, nadie me presionaba. Al menos, nadie más que yo. Durante mis primeros años laborales, lo pasé muy mal, no llegaba a fin de mes y buscaba desesperadamente un hueco en el mundo de la psicología. Y ahora que por fin lo había logrado, tenía miedo de perder aquello que tanto esfuerzo y lágrimas me había costado. Por eso me exigía cada vez más y más, por miedo a volver a aquel infierno. Nuevas y mayores exigencias autoimpuestas precedieron a las anteriores. Desde que comprendí que siempre había sido muy estricta conmigo misma, supe que merecía tratarme con más cariño y me lo tomé al pie de la letra, pero aquellos meses volví a ser mi peor enemiga y, como si no hubiera aprendido nada a lo largo de mis años de trabajo personal, volví a maltratarme.
¿Qué me estaba pasando? Aunque me costó mucho dar el paso, finalmente lo hice, fui a ver a mi psiquiatra, Alejandro Belmar (se merece que lo nombre porque me ha ayudado muchísimo).
Me costó un poco, en parte porque no quería asumir que estaba peor que nunca, pero sabía que tenía que hacerlo porque, desde hacía ya mucho tiempo, tenía la sensación de que algo en mí no iba bien.
Le conté lo que me pasaba y me hizo algunas preguntas técnicas, parecidas a las que yo les hago a mis pacientes. Mi sorpresa vino cuando me preguntó qué era lo que me gustaba hacer en mi tiempo libre y no supe qué contestar. Me quedé paralizada, mirando al infinito, mientras intentaba pensar en algo coherente. De mi boca temblorosa salió un «¿Pasear?» algo tímido y me eché a llorar. De pronto me di cuenta de que apenas tenía tiempo libre y de que, cuando lo tenía, no me apetecía hacer nada. Estaba tan cansada que lo único que quería era dormir o desaparecer. Ahí comprendí lo mal que estaba y lo poco que me había escuchado años atrás.
Desde que comenzó la pandemia de la COVID-19 en 2020, no había parado de trabajar. Sentía la responsabilidad de ser fuerte ante todo lo que estaba ocurriendo para poder ayudar a los demás, y me centré tanto en los otros que, una vez más, terminé olvidándome de mí.
La cabra siempre tira al monte. Y, por si aún no te has dado cuenta, yo soy la cabra y mi autoexigencia y ganas de tenerlo todo bajo control son el monte. Como consecuencia, la ansiedad volvió a irrumpir en mi vida, esta vez con más fuerza que de costumbre. Era algo con lo que cargaba desde mi primera relación de pareja (tóxica, por si no lo recuerdas). La presión en el pecho me ahogaba cada día un poco más, las náuseas, el dolor abdominal, el insomnio, las taquicardias y los pitidos en el oído se hicieron constantes. Me llegué a marear e