Motivos en prosa (Get Back)
Cuando éramos niños, papá nos grababa con una cámara. Nos entrevistaba, nos pedía declaraciones. También exigía que repitiéramos alto y claro palabras como cosechadora. Lo hemos recordado esta Navidad, llegados cada uno de una ciudad distinta, en el mismo salón donde empezó la película.
Increíble es un adjetivo que casi nunca hay que usar. Porque ninguna de las cosas que describimos como tal resultan verdaderamente increíbles. Hoy puedo decir que, este 25 de diciembre, mis hermanos y yo nos dimos de bruces con algo increíble: en la pantalla de la televisión, la infancia se trenzaba a una velocidad vertiginosa. Como una estrella fugaz: una explosión, la risa total, la diversión desacomplejada y después… nada.
Si no lo hubiera visto en la tele, habría negado hasta la saciedad: ¿de verdad hubo una vez en que el miedo no era a la muerte? Mi mayor temor en esos vídeos fue el de un 6 de enero. Nos acababan de despertar para ir al salón a abrir los regalos. Yo era el único de los cuatro que se resistía a salir de la cama. Me había quedado frito con la cabeza apoyada en la mano, se me habían dormido los cinco dedos y no sabía qué me pasaba. Mientras mi madre me decía que los moviera, yo me asusté por primera vez de algo invisible, como sólo se asustan los mayores. Fue apenas un aviso de un reloj al que, por fortuna, le quedaba mucha arena. Ahora, cuando se me duermen las manos, sonrío y escribo.
Tardé muy poco, aquel 6 de enero, en volver a reír. Cuando llegamos al salón, mi padre puso música de los Beatles. Automáticamente, corrimos alrededor de la mesa de cristal que había en el centro. Era nuestro ritual. Hoy se puede pasar de curso con cinco suspensos, pero ningún padre dejaría a su hijo correr alrededor de una mesa de cristal.
Sonaba Get Back: «Jojo was a man who thought he was a loner, but he knew it couldn’t last. Jojo left his home in Tucson, Arizona, for some California grass». Y todos corríamos, sudando, envueltos en pijamas de una sola pieza, hasta que se acababa el disco azul.
Hace poco vi el documental de los Beatles y me di cuenta de que utilizaban la misma técnica que mi padre, pero con mucho más presupuesto: las cámaras graban a Paul, John, Ringo y George casi sin avisar. Entonces observé cómo McCartney compuso Get Back. Apareció, se sentó y tocó unos acordes que llevaba tiempo rumiando. George bostezaba, Ringo miraba al techo. En unos minutos, acabaron por convenir que esa melodía estaba bien, que quizá podría convertirse en una canción. No lo sabían, no hubo un solo atisbo de celebración, pero acababan de componer el himno de los días felices. A nosotros, los cuatro hermanos, nos pasó lo mismo: con aquellas carreras alrededor de la mesa de cristal, tan inocentes, tan desprovistas de objetivos, levantamos la banda sonora de nuestra alegría. Los buenos poemas, supongo, también nacen así. Inesperadamente.
Pasaron los años. Hubo un instante en que, al sonar esa música, nadie corrió. Un día, al asomarse la guitarra rítmica del Get Back, no había nadie en el salón. La vida comenzaba a suceder fuera de casa. Con su lluvia, sus nubarrones y sus oscuridades.
No recuerdo cuándo escribí mi primer poema. Tampoco recuerdo cuándo escuché a los Beatles por primera vez. Pero sí sé que mis ganas de escribir son hermanas de las ganas de correr alrededor de una mesa de cristal. Y que, quizá, por qué no, pueda sucederle a alguien con alguno de estos versos lo mismo que a mí con una de aquellas canciones: que entren por el oído y acaben descubriendo el camino del corazón.
Supongo que a ti también te pasa: tienes una canción de los Beatles para cada uno de tus mejores recuerdos. Si no es así, eres la persona más afortunada del mundo. Por lo que pueda ocurrir al descubrirlos, por la locura feliz que está a punto de embargarte. Lo pienso, con la libreta abierta, cuando miro a los niños. ¿Dónde estarán cuando le canten a Jude? ¿Por qué su madre les dirá let it be? ¿Qué derrota bañarán en las lágrimas de Yesterday? ¿Qué maldita locura cometerán al ritmo de Twist and Shout? ¿Adónde los lleva este submarino amarillo que es la vida?
Quise escribir refugiándome en los Beatles porque sus canciones nos resguardan en las cosas blancas de la existencia. Incluso las melodías que dedican al dolor y a los finales suenan inofensivas. En cualquier oído, siempre son primavera. Los Beatles encarnan la mejor política redistributiva: nos colocan a todos con veinte años, abril en los ojos y una vida por estrenar. Ahí quiero quedarme, o, por lo menos, ahí, ¡si esto funciona!, quiero poder regresar cuando lo necesite. No habrá trampa en estas páginas. No será esta poesía, como criticaba Celaya, «un lujo de los neutrales». Su apuesta es clara: a este jardín lleno de pulpos se viene como van los niños al quiosco tras recibir la paga: hambrientos de felicidad.
Este libro empieza, levemente, tras los arpegios de George Harrison, justo cuando viene el sol. La nostalgia y la pérdida también serán acordes mayores. No se trata de falsificar la vida, tampoco de engañarse, sino de apuntar con los prismáticos a la luz. Siempre a la luz. «Little darling, ha sido un invierno largo, frío y solitario, pero ahí viene el sol. Mira todas esas sonrisas iluminando las caras. Parece que han pasado muchos años desde aquel invierno. Fíjate bien, ya está aquí el sol».