2
Mr. Bennet fue de los primeros en visitar a Mr. Bingley. Siempre había pensado hacerlo, por mucho que le asegurara a su esposa que no lo haría, pero hasta aquella tarde no le dijo nada.
—¡Qué bueno eres, querido Bennet! Ya sabía yo que acabaría convenciéndote. Estaba segura de que amabas demasiado a tus hijas para perder una relación como esa. ¡Qué feliz soy! Y vaya broma la tuya, no decirnos una palabra. ¡Qué padre tan maravilloso tenéis, hijas mías! —exclamó ella.
A pesar de las preguntas que hizo Mrs. Bennet, ayudada por sus hijas, no logró que su marido les dijera cómo era Mr. Bingley. Así que se vieron obligadas a aceptar los informes de su vecina, lady Lucas, que les dijo que era un joven muy guapo, extraordinariamente agradable y, sobre todo, que tenía la intención de asistir al próximo baile acompañado de numerosas personas.
El día del baile, Mr. Bingley se presentó con sus dos hermanas, el marido de la mayor y otro hombre joven.
Bingley era muy guapo, simpático y distinguido. Sus hermanas eran hermosas y de una elegancia excepcional. Mr. Hurst, el marido de una de ellas, parecía un caballero como cualquier otro, pero su amigo, Mr. Darcy, atrajo pronto la atención de todos por lo guapo y noble que era, y en cinco minutos se extendió la noticia de que poseía una renta de diez mil libras al año, muy superior a la de Mr. Bingley.
Bingley se relacionó muy pronto con los invitados al baile, se mostró animado y bailó todas las piezas, incluso habló de ofrecer él mismo un baile en Netherfield. Tan amables cualidades no hicieron sino aumentar su popularidad. ¡Qué distinto era de su amigo! Darcy bailó solo una vez, no quiso ser presentado a las damas y empleó el tiempo en pasearse por la sala y hablar brevemente con alguno de sus amigos. Su carácter quedaba así patente: era el hombre más orgulloso y desagradable del mundo, y todos lamentaban que hubiese acudido al baile.
Elizabeth Bennet se había visto obligada, debido a la escasez de caballeros, a permanecer sentada durante dos piezas musicales, y parte de ese tiempo había estado tan cerca de Darcy que pudo escuchar la conversación que este mantenía con Bingley.
—Ven, Darcy —le dijo Bingley—. Quiero que bailes como los demás. Me molesta verte ahí solo, mientras los otros se divierten.
—¡No lo haré! Sabes lo mucho que lo detesto, a no ser que conozca a mi pareja. En una reunión como esta me resultaría insoportable, y consideraría un castigo bailar con cualquiera de las mujeres que hay aquí.
—Te aseguro que jamás he encontrado muchachas tan simpáticas como las de esta noche, y debes admitir que algunas son increíblemente hermosas.
—Estás bailando con la única muchacha bonita del salón —repuso Darcy, mirando a Jane, la hermana mayor de Elizabeth Bennet.
—Sí, es la criatura más bella que he visto jamás. Pero ahí, justo detrás de ti, está sentada una de sus hermanas, que es muy bonita, y aun me atrevo a añadir que muy agradable.
—¿A quién te refieres? —preguntó Darcy y, volviéndose, contempló por un instante a Elizabeth—. Aceptable; pero no es lo suficientemente hermosa para tentarme. Vuelve con tu pareja y disfruta, porque estás perdiendo el tiempo conmigo.
Bingley siguió el consejo de su amigo. Darcy abandonó el salón, mientras Elizabeth, enfadada, lo vio alejarse. Sin embargo, contó a sus amigas lo ocurrido con mucho ingenio, porque era jovial y graciosa.
En conjunto, el baile transcurrió de forma agradable para toda la familia. Mrs. Bennet había visto que los nuevos vecinos admiraban a su hija mayor: Bingley había bailado con ella dos veces, y las hermanas de este la habían colmado de atenciones. Jane estaba tan satisfecha por todo eso como pudiera estarlo su madre. Elizabeth experimentaba la misma satisfacción que Jane. Mary, que era la tercera hermana, había oído decir a miss Bingley, refiriéndose a ella, que era la muchacha mejor educada de la vecindad, y Kitty y Lydia, las dos pequeñas, habían sido lo bastante afortunadas como para no estar nunca sin pareja, que era cuanto habían aprendido a desear en un baile. Por eso regresaron contentas a Longbourn, el pueblo donde vivían y del que eran los habitantes más distinguidos.
Cuando Jane y Elizabeth se quedaron solas, la primera expresó a su hermana lo mucho que admiraba a Mr. Bingley.
—Es exactamente como un joven debe ser —le dijo—: sentimental, perspicaz y de buen humor; nunca vi tan finos modales, tanta desenvoltura, tan exquisita educación.
—Es guapo —añadió Elizabeth—, tal como en la medida de lo posible debe ser un joven. Posee todas las condiciones.
—Me sentí muy halagada cuando me sacó a bailar por segunda vez. No esperaba semejante cumplido.
—¿No? Pues yo sí. Hay una gran diferencia entre nosotras. A ti, los cumplidos siempre te sorprenden; a mí, nunca. Era lógico que te sacase de nuevo a bailar. No podía evitar el ver que eras cinco veces más guapa que todas las mujeres que estaban en el salón.
—¡Lizzy!
—¿Y te gustan también las hermanas de ese muchacho? Sus modales no son como los de él.
—Al principio, así lo parece. Pero cuando hablas con ellas compruebas que son muy agradables. La soltera va a vivir con su hermano y a cuidar de la casa, y, o mucho me equivoco, o tendremos en ella a una encantadora vecina.
—Bien sabes que eres muy dada a que te guste todo el mundo; nunca ves defectos en nadie. Para ti, todas las personas son buenas y agradables; nunca te he oído hablar mal de un ser humano.
—No me gusta censurar a nadie; pero, créeme, siempre digo lo que pienso.
Elizabeth no parecía convencida, la conducta de aquellas muchachas en la reunión no había sido particularmente de su agrado.
3
Las nuevas vecinas no tardaron en corresponder a la atención de las cinco hermanas y les devolvieron la visita. Los agradables modales de Jane gustaron pronto a Mrs. Hurst y a miss Bingley; y aunque ambas encontraban insoportable a la madre y a las hermanas menores, expresaron a las dos mayores su deseo de conocerse mejor.
Jane recibió encantada aquellas atenciones, pero Elizabeth observaba un fondo de arrogancia en aquellas mujeres, por lo que seguía sin encontrarlas simpáticas. Aun así, la amabilidad que mostraban hacia Jane se debía, probablemente, a la influencia del hermano. Era evidente para todos que este admiraba a Jane, y para ella también lo era cómo iba creciendo en su hermana el amor.
Ocupada únicamente en observar las atenciones de Bingley hacia su hermana, Elizabeth estaba lejos de sospechar que ella misma comenzaba a ser de interés a los ojos del amigo de aquel. Darcy, al principio, apenas le había concedido el ser bonita; la había visto en el baile, sin admirarla, y cuando se encontraron de nuevo solo la miró con la intención de criticarla. Pero pronto comenzó a tenerla por inteligente como pocas.
En cierta ocasión, estaban en casa de su vecino sir William Lucas, donde se celebraba otra gran fiesta. Las dos hermanas menores, con Mr. Lucas y dos o tres oficiales, se habían puesto a bailar en un extremo del salón.
Darcy permaneció cerca de ellos en silencio, indignado por semejante manera de pasar la tarde. Se encontraba demasiado sumido en sus pensamientos para advertir que sir William Lucas estaba a su lado, hasta que este le dijo:
—¡Qué encantadora diversión para los jóvenes, Mr. Darcy! Después de todo, no hay nada como bailar. Su amigo lo hace deliciosamente —prosiguió, tras una pausa, al ver a Bingley bailando en el grupo—, y no dudo de que usted mismo, Mr. Darcy, será aficionado a este arte. ¿Baila usted a menudo?
—Es algo que evito siempre que puedo.
Mr. Lucas esperó un comentario, pero Mr. Darcy no estaba dispuesto a seguir hablando y, al dirigirse en aquel momento Elizabeth a ellos, se le ocurrió una galantería y, llamándola, dijo:
—Querida Eliza, ¿por qué no bailas? Mr. Darcy, permítame que le presente a esta señorita como una sugerente pareja. Estoy seguro de que no podrá usted negarse a bailar teniendo cerca a semejante hermosura.
Y tomando la mano de la joven, se dispuso a unirla a la de Darcy. Él, sorprendido, no dio muestras de rechazarla. Sin embargo, ella se volvió de pronto y dijo, con cierta aspereza, a sir William:
—La verdad, señor, es que no tenía la menor intención de bailar. Le suplico que no imagine que he venido aquí a buscar pareja.
Darcy, con grave cortesía, rogó que le concediera el honor de bailar con él, pero fue inútil. Elizabeth había tomado una decisión, y ni los ruegos de sir William la hicieron desistir.
Su negativa, lejos de molestar a Darcy, le gustó.
4
La casa de los Bennet estaba a solo una milla del pueblo de Meryton, distancia conveniente para las muchachas, que solían ir allí tres o cuatro veces por semana a visitar a su tía, la hermana de Mrs. Bennet. Kitty y Lydia, las dos más jóvenes de la familia, eran las más dadas a esas visitas; tenían menos preocupaciones que sus hermanas, y cuando no había nada mejor que hacer se imponía un paseo a Meryton a fin de pasar la mañana y procurarse conversación para la tarde. No obstante, últimamente abundaban las noticias por la llegada de un regimiento de militares que establecería su cuartel general en Meryton mientras durase el invierno. Eso procuró a las dos una felicidad que antes no conocían. No podían hablar sino de oficiales, y la gran fortuna de Bingley, que tanto importaba a su madre, pronto careció de la menor importancia comparada con un magnífico uniforme.
Una mañana, llegó un criado con una carta para Jane; venía de Netherfield, y aguardaba contestación. Los ojos de Mrs. Bennet brillaron de alegría.
—Bien, Jane, ¿de quién es?, ¿qué dice? Vamos, Jane, apresúrate, dínoslo; date prisa, hija mía.
—Es de miss Bingley invitándome a comer —informó Jane—. ¿Puedo disponer del coche de caballos?
—No, querida mía; será mejor que vayas a caballo, pues parece que va a llover, y si eso ocurre tendrás que quedarte allí toda la noche.
Jane se vio obligada a partir a caballo, y su madre la despidió en la puerta, pronosticando con alegría mal tiempo para aquel día. Sus previsiones se confirmaron; Jane aún no se había alejado mucho cuando comenzó a llover. Sus hermanas estaban inquietas por ella, pero su madre no disimulaba su satisfacción. La lluvia continuó durante toda la tarde, de modo que era seguro que Jane no podría regresar.
Pero hasta la mañana siguiente no supo del éxito de su estratagema. Apenas habían acabado de almorzar cuando un criado de Netherfield llevó la siguiente carta para Elizabeth.
Querida Lizzy:
Me encuentro bastante mal debido a lo mucho que ayer me mojé. Mis amables amigas no quieren que regrese a casa hasta que haya mejorado. También insisten en que me vea Mr. Jones; de modo que no os alarméis si os enteráis de que el médico me ha visitado, pues, excepto un simple resfriado y un leve dolor de cabeza, no tengo nada.
Tuya,
JANE
—Bien, querida —dijo Mr. Bennet cuando Elizabeth hubo leído la carta en voz alta—; si tu hija cayera enferma, si se muriese, sería un consuelo saber que todo ha sido por ir detrás de Mr. Bingley siguiendo tus instrucciones.
—¡Qué cosas dices! La gente no se muere de un insignificante resfriado. Además, se cuidará muy bien de no morirse. Mientras esté allí, cuidarán de ella y todo irá bien.
Elizabeth, que estaba inquieta, decidió ir aun sin tener carruaje, y como no montaba a caballo, su único recurso era hacerlo a pie.
—¿Cómo puedes cometer semejante locura —exclamó su madre— con el barro que hay? Cuando llegues, estarás tan sucia que no te reconocerán.
—Todo lo que deseo es ver a Jane.
Elizabeth caminó atravesando campo tras campo, saltando vallas y lodazales con impaciencia, hasta divisar la casa, a la que llegó fatigada, con las medias mojadas y el rostro encendido por el ejercicio.
La recibieron en la sala de almorzar, donde se hallaban todas menos Jane, y donde su aparición sorprendió a todos. Que hubiera caminado tres millas a una hora tan temprana, con tiempo tan húmedo y sola, era casi increíble para Mrs. Hurst y miss Bingley, y Elizabeth advirtió que la menospreciaban por ello.
Fue, no obstante, recibida por todos con mucha cortesía, y en los modales de Bingley percibió algo más que educación: había buen humor y amabilidad. Darcy habló poco y Mr. Hurst permaneció en silencio.
Las respuestas acerca del estado de salud de Jane no fueron muy favorables. Jane había dormido mal y, aunque estaba levantada, tenía bastante fiebre y no se encontraba lo suficientemente bien como para salir de su habitación. Elizabeth se alegró de que la llevasen a su lado y, cuando estuvieron a solas, Jane no hizo sino expresar su agradecimiento por las atenciones recibidas de parte de la familia Bingley. Elizabeth escuchaba en silencio.
Cuando acabó el almuerzo, se presentaron en la habitación las hermanas Bingley, y Elizabeth comenzó a encontrarlas agradables al ver el mucho afecto que mostraban por Jane.
El médico fue, y tras examinar a la paciente dijo que tenía un fuerte resfriado y que debían hacer todo lo posible por curarlo; le dijo que guardase cama y le recetó unas medicinas. Lo prescrito se cumplió de inmediato, pues los síntomas de fiebre aumentaban y la cabeza le dolía mucho. Elizabeth no abandonó la habitación ni por un instante.
Cuando dieron las tres, Elizabeth comprendió que debía marcharse. Miss Bingley le ofreció el coche de caballos y, cuando ya estaba a punto de aceptarlo, Jane mostró tanta pena por tener que separarse de ella que miss Bingley se vio obligada a retirar el ofrecimiento del coche y reemplazarlo por una invitación a quedarse en Netherfield.
Elizabeth aceptó muy agradecida, y se envió a un criado a Longbourn para informar a la familia de la situación y coger algo de ropa para ella.
5
A las cinco, las dos señoras de la casa fueron a vestirse, y a las cinco y media Elizabeth fue llamada a la hora del té. A las corteses preguntas que le dirigieron, en las que tuvo la satisfacción de ver la preocupación de Bingley, no pudo responder favorablemente: Jane no había mejorado. Al oír esto, las hermanas repitieron tres o cuatro veces lo mucho que eso las apenaba, lo tremendo que era padecer un fuerte resfriado y lo mucho que les molestaba verse enfermas, tras lo cual ya no pensaron más en la enferma. Así, su indiferencia con Jane cuando esta no se encontraba presente, hizo que Elizabeth las encontrara de nuevo desagradables.
Bingley era el único de los presentes a quien podía mirar complacida. Su interés por Jane era realmente sincero, y sus atenciones impedían a Elizabeth considerarse una intrusa, como imaginaba que la consideraban los demás. Prácticamente, solo habló con Bingley. La hermana soltera de este se dedicaba a contemplar a Darcy; la otra, a poco menos, y en cuanto a Mr. Hurst, junto al que estaba sentada, era un hombre que solamente vivía para comer, beber y jugar a las cartas, y cuando supo que ella prefería los platos sencillos, ya no tuvo nada de qué hablar.
Terminada la comida, Elizabeth regresó al lado de Jane, y miss Bingley comenzó a criticarla en cuanto salió de la estancia.
Elizabeth pasó casi toda la noche en la habitación de Jane, y a la mañana siguiente pudo contestar con buenas noticias a las preguntas que muy temprano recibió de Bingley.
A pesar de la mejoría, pidió que se enviase a Longbourn una nota, pues deseaba que su madre visitase a Jane y comprobase por sí misma su estado. La nota fue enviada de inmediato y Mrs. Bennet, acompañada de sus dos hijas menores, se dirigió a Netherfield.
Si Jane hubiese corrido peligro alguno, Mrs. Bennet se habría tenido por muy desgraciada; pero en cuanto comprobó que la enfermedad no era grave, no deseó que su hija se repusiese tan pronto, ya que, si esto ocurría, debería marcharse de Netherfield. Por esa razón no quiso atender su proposición de que la trasladaran a su casa, lo que, por otra parte, el médico, que llegó poco después, tampoco recomendó.
Cuando, tras permanecer un rato con Jane, miss Bingley se presentó y las invitó a pasar donde estaba la familia, la madre y las tres hijas la acompañaron al comedor.
Mrs. Bennet se deshizo en frases de agradecimiento.
—Estoy convencida —dijo— de que si no hubiera sido por tan buenos amigos habría corrido serio peligro, pues se siente mal de veras y sufre mucho; aunque, eso sí, con la mayor paciencia del mundo, como hace siempre, porque tiene el temperamento más dulce que conozco. Muchas veces les digo a mis otras hijas que no valen nada a su lado.
El silencio general que siguió hizo temer a Elizabeth que su madre volviera a ponerse en evidencia. Continuó, pues, hablando, pero no se le ocurría nada que decir, y así, tras una breve pausa, Mrs. Bennet comenzó a repetir su agradecimiento a Bingley por lo amable que había sido con Jane. Bingley contestó con cortesía, obligando a su hermana menor a ser igualmente educada y decir lo que la ocasión requería. Esta representó su papel, aunque no parecía muy sincera. Aun así, Mrs. Bennet quedó satisfecha, y poco después pidió su carruaje.
Mrs. Bennet y sus hijas se marcharon, y Elizabeth volvió al instante al lado de su hermana, dejando su conducta y la de su familia sujetas a las observaciones de las damas de Netherfield y de Darcy, quien, sin embargo, no se unió a las censuras relativas a ella, a pesar de los chistes que hizo miss Bingley.