Pájaros de sol

Fragmento

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1

Aya

Ilustración decorativa del skyline de una ciudad

Estaba echada en la cama y vi la luz en el cielo. Era mi ciudad y mi barrio y mis calles. Yo me preocupaba por la situación. Papá se había ido y mamá estaba cansada. Todo el mundo hablaba muy alto y las noticias que se escuchaban en el mercado no eran buenas.

Eso ocurría desde hacía algún tiempo. Antes no, antes la vida era tranquila y había gatos y ruedas de coche que lanzábamos cuesta abajo y dulces de pistacho y lirios grises en los bordes de la carretera. Yo iba a la escuela con mis amigas y volvía y conocía el camino. Todo me era familiar, podía ir a donde me apetecía sin problemas, a veces con mis hermanos mayores: Jalid y Daim.

A Jalid el abuelo siempre le decía «zorro del desierto», porque es el más listo de todos y no puede estarse quieto. Y eso que apenas es un poco mayor que yo. Pero Daim ya es un hombre, alto como un tallo crecido entre la hierba. Tiene quince años y una hermosa voz.

Si cierro los ojos, todavía lo escucho cantando:

Una rama del manzano,

dedos de perla.

El pájaro ha venido a beber aquí.

Yo nunca antes había estado sola.

Esa noche, cuando vi la luz, me encontraba con todos, como siempre. Menos Daim.

Daim estaba fuera de la casa porque cortejaba a Zaina, que era una chica muy guapa y muy simpática. Era jazmín. Yo la llamaba así porque olía bien, reía bien. Y los veía por la ventana.

Se me olvidaba decir que Daim tiene los ojos azules. De un azul intenso, casi púrpura. Te mira con esos ojos y el mundo es mejor. Uno no puede olvidar los ojos de Daim por muchas cosas que hayan pasado. Eso no, nunca. Y yo veía a mi hermano y a Zaina por la ventana y escuchaba la respiración de mi otro hermano, Jalid, a mi lado, dormido. Respiraba entrecortado, con nervio, como todo lo que hacía. Hasta soñar. Ese día todavía el mundo estaba en su sitio.

Fue entonces cuando la vi: una luz redonda, enorme, como un sol, pero era de noche y se movía. Me pareció una estrella de ocho puntas. Era bonita. Dibujó una curva en el cielo y todo se volvió blanco. Entonces se oyó un estrépito y ese cielo y el techo se desplomaron. El mundo se partió en pedazos sobre Jalid y sobre mí.

Después de la luz y del ruido, estaba todo negro. Nos pitaban los oídos y había mucho polvo. Jalid tenía la cara blanca, sucia, y los ojos muy abiertos.

Los ojos de Jalid son negros como el pan negro. No acaban nunca. Allí dentro estaba metida la noche rota y el polvo y las piedras caídas al otro lado de la ventana. Donde habían estado Daim y Zaina.

Yo también me volví hacia allí con el corazón golpeando muy fuerte y no había nadie. No estaban ni mi hermano ni su novia. Pero yo sabía que Daim no podía haberse vuelto nada. Yo era testaruda y lo sabía. Daim no podía haberse quedado debajo de las piedras.

Todo estaba detenido. El mundo no respiraba.

Entonces, entre el polvo y el silencio ensordecedor, apareció aleteando, muy pequeño, muy azul. Había salido de debajo de los cascotes y volaba.

Era un pájaro de sol, tan hermoso.

Después el mundo despertó. Escuchamos los lamentos, las sirenas y las voces gritando nuestros nombres.

Ilustración de un pájaro volando

2

Diego

Ilustración decorativa del skyline de una ciudad

Se movió entre las hojas: era un pedazo diminuto de azul que al instante desapareció. Un aleteo nervioso y luego nada. En cualquier caso, debía de ser un pájaro muy pequeño, casi diminuto, o un insecto muy grande. Me quedé como un tonto esperando a que saliera para volver a ver ese color tan raro, pero seguía allí, escondido, con su ajetreo incansable.

Entonces lo escuché. Era una voz infantil, como la mía, como cualquiera, solo que hablaba pronunciando mucho las jotas, muy rápido, muy oscuro y ronco. Un susurro imposible de descifrar. Por un momento, pensé que el pájaro hablaba y casi me caigo de espaldas. Entonces, entre las hojas, vi el hombro y el perfil de una niña. Estaba girada de tal modo que solo mostraba su oreja, el pelo muy negro y el cuello.

La niña movió las manos, se giró sin verme y yo pude distinguir que aquello que aleteaba se movía en sus palmas y era casi como un truco de magia.

Azul entre las ramas verdes de sol.

Entre sus dedos pequeños.

La niña estaba escondida en los setos, bajo una gran morera de papel. No es que yo supiera el nombre del árbol, es que lo ponía allí, en un cartel metálico: «Morera de papel (Broussonetia papyrifera)». La copa densa fosfore­cía. Pensé en decirle algo a la niña, cualquier cosa, quería que me enseñara eso que revoloteaba en sus manos, pero luego me fijé y no tenía nada. Solo unos dedos flaquitos, oscuros. Entonces vi sus ojos y me dieron miedo.

Por eso me fui.

En clase, apoyé la mano en la mejilla y me aburrí. Al cerrar los párpados, volvía a ver los setos moverse y el aleteo azul, y yo me hundía en la luz agradable del sueño.

—¡Se llama Jalid!

Aquella voz me despertó. El corazón me dio un vuelco sobresaltado. Pestañeé sin saber dónde estaba. Antonio, el profesor, apareció entre mis párpados, borroso. Miraba hacia la entrada con el inicio de una sonrisa acogedora. Me volví y allí estaba. Esa fue la primera vez que lo vi. Se llamaba Jalid y era un niño nuevo. Venía de no sé dónde, de lejos, de un país «en conflicto», eso dijeron. Esas palabras. Y también dijeron que teníamos que ser atentos con él.

—Puedes sentarte en aquel hueco.

Miré alrededor. La única silla vacía era la que estaba a mi lado. Él vino decidido, casi violento, y se sentó. Echó el cuerpo hacia atrás y se cruzó de brazos. No dijo nada, no hizo nada durante toda la clase.

Tenía los ojos grandes y negros, duros, la frente enfurruñada.

A la salida se abrió paso por el colegio como enfadado, a zarpazos. Yo lo seguí con la mirada y lo vi caminar como un asno salvaje y luego se detuvo y esperó inquieto. Un grupo de niños pequeños corrieron a su lado, chillando. Jalid no dijo nada, esperó. Entonces una niña llegó hasta él y le dio la mano. Los vi caminar juntos, él más alto; ella, morena y lenta, silenciosa. Entonces volví a ver en mi cabeza el aleteo azul entre las manos menudas, los ojos que daban miedo.

Y esa niña era la que caminaba junto a Jalid.

Yo no quería hacerlo, ni siquiera lo pensé, pero a veces las partes de mi cuerpo hacen cosas sin consultarme. Como los pies, que en ocasiones dan patadas o me obligan a correr sin venir a cuento. Esta vez se pusieron en marcha detrás de Jalid y la niña. Resignado, l

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