Mi vida con los chicos Walter (Mi vida con los chicos Walter 1)

Ali Novak

Fragmento

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Prólogo

Nunca he sentido lástima por Romeo y Julieta.

A ver si me explico. La obra es un clásico y Shakespeare era un genio literario de los pies a la cabeza, pero no entiendo que dos personas que apenas se conocían fueran capaces de renunciar a sus vidas sin más.

Fue por amor, dice la gente, por un amor eterno y verdadero. Pero, en mi opinión, todo eso son tonterías. El amor requiere algo más que un par de días y un matrimonio relámpago a escondidas para llegar a convertirse en algo por lo que merezca la pena morir.

Reconozco que Romeo y Julieta eran apasionados. Pero la pasión que los embargaba era tan intensa, tan destructiva, que acabó con sus vidas. O sea, la obra entera se basa en sus decisiones precipitadas. ¿No me creéis? Analicemos a Julieta, por ejemplo. ¿A qué chica se le ocurriría, de buenas a primeras, casarse con el hijo del enemigo mortal de su padre después de pillarlo espiando en la ventana de su dormitorio? A mí no, seguro. Por eso nunca he podido solidarizarme con ellos. No planificaron nada; ni siquiera se pararon a pensar, de hecho. Hicieron lo que les vino en gana, sin importarles las consecuencias. Cuando no planeas las cosas, todo se complica.

Y después de lo que pasó hace tres meses, cuando mi vida perdió el rumbo por completo, una vida amorosa complicada era lo último que necesitaba.

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Uno

Yo no tenía ni un solo pantalón vaquero. Es raro, ya lo sé, porque ¿qué chica de dieciséis años no tiene aunque sea un vaquero, quizá con la rodilla desgarrada o un corazón pintarrajeado en el muslo con rotulador?

No digo que no me gustara cómo quedaban puestos y tampoco tenía nada que ver con el hecho de que mi madre hubiera sido diseñadora de moda, sobre todo si tenemos en cuenta que sus colecciones casi siempre incluían vaqueros. Pero yo creía firmemente en la frase «la primera impresión es la que cuenta» y, en cualquier caso, aquel día estaba decidida a causar una impresión inmejorable.

—¿Jackie? —Katherine me llamó desde alguna parte del piso—. El taxi ya está aquí.

—¡Voy enseguida! —Cogí una hoja de papel de mi escritorio a toda prisa—. Portátil, cargador, ratón —musité mientras leía los últimos artículos de la lista de comprobación. Abrí la cartera y palpé el interior para asegurarme de que estaban allí—. Sí, sí, sí —susurré cuando rocé con los dedos los tres objetos. Con un rotulador rojo chillón, marqué una X junto al nombre de cada artículo.

Llamaron con los nudillos a la puerta de mi habitación.

—¿Estás lista, cielo? —preguntó Katherine asomando la cabeza. Era una mujer alta de cuarenta y pico años de edad, con el cabello dorado ya surcado de hebras grises y cortado a media melena como lo llevan las mamás.

—Me parece que sí —le dije, pero mi voz rota reveló lo contrario.

Me miré los pies a toda prisa porque no quería ver la expresión de sus ojos; la mirada compasiva que todo el mundo me lanzaba desde el funeral.

—Esperaré un momento —dijo.

Cuando la puerta se cerró, me ajusté la falda y eché un vistazo al espejo. Me había alisado los rizos, largos y oscuros, y me los había recogido con una cinta azul, como siempre, para que ni un solo mechón estuviera fuera de lugar. Tenía el cuello de la blusa torcido y lo estuve toqueteando hasta que el reflejo me devolvió una imagen impecable. Hice un mohín de irritación al descubrir que tenía ojeras, pero no podía hacer nada para reparar la falta de sueño que las provocaba.

Con un suspiro, eché una última ojeada a mi habitación. Aunque ya había marcado todos los artículos de la lista, no sabía cuándo volvería y no quería olvidar nada importante. Reinaba un vacío extraño allí dentro, pues casi todas mis pertenencias estaban en un camión de mudanzas de camino a Colorado. Había tardado una semana en guardarlo todo en cajas, aunque Katherine me había ayudado con el trabajo más pesado.

Las prendas de ropa ocupaban casi todas las cajas, pero también llevaba mi colección de obras de Shakespeare y las tazas de té que mi hermana, Lucy, y yo coleccionábamos de todos los países que visitábamos. Mientras hacía el último repaso, ya sabía que me estaba entreteniendo; teniendo en cuenta lo organizada que soy, no había ninguna posibilidad de que olvidase nada. El verdadero problema era que no quería marcharme de Nueva York, para nada.

Por desgracia, mi opinión al respecto no contaba, así que cogí mi equipaje de mano a regañadientes. Katherine me estaba esperando en el pasillo con una maleta pequeña a los pies.

—¿Lo tienes todo? —me preguntó, y yo asentí con un movimiento de la cabeza—. Muy bien, en marcha pues.

Echó a andar por el salón hacia la puerta principal y yo la seguí despacio, deslizando las manos por los muebles para tratar de memorizar hasta el último detalle de mi hogar. Me resultaba difícil, lo que es curioso si tenemos en cuenta que había vivido allí toda la vida. Las sábanas blancas que cubrían los muebles para evitar que el polvo impregnara los tejidos parecían murallas capaces de mantener a raya mis recuerdos.

Salimos del piso en silencio y Katherine se detuvo para cerrar la puerta con llave.

—¿Te la quieres quedar tú? —me preguntó.

Yo tenía mi propio juego guardado en la maleta, pero tendí la mano y acepté la pequeña pieza de metal plateado. Abrí el cierre del colgante de mi madre y dejé que la llave se deslizara por la delicada cadena para que descansara contra mi pecho, junto a mi corazón.

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Viajábamos en silencio, sentadas en el avión. Yo hacía esfuerzos por no pensar que me estaba alejando cada vez más de mi hogar y me negaba a concederme el lujo de llorar. Durante el primer mes después del accidente, no me levanté de la cama. Hasta que un día, milagrosamente, salí de debajo del edredón y me vestí. Me prometí que a partir de entonces sería fuerte y mantendría la compostura. No quería volver a ser la persona débil y demacrada en la que me había convertido y no lo sería en ese momento. En vez de eso, me dediqué a mirar cómo Katherine aferraba el apoyabrazos hasta que sus nudillos palidecían y luego lo soltaba.

Sabía muy poco de la mujer que se encontraba sentada a mi lado. En primer lugar, estaba al tanto de que mi madre y ella fueron amigas de infancia. Se criaron en Nueva York y asistieron juntas al internado Hawks, el mismo colegio en el que habíamos estudiado hasta hacía poco mi hermana y yo. En aquel entonces se llamaba Katherine Green, un detalle que me recordó el segundo dato que tenía de ella. Conoció a George Walter en la universidad. Se casaron y se mudaron a Colorado para poner en marcha un rancho de caballos, que era el sueño de toda la vida de George. Para terminar, el tercer dato y también el más importante: era mi nueva tutora. Por lo visto la conocí cuando era niña, pero hacía tanto tiempo que no lo recordaba. Por lo que a mí respectaba, Katherine Walter era una completa desconocida.

—¿Te da miedo volar? —le pregunté, y ella suspiró con sentimiento. A decir verdad, la mujer parecía mareada.

—No, pero, si te soy sincera, me pone nerviosa la idea de…, bueno, llevarte a casa —dijo. La tensión se apoderó de mis hombros. ¿Le daba miedo que se me fuera la olla? Yo tenía muy claro que eso no iba a pasar, no si quería entrar en Princeton. El tío Richard debía de haberle dicho algo, que yo no lo estaba llevando bien, quizá, aunque a mí no me pasaba nada. Katherine captó mi expresión y añadió apurada—: No, no, no lo digo por ti, cariño. Ya sé que eres buena chica.

—Entonces ¿por qué?

Esbozó una sonrisa compasiva.

—Jackie, cielo, ¿te he dicho alguna vez que tengo doce hijos?

No, pensé mientras la miraba boquiabierta; no lo había mencionado, ni de coña. Cuando el tío Richard decidió que me mudaría a Colorado, comentó algo de que Katherine tenía hijos, pero ¿doce? Había obviado el dato muy oportunamente. Una docena. La familia de Katherine debía de vivir en un estado de caos permanente. ¿Por qué alguien querría tener doce hijos? Noté las pequeñas alas del pánico agitarse en mi pecho.

«No exageres», me dije. Después de inspirar hondo varias veces por la nariz y soltar el aire por la boca, saqué una libreta y un boli. Tenía que averiguar todo lo que pudiera sobre la familia con la que iba a vivir, para estar preparada. Me erguí en el asiento, le pedí a Katherine que me hablara de sus hijos y ella accedió con entusiasmo.

—El mayor se llama Will —empezó, y yo procedí a escribir.

Los chicos Walter

Will tiene veintiún años. Está terminando un ciclo en el centro de estudios superiores de la zona y se ha prometido con su novia del instituto.

Cole tiene diecisiete. Está en el último curso del instituto y es un mecánico de coches de gran talento.

Danny es de la misma edad que Cole. Van al mismo curso y son mellizos. Danny es el presidente del club de teatro.

Isaac tiene dieciséis años. Estudia el penúltimo curso de secundaria y su gran obsesión son las chicas. Es el sobrino de Katherine.

Alex también tiene dieciséis. Está en segundo de secundaria y pasa demasiadas horas con los videojuegos.

Lee tiene quince. Estudia segundo, igual que Alex, y es skater. También es sobrino de Katherine.

Nathan es un chico de catorce. Acaba de entrar en el instituto y es músico.

Jack y Jordan tienen doce años. Estudian séptimo de primaria y son gemelos. Están convencidos de que van a ser el próximo Spielberg y siempre llevan una cámara a cuestas.

Parker tiene nueve. Está en cuarto. Parece un angelito pero le encanta el fútbol americano.

Zack y Benny son dos niños de cinco años y asisten a la escuela infantil. Son gemelos y dos pequeños monstruos que dicen muchas palabrotas.

Eché un vistazo a mis notas y me dio un vuelco el estómago. Tenía que estar de coña, ¿verdad? Katherine no solo tenía doce hijos, ¡sino doce chicos! Yo no sabía absolutamente nada del género masculino. Siempre había estudiado en un internado femenino. ¿Cómo iba a sobrevivir en una casa llena de chavales? Seguro que se comunicaban mediante un lenguaje secreto o algo así.

En cuanto el avión aterrizara, el tío Richard me iba a oír. Conociéndolo, seguro que estaba ocupado con alguna reunión de altos directivos y no podría responder a mi llamada, pero ya le valía. No solo me había despachado con una mujer que no conocía, sino que también me dejaba tirada con un montón de chicos. Decía que estaba haciendo lo mejor para mí, en particular porque él nunca estaba en casa, pero en esos últimos tres meses yo había acabado intuyendo que no se sentía cómodo haciendo de padre.

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Richard no era mi tío en realidad, aunque lo conocía desde la infancia. Mi padre y él compartieron cuarto en la universidad y, después de graduarse, se hicieron socios. Cada año, por mi cumpleaños, me traía una bolsa de mis gominolas favoritas y una tarjeta de felicitación con cincuenta dólares en el interior.

En enero, Richard se convirtió en mi tutor y, para que la situación fuera más llevadera para mí, se mudó al ático del Upper East Side en el que yo había vivido siempre con mi familia. Al principio fue raro tenerlo en casa, pero se quedó en la habitación de invitados y pronto nos instalamos en una rutina cómoda. Por lo general solo lo veía a la hora de desayunar, porque trabajaba hasta bien entrada la noche, pero la semana anterior todo había cambiado. Cuando llegué a casa del colegio, me recibió con la mesa puesta y lo más parecido a una comida casera que debía de haber preparado en su vida. Fue entonces cuando me informó de que tendría que mudarme a Colorado.

—No entiendo por qué me obligas a marcharme —le dije después de diez minutos de discusión.

—Ya te lo he explicado, Jackie —insistió con una expresión atormentada, como si su decisión lo arrancara a él del único hogar que había conocido y no a mí—. La psicóloga del colegio está preocupada por ti. Hoy me ha llamado porque no cree que lo estés llevando bien.

—En primer lugar, yo no quería hablar con esa estúpida psicóloga —repliqué a la vez que plantaba el tenedor en la mesa, con fuerza—. Y en segundo, ¿cómo se atreve a sugerir siquiera que no lo estoy llevando bien? Mis notas son excelentes, aún mejores que las del semestre pasado.

—Has trabajado mucho en el cole, Jackie —empezó. Oí el «pero» que venía a continuación—. Sin embargo, piensa que te refugias en los estudios para no afrontar tus problemas.

—¡Mi único problema es que esa mujer no tiene ni idea de quién soy! Venga, tío Richard. Me conoces. Siempre he sido estudiosa y trabajadora. Por algo soy una Howard.

—Jackie, te has apuntado a tres extraescolares nuevas desde que empezó el semestre. ¿No te parece que intentas abarcar demasiado?

—¿Sabías que a Sarah Yolden le han concedido una beca para viajar este verano a Brasil, donde estudiará las especies de plantas en peligro de extinción? —fue mi respuesta.

—No, pero…

—Publicará un artículo con sus descubrimientos en una revista científica. También es la violinista principal de la orquesta y actuó en el Carnegie Hall. ¿Cómo pretendes que compita con eso? No puedo limitarme a sacar buenas notas si quiero entrar en Princeton —proseguí con un tono sereno—. Mi solicitud tiene que impresionarlos. Me lo estoy currando.

—Y lo entiendo, pero también pienso que un cambio de escenario te podría beneficiar. Los Walter son unas personas maravillosas y están encantados de acogerte.

—¡Un cambio de escenario es pasar unas vacaciones en la playa! —exclamé a la vez que echaba la silla hacia atrás para levantarme. Inclinada sobre la mesa, miré al tío Richard echando chispas—. Esto es una crueldad. Me envías a la otra punta del país.

Suspiró.

—Ya sé que ahora no lo entiendes, Jackie, pero te prometo que todo será para bien. Ya lo verás.

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De momento, seguía sin entenderlo. Cuanto más nos acercábamos a Colorado, más nerviosa estaba yo y, por más que me dijera y me repitiera que todo iría bien, no me lo creía. Me mordí el labio hasta que casi sangró, de tanto que me preocupaba no encajar en la vida de los Walter.

Cuando el avión aterrizó, Katherine y yo nos abrimos paso por el aeropuerto para reunirnos con su marido.

—En fin, la semana pasada les contamos a los chicos que ibas a vivir en casa, conque ya saben que vienes —dijo mientras caminábamos entre la multitud—. Tengo una habitación para ti, pero no he podido arreglarla todavía, así que… ¡Ah, George! ¡George, aquí!

Katherine saltó arriba y abajo para llamar la atención de un hombre alto de cincuenta y pocos años. Noté que el señor Walter era un poco mayor que su esposa porque tenía casi todo el pelo gris en la cabeza y la barba, así como unas arrugas de expresión muy marcadas en la frente. Llevaba una camisa de franela roja y negra con pantalones vaqueros, unas botazas de seguridad y un sombrero también vaquero.

Cuando llegamos a su altura, abrazó a Katherine y le acarició el pelo. Al verlos juntos me acordé de mis padres. La escena me produjo dentera y me aparté.

—Te he echado de menos —le dijo el señor Walter a su esposa.

Ella le plantó un beso en la mejilla.

—Yo también a ti. —Despegándose, se volvió hacia mí—. George, cariño —dijo a la vez que le tomaba la mano—. Esta es Jackie Howard. Jackie, este es mi marido.

George parecía incómodo cuando me estudió. Al fin y al cabo, ¿cómo le das la bienvenida a una persona que acaba de perder a toda su familia? ¿Encantado de conocerte? ¿Nos alegramos mucho de tenerte aquí? En vez de eso, George me tendió la mano libre para estrechar la mía y musitó un saludo rápido.

A continuación se volvió hacia Katherine.

—Recojamos el equipaje y volvamos a casa.

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Una vez que todas mis maletas estuvieron aseguradas en la caja de la camioneta, me subí al asiento trasero y saqué el teléfono del bolsillo de la chaqueta. George y Katherine charlaban con voz queda sobre el vuelo, así que me puse los auriculares para no seguir oyendo su conversación. A medida que nos alejábamos de la ciudad y nos internábamos en el campo, yo estaba cada vez más agobiada. Las llanuras que nos rodeaban se extendían a lo largo de kilómetros y kilómetros. Sin los altos e imponentes edificios de Nueva York, me sentía desprotegida. Colorado era un sitio precioso, pero ¿cómo iba a vivir allí?

Por fin, después de lo que me parecieron horas, la camioneta se desvió por un camino de grava. En lo alto de la colina asomaba una casa, pero estaba tan lejos que apenas la veía. ¿De verdad todas esas tierras eran suyas? Cuando llegamos arriba, comprendí que no era una sola casa; más bien parecían tres viviendas unidas. Supongo que hace falta mucho espacio cuando tienes doce hijos.

El césped pedía a gritos que lo cortaran y al porche de madera no le habría venido mal una capa de pintura. El jardín estaba atestado de juguetes, seguramente gentileza de los niños pequeños. George pulsó el mando que la camioneta llevaba prendido en el espejo retrovisor y la puerta del garaje empezó a desplazarse. Una bicicleta cayó, seguida de varios juguetes más que nos bloquearon el paso.

—¿Cuántas veces tengo que decirles que recojan sus cosas? —gruñó George para sí.

—No te preocupes, cariño. Ya voy yo —se ofreció Katherine, que se desabrochó el cinturón y bajó del vehículo. La vi retirar los trastos para que su marido pudiera aparcar. Una vez estacionada la camioneta, George apagó el motor y nos quedamos sentados en la silenciosa penumbra. A continuación se giró en el asiento y me miró.

—¿Estás lista, Jackie? —me preguntó. Frunció el ceño al ver mi semblante—. Te veo un poco pálida.

¡Pues claro que estaba pálida! Acababa de cruzar medio país con una desconocida porque había perdido a toda mi familia. Por si fuera poco, tendría que vivir con sus doce hijos, todos los cuales eran chicos. No era el mejor día de mi vida, que digamos.

—Estoy bien —lo tranquilicé, recurriendo a mi respuesta automática—. Solo un poco nerviosa, supongo.

—Bueno, el mejor consejo que te puedo dar con relación a mis hijos —empezó mientras se desabrochaba el cinturón— es que ladran mucho, pero no muerden. No dejes que te asusten.

¿Y se suponía que eso debía tranquilizarme? George todavía me observaba, de manera que asentí con la cabeza.

—Esto…, gracias.

Él asintió a su vez y bajó del coche. Me dejó un momento a solas para que tuviera tiempo de mentalizarme. Mientras miraba el parabrisas, una serie de imágenes desfiló ante mis ojos como las páginas de un folioscopio: mis padres bromeando en el asiento delantero del coche, mi hermana en la parte trasera cantando el tema que sonaba en la radio, la aparición de otro coche y el volante girando sin control. Luego metal retorcido, rojo. Era la pesadilla que me impedía dormir desde que murió mi familia. En ese momento, al parecer, estaba ahí para atormentarme también a la luz del día.

¡Basta! Grité para mis adentros y cerré los ojos con fuerza. Deja de pensar en eso. Apretando los dientes, abrí la portezuela y bajé del coche.

—¡Jackie! —me llamó Katherine. La voz me llegó a través de una puerta abierta al fondo del garaje, que daba a lo que debía de ser el jardín trasero. Me colgué el equipaje de mano al hombro y salí a la luz del día. Al principio, deslumbrada por el sol, solamente la vi a ella plantada en el recinto de una piscina. Pero entonces los distinguí en el agua, chapoteando y haciendo el tonto; un montón de chicos guapísimos, desnudos de cintura para arriba.

—¡Ven aquí, cielo! —dijo Katherine, así que no tuve más remedio que reunirme con ella.

Subí las escaleras de madera cruzando los dedos para que la ropa no se me hubiera arrugado durante el vuelo y levanté la mano automáticamente para atusarme el pelo. Katherine me sonreía con dos niños pequeños aferrados a sus pantalones. Debían de ser los gemelos más jóvenes, deduje antes de volver la vista hacia el resto del grupo. Me sentí sumamente incómoda cuando descubrí que todos me miraban fijamente.

—Chicos —empezó Katherine, rompiendo el silencio—, esta es Jackie Howard, la amiga de la familia de la que os habló vuestro padre. Se quedará un tiempo con nosotros y, mientras esté aquí, quiero que os esforcéis muchísimo para que se sienta como en casa.

A juzgar por sus expresiones, era lo que menos les apetecía del mundo. Los hermanos me observaban como si fuera una extranjera que hubiera invadido su país particular.

Lo mejor que puedo hacer es mostrarme conciliadora, me dije para mis adentros. Levanté la mano despacio y saludé.

—Hola, chicos. Soy Jackie.

Uno de los mayores nadó al borde de la piscina y salió a pulso, exhibiendo los músculos de sus brazos bronceados. El agua salpicó en todas direcciones cuando sacudió la cabeza para apartarse las greñas de los ojos, igual que haría un perro mojado pero mucho más sensual. Luego, para terminar, se peinó con los dedos el cabello rubio, aclarado por el sol, echándose hacia atrás las mechas doradas, casi blancas. El bañador rojo del chico le colgaba de la cadera peligrosamente bajo, al borde de lo inapropiado pero dejando suficiente espacio a la imaginación.

Le eché un vistazo y noté un aleteo en el corazón. Ahuyenté a toda prisa la perturbadora sensación. «¿A ti qué te pasa, Jackie?».

Su mirada se deslizó sobre mí con indiferencia y las gotitas de agua que tenía atrapadas en las pestañas destellaron a la luz del sol. Se volvió a mirar a su padre.

—¿Dónde va a dormir? —le preguntó como si yo no estuviera presente.

—Cole —lo reconvino George con un tono de reproche—. No seas maleducado. Jackie es nuestra invitada.

Cole se encogió de hombros.

—¿Y qué? Esto no es un hotel. Yo, por mi parte, no pienso compartir habitación.

—Yo tampoco quiero compartir —se quejó otro chico.

—Ni yo —añadió alguien más.

Antes de que estallara un coro de protestas, George levantó las manos.

—Nadie tendrá que compartir habitación ni ceder la suya —dijo—. Jackie tendrá una habitación completamente nueva.

—¿Nueva? —preguntó Cole al tiempo que cruzaba los brazos sobre el pecho desnudo—. ¿Qué habitación?

Katherine le lanzó una advertencia con la mirada.

—El estudio.

—Pero, tía Kathy… —empezó a decir otro de los chicos.

—Has instalado la cama mientras yo no estaba, ¿no, George? —preguntó ella, cortando a su sobrino.

—Claro. Aún no he quitado todos los trastos, pero servirá mientras tanto —respondió él a su mujer. A continuación se volvió hacia Cole con una mirada que implicaba: «Para ya»—. Haz el favor de ayudar a Jackie a llevar sus cosas —añadió—. Sin rechistar.

Cole se giró a observarme con expresión imperturbable. Me ardió la cara como si hubiera tomado demasiado sol cuando su mirada resbaló por mi cuerpo y, al ver que se detenía demasiado rato en mi pecho, me crucé de brazos incómoda.

Tras un momento tenso, se encogió de hombros.

—Claro, papá.

Cole movió la cabeza y me obsequió con una sonrisa que insinuaba: «Ya sé que estoy buenísimo». Aunque yo no entendía gran cosa de chicos, sí adiviné por el vuelco de mi estómago que ese en particular me iba a causar problemas. Tal vez si aprendía a manejarlo, los demás no me complicaran la vida. Me aventuré a lanzar una mirada rápida al resto de la familia y se me cayó el alma a los pies. Los ceños grabados en casi todas las caras no eran un buen augurio. Por lo que parecía, tenían tan pocas ganas de tenerme allí como yo de vivir en su casa.

Katherine y George desaparecieron en el interior y me dejaron a merced de los lobos. Esperé tensa en la plataforma a que Cole me ayudara con el equipaje. Él se lo tomaba con calma, secándose despacio con una toalla que antes estaba tirada en una de las muchas tumbonas. Yo notaba que todos me observaban, así que clavé los ojos en un nudo del piso de madera. Cuanto más tardaba Cole, más intimidada me sentía ante aquel escrutinio y decidí esperarlo en el garaje.

—Eh, espera —gritó alguien cuando me di media vuelta para marcharme. La puerta corredera se abrió y otro chico salió de la casa. Era el más alto de todos y seguramente el mayor. Llevaba el pelo dorado recogido en una coleta corta y los pocos mechones sueltos se le rizaban en torno a las orejas. Con esa mandíbula tan marcada, la barbilla prominente y una nariz larga y recta, sus gafas parecían demasiado pequeñas para el resto de su cara. Tenía los brazos fuertes y las manos toscas, seguramente de años trabajando en el rancho.

—Mi madre me ha pedido que te saludara. —Cruzó el recinto en tres largas zancadas y me tendió la mano—. Hola, soy Will.

—Jackie —respondí a la vez que se la estrechaba. Will me sonrió y su fuerte apretón me estrujó los dedos, igual que el de su padre.

—Así que te vas a quedar un tiempo, me han dicho —comentó señalando la casa con el pulgar, por encima del hombro.

—Sí, eso parece.

—Guay. En realidad yo ya no vivo aquí, porque estoy estudiando, conque no nos veremos mucho, pero si alguna vez necesitas algo, dímelo, ¿vale?

A esas alturas todos los chicos habían salido de la piscina y se secaban en la plataforma de madera de alrededor. Alguien soltó un bufido al oír el comentario de Will.

Yo procuré hacer oídos sordos.

—Lo tendré en cuenta.

Will, en cambio, decidió intervenir.

—¿La estáis tratando bien? —preguntó, volviéndose hacia su familia. Como nadie respondía, negó con la cabeza—. ¿Os habéis presentado al menos, idiotas? —les espetó.

—Ya sabe quién soy —dijo Cole. Se había tirado en una de las tumbonas de plástico con las manos detrás de la cabeza en postura indolente. Tenía los ojos cerrados y tomaba el sol con una sonrisilla de suficiencia bailándole en los labios.

—No le hagas caso. Es un capullo —dijo Will—. Ese de ahí es Danny, el mellizo del capullo. Aunque saltaba a la vista que eran hermanos, Cole y Danny no se parecían demasiado. Danny recordaba más a Will, sobre todo por la altura, pero era mucho más delgado y una barbita incipiente le cubría la barbilla. Parecía más rudo que Cole, no tan mono.

—Y ese de ahí es Isaac, mi primo —continuó Will, señalando a un chico que destacaba del resto por su pelo negro como la noche. Poseía los mismos rasgos faciales que los demás, pero se notaba que no compartía padres con ellos—. Ese es Alex.

Una versión más joven de Cole con un bronceado cutre de granjero se abrió paso a la primera fila. Se había encasquetado una gorra de béisbol al salir de la piscina y el pelo rubio se le rizaba por los bordes. Lo saludé con un asentimiento nervioso y él hizo lo propio.

—Mi otro primo, Lee. Es el hermano pequeño de Isaac.

Will señaló a otro chaval moreno que pedía a gritos un corte de pelo. Su rostro permaneció inexpresivo, pero me fulminó con la mirada cuando le dediqué un saludo, así que aparté la vista a toda prisa.

A continuación Will me presentó a Nathan. Era un adolescente escuálido, pero comprendí que cuando creciera sería tan atractivo como sus hermanos mayores. Tenía el pelo rubio ceniza, que parecía castaño porque estaba mojado, y llevaba una púa de guitarra colgada del cuello con una cadenita de plata. Luego les tocó a Jack y Jordan, el primer par de gemelos. Ambos llevaban el mismo bañador verde, que habría hecho imposible distinguirlos de no ser por las gafas de Jack.

Cuando Will me presentó a Parker, comprendí que no estaba sola. La niña dio un paso adelante y entendí por qué no había reparado hasta ese momento en que había otra chica. Parker vestía una camiseta naranja y bañador de chico, las dos prendas empapadas de agua y pegadas a la piel. Llevaba el pelo por la barbilla, casi tan corto como algunos de sus hermanos. Pensé en la lista que había redactado en el avión y recordé que a Parker le gustaba el fútbol americano. Tal vez por eso había dado por supuesto que era un chico.

—Hola, Parker —le dije, dirigiéndole una gran sonrisa. Me hacía ilusión saber que no sería la única chica en la casa.

—Hola, Jackie.

Parker pronunció mi nombre como si le hiciera gracia y la sonrisa se borró de mi cara. Se inclinó hacia delante para susurrarles algo a los dos niños que aún no me habían presentado: los gemelos más jóvenes. Una mueca malvada asomó a sus caras.

—Y para terminar, estos son…

Pero antes de que Will pudiera terminar la frase, la pareja abandonó la fila de hermanos y primos Walter y se abalanzó sobre mí como si yo fuera un futbolista. Pensé que podría mantener el equilibrio, pero me fallaron las rodillas y caí hacia atrás… directa a la piscina. Chapoteé hacia la superficie, escupiendo agua y respirando con ansia. Casi todos los chicos se estaban riendo.

—¡Te pillé! —gritó uno de los gemelos desde el borde de la piscina. Era un niño muy mono que todavía conservaba ese aire regordete de la infancia. Tenía la cara cubierta de pecas y el pelo, rubio pollito, ensortijado—. ¡Soy Zack y este es mi hermano gemelo, Benny!

Su dedo apuntó en mi dirección y una copia exacta del niño sonriente emergió de la superficie del agua a mi lado.

—¡Zack, Benny! ¿De qué vais? —los regañó Will—. ¡Que alguien le traiga una toalla a Jackie!

Me tendió la mano para ayudarme a salir y al cabo de nada yo estaba chorreando agua junto a la piscina. La primavera todavía no estaba tan avanzada como para bañarse. ¿Cómo era posible que los chicos Walter no se congelaran? Alguien me tendió una toalla de los Power Rangers y me envolví con ella a toda prisa para taparme la blusa blanca, que al estar mojada transparentaba.

—Lo siento mucho —dijo Will antes de mirar a los gemelos con expresión tormentosa.

—Yo solo siento que le hayan dado una toalla —soltó alguien. Me volví rápidamente para saber quién había hablado, pero todos estaban allí juntos, aguantándose la risa en silencio. Inspirando hondo, me volví hacia Will.

—No-no pasa nada —dije tiritando—, pero me gustaría cambiarme de ropa.

—Yo te puedo echar una mano —bromeó otra voz. Esta vez los chicos no pudieron contener las carcajadas.

—¡Isaac! —lo regañó Will. Fulminó a su primo con la mirada por encima de mi hombro hasta que todos se callaron. A continuación se volvió hacia mí—. ¿Tu equipaje está en el coche? —me preguntó. Temblando por la brisa fresca de primavera, solo fui capaz de asentir—. Muy bien, iré a buscarlo y que alguien te acompañe a tu habitación.

Mientras Will se alejaba del recinto, noté que me hacía pequeñita. Mi único aliado hasta el momento acababa de dejarme a solas con el enemigo. Inspirando hondo, tragué saliva y di media vuelta. Los Walter me miraron con expresiones vacuas. Al momento, todo el mundo empezó a recoger las toallas y prendas de ropa que habían dejado desparramadas por el recinto antes de encaminarse a la casa sin dirigirme la palabra.

Solo Cole seguía allí. Pasaron treinta incómodos segundos antes de que asomara a su cara una sonrisa de medio lado.

—¿Te vas a quedar ahí mirándome o quieres entrar? —preguntó. Cole estaba como un queso (su cabello mojado se había secado al estilo «acabo de montármelo con alguien»), pero su actitud prepotente hizo que me cerrara en banda.

—Quiero entrar —murmuré bajito.

—Tú primero.

Me cedió el paso con una reverencia.

Inspirando hondo, levanté la vista hacia mi nueva casa. Con sus contraventanas amarillas y sus toscos anexos, que debían de haber añadido a la vivienda con la llegada de cada nuevo chico Walter, no se parecía en nada a mi ático de Nueva York. Echando un último vistazo a Cole, respiré hondo y entré. Puede que tuviera que vivir allí e intentaría que fuera una buena experiencia, pero nunca sería mi hogar.

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Dos

—Sobre lo que ha pasado ahí fuera… —dijo Cole mientras me guiaba por la atestada vivienda—. Todo eso de que te mudaras aquí ha sido como muy repentino. Nos ha pillado desprevenidos.

—Lo entiendo —le contesté. No era exactamente una disculpa por haber sido tan antipático, pero con un poco de suerte sería el motivo del escaso entusiasmo con que me habían acogido los chicos—. No tienes que darme explicaciones.

—Mi madre nos ha dicho que eres de Nueva York.

Se detuvo al principio de las escaleras y me miró.

—Sí —respondí, y de repente se me revolvió el estómago. ¿Qué más sabía de mí? ¿Estaba al tanto de… lo del accidente? Si alguna ventaja tenía vivir en Colorado, era que nadie sabía quién era yo. Podía volver a ser solo Jackie, no la chica que había perdido a su familia. No quería que los chicos lo supieran. ¿Y si empezaban a comportarse de manera rara en mi presencia?—. ¿Os ha contado algo más? —añadí, intentando aparentar indiferencia.

Se detuvo, y en ese momento lo tuve claro. Un titubeo casi imperceptible y comprendí que estaba al corriente de lo sucedido a mi familia.

—Poca cosa. —Reaccionó al vuelo y esbozó una sonrisa tan natural que casi parecía genuina—. Solo que la hija de una amiga suya se iba a mudar a nuestra casa. Eres algo así como una chica misteriosa.

—Ya veo. —La idea de que todos los Walter estuvieran al corriente de lo sucedido me dejaba la boca seca, pero al menos Cole hacía esfuerzos por comportarse con normalidad.

—Ahora que lo pienso, ni siquiera sé cuántos años tienes.

—Dieciséis.

—¿Siempre eres tan tímida?

—¿Tímida? —repetí desconcertada. ¿Qué esperaba? No se había comportado como el presidente de mi comité de bienvenida, que digamos. Además, el hecho de que tuviera abdominales prácticamente hasta los dedos de los pies tampoco contribuía a tranquilizarme.

—Da igual —dijo entre risas, y sus ojos brillaron traviesos cuando negó con la cabeza—. Vamos. Te acompañaré a tu habitación.

Empezamos a subir, que fue un asunto más complicado de lo que pudiera parecer. Tener que sortear montones de libros y juegos de mesa, ropa sucia, una pelota de baloncesto deshinchada y un montón de películas sin pisar ni patear nada hacía que el ascenso a la primera planta fuera peor que una carrera de obstáculos. Luego llegamos a un laberinto de pasillos por el que estaba destinada a perderme. Había vueltas y revueltas en lugares inesperados, como si hubieran diseñado la casa al tuntún y no a partir de un plano. Cuando llegamos al rincón más alejado, Cole se detuvo por fin.

—Tú dormirás aquí —anunció a la vez que abría una puerta. Con la mano apoyada en la pared, busqué el interruptor. Lo encontramos los dos al mismo tiempo y nuestros dedos se palparon en la oscuridad. El contacto me provocó una corriente eléctrica en el brazo y retiré la mano sobresaltada. Cole rio por lo bajo, pero al menos se hizo la luz. Cuando el resplandor cálido iluminó la habitación, se me pasó el sofoco de golpe.

—Hala.

Cada centímetro de las cuatro paredes estaba pintado de colores vivos. Era un mural que empezaba representando un bosque inundado y, para cuando había dado la vuelta completa a la sala, se había transformado en un océano repleto de seres marinos. La mitad del techo imitaba un firmamento nocturno y la otra mitad sugería el día. Incluso las aspas del ventilador de techo estaban decoradas. Me quedé allí plantada con la boca abierta y observé asombrada mi nuevo dormitorio.

—Era el estudio de mi madre —aclaró Cole.

Había un gran escritorio pintado de colores tan brillantes como el resto de la sala. Sobre la superficie se desplegaba una gran colección de tarros de cristal y tazas de café llenos de pinceles, carboncillos y rotuladores. Vi una libreta de dibujo abierta por el boceto del cuadro que descansaba en el caballete, en el centro de la habitación. Las suaves pinceladas que cubrían el lienzo representaban un paisaje que yo había visto mientras veníamos del aeropuerto: las montañas de Colorado.

—Es alucinante —dije a la vez que deslizaba la mano por el borde del lienzo.

—Sí, mi madre es una pasada con los pinceles.

Había retintín en su voz.

En ese momento advertí que algunos artículos de arte estaban guardados en cajas para hacer sitio a mi cama y comprendí por qué los chicos se habían disgustado cuando Katherine comentó dónde dormiría yo.

—Le he quitado su estudio.

—Ya no tiene mucho tiempo para pintar —fue la respuesta de Cole, que hundió las manos en los bolsillos traseros del bañador—. Con doce hijos y todo eso…

En otras palabras, sí, le había quitado el estudio.

Antes de que yo pudiera responder, Will plantó una de mis maletas en el suelo y el golpe nos sobresaltó a los dos.

—Venga, Cole —dijo, y enderezó la espalda—. Jackie tiene mogollón de maletas que hay que subir.

—En cuanto me cambie, bajo a echaros una mano —prometí, porque no quería cargarlos a ellos con todo el trabajo.

Will desdeñó mi oferta con un gesto de la mano.

—Tú instálate.

Cuando se marcharon, cerré la puerta para cambiarme y dejé caer al suelo la toalla con la que me había envuelto los hombros. Por la mañana me había asegurado de guardar una muda en el equipaje de mano por lo que pudiera pasar; unos pantalones tipo sastre y una blusa rosa de cuello sencillo. Después de cambiarme, le tocó el turno a mi pelo. Me pasé casi diez minutos peleándome con el peine para desenredarlo.

—Eh, ¿sigues viva? —oí preguntar a Cole, que llamó a la puerta con los nudillos.

—Voy enseguida —grité, y me aplasté el pelo por última vez. Con las planchas guardadas en la maleta, los rizos no tenían solución, así que me resigné a dejar que las ondas oscuras fluyeran a su antojo por debajo de la cinta azul—. ¿Sí? —pregunté, abriendo la puerta. Mi equipaje estaba amontonado al otro lado.

—Solo quería saber si todo iba bien —dijo Cole, recostándose contra la jamba—. Estabas tardando mucho.

—Me estaba cambiando.

—¿Durante quince minutos? —preguntó, y al momento frunció el ceño—. ¿Y qué cojones te has puesto?

—¿Qué tiene de malo mi conjunto? —me extrañé. Sí que era un poco informal, pero no tenía previsto que me tiraran a una piscina.

—Parece que te hayas vestido para una entrevista de trabajo —respondió Cole, ahora aguantándose la risa.

—Si tuviera una entrevista de trabajo, me vestiría de traje.

—¿Y por qué te ibas a poner ropa de chico?

Resoplé.

—Los trajes no son solo para hombres.

¿Acaso su madre no le había enseñado nada de moda?

—Vale, da igual, pero yo no me pondría esa camisa tan bonita. Vamos a cenar espaguetis.

¿Y eso qué narices significaba? Yo no comía como una cavernícola.

—Si ya vamos a cenar, ¿no deberías vestirte de forma más… apropiada? —contraataqué. Cole todavía no se había puesto una camisa y yo me aseguré de mantener la mirada pegada a su cara para que no se me fueran los ojos. Con los bucles aclarados por el sol y esos abdominales tan marcados, parecía un dios griego. ¿Cómo iba a vivir con ese chico? Su misma presencia me cohibía y me ponía de los nervios.

—No sé qué hace la gente en Nueva York, pero aquí no nos arreglamos para cenar. Así voy bien. —Esbozó una sonrisa indolente que me hizo revolverme en el sitio—. Da igual. Te dejaré un rato a solas para que deshagas el equipaje —añadió antes de que yo pudiera responder.

Cole se despegó de la jamba y yo lo miré marcharse, porque era incapaz de apartar los ojos de él. Por fin desapareció en un recodo, rompiendo así mi estado de trance. Me desplomé en mi nueva cama. Había sobrevivido a mi primer encuentro con los chicos Walter.

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Nunca había visto una cocina como la de Katherine. Reinaba el jaleo y el mogollón, pero al mismo tiempo era cálida y acogedora. Su toque artístico se percibía en la decoración. Había un mural pintado en todas las paredes que representaba un viñedo y cada una de las sillas colocadas alrededor de la mesa era de un color distinto. No se parecía en nada a la aséptica cocina de mi madre, embaldosada y decorada con reluciente acero. En casa tenía la sensación de que era una estancia que solo estaba ahí para lucirla y si hacía un estropicio me la cargaba. Esta cocina transmitía vida y, por alguna razón extraña, me gustaba.

Cuando entré, Katherine estaba de pie junto a los fogones, removiendo una olla y gritándole órdenes a Isaac, que la estaba ayudando. Dos perros se perseguían interponiéndose en el camino de los que intentaban poner la mesa para cenar. A George por poco se le cae el cuenco de ensalada cuando tropezó con uno de ellos que corría entre sus piernas.

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