Lo nuestro no es raro

José Soler

Fragmento

Solo han pasado nueve días desde que recibí la carta de Michele. En este tiempo he perdido un amor y he ganado otro. Ahora tengo una ilusión. También una gran pena, una pena inmensa.

El miércoles de la semana pasada, mientras abría el buzón, no sabía aún lo que iba a perder y a ganar; ni mucho menos que estaba a punto de cruzar el Atlántico de ida y de vuelta. Venía de tomar café con François, de oír otra de sus charlas sobre que si no salgo, no miro y no provoco me voy a quedar para vestir santos, cuando encontré junto con unos anuncios de comida a domicilio aquella carta que parecía demasiado corriente para ser de quien era: rectangular, de color marfil, solo el matasellos de San Francisco le confería la pátina de exotismo que se le supone a lo lejano. Sabía que rasgar la solapa suponía destapar la caja de Pandora. Dos años sin ninguna noticia: ¿qué querría Michele después de tanto tiempo?

Empecé a subir las escaleras, acariciando el sobre a cada peldaño como si fuera su piel. Si se trataba de retomar nuestra historia donde la habíamos dejado, en la habitación de Barcelona con vistas maravillosas sobre la avenida de los plátanos, que no contara conmigo. Casi mejor guardarla en un cajón y abrirla en otro momento, quizá una de esas tardes de lluvia en las que añoraba el amor. Cualquier amor, incluso el suyo, tan palpable y excesivo.

«Tú también la querías, aún la quieres.»

«¿Qué tal si te callas, bonita?» Maldita conciencia.

Entré en el piso y fui directo a la cocina. Abrí el cubo de la basura de debajo del lavadero para tirar la publicidad de las nuevas pizzas de aguacate y beicon. Un ligero olor a agrio me echó para atrás. Se me pasó por la cabeza desprenderme de la carta sin abrirla. ¿Estaba loco? Ninguna persona se merecía que sus palabras acabaran arrugadas en una bola entre peladuras de naranja y huesos de pollo relamidos. Tampoco Michele. Ni siquiera Michele. Y menos aún Michele.

Al final rasgué el sobre con tanto ímpetu que me corté con el papel. Sonreí al ver asomarse su letra abigarrada. Fue la última sonrisa.

Bonjour, André:

¿Cómo te van las cosas, mi príncipe? ¿Has encontrado ya la felicidad que te mereces? Ojalá esta carta te encuentre en tu dirección habitual de Estrasburgo y, sobre todo, que te encuentre bien. Discúlpame por escribirte en inglés, pero me temo que he incumplido la promesa que te hice de aprender francés. Voilà. No me ha dado tiempo, ocupada como he estado en poner mis asuntos en orden. Supongo que Christine estará hecha toda una mujercita. ¡Quién tuviera sus quince años! Me la imagino encantadora y con temperamento. ¿Tiene novio o algún amigo especial?

No sabía si escribirte. Tenía miedo de acabar de arruinar el recuerdo que guardas de mí. Sin embargo, ha llegado un punto en que simplemente no puedo esperar más. Te he echado de menos. Te echo de menos. No sé muy bien si hablar en pasado o en presente, ya ves qué tontería. Me gustaba tenerte a mi lado y, si no estabas, sentirte cerca, aunque desde el primer día me dejaste claro dónde estaba la línea que no debía traspasar. Líneas, muros, fronteras. Estupideces. Te acepté ilusionada cuando ya pensaba que la vida no me deparaba sorpresa alguna. La vida. No sabemos nunca qué nos traerá. Esta mañana, sin ir más lejos, salí a dar mi paseo. Serían eso de las once. Normalmente salgo más temprano. El sol no le conviene nada a esta pálida piel irlandesa mía, pero me he levantado muy apagada y me ha costado un buen rato reunir las fuerzas y el coraje suficientes para aventurarme fuera de casa. Ha sido, pues, un paseo corto. Hoy hacía uno de esos días soleados de invierno que tanto te gustan. Limpio. Claro. Se podía tocar Alcatraz con la yema de los dedos. Bajé la calle y al llegar a la esquina con Vallejo me paré a recobrar el aliento. Allí hay un banco de madera debajo de un olmo, donde me acerco a menudo a sentarme un rato. Miro la ciudad precipitada, pienso, leo los nombres de los amantes grabados a navaja en los listones del banco y en el tronco del árbol. El lugar es tan empinado que hasta a la niebla le cuesta subir, y no pocas veces en días brumosos el banco, el olmo y la papelera amarilla con el trocito de césped a su alrededor emergen como una isla en el mar de nubes que se extiende por toda la bahía. ¡Es como estar en el cielo!

A veces ya hay alguien sentado. Si se da el caso, hablamos. Si supieras las cosas que me cuentan. ¿Por qué será más fácil sincerarse con un desconocido? El caso es que hoy no había nadie con quien charlar, hasta que de repente te vi sentado a mi lado. Te juro, André, que parecías tan real que pensé que el fantasma era yo. Me mirabas con tus ojos color miel y me tendías las manos con las palmas vueltas hacia arriba. La larga línea de la vida las cruzaba como una cicatriz, como una bofetada. Las olas se reflejaban en tus pupilas. Subían, bajaban, iban a desbordarse: un reflejo imposible, ya que el océano queda muy abajo. Cerré los ojos un segundo y sentí una gota de mar rodando por la mejilla hasta la comisura de los labios. Quise decirte que sabía a ti, pero al abrirlos de nuevo ya no estabas, solo la sombra de tu sonrisa en el aire. Me ha pasado más de una vez, que te imagino, y cuando quiero tocarte el espejismo siempre se rompe igual: me quedo sola y con un surco de sal en la cara.

En realidad siempre fuiste un anhelo, no sé de qué me sorprendo. ¿Te acuerdas del día en que nos conocimos? El cielo era del mismo azul que hoy, aunque se fue nublando algo según pasaron las horas y de detrás de las colinas brotaron unas nubes redondas y blancas, como malvaviscos. Traían un presagio. Poco a poco se rizaron y se tiñeron de gris, aún rubios los penachos. Ni Constable habría pintado un cielo más bello. ¿Te acuerdas? ¿Recuerdas cómo corrían espantadas las sombras de las nubes sobre los viñedos de Marlenheim?

Te sigo queriendo. Ya está. Ya lo he dicho. Qué fácil es decírtelo. Incluso hoy que me estaba conteniendo. Al principio me asustaba un poco esa facilidad para quererte. Dios... ¿sueno muy patética? Una vieja hablándole de amor a un hombre que no quiere verla. No me importa. Las personas «de una cierta edad» podemos decir lo que nos venga en gana. Me siento vieja, André, también por dentro. Nunca creí que diría algo así.

Mi amiga Angie ha aceptado custodiar esta carta y mandártela cuando llegue el momento. Ella lo sabe todo. La buena de Angie. Tan generosa como siempre. Es la persona más pura que he conocido.

Una cosa más:

Ve a ver a John. Debe saber que tiene un alma gemela y que no está solo en el mundo. No hace falta que le hables de la decrépita Michele, aunque supongo que será inevitable. Su nombre completo es John Patten y vive en el número 4 de Oak Street en Chatham, New Jersey. Está muy cerca de Nueva York. Te adjunto un cheque que financiará holgadamente los gastos de tu viaje. Me ocuparé de que no tengas problemas en canjearlo, ni siquiera dadas las circunstancias. Y ya está, mi prí

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