1
Lleva las uñas pintadas de rosa. Entre sus cutículas y la capa gruesa de gel y esmalte calculo una distancia de dos milímetros. Se hizo las uñas hace al menos dos semanas y ahora la laca es como una pegatina dura que me apetece arrancar. «Primero. Que por resolución de la Dirección General de los Registros y del Notariado de fecha veintidós del dos de dos mil diecinueve, se le ha concedido la nacionalidad española por residencia...» Miro sus uñas mientras ella sostiene el papel entre su cara y la mía para evitar mirarme. La piel de sus manos es morena y tiene manchas, pecas que certifican la caducidad de su cuerpo. Su voz suena rutinaria. «Segundo. Que para hacer efectiva la nacionalidad concedida y de conformidad con el artículo veintitrés del Código Civil y el sesenta y cuatro de la Ley del Registro Civil, presta juramento de fidelidad al Rey y de obediencia a la Constitución y a las leyes españolas...» Quiero arrancarle el esmalte con una espátula. Ver como la pintura se dobla sobre sí misma hasta formar virutas. Arañarle la superficie de la uña y dejársela blanca. Baja la hoja. Entorna los ojos marrones rodeados de arrugas. Tiene ojos de gaviota. De gaviota enfadada. Digo: «Sí, juro». Encoge los labios hasta que se le marcan unas líneas verticales en la piel que hay entre la nariz y la boca. Vuelve a colocar el papel delante de mi cara y lee: «Tercero. Que renuncia a su actual nacionalidad ucraniana, a tenor de lo dispuesto en el artículo veintitrés b del Código Civil». Se calla pero no baja la hoja. «Sí, renuncio», digo mirando el papel. «Cuarto. Que en cuanto al nombre y apellidos solicita que se la inscriba como “Daria Kovalenko Petrova”.» Me sobresalto. Durante mis veintisiete años de vida siempre he sido Daria Kovalenko. Mi padre es Kovalenko. Mi madre es Kovalenko desde que se casó con mi padre. Petrova es un apellido que nunca he relacionado con mi propia persona. Las leyes españolas han escarbado en mi historia familiar para sacar a relucir el apellido de soltera de mi madre, aquel que ella abandonó a los dieciocho en un juzgado soviético y que ahora consta en mi pasaporte. «Sí», alcanzo a responder antes de que me entregue la hoja que acaba de leer y diga «firma» dando dos golpecitos con la uña de la laca correosa en un hueco en blanco. Le pido un bolígrafo y me señala un bic azul enganchado con una espiral de plástico a un soporte negro atado por la punta con un cable rizado. Firmo en el hueco. El bolígrafo escribe mal y deja espacios en blanco entre la tinta azul. No he terminado mi firma cuando ella desliza su mano por la mesa y me arranca el papel. Se levanta hasta la maquina fotocopiadora y vuelve al cabo de unos segundos con la hoja duplicada. Tiene los labios fruncidos. Sigue sin mirarme y arroja la hoja encima de la mesa. «Ya está», dice. «¿Ya está?» Sus ojos enfocan entonces mi cara. Me mira como si tuviera problemas de aprendizaje y repite: «Y-a e-s-t-á». «Es decir, ¿soy española?», pregunto. «Eso dice este papel.» Leo en su mirada que ella no está de acuerdo con lo que dice el papel. ¿Kovalenko Petrova? ¿A quién pretendes engañar? Española de pega. Falsa patriota. Nacionalidad por residencia. Cojo el papel después de asistir a mi propia inscripción en el registro. A ojos de la ley, acaba de morir una ucraniana y ha nacido una española con dos apellidos. Mi nacimiento viene esta vez con instrucciones de buen comportamiento. Viene como recompensa. Acabo de jurar bandera. Soy fiel a la corona. Acabo de desprenderme de mi antigua nacionalidad, he completado la muda. «Bueno, gracias», contesto. Se está mirando las uñas cuando me levanto de la silla, las toquetea y da golpes sobre el esmalte comprobando si tienen la misma dureza que su indiferencia. Probablemente cuando estudió las oposiciones hace treinta años no pensaba acabar en un juzgado de provincias inscribiendo en el Registro Civil a los nuevos españoles. Meto en una carpeta de plástico su desdén y el documento que certifica mi nueva identidad. Daria Kovalenko Petrova. Nacida el quince de junio de mil novecientos noventa y dos en la ciudad de Mariupol. Nacionalidad: española. Llevo veinte años viviendo en España y una funcionaria con las uñas asquerosas no considera que merezca su estatus. No esperaba un «enhorabuena». Un «lo conseguiste». «Ahora tú también puedes opositar para tener este trabajo de mierda.» Pero me quedo de pie ante la mesa suplicando con mi rigidez un poco de amabilidad. Ella se da cuenta y se acerca aún más la mano a la cara para mirar las uñas. Sus ojos bizquean. Sus ojos de pájaro de la basura. Su boca abandona el rictus y se mueve. «Cierra la puerta al salir.»
2
Es más fácil ver cuándo acaban las cosas que cuándo empiezan. El principio siempre es confuso, acaba sumergido entre frases que no recuerdas en qué momento exacto dijiste. Actos del pasado que en el presente se cubren de neblina. Olvidamos los principios porque no suelen ser dolorosos. Olvidamos el primer beso (¿fue en la calle?, ¿hacía frío?, ¿qué ropa llevaba?), pero nunca olvidamos el último.
La última vez que besé a Carlos fue en septiembre. Un septiembre que ni siquiera merecía su nombre, dominado por las sacudidas térmicas propias del mes de agosto. Cuando bajé de nuestro piso con una maleta tamaño cabina a esperar el taxi, la humedad de Barcelona se me pegaba a la piel y me apelmazaba el pelo. Era casi una enfermedad, una fiebre para la que no había cura. Llegué a casa de Celia llorando después de explicarle al taxista que acababa de cortar con el que había sido mi novio durante los últimos siete años y que iba a casa de una amiga. El taxista era de Nigeria. «¿Sabes dónde está?», preguntó, y yo pensé en la clase de personas que había llevado antes en su coche para tener que hacerme esa pregunta. Yo le dije que era ucraniana. Y luego corregí: «No, nací en Ucrania, pero soy española». Él me sonrió.
Fue en aquel taxi donde vi con claridad todo lo que acababa, lo que ese mes de septiembre se había llevado por delante. Sin ir más lejos, hace dos semanas yo era otra. No hablo en un sentido metafórico, hablo en el sentido de que yo realmente era otra persona. La persona que yo creía ser había dejado de existir a nivel legal en esa sala de juzgados pintada de lo que hace años fue blanco roto y que ahora era beige sucio. En esa sala en la que una funcionaria de uñas descuidadas me hizo firmar la anulación de mi identidad de nacimiento. Entrar en esa sala era como ir a Lluvia de Estrellas, solo que al salir por la puerta no había humo ni luces de colores sino un papel con instrucciones para sacarte un nuevo pasaporte en la comisaría. Yo ya tenía ese pasaporte. Ya tenía ese librito granate que decía que me llamaba «Daria Kovalenko Petrova». La sensación de tener ese librito entre mis manos era comparable a lo que se siente el día de tu cumpleaños: sabes que has cumplido un año más pero sigues sintiéndote exactamente igual que el día anterior. Pero era evidente que las cosas habían cambiado. Las leyes no permitían que conservara mi vieja identidad. No era posible ser una cosa y la otra; no era posible estar dentro y fuera.
Y de golpe, mientras el taxi avanzaba por una ciudad sudada y sofocante, yo caía en la cuenta de que la persona que se enamoró de Carlos también se quedó en la sala que aquel juzgado junto con mi partida de nacimiento y mi tarjeta de residencia de extranjera. Caía en la cuenta de que todo lo que había pasado hasta entonces no era más que el empuje de los hechos hacia la realidad que ahora me rodeaba.
Aquel mes de septiembre mudé de nacionalidad como los grillos que mudan de piel y abandonan su exoesqueleto seco en la rama de un árbol. Aquel mes de septiembre las circunstancias se pusieron en fila y se revelaron como una sucesión de acontecimientos que no solo encajaban sino que parecían la promesa, la certidumbre de que las cosas habían sido como debían ser. De que por fin podía confiar en algo así como un destino.
Mi pasado había quedado borrado a nivel legal. Yo no tenía partida de nacimiento. De la persona que nació en Ucrania solo quedaban los rastros esparcidos en mi propia memoria, hechos jirones. Toda mi vida hasta ahora se había disuelto como un terrón de azúcar en el té.
Legalmente, hasta hace dos semanas, yo no existía.
Y todo lo que recordaba de mí misma podría no haber existido tampoco.
Cuando los grillos mudan de piel se quedan durante una hora en carne viva, desprotegidos hasta que la nueva piel se endurece sobre su cuerpo. No era el día de mi cumpleaños. No era el día de mi nacimiento. Era el día en el que había matado mi pasado y ahora podía ser lo que quisiera. Ahora estaba desprotegida y estaba libre de culpa.
3
Tengo siete años y estoy con mi madre en un andén. Esperamos de pie, no nos sentamos. Los bancos están tan helados que el hielo nos desgarraría la lana de los abrigos. Que el hielo queme siempre me ha parecido la mejor contradicción de la vida. Mejor que esa que dice que el amor duele. Creo que mi madre no está triste pero prefiere no hablarme. Yo no me callo. Pego saltitos de un pie a otro mientras ella repasa el contenido de su bolso una y otra vez. Le pregunto a qué hora llegará el tren. Cómo vuelan los aviones. Si los aviones pueden volar boca abajo y en ese caso si me voy a marear. Mi madre me dice que me esté quieta. Cierra de nuevo el bolso y me coge de la mano para que deje de saltar. Con la otra mano agarra un macuto con ruedas con nuestras cosas. Lleva un abrigo negro, casi hasta el suelo, y el pelo muy corto a lo garçon. Rubio. Sus ojos verdes están maquillados con rímel y una sombra marrón. Sus labios sin pintar. La nariz roja por el frío. Miro a mi madre y pienso que es guapísima y pienso que me gustaría ser como ella. Mi madre tiene veintisiete años y está abandonando su país con su hija de la mano. En el bolso lleva un pasaporte con un visado abierto por la embajada de España en Kiev. Hoy es 20 de diciembre de 1999 y a mi madre le han dicho que nos han abierto un visado porque es casi Navidad. A los españoles les encanta la Navidad. Le han dicho que nuestro visado es un regalo. La migración como regalo.
El hielo quema.
Un estruendo. Nunca he montado en tren así que tiro del brazo de mi madre cuando empieza a ralentizar su marcha para entrar en el andén gris. Hay nieve sucia por todas partes. Copos que nacieron etéreos ahora son una masa marrón congelada y machacada por las botas de todos los que esperan a nuestro lado. Yo noto como la nieve empieza a filtrarse en mis deportivas de plástico naranja y azul. No llevo botas porque mi padre ha dicho que ya no nos harán falta. Que allí adonde vamos hace sol y hay palmeras y playas y en las palmeras crecen dátiles. No sé lo que son los dátiles pero mi padre dice que están dulces.
Una azafata baja del tren y revisa los billetes que le da mi madre. «¿Dónde está el resto de los pasajeros?», pregunta. «Han pillado la gripe», contesta mi madre. La azafata nos deja subir al vagón. Dentro hace calor y el suelo del pasillo está cubierto por una larga alfombra estampada de flores tan fina y vieja que en algunas partes la tela ha quedado desgastada y muestra el linóleo marrón de debajo. A un lado del pasillo hay grandes ventanales decorados con cortinas azules satinadas. Al otro, una sucesión de puertas. Mi madre tira de la manivela de metal de una de ellas y me mete en el compartimento. Es la habitación más pequeña en la que he estado jamás pero aún así hay espacio para cuatro literas recubiertas de polipiel marrón, una ventana con las mismas cortinas del pasillo y una mesa plegable gris. Mi madre cierra la puerta y echa el pestillo. «¿Por qué la señora te ha preguntado eso, mamá? ¿Quién ha pillado la gripe?» «Nadie —contesta mientras se quita el abrigo y lo cuelga en el gancho que hay al lado de la puerta—. Si no compraba dos billetes a nombre de tus abuelos, no nos habrían dejado quedarnos el compartimento para nosotras solas porque somos dos y aquí hay cuatro camas y habrían metido a unos extraños con nosotras. ¿Quieres ir con extraños?», me pregunta. Yo digo que no y miro cómo empieza a sacar la bolsa de la comida que ha hecho en casa para el viaje. Pechuga de pollo cocida, patatas y huevos. Pongo cara de asco y le digo que solo voy a comer fideos instantáneos. Mi madre saca el paquete amarillo de los fideos secos con sabor a pollo y lo deja sobre la mesa. Estoy satisfecha. Voy a montar en tren. Voy a montar en avión. Voy a volver a ver a mi padre. Pero, sobre todo, voy a comer los fideos que anuncian en la tele y no tendré que comerme la carne blanca y seca de la pechuga de pollo.
El tren arranca con un movimiento brusco y empieza a coger velocidad mientras salimos de la estación y enfilamos el camino por los campos cubiertos de un blanco impoluto. Resplandecen con el destello del sol y casi puedo oír el crujir de la nieve al pisarla. Quiero decirle a mi madre lo bien que estaría correr por esa nieve pero cuando me giro para mirarla tiene una expresión extraña. Ahora sí que está triste. Mira por la ventana fijamente, pero sus ojos no enfocan nada en concreto, es como si solo viera el cristal pero no lo que hay detrás. De pronto, quita con un movimiento brusco una lágrima que empezaba a escurrirse por una de sus mejillas. La imagen me parece tan violenta que desvío la mirada y yo tambié