Unas vacaciones baratas en la miseria de los demás

Julián Rodríguez

Fragmento

Dirija usted la vista a todos lados, señor Penitenciario, y verá el admirable conjunto de realidad que ha sustituido a la fábula. El cielo no es una bóveda, las estrellas no son farolillos, la luna no es una cazadora traviesa, sino un pedrusco opaco; el sol no es un cochero emperejilado y vagabundo, sino un incendio fijo. Las sirtes no son ninfas, sino dos escollos; las sirenas son focas; en el orden de las personas, Mercurio es Manzanedo; Marte es un viejo barbilampiño, el conde de Moltke; Néstor puede ser un señor de gabán que se llama monsieur Thiers; Orfeo es Verdi; Vulcano es Krupp; Apolo es cualquier poeta. ¿Quiere usted más? Pues Júpiter, un Dios digno de ir a presidio si viviera aún, no descarga el rayo, sino que el rayo cae cuando a la electricidad le da la gana. No hay Parnaso, no hay Olimpo, no hay laguna Estigia, ni otros Campos Elíseos que los de París. No hay más bajada al infierno que las de la geología, y este viajero, siempre que vuelve, dice que no hay condenados en el centro de la tierra. No hay más subida al cielo que las de la astronomía, y ésta, a su regreso, asegura no haber visto los seis o siete pisos de que hablan el Dante y los místicos y soñadores de la Edad Media. No encuentra sino astros y distancia, líneas, enormidades de espacio, y nada más. Ya no hay falsos cómputos de la edad del mundo, porque la paleontología y la prehistoria han contado los dientes de esta calavera en que vivimos y averiguado su verdadera edad. La fábula, llámese paganismo o idealismo cristiano, ya no existe, y la imaginación está de cuerpo presente.

BENITO PÉREZ GALDÓS, Doña Perfecta

PRÓLOGO (Y LA LUCHA DE CLASES)

PRÓLOGO

(Y LA LUCHA DE CLASES)

La conversación de hoy, segundo día de 2004, trataba de agujeros negros. No de los agujeros negros espaciales, sino de las hoyas que se abren para plantar estacas de olivo. Mi tío sordo, mi padre y yo hemos revisado las que plantamos el año pasado. El calor del último verano ha acabado con una pequeña parte.

Este año, mi padre se ha propuesto trasplantar otras cien desde Las Hurdes, donde nacieron mi madre y mi tío, hasta Ceclavín, donde nacimos mi padre y yo.

Mejor que un tractor con barrena es uno de esos nuevos arados con rejas gigantes, ha dicho mi tío. Remueve más la tierra, la deja lista para que las raíces vayan a donde quieran, sin obstáculos. Así crecerán más rápido los olivos.

Mi padre ha asentido. No suele hablar mucho.

Mi tío ha dicho que la tierra de Las Hurdes necesita abonos con más calcio que la de Ceclavín. Hay poco más de cien kilómetros entre ambos lugares, pero el paisaje es muy distinto. Y, al parecer, la tierra también.

En Las Hurdes, ha continuado mi tío, el año que viene ya daría un puñado de aceitunas cada estaca.

Mi padre ha vuelto a asentir. Luego me ha mirado, y nos hemos reído los dos.

En el coche, de vuelta, se ha hablado del huerto que llamamos Las Correderas y del alambre de espino que hemos tenido que tender porque robaban la fruta.

Hemos pesado cuatro sacos de almendras del último año, hemos revisado los recibos de la cooperativa para ver cuánto nos deben por los higos secos. Luego hemos decidido ir a tomar unas cervezas.

En el Bar de los Cazadores coexisten varios ambientes. En el sótano está lo que todos llaman el pub. Arriba, al entrar, la barra para los cazadores. O el bar. A la izquierda, cuatro ordenadores separados por biombos de madera. Para los chicos, el ciber. Algunos hablan de cómo se dio el día de ayer. Liebres, conejos, dos perdices. Los chicos hablan de Starcraft, el último juego que han instalado en los pc. En el televisor, la MTV, o un canal de música latina. Los chicos no se parecen a los del instituto Columbine, los hombres tampoco a sus padres. Aunque a unos y a otros les gustan las armas.

Si cruzas la calle (casi carretera), está el Bar de los Drogadictos, que tiene billar. Así lo llamaban algunos antes. No sé si venden hachís todavía. Sí pastillas, equis. Para muchos, en el pueblo, está prohibido entrar allí. Se lo han prohibido ellos mismos.

En el Bar de los Cazadores consulto mi correo electrónico. Desde allí, a la vuelta de algún viaje, si paso varios días, alguna semana, en el pueblo, envío el artículo que me han encargado, o los textos de otra guía de viaje más. En ocasiones, les copio a algunos amigos lo que dicen los cazadores de la barra, o las palabras con que se insultan quienes juegan a mi lado. A veces, miro un poco la televisión y pido algo para beber. O me asomo al pub.

Fue Victorio el que nos acompañó a mi hermano y a mí por primera vez a ese bar. Se llevaba bien con el propietario, saludaba a sus hijos, a los otros parroquianos. Entonces todavía no existía Internet. Mi hermano y yo éramos muy jóvenes. Victorio pedía cervezas y un guiso que llaman chanfaina. Quizá portugués, quizá árabe. Asaduras de cabrito o cordero, sangre, alguna hortaliza.

Ahora los chicos del ciber prefieren death metal o música hecha en Miami. Gustos opuestos (¿contradicciones?) pero que conviven en ellos. Como ellos conviven con sus padres o sus tíos las tardes de los domingos, de los días de fiesta.

He escrito dos e-mails con la t de Telmo en el encabezamiento, como repite ahora él, pavoneándose frente a su hermano recién nacido, para abrir los saludos, el cómo te va. Luego he comenzado a copiar de un cuaderno en octavo que ya no tiene cubiertas:

La historia de un hombre que pasea a un perro viejo y sordo por un parque feo en un pueblo feo no es la historia que nos concierne ahora (no es la historia de este libro). La historia de su hijo mayor, que conduce junto a su mujer un ford casi nuevo y silba una canción feliz aunque piensa algo asustado en presupuestos y trabajos pendientes en la oficina no es la historia que nos concierne ahora (ni la de este libro). La historia de la hija menor de ese hombre, que lee tumbada en un sofá, y dormita a ratos, y piensa a ratos en su madre muerta, cuando el libro no la atrapa (así suele decirse) lo suficiente, no es la historia que me concierne ahora. Aunque la mujer lee y dormita junto a mí. Yo soy el hombre que escribe, el tercer hombre de esta historia llena de hombres, de nombres, y escribo mientras cortan el agua para que no llegue hasta mis tuberías llena de barro y de restos de la tormenta, y la tormenta vue

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