El hijo del futbolista

Coradino Vega

Fragmento

El hijo del futbolista

Oye la voz de su padre y apenas puede verle cegado por el sol y las gotas que se le meten en los ojos. Corre la banda conduciendo la pelota, y escucha el rumor de la grada, mientras los latidos golpean dentro de él con una resonancia de tambor que no puede distinguir del ruido del estadio. Ya sólo queda un defensa por driblar, a lo lejos divisa al portero; si sale airoso del regate, aparecerá la portería como un horizonte blanco. Le gustaría que el defensa no estuviera ahí, que el portero sufriera un resbalón y el cuero entrase casi sin darse cuenta, en un acto imperceptible como si su pierna fuera la de otro, como si la afición no supiera que quien empuja el balón hacia la red no es él por más que lleve su mismo nombre. Hace años, en las olimpiadas del colegio, fue más o menos así: corrió la banda y dribló al defensa, y con los ojos clavados en las botas, sin mirar a la portería, golpeó el balón y, cuando levantó la vista, pudo verlo acombando la malla en un segundo que quedó paralizado en su retina mientras la grada saltaba de alegría y él buscaba a su padre y lo vio cerca del córner, en medio del público. Le gustaría que esos segundos que separan la voluntad de la gloria desaparecieran como por arte de magia, que el examen al que se somete tuviera un resultado matemático de previo conocimiento, que el reloj no marcara el minuto noventa ni los aficionados que se han desplazado hasta allí contuvieran el aliento sólo pendientes de él, del jugador número siete, del gol que garantiza el triunfo anhelado durante todo el año. Los periódicos fecharon: ASCENSO A PRIMERA DIVISIÓN, TEMPORADA 73-74. Y en ellos aparece su padre con un flequillo que le tapa la frente, agachado, apoyando sus manos sobre las rótulas de dos compañeros de equipo, en unas piernas brillantes y redondeadas que terminan donde comienzan las calcetas cuyo color no puede apreciarse en la foto. Le gustaría meter el gol sin afrontar ningún reto previo e imagina que ya ha regateado al defensa, que el portero se arroja hacia él como un perro, que en ese momento golpea el balón y la mano del meta no alcanza lo suficiente para desviarlo fuera de la portería. Puede ver a su madre y a su hermana sentadas en la grada, a su hermano montar en bicicleta alrededor del campo, a su padre de espaldas a la luz: la camiseta empapada, los músculos perfectos de las piernas, la energía y el optimismo que brotan de cada uno de sus movimientos. La tierra del horizonte es de una tonalidad herrumbrosa, crepuscular, parecida a la de un planeta crepitante. Las botas están sucias. «¡Con la parte interior del pie!», grita el padre, pero sus piernas son demasiado delgadas y sus hombros escurridos, y en su voluntad hay un esfuerzo vital de hacerlo lo mejor posible, de no defraudar, un afán reconcentrado de colocar el tobillo de la manera señalada, la parte interior del pie, el empeine, el golpe seco, todo con un gesto serio de preocupación permanente.

A él también le gustaría marcar el gol que dé el ascenso a su equipo de fútbol. Imagina que el estadio se pondría de pie para corear ese nombre que comparten padre e hijo, y respira gente y color y ambiente de partido pero lo que ve en realidad es a su hermana llevarse un trozo de rama a la boca y a su madre, sentada lejos del albero, que les mira con una cara como de querer marcharse. Su padre no para de correr de un lado a otro, y a él el sol le nubla la vista al devolverle el balón con un toque lo más parecido que puede al suyo, creyéndose uno de esos jugadores que salen en la tele y cuyas fotografías ha coleccionado en cromos hasta hace bien poco. A su alrededor el calor es cada vez más intenso, todo comienza a dar vueltas, porque los datos de los exámenes se confunden ahora en su cabeza con esas estadísticas minuciosas que ha aprendido leyendo álbumes y periódicos: cuánto miden los jugadores, cuántas veces han vestido la camiseta nacional, en qué equipos han jugado hasta ese momento. Golpea al primer toque como dice su padre que lo haga, si quiere parecerse a uno de esos medios centro que le gustan tanto —esos que, como Guardiola, hacen controles orientados con la cabeza muy alta porque están viendo todo el campo en cada momento del partido—, porque él no tiene físico ni es rápido; aunque su padre dice que la inteligencia suple defectos, que si la devuelve antes de que llegue el contrario, no sólo ayuda más al equipo, sino que también se está ayudando a sí mismo; y él sabe que cuando dice esto último lo dice para no desanimarle, para no robarle la ilusión ahora que ha jugado dos partidos con los juveniles sólo porque lleva su mismo nombre; como también sabe que lo que su padre piensa realmente es que su hijo no tiene condiciones para que siga sus pasos como futbolista aunque no encuentre la manera de decírselo. Por eso prefiere imaginar, cerrar los ojos y pensar que otros lo han logrado: Luis Milla no tiene físico ni técnica pero juega y hace jugar como si fuera un pequeño dios desapercibido. Otros siguen perseverando y, el día menos pensado, se encontrarán con un ojeador que vea en ellos unas cualidades que sólo consideran quienes entienden mucho de fútbol. Sin embargo, él no ha perseverado lo suficiente: han jugado juntos desde que era pequeño pero, cuando comenzó el curso y su padre fichó por el equipo de un pueblo cercano, las sesiones se fueron espaciando y ya sólo acudió de tarde en tarde a entrenar con los juveniles de ese club, si es que no tenía que estudiar demasiado. Jugaban los dos solos y a veces con su hermano; incluso, en cierta ocasión, con algún amigo del instituto. Pero ya ha finalizado el curso; ya sólo queda un partido para que termine la Regional Preferente. Pronto se marcharán de veraneo. Su familia está muy contenta porque ha sacado muy buenas notas. Su madre se acerca y dice que ya está bien, que se tienen que duchar para no llegar tarde a la cita con el catedrático. Entonces su padre eleva el balón habilidosamente y lo coge con las manos y luego se suena los mocos haciendo mucho ruido con los dedos y ella le mira balanceando la cabeza a izquierda y derecha y a él le hace sonreír el gesto de desagrado y complicidad que acaba de dirigirle su madre. Su hermana se queja del calor y su padre llama a su hermano y se van todos a casa, a ducharse. Porque después de la visita irán a cenar para celebrarlo. El terreno que dejan atrás parece una llanura de pavesas hirvientes. A él le satisface haber sudado casi tanto como su padre. Y en la cotidianidad de esa tarde hay algo diferente y extraordinario. Quizá sea el sol, cuya reverberación le aplasta el cerebro. Pero también está la felicidad colectiva de siempre.

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