Leandro

Fragmento

1

Erótida llegó a vivir en Alto Pino varios meses después de que naciera Leandro. Memorizó los pormenores del inicio de esta tragedia de tanto oírselos contar a Nacha, su cuñada, y un par de veces también a Abel, su hermano. Del recuento que me hace ahora que ha cumplido noventa años me valgo para reconstruir la historia de la siguiente manera: la casa estaba tan oscura como la noche, con la luz apenas insinuada de una vela encendida que permitía distinguir algunos objetos: un par de taburetes de madera y cuero, uno de ellos con la cabecera recostada contra la pared, una estera de junco del color del trigo puesta sobre el suelo de tierra apisonada, una pequeña mesa con unas cuantas ollas, dos platos de peltre y un juego de totumos que se usaban como cucharas, ordenados en la parte superior de un tinajero de madera de dos piezas del que guindaba el cucharón dentado de aluminio que servía para sacar el agua del par de tinajas del color de la tierra húmeda. El chinchorro colorido, tejido a tres hilos por las indígenas vecinas, colgado con hicos blancos de una pared a la otra, era la única alegría en medio de la oscuridad.

Al centro de Alto Pino se ubicaba esta casa de algo más de treinta metros cuadrados y una sola habitación. La habían construido con adobe, barro, cal y techo de paja de sabana y en ella habían puesto todo su tiempo y su empeño Abel Rafael Duarte Díaz y su mujer, María Ignacia Díaz, a quien con cariño llamaban Nacha. Además de marido y mujer, eran primos. Hijos, cada uno, de otros primos que también eran primos entre sí.

Nacha era la hija del dueño de Alto Pino, adonde Duarte había llegado a trabajar como jornalero dos años atrás, a finales de 1925 o principios de 1926, luego de abandonar la casa de sus padres en Hatonuevo.

Era una mujer agraciada y había heredado el color de piel de su mamá, a la que apodaban «la cachaca» por ser hija de un hombre del interior del país que años atrás había llegado en un barco a Riohacha y se había juntado con una indígena wayúu, ese pueblo feroz que vivía en la frontera con Venezuela.

Poco tiempo después de que lo hiciera Abel Rafael, Nacha llegó a Alto Pino cargando cuatro hijos menores, dos apellidados Díaz Figueroa y dos Díaz Palmezano, nacidos todos en Guayacanal, un caserío de donde también era oriundo el indio Manuel María. Bastaron un par de semanas para que Abel y Nacha comenzaran a amanecer juntos en esta tierra desolada. Erótida no está del todo segura de que para entonces estuvieran enamorados. «¿Acaso alguien sabe en realidad lo que es el amor?», pregunta como si le hablara al viento. Si hubo amor o no, no importa. Erótida sólo sabe que un hombre necesita a su lado una mujer que le dé cuantos hijos requieran para trabajar la tierra. Cuenta también que Abel y Nacha nunca se matrimoniaron, utiliza esa palabra, y me explica que por eso los hijos de su hermano llevan primero el apellido materno.

Alto Pino estaba ubicado en la mitad de la nada, cerca de Lagunita de la Sierra, una aldea con menos de quince casas que hacía parte de Barrancas, un municipio situado más allá del límite norte del antiguo Valle de Upar y del río Ranchería, en el extremo sur de la comisaría de esa Guajira que Eduardo Zalamea describió en Cuatro años a bordo de mí mismo, poco tiempo después de que naciera Leandro: «Es una tierra árida, de sol, de sal, de indios y de ginebra».

La Guajira. Tan bella como peligrosa.

Abel Duarte sembraba yuca y malanga en esa tierra costrosa y estriada cubierta por un paisaje de trupillos y dividivis a los que el viento les había esculpido sus troncos y sus ramas. Una tierra de agua escasa, de viento quedo, seco y silencioso; una tierra de hombres de amor seco y de mujeres obedientes y temerosas; una tierra de voces solitarias donde se hablaba del mañana, más no del futuro; donde progreso era una palabra desconocida, así como carretera; una tierra que tuvo dueño cuando apareció el alambre de púas; una tierra de la que muy poca gente tenía noticia y a la que principalmente se ingresaba por el norte, a través de goletas que desembarcaban en el mar de Riohacha. Si alguien la conocía, esta tierra, no guardaba motivos para recordarla. Era como si no existiera. Ni siquiera llegaban cartas, aunque en Barrancas había telégrafo.

En la madrugada del 20 de febrero de 1928, año bisiesto, Abel Rafael se paseaba frente a la casa. Levantaba con los pies pequeñas nubes de polvo que permanecían luego en el aire por largo rato. Había luna nueva, a la que también llaman oscura o negra. Cientos de estrellas y un par de rumazones detenidos, como fijados en el firmamento con un alfiler, acompañaban su soledad. Llevaba en la mano una botella de chirrinche de la que con frecuencia sorbía tragos largos. Hacía calor, pero ¿cuándo no hace calor en esta tierra?

Esa noche en particular a Abel se le desborda la angustia: se presiona con las manos la cabeza con tal de no aceptar los nervios, o algo peor: una lágrima. Es tal el silencio que un perro ladra con la mirada puesta hacia el lugar desde donde se alcanza a escuchar, en la lejanía, el eco de la cumbiamba que celebra el domingo de carnaval.

Abel había vuelto a casa agotado, como cada día al final de la jornada, para encontrarse con los gritos desesperados de Nacha, que había hecho aguas. Enfrentaba solitaria el parto del primer hijo de ambos y carecía de fuerzas para levantarse de la estera. En lugar de abrazarla o intentar protegerla, Abel corrió hasta Lagunita de la Sierra en busca de Fidelia Brito. Encontró al pueblo en el calor de la fiesta, la mayoría disfrazados con las capuchas alcahuetas de los libertinos, de fondo la banda sonora del acordeón, la caja, la guacharaca y una voz que no dejaba de repetir las coplas que de tiempo atrás se habían regado por la Provincia.

Pollito por qué pillai

Si gallina no tiene tetas

Morrocón no sube palo

Ni si le ponen horqueta

Llevaban tres días bebiendo sin parar y algunos dormían la borrachera en plena calle.

Este es el amor amor

El amor que me divierte.

Abel tropezó con uno de los borrachos en plena oscuridad; uno que había bebido tanto que ni siquiera se mosqueó. «¿Alguien ha visto a Fidelia Brito? ¿Por acá no andará Fidelia Brito?». Preguntó por la comadrona de casa en casa, mientras imaginaba la alegría de su compadre Juancho Ustariz, que debía estar enriqueciéndose con la venta de chirrinche en su alambique clandestino de Barrancas.

Finalmente alguien al que no reconoció por el disfraz puso en su mano la mano de una mujer, lo supo por la suavidad de la palma, que vestía un capuchón y un largo blusón que la cubría del cuello a los pies. Abel le preguntó si era Fidelia, y la mujer respondió: «Lo que queda de ella». Le quitó la careta. Fidelia se había pasado de tragos y reía como una boba. No mostró interés en acompañarlo. A él también le dieron ganas de quedarse cantando junto con ellos.

Cuando estoy en la parranda

No me acuerdo de la muerte

La obligó a ir con él, más como una forma de obligarse a sí mismo a no quedarse enfiestado.

Llegaron a Alto Pino pasada la medianoche. Abel se quedó fuera de la casa. Entrada el alba, el cansancio lo fue acogotando. Sintió flaquear las piernas, pero sabía que debía mantenerse despierto hasta conocer la noticia. Se arrellanó en el suelo con la espalda pegada en la pared mientras oía ladrar al perro y afanaba uno y otro largo trago de chirrinche. Un par de minutos después, finalmente el sueño lo rindió, arropado por la brisa suave, muy leve, casi imperceptible, que bajaba de la Sierra Nevada.

En el sueño vio a un chivo en un matadero colgado con la cabeza hacia abajo. Balaba con la fuerza y la angustia del que cae al abismo. Oyó una descarga de rifles y vio al matarife hundir su cuchilla en el cuello del animal mientras un chorro de sangre se deslizaba por el suelo. Con la garganta abierta de par en par, el chivo balaba cada vez con más fuerza y más angustia. La cantinela del perro lo despertó. El sol lo golpeaba. La frente perlada de sudor. Sintió descender varias gotas por el rostro. El perro ladraba con insistencia, como si advirtiera de un peligro. Miró al animal y entendió que eran ladridos juguetones: tres chivos pastaban cerca de la casa y el perro correteaba entre ellos. Lo llamó, al perro. Cuando lo tuvo a su lado, lo regañó: la última vez que había hecho lo mismo, uno de los chivos emprendió a correr por entre el monte y se vio en líos para alcanzarlos, al chivo y al perro, y traerlos a casa de vuelta.

El perro pareció entender sus palabras porque escondió las orejas y bajó la cabeza, aunque luego, aprovechando que Abel seguía recostado, se abalanzó cariñoso sobre su cuerpo y le acarició la cara con sendos y muy húmedos lengüetazos. «Estás muy alegre esta mañana», le dijo haciéndose el hosco. El viento ahora se deslizaba con suavidad, pero impregnado de fuego, como las bocanadas de esos muchachos a los que vio escupiendo candela, varios años después, en un circo en San Diego. Bostezó, se limpió la frente y arrastró el sudor con el índice de la mano derecha para luego secarse el dedo chasqueándolo en el aire con el pulgar.

Al levantarse descubrió que estaba descalzo. Buscó las guaireñas remendadas sin saber en qué momento se las había quitado ni dónde las había dejado. Dio saltos cortos para no quemarse las plantas de los pies. Las encontró a los pies del tananeo, una de ellas bañada en babas de perro. Mientras se calzaba se percató de que tenía las manos sucias y de que bajo las uñas todavía había tierra de la labranza del día anterior. De nuevo se desperezó y, aún medio dormido, puso oídos al grito de dolor de la parturienta. Hubo luego varios gritos menores, sofocados. Al final, el silencio. Durante un par de minutos no volvió a oír nada. Se puso en pie: ahora el aterrado era él. Respiró afanoso, se tapó la boca con la mano izquierda. Entonces oyó de nuevo un sonido que provenía del interior de la casa, un sonido que al principio parecía débil y lejano, pero que poco a poco fue tomando ímpetu. Era el llanto de un niño. Abel se permitió una leve sonrisa, muy tímida. El niño lloraba con la furia y la contundencia de un trueno. En ese momento se abrió la puerta de la casa. Fidelia Brito, con las manos bañadas en sangre, gritó: «¡Tu hijo es un machito grande y fuerte!».

Como si de súbito hubiera sido poseído por una fuerza sobrenatural, Abel comenzó a correr de un lado a otro y se carcajeaba. Al perro, sentado a un par de metros de distancia, le bailaban con extrañeza las pupilas. Nunca lo había visto ni siquiera alegre. «¡Mi hijo es un machito!», les gritó al perro y a Fidelia. «Y en un par de años me ayudará a trabajar la tierra y a capotear la pobreza».

Siguiendo la costumbre, durante la primera semana el recién nacido permaneció acostado en la estera junto a Nacha, que no lo desamparaba sino tan sólo cuando el cuerpo le exigía sus afanes. Abel fue feliz todos esos días. Salía a cosechar la yuca desde antes del amanecer, pero en realidad se dedicaba a cantar y hacer planes para enseñarle al niño los cuidados de la tierra. La comadrona había recomendado no sacarlo de la casa hasta después de los ocho días de nacido, cuando sus pulmones estuvieran más desarrollados.

El octavo día, por primera y única vez, el padre cargó al niño y, con el pecho henchido de orgullo, lo sacó al sol para familiarizarlo con el campo. Si fue feliz el día en que nació, ahora la alegría le brotaba por los poros, aunque no permitió que Nacha lo notara: un hombre debe saber contener sus emociones.

Nacha se había quedado en casa y Abel aprovechó que nadie lo veía para besar cariñosamente al bebé en la frente y juguetear con sus manitas. «Esto se siente ser papá», se habría dicho risueño y en silencio. Entonces notó algo en el rostro de su hijo que lo llevó a fruncir el ceño: sus ojos permanecían cerrados. Un sismo lo recorrió por dentro. Le abrió levemente los párpados cerrados y descubrió debajo de ellos una especie de nata. «¿Esto qué fue? ¿Aquí qué pasó?», se preguntaría mientras de nuevo intentaba abrirle los párpados con las manos temblorosas y sucias. El niño se dejó hacer, y sí, había allí una nata y de ella asomaba un halo verde-azuloso. Intentó convencerse de que no había razones para preocuparse por aquel viejo miedo que arrastraba desde la infancia. Quiso creer que no tenía asidero ese pensamiento nefasto que había alcanzado a cruzar, durante un par de segundos, por su mente. El niño volvió a cerrar los ojos, pero a Abel le ganaban los nervios. El sol estaba en su sitio, picante. Nuevamente trató de mover los párpados de su hijo y, al descubrirle los ojos, movió los dedos frente a su rostro. Pero los ojos del niño se quedaron quietos, fijos. Con la ternura de quien se niega a perder la esperanza, Abel apretó un poco más el frágil cuerpecito, lo separó del suyo y lo levantó hasta ponerlo de cara al sol. Entonces confirmó lo que tanto se negaba a creer: la luz recalcitrante no molestaba la vista del recién nacido. En ese instante la felicidad se le convirtió en tragedia: el niño era ciego. Supongo que palideció. Los labios, alegres apenas un par de minutos atrás, ahora le temblaban, al igual que todo el cuerpo. «¿Por qué?», diría en voz baja, casi en susurro, como para que ni siquiera el viento conociera su vergüenza: ya no sólo su hijo no podría ayudarlo en el trabajo, tampoco podría ser concertado, que era cuando a un niño lo entregaban a una familia adinerada para que ayudara en las faenas diarias.

A partir de ese instante el primogénito perdió toda importancia para Abel. ¿Cómo querer a un niño que ha nacido incompleto? ¿Cómo presentarlo a sus amigos en el pueblo? Se reirían de él, se burlarían, lo apodarían «El papá del ciego». Quizá pensaría que el dolor que ese niño llegara a sentir cuando descubriera su desgracia nunca sería tan fuerte como el de él, que lo había engendrado.

En ese momento Abel sólo tuvo a su lado a aquel perro para sentirse vivo. No sabremos si lo abrazó y volcó en el animal toda la ternura que él necesitaba que alguien le prodigara. Podríamos imaginar que al confirmar la sentencia del destino en su contra, porque en ese entonces el destino todavía hilaba la vida de los hombres, se sorprendió al constatar que un par de lágrimas imprudentes comenzaron a rodar por sus mejillas. Se asustó de pensar en que Nacha saliera de casa en ese momento. Antes de que eso sucediera, corrió con el niño al lecho donde reposaba su mujer. «Tu hijo es ciego». Esta frase sí sabemos que la dijo afanosamente porque así contó Erótida que le contó su cuñada. Abel enfatizó las palabras tu hijo sin ser capaz de darle la cara a su mujer. Abandonó la habitación, salió de nuevo al campo, a caminar, y la dejó con las preguntas en la boca: «¿Qué dices? ¿De qué hablas?».

Nacha no volvió a saber de él hasta dos semanas después.

Regresó de noche, sobrio, silencioso.

Un silencio que retumbó en aquella tierra hostil.

2
Erótida

Esa misma semana que el niño nació, mi cuñada se fue a Guayacanal para que el indio Manuel María le curara los ojos a su hijo. Sé que hablo de temas que han caído en el olvido, pero así éramos antes, cuando los médicos no habían aparecido por acá. Él era como esos que ahora llaman homeópatas. «No hay nada que hacer», le dijo tan pronto lo vio. Nacha no perdió la esperanza. Le insistió una y otra vez. Durante tres días seguidos, el indio cubrió los ojos del recién nacido con pañitos calientes, le dio de tomar brebajes raros, lo sumergió en aguas heladas y hasta lo rezó con cruces de olivo. Le dijo a ella que regresara a casa, que él ya no podía hacer nada más. Y ahí le llegó de nuevo a mi cuñada la mortificación: «¿Ahora qué hago? ¿Con qué cara vuelvo donde mi marido?». Era el primer hijo que le daba y había nacido así. Los cuatro anteriores, en cambio, le habían salido completos y sanitos. Más de una vez había oído decir que los niños que nacen así debían ser abandonados a la vera del camino, como los enfermos de lepra. Conocí la historia de una pareja en San Diego de las Flores, padres de dos hijos ciegos a los que mantuvieron por siempre encerrados en un aposento, condenados a prisión perpetua para que nadie los viera. La humillación era el motivo de ese encierro. La humillación de ser avergonzados por Dios. Porque en ese entonces también decían que un hijo así era un castigo. «¿Castigo por qué, si nunca le hice mal a nadie?». Todo esto y muchas otras cosas se preguntó ella durante esos días allá en Guayacanal. Decidió que, por más de que su hijo sería un inútil, no lo metería en una canastilla para que la arrastrara la corriente del riachuelo, como había contado el cura que hicieron con Moisés, ni lo dejaría tirado en algún paraje de la sierra. Como te has dado cuenta, recuerdo al detalle todo, porque no fue una sola vez que mi cuñada me habló de esto y de muchas otras cosas, incluso cosas sólo de mujeres. En las tardes, cuando nos sentábamos a hilar en la carrumba el maguey para las mochilas, Nacha me contaba su dolor. Ella sufrió mucho, ¿sabes? Porque sufrió en silencio. Como sufrimos siempre las mujeres en la soledad de nuestras casas. Todos se van a trabajar y una queda sola y con pena, como le pasaba a Nacha. Ella me agradecía que me hubiera quedado a vivir con ellos. Nos hacíamos mutuamente compañía. Discúlpame por desviarme del camino. Te decía que el cura se llamaba Francisco Javier, como el santo de Navarra, también se lo contó él, y se detuvo en Guayacanal junto con otros capuchinos camino de Riohacha a Valledupar. Cada vez que me contaba esta historia, yo le preguntaba: «¿Por qué esos curas viajaban abriendo trocha, cuando lo lógico era tomar la vía entre ambos pueblos que cruza por Dibulla y Atánquez?». «¡Hmmm!», me contestaba María Ignacia, que aprovechó para que le bautizaran al niño de una vez. El cura sugirió el nombre de Leandro porque, le dijo, su hijo sería un santo. En agradecimiento, ella le dejó de segundo nombre Javier. El caso es que ella pensaba que Abel le iba a hacer algo al muchacho o que la iba a emprender contra ella. Andaba noche y día con esa angustia. Se quedó un par de días más en el pueblo, temerosa de su reacción. Pero al llegar a casa sucedió lo contrario. ¿Cómo entender a los hombres si son siempre así de complicados? Desde el día en que Nacha pisó de nuevo Alto Pino, mi hermano se dedicó a mostrarle su amor. Pecaban un día sí y otro también; con frecuencia varias veces al día. Lo hacían con rabia, afanados, y con tanta violencia de parte de Abel que a ella le dolía, le hacía daño. Lo recibía tembleque al final de cada tarde, pero ¿qué otra cosa podía hacer, si era su mujer? Él andaba todo el tiempo como perro olisqueando celo. Hasta que salió embarazada otra vez y él se calmó. En adelante, y durante muchos meses, nunca más volvió a buscarla como mujer. Desde que nació Leandro, a Abel lo alteraba su llanto. O verla a ella darle teta. Nacha cogió entonces la costumbre de amamantarlo tan sólo durante el día, cuando Abel estaba en el campo. Rogaba a Dios que este otro naciera completico. «¿Y si nace hembra?», le preguntó un día y él la miró con los ojos encendidos en llamas, como si él mismo fuera el infierno. Pero Dios oyó sus súplicas. Su nuevo hijo era un niño completamente sano, con cada uno de los sentidos y la capacidad necesaria para percibir correctamente lo que ocurría a su alrededor. Lo bautizaron David, como una premonición de fortaleza: David, el que venció a Goliat, habían oído la historia en la parroquia varias veces. «Hay que proteger al fuerte», dijo Abel. Nacha nunca más dio de mamar a Leandro. Unos cuantos años después Abel le compró una tierrita a nuestro hermano Pedro. Se llamaba Los Pajales y estaba cerca de Alto Pino, pero mucho más arriba. Abel demoró un pocotón de años pagando los ciento veinte pesos que le costó. En esta roza había una casa más amplia, otra vegetación, la quebrada estaba relativamente cerca y hacía fresquito: el nordeste acariciaba suave la región como desde las cuatro de la tarde. Eran conocidos en el pueblo. No vivían con holgura, pero sí con dignidad. Fue por esos días que llegué a vivir con ellos. Además de Leandro y David, Nacha había alumbrado también a Silvia y Elvia. Faltaba sólo Jaime, que no nació en Los Pajales. Tan pronto llegué a casa me encargué de cuidar y darle de comer a Leandro. Contra los pronósticos del destino, el niño creció sano, pero ya de grande se molestó con sus papás y le sacó a Nacha ese canto tan feo que la hizo llorar un par de días. Ellos lo quisieron a su modo. «Abel tenía razón», repetía Nacha para convencerse de que no debía sentir culpa, «había que proteger al más fuerte».

Eso hicieron.

3
Erótida

Cuando entré a la casa oí la melodía de una canción conocida que Abel solía silbar en las mañanas antes de irse al campo, pero ya era casi mediodía y mi hermano había salido a trabajar desde muy temprano. Miré bien por todos lados. Leandro estaba solo. Reía alborozado mientras señalaba algo en lo alto del tinajero. Subí la vista y vi al loro que los Palmezano habían traído de Riohacha y se les había escapado varios días atrás.

Leandro había aprendido a hablar algunas palabras. Debía de tener unos tres años, quizás menos. Yo ya estaba grandecita. Lo sé porque tan pronto agarramos el pájaro, Nacha me pidió que se lo llevara a sus dueños en la finca vecina, y cuando era más chiquita los tíos no me dejaban salir sola.

El loro seguía silbando aquella melodía que le gustaba a Abel Rafael. Arrastré una silla hasta el tinajero para subirme y agarrarlo. En ese momento Leandro lo dijo. Dijo por primera vez en su vida esa palabra que olvidó un par de años después. «Papá… papá». Me bajé de la silla y me lo comí a besos.

Salí a la puerta y llamé a Nacha, que estaba hilando el maguey para el chinchorro de David. Le grité lo que su hijo había dicho. Caminó hasta la casa y al ver al niño le pidió que repitiera la palabra. Leandro la coreó varias veces. Le pidió que dijera «mamá», pero el niño seguía entusiasmado con el silbido del loro.

Volví a trepar en la silla. Intenté agarrar al animal, pero alzó vuelo. Corrí a cerrar las puertas para que no se saliera. Nacha pasó a mi lado cuando yo ajustaba la que daba a la parte de atrás. El niño se carcajeó al oír al loro revolotear por la casa. Me hizo mucha gracia que siguiera repitiendo «papá, papá». Me le acerqué, me agaché a su lado y le dije: «Ay, veeee, como querei a tu papáaaa».

4

Erótida afirma que Leandro tardó casi dos años en pronunciar la primera palabra, y

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