Dejar el mundo atrás

Fragmento

Capítulo 1

1

Bueno, hacía sol. Les pareció buena señal. La gente convierte cualquier nimiedad antigua en un presagio. Todo para decir que no había nubes a la vista. El sol estaba donde siempre está el sol. Un sol tenaz e indiferente.

Las carreteras confluían. El tráfico se congestionaba. Su coche gris era una campana de cristal, un microclima: aire acondicionado, el tufo de la adolescencia (sudor, pies, seborrea), el champú francés de Amanda, el roce de los desperdicios... Porque de eso siempre había: el coche era el reino de Clay, lo bastante descuidado como para que se acumularan calcetines inexplicables, el cascajo desprendido de las barritas de avena compradas al por mayor, un volante de suscripción para The New Yorker, un pañuelo de papel retorcido y petrificado con mocos, el plástico blanco retirado de una tirita a saber cuándo... Los niños siempre necesitaban tiritas; su piel rosa se abre como la fruta en verano.

El sol en los brazos les resultaba reconfortante. Los cristales estaban tintados con un protector que mantenía a raya el cáncer. Se comentaba que esa temporada iban a arreciar los huracanes, grandes tormentas con nombres como Alexis, Beatrice, Christina, Deanna o Evelyn. Amanda apagó la radio porque no le gustaba y porque todo era sexista, incluido el hecho de que Clay conducía, entonces y siempre. Claro que ella no tenía paciencia para sacramentos asociados a la conducción como aparcar en lados alternos de la calle o revisar el coche cada veinte mil kilómetros. Además, Clay se jactaba de esas actividades. Era profesor, cosa ligada, por lo visto, a su fruición por lo útil en la vida: atar los fajos de periódicos viejos para el reciclaje, regar la acera con bolitas anticongelantes cuando empezaba a helar, reponer las bombillas o desobstruir lavabos con un desatascador diminuto.

El coche no era ni lo bastante nuevo para ser lujoso ni lo bastante viejo para ser bohemio. Un artículo de clase media adaptado a gente de clase media, un producto concebido más como atracción que como ofensa comprado en un concesionario con paredes de espejo, unos cuantos globos de puro trámite y menos clientes que vendedores, éstos en grupos de dos o tres haciendo sonar la calderilla en los bolsillos de los pantalones comprados en Men’s Wearhouse. A veces, en el aparcamiento, se acercaban a otro ejemplar del mismo coche (era un modelo popular, «el grafito») frustrados porque no funcionaba el sistema de apertura sin llave.

Archie tenía quince años. Llevaba unas zapatillas deformes tan largas como dos barras de pan. Bajo el aroma lácteo que lo envolvía como a los bebés olía a sudor y hormonas. Para mitigar ese hedor rociaba la pelambre de los sobacos con un producto químico: un olor inexistente en la naturaleza, el consenso de un grupo de sondeo sobre el ideal masculino. Rose prestaba más atención. Indicios de muchacha en flor: quizá un sabueso hubiera detectado el metal bajo esos efluvios de los primeros cosméticos, la predilección pubescente por manzanas y cerezas de pega. Eran, pues, una familia inmunizada contra sus olores distintivos; a un extraño lo habrían sobresaltado, pero por la autopista era imposible conducir con las ventanillas bajadas. Demasiado ruido.

—Tengo que ponerme.

Amanda levantó el teléfono para avisarlos a pesar de que nadie había dicho nada. Archie y Rose miraban sus respectivos móviles, ambos con juegos y control parental en las redes sociales. Archie se estaba mensajeando con su amigo Dillon, cuyos padres expiaban la culpa de su divorcio en marcha dejando que se pasara el verano fumando porros en el ático de su casa adosada en Bergen Street. Rose ya había subido varias fotos del viaje pese a que apenas habían cruzado los límites de la ciudad.

—Hola, Jocelyn.

Que los teléfonos sepan quién llama ahorra ciertas convenciones. Amanda era directora de contabilidad y Jocelyn, como supervisora, uno de los tres subordinados que reportaban directamente con ella, por usar la jerga actual de los despachos. De ascendencia coreana, había nacido en Carolina del Sur y a Amanda seguía pareciéndole una incongruencia su manera sureña de mascar las palabras. Era algo tan racista que no se lo podía confesar a nadie.

—Me sabe fatal molestarte...

Respiración sincopada. Más que Amanda, lo que inspiraba temor era el poder. Amanda había comenzado su carrera en el bufete de un danés irascible con un corte de pelo que parecía una tonsura. El invierno anterior había tropezado con él en un restaurante y le habían temblado las piernas.

—No pasa nada.

No lo decía por magnanimidad. La llamada era un alivio. Amanda quería que sus compañeros de trabajo la necesitaran como Dios quiere que la gente siga rezando.

El repiqueteo de los dedos de Clay en el volante de cuero obtuvo una mirada sesgada de su mujer. Él echó un vistazo al retrovisor para comprobar que los niños seguían ahí, costumbre que se remontaba a cuando eran muy pequeños. Respiraban con regularidad. El efecto de los móviles sobre ellos era como el de esas flautas bulbosas en las cobras.

Ninguno de los cuatro veía el paisaje. El cerebro condiciona al ojo; nuestras expectativas sobre algo acaban por imponerse a ese algo. Pictogramas amarillos y negros, montículos difuminados en muros de hormigón prefabricados, algún atisbo ocasional de paso elevado o a nivel, campo de béisbol, piscina... Siempre que cogía una llamada, Amanda asentía con la cabeza no por deferencia o cortesía hacia su interlocutor, sino para demostrarse lo comprometida que estaba. A veces olvidaba escuchar con tanto movimiento.

—Jocelyn... —Buscaba un consejo. Más que una indicación determinada, lo que Jocelyn necesitaba era su consentimiento. La jerarquía laboral era arbitraria, como todo—. Perfecto, me parece muy bien. Ahora estamos en la autopista. Tranquila, llama cuando quieras, aunque la cobertura irá empeorando a medida que nos alejemos. Tuve el mismo problema el verano pasado, ¿te acuerdas? —Hizo una pausa avergonzada. ¿Por qué iba a recordar aquella subalterna sus vacaciones del año anterior?—. ¡Este año vamos aún más lejos! —Intentaba convertirlo en una broma—. Pero da igual, ¿vale? Tú llama o escríbeme un correo, faltaría más. Suerte.

—¿Todo bien en la oficina?

Clay nunca podía resistirse a decir «la oficina» con retintín. Era una sinécdoque de la profesión de Amanda, de la cual tenía una comprensión bastante amplia, pero no total. Siempre es mejor que los cónyuges tengan vidas propias, y las de Amanda y Clay estaban bien diferenciadas. Podía ser una de las razones de su felicidad. La mitad de las parejas que conocían, si no más, estaban divorciadas.

—Sí, perfecto.

Uno de los lugares comunes a los que más recurría Amanda era que un buen porcentaje de empleos no se distinguen unos de otros puesto que todos consisten en intercambiar correos para evaluar el trabajo en sí. La jornada laboral constaba de varios comunicados sobre lo que se llevaba de jornada, un poco de amabilidad burocrática, setenta minutos de pausa para el almuerzo, veinte deambulando por la oficina abierta y veinticinco para tomar café. A veces sospechaba que su participación en aquella charada era una tontería; otras, que era necesaria y urgente.

Circularon relativamente bien hasta que las carreteras dejaron de serlo para transformarse en avenidas o calles, como el arduo tramo final en el regreso de un salmón, pero con medianas llenas de plantas y pequeños centros comerciales con manchas de humedad en el estuco. Las poblaciones se dividían en plebeyas (llenas de centroamericanos) y acomodadas (donde vivía la mesocracia pequeñoburguesa, una amalgama blanca de fontaneros, interioristas y agentes inmobiliarios). Los ricos de verdad vivían en otro mundo, un territorio al que sólo se llegaba por casualidad, como a Narnia, siguiendo carreteras llenas de badenes hasta la inevitable conclusión: el final de un camino, una mansión de recia techumbre, un estanque vislumbrado... El aire era ese dulce cóctel de brisa marina y azar que les va bien a los tomates y al maíz, aunque también cabía detectar notas de coches de lujo, obras de arte y tejidos suaves de los que abandonan los ricos en sus sofás.

—¿Paramos un momento? —Clay bostezó al final de la frase con un ruido estrangulado.

—Me muero de hambre. —Hipérbole de Archie.

—¡Vamos al Burger King! —Rose acababa de avistarlo.

Clay notó que su mujer se ponía tensa. Ella prefería que comieran sano (sobre todo Rose). Clay captaba su desaprobación a la manera de un sónar. Era como el palpitar que presagiaba una erección. Llevaban dieciséis años casados.

Amanda comió unas patatas fritas. Archie pidió una cantidad grotesca de pollo frito. Metió aquellas briquetas conglomeradas en una bolsa de papel, añadió patatas (también fritas), derramó la salsa oscura, dulce y pegajosa de un pequeño recipiente con tapa de aluminio y se puso a deglutir con cara de felicidad.

—¡Qué asco! —Rose tenía en alta estima a su hermano porque era su hermano. Ella estaba comiendo una hamburguesa con menos delicadeza de la que se atribuía; tenía churretes de mayonesa en los labios rosados—. Mamá, Hazel ha compartido conmigo una ubicación en Google Maps. ¿Puedes mirarla para ver a cuánto queda su casa?

Amanda aún recordaba el impacto que le producía lo ruidosos que eran sus hijos cuando les daba el pecho, el ruido como de cañerías que hacían al mamar entre eructos desapasionados y flatulencias en sordina, como de petardo defectuoso: pura animalidad descarada. Echó el brazo hacia atrás para coger el móvil de la niña, un aparato grasiento de comida y dedos pringosos aún caliente por el exceso de uso.

—Cerca no va a estar, cariño.

Más que una amiga, Hazel era una de las obsesiones de Rose. Su padre era directivo de Lazard, aunque Rose no tenía edad para entender eso. Seguro que las vacaciones de las dos familias no se parecían mucho.

—Vale, pero míralo. Dijiste que igual podíamos acercarnos.

Era el tipo de concesión medio distraída que Amanda lamentaba más tarde porque los niños recordaban sus promesas.

Miró el móvil.

—Está en East Hampton, cielo, a una hora como mínimo. Más, dependiendo del día.

Rose se apoyó en el respaldo audiblemente disgustada.

—¿Me devuelves el móvil, por favor?

Amanda se volvió para mirar a su hija, roja de contrariedad.

—Lo siento, pero no quiero pasarme dos horas en atascos de verano porque hayáis quedado para jugar, y menos ahora que estoy de vacaciones.

Rose se cruzó de brazos e hizo un mohín bélico. ¡Quedar para jugar! Era insultante.

Archie masticaba contemplando su reflejo en la ventanilla.

Clay conducía y comía. Amanda se enfadaría mucho en caso de accidente mortal causado por un esposo distraído con un bocadillo de setecientas calorías.

Las carreteras seguían estrechándose. Puestos de fruta y verdura en algunos de los desvíos (se fían de ti: dejas cinco dólares y te llevas una tarrina de fieltro verde con frambuesas pudriéndose en sus jugos y una caja de madera). Era todo tan verde que resultaba un poco delirante, la verdad. Daban ganas de comérselo: bajar del coche y ponerse a cuatro patas para mordisquear la tierra.

—Que nos dé un poco el aire.

Clay bajó todas las ventanillas para aventar la peste de sus flatulentos hijos. Redujo la velocidad porque la carretera era sinuosa, seductora, una cadera, con cambios constantes de sentido. Buzones de diseño como el lenguaje secreto de los vagabundos: buen gusto y dinero a espuertas, pasa de largo. Los árboles eran tan frondosos que no se veía nada. Algunas señales anunciaban la vecindad de ciervos idiotas acostumbrados a la presencia humana: salían tan tranquilos a la calle con las pupilas dilatadas y por lo tanto ciegos. Se veían sus cadáveres por todas partes, de color avellana, abotargados por la muerte.

Detrás de una curva se encontraron con otro vehículo. Cuando tenía cuatro años, Archie les habría dicho que era un tráiler con enganche cuello de cisne, un transporte vacío remolcado por un tractor resuelto. El conductor hizo como si no viera el coche que tenía detrás: la indiferencia típica de los aborígenes ante una especie invasora conocida. El tráiler superaba laboriosamente los altibajos de la carretera y tardó casi dos kilómetros en desviarse hacia su granja nativa. Para ese entonces, el hilo de Ariadna, o lo que los uniera a los satélites de arriba, se había roto. El GPS no tenía ni idea de dónde estaban y tuvieron que seguir las indicaciones que Amanda, reina de la planificación, tuvo la prudencia de anotar en su libreta. A la izquierda, luego a la derecha, luego a la izquierda, otra vez a la izquierda, casi dos kilómetros, y de nuevo a la izquierda, luego tres y pico más, y otra vez a la derecha. No del todo perdidos, pero tampoco del todo no perdidos.

Capítulo 2

2

Era una casa de ladrillo pintada de blanco. Había algo cautivador en esa transformación del rojo. Parecía vieja pero nueva, sólida pero ligera. Quizá el deseo de ver encarnada esa contradicción en una casa, un coche, un libro o unos zapatos fuera intrínsecamente americano o sólo un anhelo moderno.

La había encontrado Amanda en una web de alquileres. «La escapada definitiva», proclamaba el anuncio. La descripción estaba escrita en un simpático lenguaje comercial que ella apreciaba: «Entra en nuestra bonita casa y deja el mundo atrás.» Le pasó a Clay el portátil, lo bastante caliente para incubar tumores en su abdomen, y él contestó con alguna evasiva al tiempo que asentía.

Amanda, sin embargo, insistía en aquellas vacaciones. Con el ascenso le habían subido el sueldo. Faltaba muy poco para que Rose se diluyera en el desdén del instituto. Por un lapso efímero, los niños aún eran básicamente niños, aunque Archie rozase el metro ochenta. Aún recordaba la aguda voz infantil de Archie y el peso de Rose en la cadera, aunque ya no pudiera oírlo ni sentirlo. Algo manido, pero ¿qué recordarás en tu lecho de muerte? ¿La noche en que llevaste a tus clientes a cenar al viejo asador de la calle 36 y les preguntaste por sus esposas o aquel baño en la piscina con tus hijos y sus oscuras pestañas perladas de agua clorada?

—Tiene buena pinta. —Clay apagó el motor.

Los niños se desabrocharon los cinturones, abrieron las puertas y saltaron a la grava tan ávidos e impetuosos como agentes de la Stasi.

—No os alejéis —dijo Amanda, aunque era algo absurdo.

No había adonde ir. Al bosque, a lo sumo. Le preocupaba, eso sí, la enfermedad de Lyme. Eran hábitos de madre: intervenir para afirmar su autoridad. Ya hacía tiempo que los niños habían dejado de escuchar sus quejas cotidianas.

Bajo los zapatos de piel de Clay, los de conducir, la grava sonó a grava.

—¿Cómo entramos?

—Con un código. —Amanda consultó su móvil. No había cobertura. Ni siquiera estaban en una carretera. Lo levantó por encima de la cabeza, pero nada, no se llenaban las barritas. Había guardado la información—. La caja de seguridad está... en la valla, al lado del calentador de la piscina. Código 6-2-9-2. La llave de dentro abre la puerta lateral.

La casa estaba resguardada por un seto esculpido, el orgullo de alguien, como una barrera de nieve o un muro. Una empalizada blanca ceñía el jardín delantero sin rastro alguno de ironía. Alrededor de la piscina había otra valla, de madera y alambre en este caso. Así no pagaban tanto de seguro y, por otro lado, los dueños de la casa sabían que un ciervo despistado, por bonito que fuese, podía ser un engorro: si estabas dos semanas fuera, los muy tontos se ahogaban, se hinchaban y reventaban dejándolo todo perdido, un horror. Clay fue a buscar la llave. Envuelta en la humedad de la insólita tarde, Amanda se quedó escuchando el extraño sonido del silencio casi absoluto que añoraba, o decía añorar, por vivir en la ciudad. Se percibía la rítmica actividad de un insecto o una rana o quizá de ambos animales. También el viento revolviendo las hojas y la vaga existencia de un avión o un cortacésped, salvo que fuera el tráfico de una carretera lejana que llegaba a los oídos como los persistentes embates del mar cuando estás cerca de él. Ellos no estaban cerca del mar. No, no podían permitírselo, pero, gracias a un acto de voluntad, casi lo oían como una merecida recompensa.

—Ya está —dijo Clay cuando abrió con la llave: tenía la innecesaria costumbre de narrar lo que hacía, algo que luego lo avergonzaba.

Dentro reinaba el típico silencio de las casas caras. Esa calma significaba que era un edificio construido como Dios manda, sólido, con órganos que funcionaban en feliz armonía: la respiración del aire acondicionado central, la vigilancia de la nevera suntuosa, la fiable inteligencia de múltiples pantallas digitales que daban la hora casi en sincronía... Las luces de fuera se encenderían en un instante programado. Una casa que a duras penas requería la presencia humana. El suelo era una tarima de grandes planchas obtenidas en una antigua fábrica de algodón de Utica, tan bien ensambladas que no se oía el menor crujido o protesta. Las ventanas estaban tan limpias que una vez al mes aproximadamente un pájaro común calculaba mal su trayectoria y perecía en la hierba con el cuello partido. Unas manos eficaces habían subido las persianas, bajado el termostato, aplicado limpiador a todas las superficies y metido el aspirador sin cable en los resquicios del sofá para absorber azules briznas de nachos ecológicos y alguna que otra moneda díscola de diez centavos.

—¡Qué bonito!

Amanda se quitó los zapatos en la puerta; era una firme partidaria de quitarse los zapatos en la puerta.

—Es precioso.

Las fotos de la web eran una promesa que acababa de cumplirse: las lámparas colgadas sobre la mesa de roble, por si te apetecía hacer un puzle por la noche, la cocina insular de mármol gris donde ya te veías amasando pan, el doble fregadero al pie de una ventana con vistas a la piscina, los fogones con su grifo de cobre para poder llenar la cazuela sin tener que moverla... Los dueños de la casa eran lo bastante ricos para ser exquisitamente esmerados. Amanda fregaría los platos en esas pilas mientras fuera, justo al otro lado, Clay se hacía cargo de la barbacoa con una cerveza en la mano, atento a los niños, que jugarían a Marco Polo en la piscina.

—Voy a por las cosas. —El subtexto de Clay estaba claro: iba a fumarse un cigarrillo, vicio teóricamente secreto.

Amanda paseó por la casa. Había una sala grande con televisor y una cristalera que daba a la terraza. Había dos dormitorios, más bien pequeños, con combinaciones de color azul celeste y marino, y un baño en medio accesible desde ambos. Había un armario con toallas de playa, una lavadora con la secadora encima y un largo pasillo que llevaba al dormitorio principal entre inofensivas escenas de playa en blanco y negro. Imperaba el buen gusto y no faltaba detalle: una caja de madera ocultaba la botella de plástico con detergente para la lavadora y una concha enorme acunaba una pastilla de jabón aún en su envoltorio de papel. La cama de matrimonio era tan enorme que jamás habrían podido subirla por las escaleras hasta el tercer piso donde vivían. El baño en suite era todo blanco (baldosas, lavabo, toallas, jabón, un níveo cuenco de conchas blancas), inspirado por esa curiosa fantasía de pureza que pretende eludir la realidad de nuestros excrementos. Excepcional y por tan sólo trescientos cuarenta dólares al día más gastos de limpieza y una fianza. Desde el dormitorio, Amanda veía a sus hijos, que, enfundados ya en sus bañadores de licra de secado rápido, iban lanzados hacia el borde de la piscina, plácida y azul: Archie, de extremidades largas y ángulos agudos, con un pecho apenas convexo en cuyos pezones rosa brotaban botones marrones, y Rose, curvilínea y bamboleante, con pelusa de bebé, piernas un poco anchas para el bañador a topos de una pieza y las partes íntimas marcadas. Después de un grito festivo se oyó el delicioso chapoteo. En el bosque se sobresaltó algo que revoloteó destacándose sobre el marrón uniforme del paisaje: dos pavos gordos, necios y molestos por la intromisión. Amanda sonrió.

Capítulo 3

3

Amanda se ofreció voluntaria para ir a hacer la compra. Habían visto un súper en la carretera, de modo que desanduvo el camino despacio con las ventanillas bajadas.

Era un supermercado de temperatura gélida, luz fuerte y pasillos anchos. Compró cereales, yogures y arándanos. Compró pavo en lonchas, pan integral, mostaza granulada color barro y mayonesa. Compró bolsas de patatas fritas, nachos y salsa de tarro con mucho cilantro a pesar de que Archie se negaba a comerlo. Compró salchichas ecológicas, panecillos baratos y el mismo kétchup que compraba todo el mundo. Compró limones fríos y duros, agua con gas, vodka Tito’s y dos botellas de vino tinto de nueve dólares. Compró espaguetis, mantequilla salada y una cabeza de ajos. Compró beicon en lonchas gruesas, un kilo de harina y una botella de jarabe de arce (doce dólares) con superficie poliédrica (como de perfume hortera). Compró medio kilo de café molido, tan fuerte que el olor traspasaba el envase al vacío, y filtros para cafetera de tamaño cuatro hechos con papel reciclado. ¿Conciencia ecológica? ¡Por supuesto! Compró un paquete de tres rollos de papel de cocina, protector solar en aerosol y aloe, porque los niños habían heredado la piel clara de su padre. Compró esas galletitas saladas tan exquisitas que sacas cuando tienes invitados, pero también las Ritz, las que prefiere todo el mundo, un queso cheddar del que se desmiga, un humus con extra de ajo, un salami sin cortar y esas zanahorias repulidas hasta el tamaño de los dedos de un niño. Compró galletas Pepperidge Farm, tres botes de helado Ben and Jerry, que es políticamente virtuoso, un preparado para bizcocho Duncan Hines y un bote de cobertura de chocolate Duncan Hines, del de tapa de plástico rojo, porque ser madre le había enseñado que cuando llueve en vacaciones, lo cual es inevitable, puedes entretenerte haciendo un pastel de sobre. Compró dos calabacines tumefactos, una bolsa de guisantes y un kale rizado tan verde que era casi negro. Compró una botella de aceite de oliva, una caja de dónuts Entemann, unos cuantos plátanos, una bolsa de nectarinas blancas, dos envases de plástico de frambuesas, una docena de huevos morenos, una caja de plástico de espinacas lavadas, un recipiente de plástico con aceitunas y unos tomates del país (con vetas verdes y de un naranja impactante) envueltos en un celofán estrepitoso. Compró un kilo de ternera picada, dos bolsas de bollos enharinados para hamburguesas y un tarro de pepinillos locales. Compró cuatro aguacates, tres limas y un manojo de cilantro con arena a pesar de que Archie se negaba a comerlo. La compra le costó más de doscientos dólares, pero no importaba.

—Necesitaré ayuda.

El individuo que metía los artículos en bolsas de papel marrón podía ir aún al instituto o tal vez no. Llevaba una camiseta amarilla, tenía el pelo castaño y daba la impresión de ser todo él cuadrado, como si lo hubieran tallado en un bloque de madera. Verlo mover las manos le despertó algo dentro, pero era lo que tenían las vacaciones, ¿no?, que te ponían cachonda, que todo parecía posible, incluso una vida completamente distinta de la habitual. Ella, Amanda, podía ser una madre tentadora que succionase la ardiente lengua de un postadolescente en el aparcamiento del Stop and Shop o sólo una de tantas urbanitas que gastaban demasiado dinero en demasiada comida.

El chico, o tal vez hombre, puso las bolsas en un carrito y la siguió al aparcamiento. Las metió en el maletero. Ella le dio un billete de cinco dólares.

Se quedó sentada, con el coche en punto muerto, para ver si tenía cobertura. El chute de endorfinas de los correos entrantes ( Jocelyn, Jocelyn, Jocelyn, el director de la agencia, un cliente, dos circulares del director de proyectos) fue casi tan sexual como el revuelo de antes por el joven de las bolsas.

En el trabajo no había novedades significativas, aunque era un alivio estar segura y no preocupada por que las hubiera. Encendió la radio. Reconocía a medias la canción. Paró en la gasolinera y le compró un paquete de Parliament a Clay. Estaban de vacaciones. Por la noche, tras las hamburguesas, las salchichas y los calabacines a la plancha, tras los cuencos de helado con trocitos de galleta por encima (y quizá fresas cortadas) cabía la posibilidad de que follaran. No de que hicieran el amor. Eso se hacía en casa. Durante las vacaciones se follaba con sudor, humedad y el encanto de lo ajeno sobre unas sábanas Pottery Barn pertenecientes a otros. Luego saldrían y se meterían en la piscina climatizada para que los limpiara el agua, fumarían sendos cigarrillos y hablarían de lo que hablan quienes llevan casados tanto tiempo como ellos: dinero, hijos, delirios inmobiliarios (¡qué bonito sería tener una casa como ésa en propiedad!). También podían no hablar de nada, que es el otro placer de un largo matrimonio. Verían la tele. Volvió a la casa de ladrillo pintado.

Capítulo 4

4

Clay se ató la toalla a la cintura. El gesto de abrir una puerta de dos hojas era intrínsecamente majestuoso. Dentro hacía frío y fuera, mucho calor. Los árboles estaban podados para que no dieran sombra a la piscina. Aquel sol mareaba. Sus pies húmedos dejaban marcas en el suelo de madera. Se borraban al cabo de unos segundos. Atajó por la cocina y salió por la puerta lateral. Al sacar sus cigarrillos de la guantera y pisar la grava, hizo una mueca de dolor. Se sentó en el césped de delante, a la sombra de un árbol, y se puso a fumar. Debería haberse sentido culpable, pero el tabaco era un cimiento del país. ¡Fumar te ligaba a la historia! Era un acto patriótico (o al menos lo había sido) como tener esclavos o matar a los cheroquis.

Resultaba agradable estar sentado fuera, medio desnudo, con la piel expuesta a un sol y un aire que te recordaban esa condición animal compartida con los otros mamíferos. Podría haberse sentado desnudo. No había ninguna otra casa ni ninguna señal de vida humana excepto un puesto de fruta y verdura a casi un kilómetro por la carretera que los había llevado hasta allí. En otro tiempo practicaba una desnudez empedernida: Archie, todo huesos menudos y risas, en la bañera con sus padres, pero con la edad se te pasaba, salvo que fueras un hippy.

No oía a los niños jugando en la piscina. La casa que los separaba no era tan grande, pero los árboles absorbían el ruido como el algodón la sangre. Se sentía a salvo, mimado, abrazado, con el mundo mantenido a raya por la muralla del seto. Se imaginó, como si lo estuviera viendo, a Amanda a la deriva en una tumbona inflable fingiendo dignidad (difícil: hasta al pato le falta, en cierto modo, porque las ondulaciones del agua siempre son ridículas) y leyendo Elle. Se desató la toalla y se tumbó. Le picaba la hierba en la espalda. Contempló el cielo. Sin pensarlo, en el fondo (pero también pensándolo en cierto modo), su mano derecha fue bajando hasta la parte delantera de su bañador de J.Crew y empezó a manosear su pene, que el agua había dejado frío y pusilánime. Las vacaciones ponían cachondo.

Se sen

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