El tenis como experiencia religiosa

David Foster Wallace

Fragmento

cap-1

DEMOCRACIA Y COMERCIO
EN EL OPEN DE ESTADOS UNIDOS

Ahora mismo son las 15.30 del 3 de septiembre, el domingo del Fin de Semana del Día del Trabajo, esa festividad que ha llegado a representar el corchete derecho del verano americano. Pero además, el F. de S. del D. del T. siempre cae en medio del Open de Estados Unidos;[1] coincide con las rondas tercera y cuarta, la chicha del torneo, el momento de la guerra de trincheras y de los apellidos largos y complicados. Ahora mismo, en la Pista Estadio del Centro Nacional del Tenis —un altísimo hexágono[2] cuyos lados N, S, E y O tienen carteles exteriores que dicen: «LA USTA LES OFRECE EL OPEN DE ESTADOS UNIDOS DE 1995: ¡BIENVENIDOS!»—, ahora mismo un auténtico mar interior de gafas de sol y gorras se eleva en la Pista Estadio para aplaudir mientras Pete Sampras y el australiano Mark Philippoussis salen a la pista, a la hora señalada, para combatir. Los dos salen con sus bolsas de deporte de colores vivos y acompañados por sus malcarados guardaespaldas del servicio de Seguridad. La acústica de los aplausos es ensordecedora. Desde aquí abajo, cerca de la pista, si uno levanta la vista, el Estadio parece tener forma de enorme pastel de bodas, y en cuanto uno rebasa las laderas más suaves que son los palcos, las gradas de aluminio parecen ascender por todos los lados de forma casi vertical, tan vertiginosamente abruptas que da la impresión de que un solo paso en falso en alguna de la escalinatas superiores equivaldría a una muerte segura y espantosa. El árbitro se sienta en lo que parece ser una silla de socorrista provista de pequeños estribos delanteros de metal para poner los pies,[3] provisto de micrófono de diadema y gafas Ray-Ban y de algo en la mano que o bien es una tablilla sujetapapeles o bien un ordenador portátil. La pista de superficie dura DecoTurf es un rectángulo verdoso delimitado por la bien conocida configuración de líneas muy blancas inscritas en un rectángulo verdoso mayor. Y mientras los jugadores cruzan la pista de este a oeste en dirección a sus sillas de lona, los fotógrafos y los cámaras convergen y se apiñan a su alrededor como moscas apiñándose en torno a lo que les gusta a las moscas; los jugadores no les hacen ni caso de esa forma en que solo la gente muy acostumbrada a las cámaras es capaz de no hacerles ni caso. El público sigue de pie y aplaudiendo, una masa de color pastel de más de veinte mil personas. A tres butacas de distancia de mí hay una mujer con sombrero de paja blando charlando por el teléfono móvil; el hombre que tiene al lado está intentando aplaudir mientras sostiene un paquete de palomitas y no para de perder palomitas por el lado de estribor del palco. Los marcadores que hay en los bordes N y S del Estadio están emitiendo anuncios puntillistas de neón de EVIAN. Sampras, con su mala postura y su pecho estrecho, sonriendo tímidamente hacia el suelo, con los pantalones cortos de color azul pastel ondeándole en torno a las rodillas, tiene un poco de pinta de niño vestido con la ropa de su padre.[4] A Philippoussis, que realmente es un niño en el sentido cronológico, se lo ve colosal y hecho de esteroides cuando camina junto a Sampras. Philippoussis mide metro noventa y cuatro, pesa noventa kilos y ahora está cruzando la pista con esas zancadas torcidas hacia dentro que dan los tipos corpulentos cuando intentan no caminar pesadamente, vestido con una de esas camisetas Fila a rayas rojas y blancas que les gusta llevar a muchos jóvenes australianos. El sol de media tarde está en las alturas O-SO, en medio de un cielo tan límpido que casi se oye la combustión del sol, y las cabecitas diminutas de los espectadores situados en lo más alto de las gradas del O se encuentran tan cerca del borde inferior redondo del sol que dan la sensación de estar a punto de inflamarse. Los jugadores dejan caer las bolsas alargadas y empiezan a hurgar en ellas. Sus raquetas vienen en precintos de plástico que ahora les toca abrir. Se sientan en sus sillitas, mirando juntos las facetas de sus raquetas e inclinando las cabezas para escuchar sus instrucciones. Los cámaras que los rodean se dispersan cuando lo ordena el árbitro, algunos de ellos seguidos de estelas de cable. Los recogepelotas recogen trocitos de envoltorio de raqueta de debajo de las sillas de los jugadores.

Una mujer que se desplaza profesionalmente de lado por delante de los asientos de la fila que queda justo debajo de la mía lleva una camiseta que aconseja a todos los espectadores que tienen que Jugar Duro porque la Vida es Corta. El hombre que va cogido de su brazo lleva una camiseta (demasiado grande) de diseño exclusivo con imágenes de papel moneda americano. Un ujier firme/agradable los detiene en mitad de la fila para comprobar sus entradas. Hoy hay mil quinientos ciudadanos del municipio de Queens empleados en el Open de Estados Unidos. Trabajo de fin de semana. Los ujieres montan guardia junto a sus gruesas cadenas desplegadas de lado a lado de los túneles de la Pista Estadio, todos con pantalones de lona y camisas de botones. Los tipos de Seguridad (todos hombres corpulentos, sin un solo cuello o sonrisa a la vista) llevan camisas de punto de color amarillo limón que no les disimulan precisamente la panza. El chicle en la boca parece formar parte del equipamiento estándar del personal de Seguridad. Los recogepelotas[5] llevan ropa Fila azul y blanca, mientras que los jueces de línea y árbitros llevan unas camisas de rayas verticales negras y rojas que les dan pinta de jueces muy molones de deporte de élite. Se supone que la Pista Estadio tiene capacidad para 20.000 personas y aquí hay por lo menos 23.000, la mayoría venidos para ver a Pete. Si hubiera vigas habría gente colgando de ellas, y muy asombrado me quedaré si antes de que se acabe el partido no se produce ningún desastre como que alguien se caiga entre gritos por las escaleras o se despeñe por el borde del muro. El público que está aquí abajo en las inmediaciones de la pista tiene en su mayor parte un aspecto adulto y concentrado: en los palcos y en las gradas inferiores más caras se ven corbatas, mocasines sin calcetines, pantalones de tela elegantones, jerséis con las mangas atadas sobre el pecho, canotiers de paja, gorras de pescador de L. L. Bean, gorras blancas con marcas estampadas, tops enjoyados, tacones altos y resplandecientes sombreros femeninos de ala ancha; luego las indumentarias se van informalizando de forma muy gradual a medida que la supervisión estilística viaja hacia arriba (más y más) por los asientos cada vez más baratos, hasta encontrar en las secciones vertiginosamente altas de las gradas las típicas camisetas de rejilla, gorras con soportes para latas de cerveza, neveras y escupideras improvisadas habituales en los acontecimientos deportivos de Nueva York, los tops sin espalda, la laca de uñas fluorescente y las chanclas de goma, y por supuesto los correspondientes ruidos toscos de los espectadores neoyorquinos que a veces descienden de las alturas.[6] Parece ser, sin embargo, que más del cincuenta por ciento de las entradas del Open de este año fueron vendidas anticipadamente a empresas, a quienes les gusta usarlas para cultivar clientes así como para entretener a sus ejecutivos, y ciertamente el público de la parte baja del Estadio tiene un algo indefinible que evoca poderosamente matrículas de Connecticut y céspedes muy verdes. En resumen, el aura socioeconómica que impera aquí de cara al partido estrella de la jornada no es un aura de gente obrera sino de dirección corporativa.

Las sombrillas

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