El circo de los prodigios

Elizabeth Macneal

Fragmento

1. Nell

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Nell

Empieza con un anuncio, clavado en un roble.

—¡El Circo de los Prodigios de Jasper Jupiter! —grita alguien.

—¿Qué es eso?

—¡El mayor espectáculo del mundo!

Todo el mundo avanza a empellones, chasqueando la lengua, gritando.

—¡Cuidado! —chilla una mujer.

A través de un hueco abierto entre varias axilas, Nell vislumbra un fragmento del cartel. Su color llamativo, rojo fuerte con bordes dorados. Una ilustración de una mujer barbuda, vestida con un jubón rojo y unas alas doradas en las botas. «¡Stella, el Ave Cantora, barbuda como un oso!». Nell se acerca más, alargando el cuello para ver todo el anuncio y leer las sinuosas palabras. «Minnie, la Afamada Mastodonte» (una enorme criatura gris de hocico largo), «Brunette, la Giganta Galesa. El Museo de Objetos Curiosos más pequeño del mundo» (el boceto de un cocodrilo blanco en un tarro y la piel mudada de una serpiente).

En la parte superior del volante, y con un tamaño tres veces mayor que cualquiera de los demás elementos, figura la cara de un hombre. Lleva las puntas del bigote rizadas de modo que forman un paréntesis pronunciado y sostiene un bastón como si fuera un rayo. «Jasper Jupiter —lee—, empresario circense, presenta una asombrosa compañía de curiosidades vivientes...».

—¿Qué es una curiosidad viviente? —pregunta Nell a su hermano.

Él no le responde.

Allí de pie, se olvida de cortar y atar interminables violetas y narcisos, de las numerosas picaduras de abeja que le provocan hinchazones en las manos, del sol primaveral que le baña la piel hasta que parece hervirle. El asombro crece en su interior. El circo va a venir, a su pueblo. Se instalará en los campos salpicados de sal que hay tras ellos, manchará el cielo con brochazos de colores exquisitos, traerá lanzadores de cuchillos, animales exóticos y chicas que recorrerán las calles como si fueran suyas. Nell se apretuja más contra su hermano y escucha el batiburrillo de preguntas. Gritos entrecortados, exclamaciones.

—¿Cómo consiguen que los cachorritos bailen?

—¡Un mono vestido como un pequeño galán!

—¿Tiene realmente barba esa mujer?

—Pelaje de ratón. Será pelaje de ratón pegado con cola.

Nell contempla el volante, con sus bordes enrollados, sus colores vivos y su letra reluciente, e intenta grabárselo en la cabeza. Desearía poder quedárselo. Le gustaría volver a escondidas por la noche y quitar los clavos, con cuidado para no rasgar el papel, y mirarlo cuando le apetezca, examinar a esas personas curiosas con la misma atención que pone en los grabados de la Biblia.

A menudo se han montado espectáculos de carpas en poblaciones cercanas, pero nunca en su pueblo. Su padre visitó incluso el de Sanger cuando se instaló en Hastings. Contaba historias sobre muchachos con los labios pintados, hombres que montaban caballos cabeza abajo y disparaban a botellas. «Unas maravillas increíbles —decía—. Y las prostitutas..., oh, te cobran tan poco como una chica de Brighton». En el campo, las noticias sobre desastres circenses corrían alegremente de boca en boca. Domadores devorados por leones, chicas que caminaban por la cuerda floja a gran altura y que sufrían caídas mortales, incendios que consumían la carpa entera y carbonizaban a los espectadores que estaban dentro mientras las ballenas hervían en sus acuarios.

Los gritos se interrumpen un momento y entonces una voz dice:

—¿Estás tú en él?

Es Lenny, el que hace las cajas de embalaje, con el pelo rojizo cayéndole sobre los ojos. Está sonriendo como si esperara que todo el mundo se uniera a él. Quienes están a su alrededor se quedan callados y, alentado, habla más fuerte:

—¡Haz el pino! Antes de que lleguen los demás prodigios.

Por el respingo que pega su hermano, al principio Nell cree que Lenny está hablando con él. Pero eso es imposible; Charlie no tiene nada inusual y es a ella a quien Lenny está mirando, recorriéndole las manos y las mejillas con la vista.

El silencio se alarga, roto solo por susurros.

—¿Qué ha dicho?

—¡No lo he oído!

Un movimiento de pies, inquieto.

Nell nota la conocida sensación de ser observada. Cuando alza los ojos, los demás se sobresaltan, se miran las uñas o se fijan en una piedra del suelo con excesiva atención. Sabe que quieren ser amables, ahorrarle la humillación. La asaltan los recuerdos. Se acuerda de como hace dos años, cuando la tormenta esparció sal sobre las violetas y las marchitó, su padre la señaló con un dedo tembloroso: «Es gafe, ya lo dije el día que nació». O de como la novia de su hermano, Mary, procura no rozarle la mano sin querer. «¿Será contagioso?». De los viajeros de paso que se quedan mirándola sin el menor disimulo, de los charlatanes que intentan venderle pastillas, lociones y polvos. Una vida siendo muy visible e invisible a la vez.

—¿Qué has dicho, Lenny? —pregunta su hermano preparado para atacar como un terrier a la caza de ratones.

—Déjalo —le susurra Nell—. Por favor.

No es ninguna niña ni un pedazo de carne por el que deban pelearse unos perros. Esta no es su lucha; es la de ella. Se siente como si le dieran un puñetazo en la barriga. Se tapa con las manos como si estuviera desnuda.

La gente retrocede cuando Charlie se abalanza sobre Lenny y usa el brazo como si fuera un martillo para golpearlo mientras lo mantiene inmovilizado bajo su cuerpo. Alguien trata de apartarlo, pero es un monstruo que pega, da patadas, se revuelve.

—Por favor —suplica Nell alargando la mano hacia la camisa de su hermano—. Para, Charlie.

Alza la mirada. El círculo se abre a su alrededor. Está sola, toqueteándose el dobladillo del sombrero. Un hilo de sangre reluce como un rubí en el suelo. El sudor le mancha las axilas del vestido. El pastor deja una mano suspendida sobre su hombro como si fuera a darle unas palmaditas.

A Nell le molestan las picaduras de abeja de las manos, enrojecidas por la savia.

Se abre paso entre la gente. A su espalda, el gruñido de la pelea, el ruido de tela rasgada. Empieza a andar hacia los acantilados. Le apetece nadar, sentir la insoportable fuerza de la corriente, el dolor sordo de las extremidades al luchar contra ella. «No voy a correr», se dice a sí misma, pero pronto sus pasos golpean el suelo y la respiración le quema en la garganta.

2. Toby

2

Toby

Toby tendría que volver al campamento cabalgando a toda velocidad por entre esos setos sinuosos antes de que oscurezca. Pero nunca puede resistirse al modo en que la gente lo mira cuando cuelga los anuncios mientras sujeta los clavos con los labios. Tarda más de lo que debería, como si eso formara parte del espectáculo. Su hermano se partiría de risa al ver cómo empuña teatralmente el martillo, cómo mueve el cuerpo como si se estuviera quitando una capa. ¡Tachán! Pero los aldeanos lo miran como si fuera importante, como si fuera alguien, y él endereza la espalda y recoloca la corona de dientes de león que le ha hecho a su caballo.

En cuanto regrese al campamento, pasará a un segundo plano. Él simplemente facilita las cosas a los demás; su fuerza bruta es la única forma que tiene de pagar la deuda contraída con su hermano. Carga heno, transporta postes y engrasa trinquetes. Es alto, pero no lo bastante. Es corpulento, pero no lo suficiente. Su fortaleza es útil, pero palidece al compararla con la de quienes se ganan la vida con eso, como Violante, el Hércules español, que puede levantar un cañón de hierro, que pesa ciento ochenta kilos, con el pelo.

Mientras espera junto a la posada y la gente observa los volantes que asoman de la alforja, el sudor le empapa el cuello de la camisa. El día es demasiado claro, demasiado caluroso para ser real. Está como suspendido, tan quieto y perfecto como una bola de cristal, como si estuviera a punto de romperse.

Ve como una chica rubia corre hacia el mar levantando tras ella un polvo que parece humo. Un muchacho pecoso rodea la esquina de la posada cojeando, con sangre en la nariz y la boca. «Les ha entusiasmado tanto el espectáculo que se ha desatado una pelea». Eso es lo que le dirá a su hermano Jasper esa noche. Saber que las expectativas son tan altas servirá, por lo menos, para suavizar un poco el mal genio de Jasper, que sin duda estallará en cuanto ponga un pie en ese..., bueno, hasta llamarlo pueblo sería generoso. Chozas de madera encorvadas como viudas, perros famélicos. Piensa en Sebastopol, en las cubiertas quemadas de las viviendas y en la fragancia de las exuberantes flores. Le tiemblan los dedos con que sujeta las riendas. Las gaviotas chillan como morteros. Le llega un hedor a cuerpos rancios, a estiércol seco. Se frota la mejilla.

Se sube a su caballo (Grimaldi, en honor al payaso), le clava las espuelas en los flancos y emprende el camino de vuelta a su campamento actual, a una hora de distancia. Esa noche recogerán los carromatos, uncirán las cebras y empezarán su lento desfile hasta este sitio. Ha encontrado un campo donde plantarán su carpa y ha dado instrucciones al tendero para que les suministre repollos y verduras viejas para los animales.

En cuanto sale de la población, Toby decide tomar el camino de la costa, más largo, por donde la chica se ha ido corriendo. Al cabalgar hacia los acantilados, pasa ante pequeños jardines tapiados alfombrados de violetas y se da cuenta de que el pueblo es una granja de flores. Oye su primer cuco del año, pasa a medio galope junto a una collalba posada en una rama.

El mar es transparente como la ginebra, las piedras, afiladas como bayonetas. El agua se funde con el cielo en una pálida nebulosa. Toby se detiene y forma un cuadrado con los dedos, como si pudiera capturar la escena con su cámara fotográfica. Baja las manos. Las imágenes prístinas han dejado de atraerle desde la guerra de Crimea, así que saca un puro y un paquete de cerillas Lucifer.

En ese momento, cuando enciende una cerilla e inhala su fresco aroma, a alcanfor y azufre, ve a la chica en una roca, como si estuviera a punto de salir a un escenario. La caída debe de ser de unos dos o tres metros.

—¡No! —grita cuando ella se lanza hacia delante con los pies extendidos y el cabello pálido ondeando hacia atrás como una llama. El mar la engulle, hace gárgaras. La muchacha asoma brevemente con los brazos en alto, luchando. La pierde de vista. Las olas rugen.

Está seguro de que se está ahogando. Ya lleva demasiado rato sumergida. Desmonta a toda prisa y echa a correr. Desciende el escarpado sendero del acantilado, desplazando guijarros; se tuerce el tobillo, Grimaldi se tambalea tras él. Ni rastro de ella. Siente un dolor punzante. La mano de la chica aparece como si creciera del mar mismo. Él tira de su camisa y se lanza al agua poco profunda. Está fría, pero le da igual.

Y entonces la chica sale a la superficie y sus brazos cortan las olas. Se mueve con el mar, deleitándose en el agua con la soltura de una foca. Agita las piernas, bucea y surca el agua con el pelo pegado a la cara. Parece algo íntimo y Toby tiene la sensación de estarse entrometiendo; pero está fascinado por el éxtasis sutil de sus movimientos, por cómo se desliza por el agua con la suavidad con que un cuchillo caliente corta la mantequilla. Ella avanza hacia la roca de la que saltó, aguarda el oleaje y se encarama a ella con el vestido pegado a su cuerpo. Toby casi espera que emerja una cola con escamas, no unas piernas.

Cuando ya está en lo alto de la roca, lo detecta, y él se ve a sí mismo como debe de verlo ella: el chaleco de piel de becerro a medio quitar, los pantalones empapados. La camisa abierta, la tripa flácida y pálida. Un hombre con aspecto de oso estúpido. El sonrojo de la vergüenza le sube desde el cuello.

—Yo... creía que se estaba ahogando —dice.

—No.

La muchacha apoya el mentón en sus manos y lo observa fijamente con el rostro medio sumido en la penumbra. Pero él se percata de que hay algo más bajo su rabia: un anhelo, como si ese lugar fuera demasiado pequeño para ella, como si quisiera más. Siente un tirón correspondiente en su propio pecho.

La chica desvía la mirada y la dirige hacia el horizonte. Hay algo en ella que Toby no puede explicar. Observa que la sombra ha caído en la mejilla equivocada. Debe de estar equivocado. La mira con más atención. Un chisporroteo eléctrico le recorre el cuerpo. Avanza con las olas acariciándole las rodillas.

Es como si alguien hubiera tomado un pincel y se lo hubiera deslizado desde el pómulo hasta la barbilla, salpicando motitas de pintura marrón por el resto de su cara y su cuello. Tendría que dejar de mirarla, pero no puede. No se puede creer que en ese tranquilo pueblo viva alguien tan extraordinario. Allí, entre las ortigas, la tierra y las chozas destartaladas.

—Adelante, eche un buen vistazo —dice. Sus ojos son desafiantes, como si esperara que él diera un respingo.

Sus palabras hacen mella en Toby.

—Yo —tartamudea, colorado—. Yo... yo no...

Se hace el silencio. Las olas le escupen y braman al chocar contra las rocas. El mar se extiende entre ellos, como si la protegiera. Tendría que irse. El sol se está poniendo ya y tendrá que cabalgar una hora en medio de la oscuridad. Desconoce esos parajes. Toca el cuchillo que lleva en el muslo, donde aguarda listo para hundirse en cualquier forajido que pueda saltar desde un árbol.

Se oye un grito procedente de los acantilados, una voz de hombre:

—¡Nel-lie! ¡Nel-lie!

La muchacha se desliza tras la roca para ocultarse.

El hombre podría ser su marido; es lo bastante mayor para estar casada. Se pregunta si habrán discutido, si será por eso que ella está escondida allí.

—Bueno, adiós —dice, pero ella no le responde.

Toby avanza lentamente hacia la orilla. Las anémonas se exhiben en las charcas que hay entre las rocas. Monta a Grimaldi y, cuando corona el sendero, se encuentra con el hombre que grita el nombre de la chica. Lo saluda con la gorra.

—¿Ha visto una chica ahí abajo? —le pregunta.

Toby se detiene y la mentira le sale sola.

—No —contesta.

En cuanto llega a la cima, vuelve la vista atrás, pero ella no está. Se ha sumergido en el agua, quizá, o sigue agazapada tras la roca. Un montón de espuma se eleva sobre la pequeña protuberancia rocosa. Sacude la cabeza y pone su caballo al galope.

Corre como si lo persiguieran. Corre como para dejarse atrás a sí mismo, como para dejar atrás sus propios pensamientos, como para aumentar la distancia entre ellos. Le entran mosquitas en la boca. La silla cruje. Quiere dejar a esa chica ahí, como un niño que ha levantado una piedra y vuelve a colocarla sin matar la cochinilla que había debajo. Quiere olvidarla. Pero sigue en su mente, como si estuviera grabada en cristal.

«Adelante, eche un buen vistazo».

Pestañea, cabalga más deprisa. Extraña a su hermano con un dolor repentino, siente la necesidad de estar con él, de volver a su lado, de contar con la seguridad de su silencio y su protección.

«Scutari, Scutari, Scutari».

Aquellas noches frías, el silbido de las balas. Soldados estremeciéndose bajo lonas rasgadas.

«Eso forma parte del pasado», se dice a sí mismo; nadie, excepto Jasper, sabe lo que ha hecho. Nadie lo sabe. Pero el corazón le late con fuerza y él se inclina más hacia el caballo por miedo a delatarse a sí mismo. Una gaviota lo mira y chilla como diciendo: «Yo lo sé. Yo lo sé. Yo lo sé».

Es un cobarde, un mentiroso, y un hombre murió por su culpa. Mil más podrían haber fallecido por obra suya.

De las ramas bajas salen volando gorriones. Adelanta a un carruaje solitario. Una liebre se salva por poco de los cascos de Grimaldi. Toby, que suele ser muy prudente, jamás ha cabalgado tan rápido en su vida.

Informará a su hermano sobre la chica y el rostro de Jasper se contraerá de puro placer. Así reducirá su deuda un poquito. Eso es lo primero que hará cuando llegue al campamento. Si no lo hace, su hermano lo adivinará de todos modos. Algunas veces tiene la sensación de que Jasper puede ver su interior. Es un libro que leer, una máquina sencilla cuyas piezas Jasper puede montar con facilidad. Toby se agacha para esquivar una rama baja, le arden los muslos. Recuerda a Jasper quitándoles los anillos de plata a los cadáveres de los soldados mientras sujetaba una bolsa llena de crucifijos rusos. «¡Arramblo con todo lo que veo! ¡Esto pagará nuestro circo!».

Si le habla a Jasper de la chica, de Nellie, ¿qué pasará entonces?

Otros podrían apreciar también lo que vale. Y ella ganaría mucho más que en ese lugar.

Pero mientras un faisán se aparta como puede de su camino, Toby se ve a sí mismo como un ingenuo sabueso llevándole a su hermano un pájaro muerto en la boca.

3. Nell

3

Nell

—Nel-lie, Nel-lie.

Su hermano está gritando su nombre, pero Nell no responde. Está observando al hombre, que galopa por las cimas de los acantilados con el cuerpo inclinado sobre la crin de su caballo. Siente el impulso contradictorio de llamarlo para que vuelva, para que la mire como ha hecho antes. Todavía puede verlo, con el agua lamiéndole las rodillas, su caballo sobresaltado con la alforja llena de volantes. «Creía que se estaba ahogando». El recuerdo es tan vivo que, al mirar hacia la playa, le sorprende verla vacía. Y entonces se hunde los nudillos en los muslos al pensar que la estuvo contemplando mientras jugueteaba en el agua. Puede que en ese momento se esté riendo de ella, como hizo Lenny.

«¡Haz el pino! Antes de que lleguen los demás prodigios».

Ahí está, sola; sola con mil lapas y una charca llena de cangrejos que se escabullen, transparentes como uñas. Los gritos de su hermano se desvanecen. El agua del mar ha provocado que sus marcas de nacimiento le escuezan, así que se levanta la falda empapada para examinarlas, ansiosa de rastrillarlas con las uñas. Algunas son del tamaño de una peca, otras tan grandes que puede abarcarlas con los dedos. Le cubren el torso, la espalda, los brazos. Nunca las ha considerado borrones o manchas, como las llama su padre. A ella le gusta pensar que son piedras y guijarros, granitos de arena, toda una costa marina que recorre su cuerpo.

Recuerda una feria en una población vecina cuando era pequeña: el carro cargado de flores, Charlie y ella gritando cuando rebotaban en los baches, el chirrido de aquellas ruedas altas de metal. Su hermano tenía cinco años; ella debía de andar cerca de los cuatro. Fue cuando entraron en la plaza del mercado cuando empezó a darse cuenta de que murmuraban sobre ella, la miraban fijamente, se echaban hacia atrás de golpe. Vecinos del lugar a los que no reconocía y que no la conocían. Se preguntaban unos a otros susurrando. Su padre detuvo el carro a un lado. «¿Qué le pasa? Es una tragedia». Nell pensó que tal vez se estaba muriendo y nadie se lo había dicho. Se lo preguntó a su hermano con la voz aguda por el pánico y él sacudió la cabeza.

—Es por esto —dijo presionándole las manos con los dedos—. Solo por esto. Yo apenas las veo.

Pero Nell no lo entendió, no veía sus marcas de nacimiento como algo particularmente triste, como un problema que debiera solucionarse. Se congregó una pequeña multitud que la señalaba con el dedo. Alguien alargó la mano y le tocó la mejilla. Notó la mano de su hermano en la de ella, su respiración rápida.

—No les hagas caso —le susurró.

Después de eso, comenzó a fijarse más, a imaginar que sus amigos la miraban burlones o confusos, y empezó a aislarse de los demás niños, a buscar la soledad.

Cuando fueron un poco mayores y el pastor les hubo enseñado a leer, Charlie y ella encontraron un libro maltrecho de cuentos en los estantes de la posada. Lo leyeron juntos con mucha atención. Hans Christian Andersen y los hermanos Grimm. Leyeron sobre Hans, el erizo, medio chico medio animal; sobre la doncella sin manos; sobre la Bestia y su trompa de elefante y su cuerpo cubierto de relucientes escamas. Era el final de los cuentos lo que siempre la dejaba sin palabras, lo que hacía que se bajara las mangas del vestido hasta los dedos. El amor transformaba a los personajes: Hans se quitaba las púas como si fueran un traje, a la doncella volvían a crecerle las manos y la Bestia se convertía en un hombre. Nell examinaba minuciosamente los grabados, observando aquellos cuerpos corrientes, sanados. ¿Desaparecerían sus marcas de nacimiento si alguien se enamoraba de ella? Charlie siempre se acurrucaba a su lado y levantaba las manos como si lanzara un hechizo para librarla de ellas, y eso la hacía llorar de una forma que no podía entender ni explicar.

Nell se mete en el agua. El frío la atenaza, tanto que parece quemarle, pero le alivia el escozor. Suelta un grito ahogado y mueve más deprisa los brazos y las piernas. Se abre paso entre las olas rompientes para adentrarse donde sabe que las corrientes acechan bajo la superficie del mar. El truco es nadar a favor, nunca combatirlas. Pero cuando nota su fuerza, disfruta danzando con ellas. Se retuerce, se sumerge y pequeños guijarros se arremolinan a su alrededor. El horizonte brilla. Siente aquel conocido anhelo de aniquilación. Cuando era más joven, podía nadar todo el día hasta tener los dedos de las manos y los pies tan arrugados como manzanas pasadas. Incluso ahora, el arrastre frío del mar le recuerda las historias infantiles que se contaba a sí misma. Que el mar podía llevarla a un reino subacuático, con palacios hechos de conchas de berberechos y de aljófares, un lugar secreto al que solo Charlie y ella podían ir. Empieza a imaginarlo como entonces: platos de caballas ansiosas por ser devoradas, el coro de risas, el roce de un brazo con el suyo; traga una bocanada de agua de mar y tose. Cuando alza los ojos, ve que está más lejos de lo que imaginaba y que los acantilados parecen tan pequeños como gavillas de trigo.

—¡Nel-lie! ¡Nel-lie!

Entre una ola y otra, atisba a su hermano, de pie al borde de los acantilados, llamándola. Su miedo es contagioso. A ella el frío le produce punzadas en la piel. De repente, está cansada, agotada. Le duelen los brazos, el vestido empapado tira de ella hacia abajo. Sus muñecas están torcidas. Tiene la terrible sensación de que jamás volverá a ver a Charlie. Se imagina su propio cadáver abotargado arrastrado a la playa al cabo de una semana, con los ojos vaciados por los peces, y a su hermano llorando por ella. Agita las piernas, supera la corriente con las palmas ahuecadas. El mar la arrastra. Cada brazada es una pequeña victoria, la playa está cada vez más cerca. Se golpea un tobillo contra una piedra, nota que le sangra. La roca desde la que saltó está a su alcance, lamida por las olas. La marea la lanza contra los guijarros.

—¿Qué estás haciendo? —pregunta Charlie, que la toma por el brazo. Tiene los pantalones empapados hasta las rodillas—. Me has asustado.

Nell vuelve la cabeza para que no vea que le falta el aliento; también para esconder cuánto le complace que se preocupe por ella.

—No tiene gracia —insiste su hermano acariciándose los nudillos magullados—. No tiene ninguna gracia.

Nell se mete de nuevo en el agua y agarra el tobillo de su hermano.

—¡Voy a devorarte! —exclama poniendo cara de monstruo.

—Para —replica su hermano zafándose.

Pero Nell ve que se le escapa una sonrisa y pronto vuelve a hacerlo reír. Poco después casi ha olvidado las palabras hirientes de Lenny, las miradas de los demás aldeanos. Se olvida incluso de que Charlie va a tener un hijo y de que pronto estará casado y de que nadie la querrá. En ese momento son solo su hermano y ella deleitándose en el agua, haciendo cabrillas. Cada guijarro encaja en su mano a la perfección, como si esa playa, ese pueblo, esa vida, estuvieran hechos para ella. Charlie le trae los zapatos y ella se estremece con el frío del anochecer.

—Vamos a intentar capturar un calamar —dice.

Charlie saca una red y un viejo farol oxidado que guardan escondidos tras una piedra y enciende la luz.

—No quiero ir a ver el espectáculo —anuncia su hermano, tan bajo que apenas puede oírlo.

—¿Por qué no?

—Lo he estado pensando —responde— y no... no me gusta.

El alivio que siente la sorprende. Apoya la cabeza en el hombro de su hermano.

—Yo tampoco.

Observan el mar un rato, mientras el sol se hunde hasta parecer que hierve en las olas.

—¡Ahí! —grita por fin Nell al ver la sombra de un calamar deslizándose en el agua poco profunda. Charlie lo atrapa con la red y al animal, desconcertado, se le enredan los tentáculos en las cuerdas.

Nell sujeta su cuerpo resbaladizo, suave como una víscera. Es un ser primitivo e indefenso. Piensa en los plesiosaurios fosilizados que unos científicos desenterraron hace treinta años; unos animales de tres metros y medio con aletas y escamas. Trata de imaginar que un animal así le llegara nadando a las manos, el dinero que pagaría la gente por ir a verlo. Ha oído rumores sobre sirenas con piel de pez y pelaje de mono expuestas en museos junto a dos hombres unidos por la cintura.

«La era de los prodigios», lo llamó alguien, y Charlie añadió: «Y la era de los trucos y los engaños».

El Circo de los Prodigios de Jasper Jupiter.

El calamar se estremece y sus tentáculos se adhieren a la mano de Nell.

—Podemos cocinarlo a la brasa —sugiere Charlie.

A ella le ruge el estómago. Tiene que esforzarse por no zampárselo crudo y sentir el consuelo de tener algo en la tripa. La semana ha ido mal, les han pagado tarde el salario y solo han comido verduras y pudin de guisantes.

Pero arquea la espalda y lanza el calamar al agua, lo más lejos que puede de su red.

—¿Por qué has hecho eso? —pregunta Charlie frunciendo el ceño y tirando la red a las rocas.

4. Jasper

4

Jasper

El sudor mancha la camisa de Jasper Jupiter, que nota el mango del látigo resbaladizo en su mano. Le recuerda aquellos días calurosos en Balaklava, cuando se echaban encima de los desertores, el chasquido del cuero al entrar en contacto con la piel. El hombre gime; cada azote le abre la carne de la espalda. Jasper se detiene y se seca la frente. No le gusta tener que hacer eso, pero tiene que mantener a raya a su compañía. Recluta a sus peones en los suburbios y en los barrios bajos, entre la escoria que cruza las puertas del Tribunal Penal Central, en Old Bailey: desgraciados que agradecen cualquier trabajo, la mínima sensación de pertenencia a una familia. No es de extrañar que tenga que disciplinarlos de vez en cuando.

—No volverás a escaquearte, ¿verdad? —suelta Jasper haciendo crujir sus nudillos—. No hasta el final de la temporada. Muy bien.

El hombre regresa cojeando junto a los demás peones, maldiciendo por lo bajo.

Jasper dirige una mirada al carromato de Toby. Todavía sin luz. Su hermano llega tarde. Tendría que haber vuelto y estar ayudando a desmontar la enorme armadura de la carpa y a preparar la partida de los carromatos. Suspira, cruza el campamento gritando órdenes. Todo es actividad y todos trabajan más duro todavía cuando él se acerca. Su propia cara le sonríe desde una docena de tablones, unas sombrillas a la venta y un volante pisado en el suelo. Recoge el folleto y limpia la huella de su mejilla. «El Circo de los Prodigios de Jasper Jupiter». Los monos chillan más alto. Huffen Black, su payaso y prodigio manco, esparce pan y coles por el suelo de la jaula. Las trillizas están pelando pollos robados en medio de nubes blancas de plumones que se elevan en el aire y metiendo las tripas en un cubo para dar de comer al lobo. Sin los postes que la sostienen, el inmenso vientre de la carpa ondea.

—¡Sujetadla! —grita, y los hombres se pelean con las esquinas de la tela para empezar a doblar trozos de color blanco y azul, blanco y azul.

Cuarenta carromatos, diez artistas, una creciente colección de fieras y dieciocho peones y mozos, sin contar a sus hijos. Todo suyo. Son un pueblo en marcha, toda una comunidad a sus órdenes.

Ve entrar a Toby trotando en el campamento y se dirige a toda prisa hacia él. Tiene el pelo alborotado y está sonrojado. Jasper le quita hierro a su preocupación.

—Ya te daba por muerto. Tendrías que ir con cuidado, yendo por ahí tan tarde. Si un grupo de buhoneros te hubiera encontrado, te habría arrancado las uñas y los dientes y te habría vendido como un oso danzarín.

Toby no sonríe. Se toquetea la gorra con ojos asustadizos. Su larga sombra nocturna lo hace parecer todavía más corpulento. Su padre siempre decía que la mejor broma de Dios era haber asignado aquel cuerpo tan enorme a un ser tan tímido.

—Ven —dice Jasper ablandándose un poco—. ¿Una copa de grog? Deja la carpa a los peones.

Toby asiente y sigue a Jasper hasta su carromato. Posee todas las comodidades de un hotel: colchón de plumas de ganso, escritorio de ébano, estantes con libros. Todas las superficies están empapeladas con volantes, como si las paredes mismas proclamaran su nombre.

¡El Circo de los Prodigios de Jasper Jupiter!

¡El Circo de los Prodigios de Jasper Jupiter!

¡El Circo de los Prodigios de Jasper Jupiter!

Jasper presiona con el pulgar la esquina de un anuncio que está empezando a despegarse y sonríe. La licorera repiquetea cuando Toby se llena la copa.

—¿Cómo es el pueblo?

—Pequeño —contesta Toby—. Pobre. No creo que llenemos la carpa.

Jasper se rasca el mentón. Piensa que algún día asaltará Londres.

A Toby le tiembla el vaso en la mano.

—¿Ocurre algo? —Tal vez la culpa se ha apoderado de su hermano como pasa a menudo, lo que merma su estado de ánimo. Alarga la mano y le aprieta el brazo—. Si es por Dash...

—No es eso —asegura Toby demasiado deprisa—. Es solo que... he visto a alguien...

—¿Y?

Toby vuelve la cabeza para ocultarle la cara.

—¿A quién viste? —Jasper da un puñetazo en su escritorio de ébano—. ¿Fue a Winston? Maldita sea. Lo sabía. Nos ha vuelto a quitar el puesto. Podemos enfrentarnos a él. Enviaré a los peones.

—No —replica Toby peleándose con un padrastro—. No era nadie. Es solo que... —Hace un gesto con la mano. Su voz es aguda, como siempre que está inquieto—. No era nadie.

—Nadie, ¿eh? —suelta Jasper—. Puedes decírmelo. Somos hermanos, ¿no? Unidos por un vínculo indisoluble.

Ve el brillo del sudor en el cuello de su hermano, cómo mueve la pierna arriba y abajo.

—Era una chica, ¿verdad? —sonríe.

Toby mira su bebida.

—¡Ajá! ¿Quién era entonces? ¿Te lo montaste con ella? ¿Os disteis un revolcón entre los setos? —Suelta una carcajada.

—No es eso —replica Toby—. Ella no era... No... No quiero hablar de ello.

Jasper frunce el ceño. Le fastidia darse cuenta de que Toby existe aparte de él, que tiene sus propios pensamientos y secretos. Recuerda cuando era pequeño y vio el dibujo de los hermanos siameses Chang y Eng Bunker; se quedó sin aliento. Lo que había en aquella página era una manifestación de cómo se sentía él respecto a Toby. Un vínculo tan estrecho que parecía físico. Podrían haber compartido el cerebro, el hígado, los pulmones. Las penas de uno eran las del otro.

—Muy bien —dice Jasper finalmente—. Guárdate tu sórdido secretito.

—Yo... Tendría que ayudar con la carpa.

—Como quieras —sentencia Jasper.

Observa como Toby se va a toda prisa para alejarse de él. Su hermano, su mitad, cerrado como una ostra. Su copa sigue intacta en la mesa. ¿Qué está ocultando? La chica no puede haber sido especial; apenas ha estado fuera tres horas. Ya se lo sonsacará. Siempre lo hace.

Inspira y hace una mueca. La brisa le lleva el olor a cangrejo podrido, a algas putrefactas. Ha llegado la camioneta del matarife para alimentar a la leona y él puede oír el zumbido de las avispas desde donde está. Acaricia el anillo que lleva en el bolsillo, recorriendo con la uña del pulgar las iniciales grabadas: «E. W. D.». Eso le recuerda de lo que Toby es capaz.

—Stella. —La llama porque no soporta estar solo.

Por la reducida ventana puede ver como Stella deja de lavar a su elefanta. Jasper le puso el nombre de Minnie a su «Afamada Mastodonte», a la que hace desfilar junto con un ratón llamado Max. «¡El animal más grande y el animal más pequeño del mundo!». La compró por trescientas libras la semana pasada, por su treinta y tres cumpleaños, satisfecho por liberarla de los comerciantes cuyos ganchos le habían despedazado las orejas. Le resulta curioso poder soportar el sufrimiento humano, pero no el animal. En la guerra de Crimea eran los caballos heridos lo que más lo perturbaba, mientras que despreciaba los gritos de los soldados. «¿Qué sentido tiene armar tanto jaleo? —le preguntaba a su amigo Dash—. Como si gemir como locos fuera a unirles de nuevo las extremidades al torso».

—¡Ven a beber! —le grita a Stella, que deja el cubo en el suelo.

Anhela perderse en ella, poseerla, penetrarla y satisfacerla. Sentir, al hacerlo, que Dash lo ha perdonado. Cuando se lleva la copa a los labios, lo sorprende descubrir que está temblando.

5. Nell

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Nell

Nell está escarchando violetas en su choza. Mientras sumerge las flores en la clara de huevo y las pasa por azúcar, el gato la mira perezosamente con las orejas levantadas. De hecho, Nell lleva todo el día con la sensación de que alguien la observa. En los jardines tapiados, al doblar la espalda para recoger cientos de ramilletes, notaba los ojos de los demás trabajadores clavados en ella. Y cuando regresó a casa con Charlie, los setos parecían iluminados con miles de ojos: faisanes, ratones de campo y una araña solitaria en su tela.

Sus dedos se detienen, relucientes de azúcar. Oye un tenue ruido, como el de un fuelle expulsando aire.

Umpapa, umpapa.

—¿Qué es eso? —En el rincón de la habitación, su padre se despierta sobresaltado de su cabezada.

—Deben de ser las trompetas del circo —responde Nell permitiéndose mirar un instante por la ventana. Solo alcanza a ver la parte superior de la carpa, con sus rayas azules y blancas. Le gustaría que Charlie estuviera ahí con ella, que no hubiera decidido trabajar en los campos esa noche.

—Le rajaré el cuello a ese maldito león si vuelve a rugir toda la noche. —Su padre se incorpora—. Una vez capturé un bogavante de tres pinzas. Podría haberlo disecado y haberlo vendido por una buena suma.

Nell frunce el ceño. El pueblo ha contraído la «fiebre circense», como la llama Charlie. Nadie habla de otra cosa que no sean gigantes y enanos, chicos con cabeza de cerdo y chicas oso. Piggott, el capataz, incluso les enseñó las pequeñas cartes-de-visite y las figuritas de porcelana de varios artistas que había comprado: el hombre forzudo, el hombre mariposa, Stella, el Ave Cantora.

—Un chelín cada una —anunció orgulloso dándose golpecitos en la leontina de plata.

Pero por la mañana se encontró con que las gallinas de su corral habían desaparecido y se le desvaneció la sonrisa. A otro le birlaron la ropa que tenía tendida. Y había rumores de viajeros asaltados en los caminos, de una chica atacada. Cuando Nell se acostaba, oía chillidos, risas, música de violín. Tenía el corazón acelerado de miedo y de emoción.

Umpapa, umpapa.

Sumerge las flores con los dedos, las escarcha, las hace girar y las introduce en una caja de cartón. «Violetas escarchadas de Bessie». Junto a la puerta espera un cajón de embalaje marcado con las palabras «Paddington, Londres» escritas con una gruesa letra negra. A veces, repasa esas palabras con el pulgar e imagina que las violetas son un grupo de actrices ataviadas con unas ahuecadas faldas púrpura ansiosas por estar en otro lugar. Su regocijo al recorrer el país y despertarse en un paisaje distinto. Sus ojos abiertos como platos al dispersarse por la ciudad. Allí, moverán sus faldas púrpura en imponentes tartas blancas, agitando sus piernecitas. Puede que las sujete entre los dedos la mismísima reina. Mientras, ella, que las sembró, desherbó, cortó y empaquetó, paseará siempre entre las pequeñas pilas de piedra donde brotaron, con las manos apestando al perfume manufacturado con que rocía sus pétalos para que su olor sea más atractivo.

Su padre empieza a roncar; un hilo de baba une su barbilla con el cuello de la camisa. El cristal marino que está clasificando le cae al suelo. Su casa está llena de esas cosas: baratijas inútiles por las que espera que algún hojalatero le dé algún penique. Vieja maquinaria agrícola oxidada, piedras agujereadas, el cráneo de un gorrión, conchas de mejillón ensartadas con hilo.

Umpapa, umpapa.

Los demás aldeanos estarán contemplando hazañas tan extraordinarias que Nell no puede ni imaginárselas. Magia, hechizos, trucos. Tan asombrosos como milagros. Siente una oleada de pánico, como si todo estuviera cambiando mientras ella permanece inmutable.

Antes oyó al empresario circense gritando por un megáfono:

—¡Vengan, vengan! ¡Actuaciones fascinantes nunca vistas! Vengan a ver a los prodigios más asombrosos jamás reunidos en un único espectáculo...

Nell echa un vistazo a su padre y se seca las manos en un paño. El campamento está a tan solo tres pasos de su patio. Hac

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