El enterrador

Thomas Lynch

Fragmento

Prefacio

Prefacio

Al principio pensé que significaba que los llevaba debajo. Eran los años cincuenta y yo era el hijo, uno de varios, del dueño de una funeraria.[1] Era un hecho bastante más extraordinario para los chicos con quienes solía estar que para mí.

«¿Qué es lo que hace tu padre?», preguntaba alguno. «¿Cómo lo hace

Les respondía que creía que tenía que ver con huecos, con cavar huecos. Y que había cuerpos involucrados. Cuerpos muertos.

«Los lleva debajo. ¿Entendéis? Debajo de la tierra».

Eso casi siempre los hacía callar.

Sin embargo, yo mismo no estaba tan seguro como pretendía parecer. Y me preguntaba por qué no se llamaba el que los pone debajo, debajo de la tierra. Llevarlos ciertamente parecía un poco excesivo. Quiero decir, si estaban muertos. No necesitaban compañía para el recorrido. Así como uno lleva a su hermana a la droguería pero pone su bicicleta en el garaje. Me encantaban los juegos de palabras y sus significados.

A los siete años me enviaron a aprender el latín necesario para ser monaguillo. Fue idea de mi madre. Decía que si yo era tacaño con Dios, Dios sería tacaño conmigo.

La frase tenía un eco, si no de la verdad, sí de la voluntad de mi madre, que era, para mí, lo más cercano a la verdad. El latín era mágico y misterioso, su acústica sonora por la cantidad de vocales. Todos los martes a las cuatro de la tarde me encontraba con el padre Kenny de San Columban para memorizar los antiguos versos. Me dio una tarjeta con la parte del sacerdote escrita en rojo y la mía en negro. El padre Kenny vino de Irlanda y estuvo en el seminario con el tío de mi padre, un sacerdote que murió joven de tuberculosis y en cuya memoria fui bautizado. En ese entonces yo era vagamente consciente de una especie de conspiración urdida entre mi madre y el padre Kenny para convertirme en sacerdote. La confesión completa de todos los detalles me la hizo el mismo padre Kenny, años después, cuando ya estaba retirado y de regreso en Salthill, Galway. El mundo y la iglesia habían cambiado demasiado para él.

Lo recuerdo saliendo al encuentro de mi padre en la parte trasera de la iglesia. Siempre me dejaban ausentarme del colegio para servir en los funerales. Mi padre, vestido de frac impecable, los encargados de cargar el féretro —con guantes y chaquetas con abotonaduras—, el ataúd marrón y la familia y los amigos sollozando detrás.

Después cambiaron los hábitos negros por blancos. Tradujeron todo al inglés. Revisaron las reglas. El padre Kenny no aprobó los cambios.

«Edward», gritaba al llegar atrás, «me dicen que vamos a celebrar este funeral. Así que puedes quitarte la cara de solemnidad y tener la amabilidad de indicarle a la señora Grimaldi que el Cardenal espera que se anime para el funeral de su marido».

El grupo de los Grimaldi, acostumbrado al sarcasmo del padre Kenny, parecía cualquier cosa menos animado.

Yo estaba de pie entre el sacerdote y mi padre, de sotana y sobrepelliz, sosteniendo el recipiente de agua bendita.

«Antes de que nos demos cuenta, estaremos llorando los bautizos...», decía el padre Kenny preparando el terreno para su tema.

«Ya es hora, Padre», decía mi padre.

Luego el sacerdote, con su casulla blanca y cara de indignación, rociaba el féretro con agua bendita y se daba la vuelta hacia el altar donde el organista comenzaba a tocar uno de los alegres himnos del cantoral nuevo. El padre Kenny lo silenciaba con una mirada de desaprobación, respiraba profundo haciendo sonar el aire por la nariz y entonaba el consuelo afligido de In Paradisum con la voz de tenor triste que había aprendido en casa.

El padre Kenny sabía que nada volvería a ser igual.

A través de esa educación llegué a comprender que el oficio de mi padre en la funeraria tenía menos que ver con lo que se les hacía a los muertos, y más que ver con lo que los vivos hacen respecto al hecho de que la gente muere.

En la jerga del momento hubo nuevos nombres para lo que mi padre hacía.

Servicios mortuorios era una expresión que no podía aceptar porque le sonaba a una cosa científica o moderna, como los automóviles, los televisores y los electrodomésticos, siempre reembalados, renovados y mejorados.

Director funerario parecía razonable. Mandó cambiar la leyenda de todos los avisos donde decía CASA FUNERARIA e hizo escribir DIRECTORES FUNERARIOS, con la convicción de que era en las personas, no en el sitio, en quienes confiaba la gente a la hora de las dificultades.

Pero en el espejo mi padre seguía viendo al encargado de la funeraria, a la persona que estaba al lado de los vivos cuando tenían que enfrentarse a la muerte y que se comprometía a hacer todo lo posible en esa situación. El oficio no tenía nada de nuevo. Era tan viejo, se imaginaba, como la vida misma.

Mis compañeros querían, de todos modos, conocer los detalles más macabros.

«Los hechos...», decía siempre Joe Friday, «simplemente los hechos».

Así que nos sentábamos en corrillo a mirar la Anatomía de Gray y la Patología de Bell —que mi padre había adquirido en la escuela mortuoria— y nos estremecíamos con las imágenes de desfiguraciones, enfermedades y muerte, de la misma manera que nos sucedería después con la pornografía.

Pero los muertos eran casi siempre decepcionantes. Ningún muerto se sentó en su ataúd. Nadie vio un fantasma. Nunca pude confirmar si las uñas y el pelo seguían creciendo. El rigor mortis no era tan extraordinario. Los muertos eran más comunes y corrientes de lo que se podía imaginar.

No sucedía lo mismo con los vivos. Ni con las deslumbrantes mujeres de las revistas pornográficas. Ni con la vida que parecía más maravillosa y más monstruosa a medida que nos hacíamos adultos.

Quizá es lo mismo para cada generación: sexo y muerte son las lecciones obligadas.

Mis padres, eternos enamorados, terminaron la escuela secundaria justo antes de la Segunda Guerra Mundial. Mi madre entró en la universidad y trabajó en un hospital. Mi padre fue al Pacífico Sur, luego a China con la Primera Infantería de Marina, y regresó a casa cuando acabó la guerra. Para ambos el mundo parecía estar lleno de posibilidades. Su sexualidad, avivada por el hambre y el contacto con la muerte, suspendida por la amenaza de un embarazo, postergada por la guerra, floreció con el baby boom. Sexo y muerte eran antónimos. El mundo era de honrados y villanos, vírgenes y putas, pandillas de buenos y malos (las fotografías son en blanco y negro). Conocidos por su romanticismo y fidelidad, los hijos de las grandes guerras y la gran depresión ansiaban seguridad, confianza y permanencia, inversiones prudentes y una porción de algo sólido. Se casaban para siempre, compraban una casa en los suburbios y vivían como si nunca fueran a morir.

Para nosotros, la generación de la posguerra, que nacimos con un arma nuclear a punto de estallar

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