El gato que amaba los libros

Sosuke Natsukawa

Fragmento

Prólogo. Así comenzó todo

PRÓLOGO

Así comenzó todo

Para empezar, el abuelo ya no estaba.

Es una manera un tanto brusca de iniciar una historia, pero esa era la cruda realidad.

Un hecho tan indefectible como que el sol sale por la mañana y que a mediodía sientes hambre. Por mucho que fingiera que eso no estaba pasando, aunque cerrara los ojos y se tapara las orejas, el abuelo no iba a volver. Ante esa certeza incontestable, Rintaro Natsuki se había quedado petrificado y sin palabras.

A ojos de todos, podría parecer un muchacho muy tranquilo. Es más, seguro que a algunos asistentes al funeral debió de extrañarles, cuando no inquietarles, la impasibilidad de ese alumno de instituto que de repente se había quedado sin familia, de ese muchacho que permanecía en silencio en un rincón de la sala donde se celebraba la ceremonia fúnebre y miraba como pasmado la fotografía de su difunto abuelo.

Pero Rintaro no era un chico particularmente sosegado, al menos hasta ese momento. Lo que le sucedía era que no conseguía relacionar a su abuelo, tan quieto y con ese aire tan trascendental y alejado del mundo, con el concepto de la muerte, con el que estaba poco familiarizado.

Siempre había pensado que ni siquiera el dios de la muerte alteraría el día a día de su abuelo, esa monótona rutina cotidiana sin grandes cambios que transcurría con placidez, sin causarle aburrimiento ni cansancio. Y al verlo allí tumbado y sin respirar, se sentía como si estuviera presenciando una escena irreal o una obra de teatro mala.

De hecho, aun dentro de ese ataúd blanco, el abuelo le parecía el de siempre, hasta el punto de que, por momentos, como si nada hubiera pasado, Rintaro lo imaginaba levantándose de allí con su «¡Vamos allá!» habitual, poniendo a hervir el agua en la estufa de petróleo y preparándose un té con gestos expertos.

Sin embargo, a pesar de la viveza de ese recuerdo, la realidad era otra bien distinta. El tiempo pasaba, y el abuelo no abría los ojos ni asía su taza de té favorita. Estaba dentro de ese féretro con una expresión serena y, en cierto modo, solemne.

En la sala, continuaba la recitación casi somnolienta de los sutras, así como el ir y venir de los asistentes, algunos de los cuales se acercaban al chico para expresarle sus condolencias.

El abuelo ya no estaba.

Esa dura certeza iba enraizando poco a poco en el corazón de Rintaro.

—Menuda faena me has hecho, abuelito…

Ese murmullo que por fin salió de su boca no obtuvo respuesta.

Rintaro Natsuki era un estudiante de secundaria como cualquier otro.

Era más bien bajito, llevaba unas gafas bastante gruesas, tenía la tez clara y no hablaba demasiado. No era un muchacho atlético, no sobresalía en ninguna asignatura en particular y no le gustaba ningún deporte. En resumen, era un adolescente de lo más normal.

Sus padres se habían divorciado cuando era muy pequeño; después, su madre pasó a mejor vida aún joven, y cuando Rintaro comenzó la primaria su abuelo se hizo cargo de él. Desde entonces, siempre habían vivido juntos, los dos solos. Y si bien esa circunstancia peculiar debería haber hecho que se sintiera diferente, Rintaro la consideraba tan solo un aspecto más de su anodina existencia.

Pero la repentina muerte del abuelo, tan inesperada, complicaba un poco las cosas.

Una mañana de invierno especialmente fría, a Rintaro le extrañó no ver en la cocina a su abuelo, que solía levantarse temprano. Así que asomó la cabeza a la habitación de estilo tradicional, en penumbra, y lo encontró en el futón, ya sin respirar. Parecía una estatua durmiente, sin rastro alguno de sufrimiento, y el médico del barrio que acudió a la casa informó a Rintaro de que lo más probable era que el anciano hubiera fallecido a causa de un paro cardíaco súbito que no le había provocado sufrimiento alguno.

—Ha tenido una muerte plácida —dijo.

Al chico le resultó chocante unir los conceptos «muerte» y «placidez» en una misma frase, y quizá eso fue lo único que lo turbó en ese momento.

En realidad, el médico se hizo cargo de la difícil situación, tanto psicológica como práctica, en la que Rintaro se encontraba, y poco después apareció, como surgida de la nada, una parienta del chico, llegada de un lugar lejano, que dijo ser su tía. Resultó ser una mujer de buen carácter, y fue ella quien, con eficacia y diligencia, se ocupó de realizar todos los trámites, desde la obtención del certificado de defunción hasta la organización del funeral y el resto de las ceremonias.

Rintaro, que se mantenía al margen como si no acabara de asimilar la muerte de su abuelo, pensó que al menos debía mostrar un semblante triste. No obstante, la imagen de él angustiado derramando lágrimas delante de la fotografía del difunto le parecía artificial. Ridícula y falsa. Más aún, tenía claro que si el abuelo pudiera verlo esbozaría una sonrisa irónica desde el ataúd y le pediría que lo dejara estar.

Por eso Rintaro lo acompañó en silencio hasta el final.

Y, acabado el funeral, lo único que tenía delante, aparte de esa tía que lo miraba con cara de preocupación, era una tienda.

No era que el negocio acarreara deudas, pero tampoco podía decirse que fuera una herencia de valor.

Se trataba de una pequeña librería de viejo, llamada Natsuki, que estaba en un rincón apartado de la ciudad.

—En Natsuki hay libros realmente buenos —oyó Rintaro que decía una voz masculina.

—Ah, ¿sí? —se limitó a responder, sin siquiera volver la cabeza, mientras observaba la gran estantería que tenía delante.

Ante sus ojos, desde el suelo hasta el techo, se alzaba una librería maciza con un sinfín de volúmenes.

Obras maestras de escritores de todo el mundo, de Shakespeare a Wordsworth, de Dumas a Stendhal, de Faulkner a Hemingway o Golding, lo observaban desde las alturas rezumando magnificencia y majestuosidad. Todos eran libros antiguos y usados, pero no se veían ajados, gracias, seguramente, a los cuidados que su abuelo les había dedicado día tras día, sin escatimar esfuerzos.

Justo a sus pies, una estufa de petróleo, también muy antigua, ardía con un resplandor rojizo; a pesar de las apariencias, no caldeaba como cabía esperar y en la librería hacía frío. Aun así, Rintaro sabía que el frío que sentía no era solo una cuestión de temperatura.

—Por ahora me llevaré estos dos. ¿Cuánto es en total?

Al oír que le hablaban, Rintaro volvió apenas la cabeza y entornó los ojos.

—Tres mil doscientos yenes —respondió con un hilo de voz.

—¡Qué memoria tienes! —dijo con una sonrisa Ryota Akiba, un chico que iba un curso por delante de él en el instituto.

Era un muchacho espigado con una expresión alegre en la mirada y la actitud desenvuelta de quien tiene una confianza plena en sí mismo; algo que, en él, no resul

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