La novela posible

José María Merino

Fragmento

libro-2

Vida de Sofonisba, I
Alegrías

Sofonisba Anguissola sintió aquella mañana una alegría enorme, seguramente la más grande que había tenido hasta entonces con motivo de su destreza en el arte pictórico.

Su padre Amílcar y su madre Blanca habían entrado inesperadamente en la sala donde ella y sus hermanas solían trabajar en sus dibujos y pinturas, lo que estaban haciendo en ese momento, y el padre había dicho, emocionado, que al Divino le había encantado el dibujo del niño llorando.

—Aquí tengo su carta —voceaba, agitándola en la mano—. Aquí la tengo…

La carta del gran Miguel Ángel Buonarroti era muy elogiosa con el dibujo que le había enviado, a propuesta del propio maestro. Tras conocer otro boceto de Sofonisba que tenía como motivo una muchacha que reía, había dicho a quien se lo había mostrado, acaso como reto burlón, que sin duda el dibujo era estimable, pero que le gustaría ver uno de la misma joven autora en el que se reprodujese un niño llorando. Y el emisario, un familiar que difundía gustoso en los ambientes refinados el talento pictórico de la muchacha, se lo había contado a Amílcar.

En cierta ocasión, no hacía mucho tiempo, Sofonisba había dibujado la imagen de su primo menor cuando, tras meter la mano izquierda en una cesta de la tía Flora, que acababa de llegar y se había sentado junto a él, había sido mordido por uno de los cangrejos que al parecer contenía la cesta. La dolorosa sorpresa del niño le produjo un súbito y atronador llanto.

Sofonisba estaba presente, porque aquella tarde continuaba haciendo un retrato de su tía Laura, madre del niño, y la imagen del pequeño llorando de repente con tanta pena le sugirió el dibujo, que perfiló de inmediato.

Ante la propuesta del Divino Buonarroti, Amílcar se apresuró a enviárselo, acompañado de una de sus elogiosas y barrocas misivas, y el gran maestro había respondido poco después alabando el dibujo con manifiesta complacencia.

—¡El divino Miguel Ángel no tiene fama de ser halagador, sino de todo lo contrario! ¡Podemos sentirnos más que orgullosos, hija querida! —dijo la madre.

Mientras sus hermanas y sus padres repasaban la carta, Sofonisba, para saborear su profundo y gustoso sentimiento, salió al patio de la casa familiar con su pequeño jardín al fondo. Estaba emocionada por las palabras estimulantes del más grande de los pintores, que, a pesar de su longeva edad seguía siendo uno de los referentes artísticos imprescindibles.

Se sentó en el banco de piedra que había junto a la pared, a la sombra del viejo abeto que protegía aquella zona del sol, y de repente sintió que, aunque pintar le satisfacía mucho y lo que hacía era siempre apreciado y alabado, tanto por la gente ordinaria como por los entendidos, aquella rápida y afectuosa aprobación del gran maestro era sin duda un premio de enorme valor.

Tenía entonces veinte años, y repasó en su memoria lo que había sido para ella la pintura, gracias a sus padres.

Lo cierto es que en su casa todas las artes eran valoradas. Su familia pertenecía a la nobleza modesta de Cremona y carecía de riqueza, pero su padre decía que la cultura era el bien más sustancioso que se podía poseer. Y así, desde muy pequeña tuvo Sofonisba —mi heroína, la llamaba su padre, pues el nombre de aquella primera hija rememoraba el de una dama cartaginesa que había luchado a su modo contra los enemigos romanos, si bien Sofonisba tardó muchos años en descubrir que la tal señora se había quitado la vida para no caer en manos de Escipión, el adversario— una formación intensamente artística: música, danza, lectura, latín, español, francés… y, sobre todo, pintura.

Música, porque su madre Blanca era una virtuosa de la espineta, y le parecía natural que su descendencia recibiera la misma formación; danza, que también para la madre era un arte que practicaba con gracia, y que desde que eran muy niñas enseñó a sus hijas, como un juego más; lectura y memorización de poemas, cuentos y textos dignos de aprecio, porque en la casa había muchos libros y era necesario hacerlos vivir repasando sus palabras con la lectura y con la memoria, como decía Amílcar; latín, que les impartía don Edmundo, un clérigo antiguo amigo de su padre; español, obligado por la pertenencia de Lombardía al imperio de Carlos V y Felipe II, y francés, porque tanto a su madre como a su padre les parecía un elemento más para poder encontrar su sitio en el espacio social que merecía su noble estirpe, considerando la falta de recursos materiales de la familia…

En cuanto a la pintura, ya desde muy pequeña, apenas recién nacida su hermana Elena, Sofonisba había mostrado un talento natural para ello, y era capaz de garabatear con carboncillo en los papeles que conseguía curiosas formas que parecían anunciar la capacidad que luego mostró. Debía de tener unos once años cuando un día, con aquel carboncillo que tanto usaba cuando no estaba tocando la espineta, leyendo, bailando, cantando o jugando al ajedrez con sus hermanas Elena, Lucía, Minerva y con su cuidadora Adelina, se le ocurrió dibujar la imagen de Bebo, el mastín de la casa, que en ese momento dormía apaciblemente al pie del abeto del patio.

Aquel dibujo sorprendió especialmente al padre cuando lo vio.

—¿Has hecho tú esto, Sofo? —le preguntó, al encontrarlo entre los objetos de juego de las hijas.

—Es Bebo dormido…

—¿Lo ha visto tu madre?

—No sé…

—¡Pero tú eres una artista, Sofo!

Y subió corriendo a enseñárselo a Blanca, que estaba descansando en la alcoba matrimonial por su nuevo embarazo, del que nacería Europa poco después.

Aquel dibujo sería determinante para una decisión que los padres tomarían muy pronto. Había que buscar un buen maestro que enseñase a Sofonisba el arte de la pintura… ¿Por qué una mujer, para ser pintora, tenía que formar parte de una familia de artistas que la adiestrasen? ¿Por qué una niña culta y bien educada, como Sofonisba, no podía ser pintora?

Al fin y al cabo, en aquellos momentos se hablaba muy bien en la ciudad de Paternia Gallerati, una joven de la cercanía familiar de los Anguissola, que era poeta estimable… Por otra parte, la segunda hija, Elena, muy unida a Sofonisba, mostraba también una excelente disposición natural para dibujar.

De manera que, una vez nacida Europa y recuperados los ritmos habituales en la vida doméstica, Amílcar empezó a buscar el maestro pictórico que se ocuparía de la formación de Sofonisba y de Elena. Ya que la familia no era próspera económicamente, al menos que pudiese alcanzar otra forma de relevancia social.

Amílcar era persona con ciertos empleos públicos, muy bien relacionado, y su gusto por la cultura en cualquiera de sus manifestaciones le proporcionaba también amigos en los ambientes de la pintura. Insistía en su idea de que, aunque las mujeres que pintaban eran siempre hijas de pintores, una mujer con capacidad para ejercer ese arte debería poder desarrollarlo, aunque no fuese hija de pintor, y más todavía si no pretendía con ello fines lucrativos…

En aquellos momentos, Cremona vivía una intensa vida cultural en todos los órdenes, en la

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