Ita cor principium vitae & sol. Microcosmi (vt proportionabiliter sol Cor mundi appellari meretur) cuius virtute, & pulsus sanguis mouetur, perficitur, vegetatur, & a corruptione & grumefactione vindicatur: suum que officium nutriendo, fouendo, vegetando, toti corpori praestat Lariste familiaris, fundamentum vitae author ómnium.
[Así, el corazón es el principio de la vida, el Sol del microcosmos (tal como el Sol, proporcionalmente, merece ser llamado el Corazón del mundo), por cuya virtud y pulsación la sangre se mueve, se perfecciona, se vuelve nutritiva, y se defiende de la corrupción y la coagulación; de modo que, cumpliendo con su deber de nutrir, cuidar y alimentar todo el cuerpo, este dios familiar es el fundamento de la vida y el autor de todo].
WILLIAM HARVEY, Exercitatio Anatomica de motu cordis et sanguinis in animalibus, cap. VIII, 1628
Mi corazón, leal, se amerita en la sombra.
Es la mitra y la válvula… Yo me lo arrancaría
para llevarlo en triunfo a conocer el día,
la estola de violetas en los hombros del alba,
el cíngulo morado de los atardeceres,
los astros, y el perímetro jovial de las mujeres.
RAMÓN LÓPEZ VELARDE
El corazón, si pudiera pensar, se pararía.
FERNANDO PESSOA
A Cecilia Faciolince, con el amor de un hijo descreído a su madre creyente
Obertura
Aunque Luis fuera cura, como yo, muy pocas personas le decían padre. Yo le decía Córdoba, y casi todos sus amigos le decían Gordo. Ahora a él, al padre Luis Córdoba, le habían impedido regresar a nuestra casa en la esquina de la carrera Villa con la calle San Juan. Al fin se le permitía salir de la habitación compartida donde había pasado las últimas semanas, en la Clínica León XIII, pero no podía volver a su casa, a la casa donde vivíamos juntos desde hacía veinte años. Para él, eso era como un destierro, y para mí, su compañero y su mejor amigo, como un exilio que me impedía cuidarlo, como un divorcio involuntario que los dos estábamos obligados a aceptar. Mi único consuelo era que había encontrado un buen sitio donde refugiarse mientras esperaba a que alguien muriera para salvarlo a él. Su vida dependía de una muerte ajena, y este era un sacrificio que yo, aunque quisiera, no le podía ofrecer.
La casa adonde se fue a vivir Córdoba tenía cuatro cuartos, como cualquier corazón. Cada cuarto, al llegar de la luz de la calle, emanaba su propia sombra y su propio latido. No sé si todo el mundo sentía esa pulsación, pero yo la podía percibir. Las dos primeras piezas eran las más pequeñas y daban a un lado y otro del zaguán. Este era una especie de atrio cubierto con una pérgola y lleno de unos anturios tan rojos y brillantes que parecían artificiales. «Un rojo comunista», decía Luis. Teresa, la dueña de la casa, solía regarlos cada tres o cuatro días con un fervor que el Gordo, por compensar, llamaba bautismal. Más que hablarles, Teresa les rezaba a sus anturios y estos le respondían creciendo, haciéndole reverencias, floreciendo de rojo partisano, de blanco enfermera, y de un rojo tan pasado de rojo que se volvía negro, negro como la sangre que brota de una vena. El cuarto de la izquierda, pared en medio, era el dormitorio de los niños, Julia y Alejandro; el de la derecha, tras la otra pared, la pieza de los juguetes y los juegos. Fue esta segunda pieza la que Teresa vació por completo para que Córdoba la ocupara, y cuando él llegó consistía tan solo en una cama alta, de enfermo, un cuadro de santa Ana enseñando a leer a la Virgen, un armario vacío con olor a lavanda y un sillón de lectura con una lámpara de pie que dirigía su pantalla hacia un libro imaginario, invisible en el aire, a media altura, inundado de cálida luz.
Por el centro del zaguán, tras un portón de hierro con círculos de vidrio color vino, se entraba en el salón de la casa, que estaba dividido en dos espacios simétricos, casi como dos pulmones ovalados y del mismo tamaño. El salón respiraba con una brisa fresca, intermitente, que llegaba del patio central. Uno de los pulmones era la sala, con sofá, cómoda antigua, mesa de centro, una gran alfombra persa con diminutas celdillas rojas y un par de sillones; el otro era el comedor, con una mesa redonda de comino crespo, para seis personas, e incluso para ocho, si se apretaban un poco. En la madera de esa mesa las palabras vibraban con un tono profundo, franco, más de barítono que de tenor, más de contralto que de tiple.
Después del salón estaban los otros dos cuartos, frente a frente. El de la derecha era la alcoba conyugal. Allí dormía Teresa en una cama demasiado ancha para una sola persona, que ella miraba como se mira un féretro vacío, tanto al acostarse como al levantarse. Hacía varios meses que Joaquín, su marido, después de haberse enamorado de una jovencita de carnes firmes y frescas, había abandonado esa alcoba, ese vientre y esa cama. El cuarto de la izquierda era el más amplio de la casa y en cierto sentido el más importante: la biblioteca. Este había sido también el estudio y espacio de trabajo del esposo ausente, tapizado de arriba abajo con libros leídos, anotados, de combate, y presidido por un escritorio grande, de madera maciza, ahora ocupado casi por completo por un estorboso aparato de televisión, recién aterrizado allí desde la casa de Villa con San Juan, la de Córdoba, la que yo había aprendido a considerar también mía después de tantos años viviendo en ella con él.
Detrás del pequeño patio central, al fondo, se ocultaban las vísceras de la casa, esos espacios de los que se habla menos pero donde ocurrían, quizá, las cosas más vitales: una amplia cocina con comedor auxiliar, cuadrado, con una tapa de mármol blanco, donde todos solían desayunar y tomar el algo o la merienda; una despensa bien surtida, limpia y en perfecto orden; un lavadero luminoso, al sol y al agua, con su respectivo patio de ropas, dotado de seis cuerdas tensas paralelas para secar las prendas recién lavadas. Al Gordo le gustaba tocar esas seis cuerdas con la mano, como quien acaricia una guitarra. Después estaba el cuarto del servicio, espacioso, con ducha y sanitario, donde dormían Darlis, la empleada costeña, con su hija Rosa, a quien todos los demás, menos su madre, llamaban Rosina.
A esta casa del barrio Laureles se pasó a vivir, pues, mi entrañable amigo Luis Córdoba cuando su edad frisaba con los cincuenta años, un tiempo en que la mayoría de la gente, si no está loca, prefiere no tener aventuras ni mudarse de casa. Esto ocurrió el 8 de enero de 1996, lunes, después de que Córdoba hubiera pasado la Navidad y el Año Nuevo en el reparto de Cardiología de la Clínica León XIII de Medellín, y si pongo las fechas exactas no es porque las recuerde tan bien, sino porque las tengo apuntadas en un diario que yo llevaba en ese tiempo, del que, vaya a saber por qué, nunca me quise deshacer.
Dos días antes, Luis había sido autorizado por una junta médica a salir del hospital, con algunas condiciones: debía guardar reposo casi absoluto, tomarse religiosamente sus medicamentos, no someterse a estrés ni a emociones fuertes y no hacer ningún esfuerzo físico. En particular, no podía agitarse ni subir escaleras, y debía estar preparado en todo momento para desplazarse rápidamente a la clínica cardiovascular para someterse a un trasplante de corazón en caso de que resultara un órgano compatible. En vista del grave deterioro de su insuficiencia cardíaca, solo un trasplante podía mantenerlo vivo. El doctor Juan Casanova, cardiólogo de cabecera de Luis, haciéndole honor a su nombre, le había dado a su paciente un último consejo, al tiempo que le picaba el ojo:
—Y, sobre todo, padre, una recomendación final: ni se le ocurra hacer el amor. Con nadie, ni siquiera solo.
De todos los requisitos anteriores había uno que Córdoba no podía cumplir: para llegar a nuestra casa de Villa con San Juan (en el cruce de dos empinadas lomas de Medellín), y a su habitación en el segundo piso, debía subir varios tramos de escaleras, de la acera a la puerta, primero, y luego del piso principal al de arriba. Nuestra casa era la menos apta para un paciente como él. Si no quería seguir internado en el hospital indefinidamente, era necesario buscar entonces una residencia de una sola planta donde pudiera esperar en calma el corazón que le sería trasplantado. Luis solía decir que no hay nada menos hospitalario que un hospital, y se devanaba los sesos pensando a quién podía pedirle posada sin sentirse abusivo ni incómodo.
Tuvo suerte. El mismo día que fue dado de alta con condiciones, sábado de la Epifanía del Señor, estando Córdoba en la dulzura de sus rezos, Teresa Albani, la dueña de la casa de los cuatro cuartos, llegó sin anunciarse y de repente. Había ido a visitarlo en el piso de Cardiología de la León XIII y le traía un ramillete de flores blancas. Luis no la esperaba, pero la cara se le iluminó como si hubiera llegado el ángel de la anunciación. Enterada de los requisitos que había para dejarlo salir, Teresa le ofreció de inmediato una habitación en su casa sin escaleras del barrio Laureles. El Gordo y Teresa eran buenos amigos desde hacía diez años; ella estaba viviendo la depresión y el duelo por el abandono de su marido, Joaquín Restrepo, también viejo amigo de Luis, y la casa amarilla y verde de Teresa, espaciosa y fresca, reunía las condiciones ideales para esperar allí, con mucha paciencia, a que apareciera el donante apropiado.
Un corazón apto para él, le había advertido a Luis el mismo doctor Casanova, no sería tan fácil de encontrar, por dos razones, su tipo de sangre, B positivo, no muy común, y el tamaño descomunal del padre Córdoba: 1,88 de estatura y casi ciento veinte kilos de peso. Si bien era cierto que en la Medellín de esos años sobraban los heridos y muertos por violencia, y por lo tanto había muchos donantes de órganos, casi todos ellos eran muchachos muy jóvenes, malnutridos y de baja estatura. Por estos motivos, Luis debía encontrar un sitio amable, sereno, donde estuviera a gusto, y donde pudiera quedarse todo el tiempo que fuera necesario hasta que se ganara la lotería de un donante compatible.
El lunes siguiente, una ambulancia condujo a Córdoba de la Clínica León XIII a la casa de Teresa en Laureles. Detrás de la ambulancia iba un taxi en el que yo, Aurelio Sánchez, Lelo, sacerdote cordaliano como Luis y compañero suyo desde los tiempos del seminario, llevaba una maleta con pocas mudas de ropa y tres grandes cajas con los equipos de sonido y video de Luis, así como montones de discos y películas. Llevaba también, apoyado en la silla de atrás del taxi, el inmenso aparato de televisión que entre Darlis y yo acomodamos en el escritorio. Estas últimas cosas representaban, seguramente, la parte más importante del equipaje de Luis y la razón de sus ganas de seguir viviendo: la música y el cine. «Mis juguetes», como decía él.
A
Antes de enfermarse él también del corazón, los recuerdos del Gordo pillaban a Joaquín desprevenido. Él mismo me lo dijo. Un aria de Verdi en la voz de Maria Callas que llegaba desde la lejanía de una ventana; un cuarteto de Mozart o una cantata de Bach en la sala de espera de un consultorio; una foto de Nastassja Kinski desnuda, con su inefable ombligo, peligrosamente envuelta por una boa constrictor, en toda la plenitud de su belleza. Eran cosas así, me decía, las que lo devolvían a alguna tarde de ópera o de cine en nuestra residencia de curas sin sotana, en Villa con San Juan. Pero desde que supo que estaba enfermo del corazón, como su viejo amigo, los recuerdos de Luis se le volvieron continuos, obsesivos, me confesó Joaquín.
Antes no era así. Lo que más lo hacía pensar en él era ver una película que lo conmoviera o le gustara mucho, digamos Youth o La grande bellezza, de Sorrentino. Al ver esta última habría querido, con toda la intensidad de las cosas imposibles, que el Gordo estuviera a su lado viéndola también. Se imaginaba la emoción que habría sentido al volver a ver así, inundada de luz, esa Roma que tanto amaba, la Roma de su juventud a mediados de los sesenta, la de la Via Appia y el Collegium Cordialum, la de Fellini y Mastroianni y 8½. Aunque también podía recordarlo por el motivo opuesto, cuando veía una película que no le gustaba nada y se decía a sí mismo que a Luis tampoco le habría gustado.
Esto le había pasado a Joaquín una vez en vida del Gordo, cuando al salir de Pulp Fiction, la famosa película de Tarantino, tuvo un alegato con un muchacho, Zuluaga, que estaba loco de entusiasmo por ese bodrio, por esa rellena de sobrados y sangre, y Joaquín había dicho agriamente que eso a él le parecía una despreciable banalización de la violencia, normalizada a través de la risa, y que estaba seguro de que a Luis —el crítico de cine que ambos más respetaban— tampoco le iba a gustar. El amigo acusó a Joaquín de ser un viejo anticuado, le alegó que al padre Córdoba, siempre juvenil y menos reblandecido y moralista que Joaquín, le iba a encantar esa obra maestra, ese camino que se abría hacia el cine del futuro, y le apostó mil pesos. Zuluaga perdió la apuesta, aunque nunca se la pagó ni Joaquín se la cobró, porque ese mismo domingo (Joaquín conserva todavía el recorte) el Gordo había escrito lo siguiente en su página de cine en El Colombiano:
Para Tarantino el amor es tan falto de interés como cualquier otra cosa en la vida, incluso la muerte. Da la impresión de que para el director nada importa realmente y que es lo mismo inyectarse heroína, comerse una hamburguesa Burger King o volarle los sesos a alguien. La diferencia entre humor y drama no existe y se supone que uno debería reírse con una masacre, con la aplicación en el corazón de una inyección de adrenalina, con dos bestias humanas sodomizando a un capo mafioso negro o con dos gangsters limpiando cuidadosamente un carro de los restos de cerebro de un compañero al que mataron por error.
Joaquín me dijo que hacía años pensaba en él a veces, por la música clásica —que Luis le había enseñado a oír— o por el cine —que el Gordo le había enseñado a ver—, pero que nunca lo había recordado con tanta intensidad como cuando empezó a ser consciente todo el tiempo, de noche y de día, al dormirse, al soñar y al despertarse, de tener en el pecho un animal tembloroso y traicionero que se apretaba como un nudo y se movía al ritmo que le daba la gana, dándole puñetazos contra las costillas, vahídos en el cuello, o que a veces saltaba y le mordía el esternón y la garganta como un gato rabioso.
Joaquín me dijo que nunca había pensado en el Gordo con tanta devoción, o en sí mismo a través de su amigo, como cuando el médico que le hacía un cateterismo, un tal doctor Escobar, le dijo a la enfermera que por desgracia las coronarias del hombre estaban despejadas, pero que había algo interesante ahí, en las afueras de su corazón, en la válvula aórtica, y que le iba a inyectar epinefrina para acelerar las pulsaciones. Y lo hizo, a pesar de que la enfermera le dijo alarmada que mejor no lo hiciera, que le preguntaran antes a la cardióloga del señor, a la doctora Ocampo, si estaba de acuerdo.
—De acuerdo un carajo. Yo no trabajo aquí para pedir permisos —había mascullado Escobar con una mueca canina de dientes apretados.
La enfermera, entonces, le cogió una mano al paciente tembloroso e inerme que yacía en la camilla, y le preguntó:
—Don Joaquín, ¿cómo se siente?
Él la miró asustado y lo que contestó parecía más una súplica que una respuesta:
—Tengo miedo, me duele…
En ese mismo momento Joaquín sintió un sofoco que subía por la ingle y le invadía todo el cuerpo, un calor repentino en el tórax, los pies y la cabeza, oyó en el pecho que el corazón galopaba como una bestia desbocada, pensó que lo iban a matar en el quirófano, recordó a Luis veinticinco años antes, y, en ese preciso instante, pensando en él, el mundo se le fue.

Hay que decir, sin embargo, que esta historia no empieza con la muerte de Joaquín, y que es probable que tampoco termine con la muerte de él, ni con la mía. Hay que tener en cuenta que cualquier relato, cualquier película o cualquier novela, si se alarga lo suficiente, terminaría siempre de la misma manera, con la muerte de sus protagonistas e incluso de su mismo narrador. En ese sentido, el futuro es más inmutable y se conoce mejor que el pasado. Un final feliz, según el famoso epigrama de Orson Welles, es simplemente un final prematuro. El matrimonio de los novios que hacen valer al fin unos amores a los que todos se oponen ¿es un final feliz? El matrimonio, en realidad, es el comienzo de otro tipo de contrariedades que deben ser contadas en otra película.
Pensándolo más despacio, sin embargo, creo que el final malogrado de una vida consiste en que esta se termine antes de tiempo, antes de alcanzar —por ejemplo— el logro más alto que nos hemos propuesto. El fin que llega sin poder aferrar la aspiración más seria de nuestra existencia: tener un hijo, cultivar un jardín, ganar una batalla, escribir un libro.
El 12 de abril de 1945, a punto de alcanzar la victoria definitiva de los aliados contra los nazis, recién llegado de la Conferencia de Yalta, poco después de ser reelegido por cuarta vez presidente de Estados Unidos y posando para un retrato en acuarela que su amante le había comisionado a una pintora ruso-americana, Franklin Delano Roosevelt, más conocido como FDR, se quejó de un dolor lancinante en la parte de atrás de la cabeza, bajo el occipital. Dos minutos después, doblándose hacia adelante en su sillón, quedó inconsciente. Su médico de cabecera, que siempre acompañaba al presidente, hizo todo lo que estaba a su alcance para resucitarlo. Inyectó incluso una dosis de adrenalina directamente en el corazón de Roosevelt, como John Travolta en el pecho de Uma Thurman, pero todo fue en vano. El presidente FDR fue declarado muerto y no pudo ser testigo de la victoria contra los nazis, por la que había luchado durante años. Estos sí que son un final infeliz y una muerte injusta, por muy merecida que le haya parecido a su esposa, Eleanor, como castigo por su prolongada infidelidad conyugal.
De todos modos, insisto en que esta historia no empieza ni termina con la muerte, sino, más bien, con algo que la anuncia o la hace presentir de una manera aún más evidente de lo que es: con dos enfermedades graves. Con la enfermedad de Córdoba, hace tres decenios, y con la de Joaquín ahora, ambas del corazón. Cuando dos amigos se enferman de lo mismo, así sea a muchos años de distancia, la dolencia común los hermana aún más.
La afección de Joaquín (en realidad, una vulgar y corriente estenosis aórtica) no tiene demasiada importancia porque él sigue vivo, tal vez no sea esa válvula lo que lo mate, y es posible que, cuando lo operen a corazón abierto y le reemplacen su válvula obstruida por otra nueva de cerdo glotón o de vaca sagrada, regrese a la vida como nuevo, con la máquina reparada, como les gusta decir a los cirujanos cardiovasculares. La enfermedad de Luis, en cambio, sí es importante porque es el origen de esta historia, y pese a que no fue exactamente lo que lo mató, sí desencadenó los últimos eventos de su existencia, su apego apasionado a la vida cuando esta se esfumaba, sus ganas de convertirla en una segunda oportunidad, y la imprudencia final —llamémosla imprudencia— que condujo a su muerte prematura.
B
El mal de Córdoba tenía que ver con lo que él era de un modo esencial, es decir, de un modo muy visible, anímico y corpóreo: con su tamaño, su peso y su manera de ser. En palabras de una amiga nuestra, Sara Cohen, el Gordo era como un buey manso, tranquilo, lento, sedentario, y siempre estaba masticando alguna cosa, como si rumiara. Cuando no era comida —una galleta, un trozo de salchichón, un chocolate—, Luis comía papel. Sara recuerda, por ejemplo, esas tiritas agujereadas de las viejas impresoras de computador. Cada vez que el Gordo imprimía sus críticas de cine para el periódico, tenía la costumbre de desprender con cuidado esas tiritas para guardarlas arrugadas en el bolsillo y metérselas en la boca en cualquier momento de ansiedad. Luis tenía, además, estatura de basquetbolista, había llegado a pesar ciento treinta y nueve kilos, detestaba el ejercicio físico y, salvo en los últimos meses, nunca quiso renunciar a los placeres de comer en abundancia y de beber vino en buena compañía. «El cura epicúreo», como le decían sus enemigos en la curia.
Debo aclarar, sin embargo, que Córdoba era gordo, sin duda, pero no opulento. Tampoco majestuoso, por muy alto que fuera, y mucho menos imponente. Se dice que los altos mandan más que los bajitos, que ganan mejor sueldo y tienen mejor puesto, pero él no era un alto de ese tipo. Quizás era gordo para no parecer estirado, para darle sencillez a su porte de gran animal. Más que respeto, infundía ternura y era mucho más propenso a la risa que a la severidad. Era bonachón y buena vida y su mismo apetito descomunal no era ofensivo, porque más que voraz era constante, de comer casi permanente, como ya dije, más rumiante que depredador.
Que algo no iba bien en su corazón lo había descubierto por casualidad un pupilo suyo en los cursos de ópera y de cine, Fernando Isaza, que estaba terminando la carrera de Medicina. En el año 82, como casi todos los años, a Córdoba lo habían invitado a ir, como crítico profesional, al Festival de Cine de Berlín. Fue por esto que el joven Isaza, que estaba a un semestre de graduarse y que había visto en una revista especializada el último grito de la tecnología en estetoscopios, un Littmann de nueva generación, le pidió a Luis —entregándole en efectivo los dólares que costaba— que le comprara uno en Alemania, aprovechando el viaje a la Berlinale.
Al regreso de su viaje, el Gordo traía, como casi todos los años, un nuevo par de zapatones negros, número 46, que soportarían su peso, sus pies deformes y sus pisadas duras durante doce meses, varias libras de mazapán de almendras envuelto en chocolate y, esta vez, una cajita metálica reluciente con el fonendoscopio nuevo para su amigo, pupilo y pichón de médico Isaza. Antes de entregarle el encargo, en la luminosa sala de la casa de Villa con San Juan, los dos amigos hablaron un rato largo de cine, obviamente de cine, y de la película ganadora, La nostalgia de Veronika Voss, que Luis, antiguo graduado en Teología en Würzburg, pronunciaba a la manera germana, V(con una marcada V labiodental)erónica Foss. Yo iba y venía por la casa, en mis labores de fámulo, y pude registrar casi toda su conversación:
—Todo en el viaje parecía prepararme para ver esa película, para que me gustara —había dicho Córdoba con un asomo de entusiasmo que moderó de inmediato—. Pero no, no me gustó, aunque me habría gustado que me gustara.
—¿Y por qué la decepción? —preguntó Isaza probando el trozo de mazapán que el Gordo le acababa de ofrecer.
—Mira, a la ida, el vuelo de Lufthansa tenía que hacer una escala técnica en San Juan, porque en Bogotá, por la altura, no es posible despegar con los tanques llenos de combustible. Hay que llenarlos a nivel del mar. Y al salir de una salita desabrida en San Juan, en un corredor lleno de deprimentes luces de neón, ¿con quién crees que me cruzo y me sonríe? ¡Con Libertad Lamarque! Detrás de ella viene un grupo de portorriqueñas señalándola, muchachas de esas hablantinosas, alegres, muy caribes: «Tiene la piel lisita, debe de tener más de ochenta y parece de treinta». «¿Ochenta?», les contesta una especie de tía mayor que va con ellas: «¡Ciento diez o ciento veinte! ¡Cuando yo era chiquita ella ya tenía nietos!».
El médico sonríe mirando la caja del fonendoscopio, ansioso por abrirla. Luis, sin soltar la caja, rumia y paladea sus mazapanes, extasiado en ese sabor que mientras habla, lo devuelve a los años de su juventud en los largos inviernos de Alemania. Mastica y mira hacia el techo entornando los ojos como quien mira hacia el pasado, y habla con la boca llena, recordando:
—La novia de América, la Greta Garbo para este continente, Libertad Lamarque. El cine, un arte recién nacido, y envejecido ya, crea esas esfinges. Verla en esa salita, doblada, ocultando las patas de gallo tras unas gafas negras enormes, me daba no sé qué. Y cuando llego a Berlín, ¿quién es la presidente del jurado? Joan Fontaine, que en los cuarenta era ya la sombra de Rebecca. El tercer día voy subiendo las escaleras del Cine-Center y veo pasar un rostro conocido oculto también bajo grandes anteojos oscuros de aro blanco.