Estación Delirio

Teresa Ruiz Rosas

Fragmento

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1 El día del quicio

El siete de noviembre de 1984, una caravana fellinesca sin Fellini hace su ingreso triunfal en la Estación Central de Stuttgart. Catorce mujeres disímiles, de costosos atuendos a simple vista, avanzan secundadas por una decimoquinta, cuyo abrigo negro de astracán y la cabellera rubia recogida en la nuca le dan un aire de incauta solemnidad. A ella, con cuarenta y cuatro años a cuestas que aparentan treinta y seis o treinta y ocho, y de paso a la dispar comitiva. Inútil calcular la edad de cada una de las otras aquel miércoles de otoño.

Bajo el abrigo que termina de abotonarse hasta el cuello la más rubia, la decimoquinta, apenas ha bajado del taxi, no se ve la bata blanca con el nombre de pila, Anne, el apellido, Kahl, y el logotipo de Tauler bordados con hilo mercerizado de color sepia en el bolsillo del pecho izquierdo. A la rígida Hildegard Knopf, que se ha cuidado de no acompañar en ese trance a las damas viajeras, le gustaba bordar en miniatura la obra de arte que Hans Hartung había diseñado décadas atrás para su benefactor.

Quién lo hubiera dicho, Hildegard Knopf bordadora, sonríe Anne Kahl para sí y palpa unos instantes su cabellera, igual que a diario en la Pradera de la Oca y en cualquier parte. Ese gusto por la prolijidad con la aguja y la filoseda, piensa, era el reverso de una férrea seña de identidad de la entregada Hildegard, quien muy de tarde en tarde se apoltronaba en su mecedora de caoba y bordaba con su caligrafía de antes de la guerra los apellidos y nombres del personal, o si eran muy largos solo las iniciales. Lo hacía para relajarse de aquel tremendo ajetreo de sus actividades cotidianas, tantas y arduas, decía la mujer, con énfasis en ambos adjetivos si alguien se asombraba de verla en esa disposición de ensueño y absoluta serenidad, las antípodas de su carácter recio, contundente.

Serían devastadoras las tareas de Hildegard Knopf para cualquiera de nervios menos robustos, corroboraba Anne en silencio de lunes a viernes al marcharse a casa. Y bordados y actividades de rigor le salían a la perfección a aquella prusiana por vía materna, en el fondo bondadosa más allá de su marcial conducta, mucho más allá de su esbelta presencia teñida de una rudeza desafiante. Porque de fallar Hildegard en las obligaciones, Curtius Tauler habría encontrado tarde o temprano una sustituta y se habría deshecho de Frau Knopf sin contemplaciones, de eso Anne está convencida.

Y al subir las escaleras automáticas de la estación, adonde la caravana de mujeres le exigirá en breve concentrarse en los trenes y andenes, catorce diferentes, un tren para cada una, Anne Kahl ve pasar como en una hilera lejana sus pensamientos en torno al universo Tauler en plena extinción.

En cambio, Anne lo supo siempre, no era tonta, si Hildegard Knopf se hartaba de bordar letras y logos, encargaba ella misma las labores a otra persona y listo. Pero ella se quedaba junto a Tauler al pie de aquel timón. Eran el contenido único de su vida, timón y Tauler. O viceversa, Tauler y timón, que viene a ser lo mismo.

Al salir rumbo a la estación, Anne Kahl ha preferido no quitarse la bata rotulada al ponerse el abrigo, por si surgía una complicación de último minuto, que le exigiese dar fe de su cometido. Los taxistas (magnánimas propinas las que ha repartido) han cargado los pesados equipajes con sumo cuidado hasta las básculas de facturación. Tan variados bultos en forma y color cuan diversos los rostros y atuendos y gestos de sus dueñas.

Han de ir por separado de manera que las viajeras no tengan que estar pendientes de sus maletas de piel y marca, puedan gozar de los trayectos con la felicidad estrenada que sigue dibujándose en sus miradas.

Una vez congregadas las catorce mujeres con la vista dirigida a Anne en el vestíbulo que se extiende desde la entrada norte a la izquierda hasta el ingreso sur, al otro extremo de la estación, Anne comienza a recitar nombres y destinos en orden alfabético de ciudades para que vayan ubicándose, señoras, aunque a algunas les toque esperar todavía una hora o más. A ver, usted, Frau Klump, por aquí, por favor, andén cuatro, su tren con destino a Aquisgrán no tardará en llegar, pierda cuidado. Usted a Bielefeld, Frau Von Horwitz, andén diecisiete en el Westfalia Express, una belleza de viaje en ferrocarril, ya la acompaño yo y la embarco.

Frau Bingen, sígame, su tren a Darmstadt parte del andén uno, mire qué suerte, es aquí mismo. Solo tiene que sentarse un ratito, porque serán unos buenos minutitos que le toque esperar.

El uso de diminutivos al dirigirse a aquellas mujeres, esa porción de estima y cercanía al hablarles, no era característico de su tierra, sino en variantes dialectales que Anne Kahl no dominaba. Le había quedado más bien de sus lejanas estancias en Arequipa. Y de hecho la situaba al otro extremo de la forma en que las trataba Hildegard Knopf a todas ellas, por ejemplo.

Le había servido además, sin proponérselo, el diminutiveo, como decía a veces con sorna Hildegard Knopf, para ganarse la confianza de las damas, piensa Anne en este trance en que Darmstadt le suena a ciudad mondongo.

A eso suena por célebre que sea su belleza arquitectónica de art nouveau, se dice como si pudiera permitirse (en este trance) una pausa más de pensamiento, juguetón o no, pero ajeno a su cometido.

Con el cambio del siglo XIX al XX se había instalado en Darmstadt una insigne colonia de artistas y a Anne le habría encantado estar ya retozando en este mundo y en la flor de la edad, para vivir y pintar allí junto a la transgresora tropa. Lo que fuese transgredir la atraía, la atrajo aun antes de conocer el término.

¿Y esto, ahora, no era acaso una operación de alta transgresión? ¿Que en el fondo la había atraído aun antes de tomar conciencia de su envergadura transgresora?

Nunca verificó la etimología de Darmstadt en todo caso. ¿Ciudad mondongo porque en el Medioevo se la adjudicaron a los Archiduques de Codo de Gato, según aprendió en la secundaria? No es que Anne Kahl recuerde todo el pénsum del bachillerato, pero Codo de Gato de apellido a una se le graba. Absurda asociación, claro, aunque le va. Le va muchísimo distraerse unos segundos para no pensar si lo que hace está bien o mal, o «más allá del bien y del mal», o si sabe a ciencia cierta por qué lo hace, Herr Nietzsche, y si en el fondo de su alma asiente y aprueba. Solo atina a intuir, que a quien con seguridad le habría encantado estar en ese trance en su lugar, o (dicho con mayor propiedad) hallarse con su equipo de rodaje en pleno en esta locación, este día sempiterno hasta el final, es sin duda a Signor Federico Fellini in persona.

Helga Geissler estalla en un acceso de hipo al escuchar tenga la bondad, Frau Geissler, andén once, a Coblenza, bellísima ciudad con sus dos ríos que se abrazan, y una ruta preciosa la que bordea el Rin hasta llegar a su apoteósico encuentro con el Mosela.

Helga Geissler se quita el guante de piel de cabritilla al jalar de la punta de su dedo medio para recibir el paquete de pañuelos que Anne Kahl le ofrece cual resorte.

—Veamos, usted, Frau Bierwirth, en el interregional que atraviesa tres cuartos de Selva Negra para dejarla en Constanza, a orillas de aquel imponente lago. Andén nueve. Es como viajar metida en una película —se le ocurre, enquistada

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