Bomba de humo

Laura Santolaya

Fragmento

Capítulo 1

1

No hay nada más falso que la sonrisa de una azafata de vuelo.

Tras ella puede aparentar ser la persona más feliz y paciente de la Tierra. Sin embargo, la realidad es que su trabajo consiste en reprenderte sin cesar y recoger tu basura con la calma y la compostura de un dalái lama puesto de Lexatin.

Estoy segura de que, bajo esa indiferencia imperturbable, arde un odio tan feroz y poderoso que liberarlo supondría una muerte segura para todos los que estamos a bordo. Sí, los auxiliares de vuelo también odian, y no les culpo, ya que tienen motivos más que suficientes para hacerlo.

La de mi vuelo lleva un vestido azul marino entallado hasta la rodilla, un pañuelo atado al cuello a modo de soga, un moño tirante que culmina en un gorrito y va maquillada como en un tutorial de YouTube. La he visto ir y venir por el pasillo con el carrito de bebidas los últimos veinte minutos y he leído el menú que tengo entre las manos quince veces; sin embargo, cuando me ha preguntado qué quería me he quedado en blanco.

—¿Sabe ya lo que quiere? —me ha increpado por segunda vez mirándome fijamente.

Estoy segura de que mientras lo decía pensaba: «Claro, tómate tu tiempo, total, solo tengo a otros trescientos pasajeros por delante a los que atender».

Tener los auriculares puestos mientras pides un café con un chorrito de Jack Daniel’s tampoco es una buena idea si no quieres que la gente en un ratio de diez asientos a tu alrededor se entere de que estás bebiendo alcohol a las nueve de la mañana, pero no soy tan valiente como para hacer lo que estoy a punto de hacer solo a base de cafeína. Y menos con resaca.

En el asiento de delante, un padre le grita a su hijo que no camine descalzo por el pasillo. Yo también me he quitado los zapatos en cuanto he embarcado. Me pregunto qué fuerza sobrehumana te empuja a hacerlo y a poner los pies descalzos sobre la moqueta cuando subes a un avión, aun sabiendo que cientos de personas han hecho exactamente lo mismo todos los días desde que se construyó hace más de diez años.

El padre intenta persuadir a su hijo para que vuelva a su sitio sacando un cuaderno de una mochila y preguntándole si le apetece dibujar. El soborno le funciona y el niño regresa corriendo mientras el padre abre y cierra los bolsillos de una mochila buscando en vano un bolígrafo. Finalmente, decide pulsar el botón de llamada que hay en el techo y la azafata acude tras unos segundos.

—Perdone, ¿tiene algo para que el niño pinte?

—Claro, aquí tiene un boli —contesta la azafata sacándose uno del bolsillo frontal del vestido—, no olvide devolvérmelo cuando aterricemos.

Casi he podido escuchar sus pensamientos: «Otro imbécil que se lo quedará y que piensa que mi uniforme es un generador ilimitado de bolígrafos».

La azafata continúa por el pasillo y se dirige hacia una mujer que se ha levantado de su asiento.

—Disculpe, no puede levantarse mientras la luz roja está encendida —le recrimina.

—Pero… necesito ir al baño —responde la mujer haciendo un puchero, y vuelve a su asiento.

—Lo siento, son las normas —le dice la azafata sin dejar de sonreír.

Cuando se da la vuelta no queda ni rastro de la sonrisa.

Me acomodo en mi asiento y miro por la ventana. La misma fuerza sobrenatural que me ha hecho descalzar me empuja a coger el móvil y sacar una foto del ala. El carrete de mi teléfono está lleno de imágenes de cielos que casi nunca miro de nuevo.

Saco un libro, pulso un botón para encender la luz del techo, pero no funciona, a pesar de eso continúo por donde lo había dejado. Me relaja leer durante los viajes, aunque no suelo mantener la concentración durante más de dos páginas seguidas, sobre todo si a la vez estoy escuchando música. Envidio a esa gente que es capaz de hacer las dos cosas a la vez. Estoy leyendo Madame Bovary, de Gustave Flaubert, por segunda vez. Leí este libro en mi adolescencia y la historia de su protagonista, una mujer incomprendida e infeliz, me conmovió; sin embargo, esta vez le daría un par de hostias al personaje, una pesada que debería tomar las riendas de su vida y dejar de joder a los demás.

No he leído ni tres líneas cuando la azafata se planta a mi lado para preguntarme qué necesito. La miro con extrañeza, pues no entiendo a qué viene la pregunta, y me contesta que he pulsado el interruptor de llamada que está junto al de la luz. Tres veces. Me disculpo diciéndole que me he equivocado de botón y se aleja sin decir nada con su eterna sonrisa, aunque puedo sentir el odio en sus ojos.

Intento volver a mi lectura, pero estoy nerviosa y me despisto fácilmente. Todavía tengo dudas de si he hecho lo correcto cogiendo este vuelo a Atenas y dejando atrás todo sin dar ninguna explicación.

Tengo miedo y me siento egoísta. No solo por pensar en mí, sino por haber construido mi propio mundo, uno en el que no ser responsable ante nadie. Tengo familiares y amigos, sí, pero nadie con quien tener la obligación de justificarme. También una jefa y responsabilidades, pero trabajo para mantenerme a mí misma y satisfacer únicamente mis necesidades. Eso implica que no tengo que fingir. Si estoy de mal humor, no sonrío y si tengo un mal día, no necesito ser amable en casa, pues vivo sola. Si estoy cansada, me tumbo; si quiero hacer deporte, me voy al gimnasio. En resumen, hago girar el mundo a mi alrededor sin preocuparme por nada más que por hacerme feliz. Sin embargo, no lo soy; ese mundo se ha parado y me siento vacía, tan vacía que dudo de si me queda aire en los pulmones.

También lloro casi todos los días desde hace seis meses, cuando mi última relación terminó en una devastadora ruptura. Llevábamos tres años juntos y habíamos planeado nuestra vida en torno a todo aquello que se supone que debes hacer a partir de los treinta: boda, casa, hijos. Contemplábamos esas opciones, pero ninguno de los dos hacía nada para que sucedieran. En nuestro caso, ver que todos nuestros amigos iban cumpliendo una a una aquella trinidad le añadía presión a la relación. Si todo el mundo era capaz de hacerlo, ¿por qué nosotros no? Éramos felices y todas las piezas encajaban, se suponía que aquel era el momento perfecto. Pero no lo fue. Así que, de la noche a la mañana, simplemente acumulé una historia más en mi cajón de relaciones fallidas y traumáticas. Desde entonces me dediqué en cuerpo y alma a mi familia, mis amigos y mi trabajo, olvidándome de mí. Llevaba tiempo abatida y exhausta, viviendo en una enajenación permanente. Pasé de ser una mujer decidida y segura a convertirme en una inestable emocional que vivía en un mar de dudas y que no sabía elegir ni su champú. Fue así como decidí poner toda mi vida en un limbo y desaparecer.

Me distraigo mirando por la ventana. Siempre me invade una sensación de asombro cuando veo el cielo desde allí arriba; aunque estoy acostumbrada a coger aviones asiduamente por trabajo, esta vez es distinta. Hay algo mágico en las alturas, donde parece que el tiempo se detiene y se te olvida quién eres, cómo te llamas y hasta cuáles son tus problemas. El contraste entre el blanco y el azul del cielo tiene el mismo efecto analgésico que una droga y siento que podría pasarme así varios días de rave contemplativa. Me devuelve a la realidad un grupo de nubes que pasan a toda velocidad por delante de la ventanilla seguidas de algo que parece granizo. En un momento, las nubes pasan de blanco a gris y el cielo se oscurece. El avión empieza a moverse rápidamente como si estuviera en una coctelera y una lluvia intensa comienza a chocar contra el cristal. La calma de hace unos minutos se convierte en una tormenta con truenos, rayos y hasta el mismísimo Thor. Las luces rojas del techo se encienden indicando que todo el mundo debe ponerse el cinturón, y por los altavoces suena una voz masculina.

—Señores pasajeros, les habla el comandante. Les informo de que debido a la climatología vamos a atravesar una zona de turbulencias. Estimamos que serán solo unos tres o cuatro minutos, no tienen de qué preocuparse. Tenemos que bajar la temperatura de la cabina unos grados, pero podemos dejarles algunas mantas si lo necesitan. Disculpen las molestias.

Genial, nada me fastidia más que pasar frío, aunque reconozco que soy friolera por naturaleza. En realidad, me incomodan muchas cosas, como mis vecinos, la gente que conduce mal o que cambien de lugar las cosas en el supermercado, pero pasar frío también es una de ellas. Me he dejado la chaqueta en el compartimento de la maleta y ahora no puedo levantarme a cogerla, así que intuyo que mañana amaneceré con anginas o, peor, con cistitis.

El traqueteo del avión debido a la tormenta hace que se me pase el frío y me agarro con fuerza al reposabrazos. Intento buscar con la mirada a la azafata para asegurarme de que todo está bien, pero la veo sentada a lo lejos con los ojos cerrados y el cinturón abrochado. A medida que avanzamos, se hace más evidente que nuestro avión vuela de lado a lado intentando mantener la estabilidad mientras el viento sopla en nuestra contra.

Cojo el móvil, abro Spotify y le doy al play. Suena My baby just cares for me de Nina Simone. Mi madre me la ponía para dormirme cuando era tan solo un bebé y, desde que tengo uso de razón, esa canción ha tenido en mí un efecto de bálsamo tranquilizador, así que le subo el volumen. Los recuerdos de cada una de las veces que la he escuchado pasan por mi cabeza mientras escucho el piano acompañado del contrabajo en los primeros acordes, desde prepararme para los exámenes del instituto y recorrer el camino hacia mi primer trabajo hasta cuando lo dejé con alguna de mis exparejas.

Por ese motivo, siempre quise llamarme Nina, sin embargo, me pusieron Helena, con hache, en honor a la hija de Zeus. Es lo que tiene tener una profesora de Cultura Clásica apasionada por la historia griega como madre. Su interés le venía de mi abuela, quien sentía devoción por María Callas y Nana Mouskouri, y en cuya casa solo permitía que se escuchasen sus óperas y canciones. Con veintidós años, mi madre se licenció en Historia del Arte y se fue a vivir a la isla de Corfú, donde se especializó en mitología griega. Entre mis libros favoritos de pequeña estaba uno de mitos ilustrados que ella misma había comprado allí pensando en una futura yo mucho antes de ser madre. Las historias que se narraban en él eran extrañas y salvajes, llenas de mujeres poderosas y dioses impredecibles. También eran extremas: familias que se asesinaban entre sí, misiones inalcanzables, amores crueles e imposibles, guerras y viajes. Pero además había magia en un mundo unas veces emocionante y otras peligroso. Las historias eran obviamente fantásticas, aunque decían la verdad: la guerra devastaba a inocentes, los amantes se separaban, los padres lidiaban con el dolor de perder a sus hijos y las mujeres sufrían violencia. Mostraban los extremos de la humanidad: catástrofe y fortuna, paz y guerra, amor y odio; reforzaban la cultura, explicaban muchas cosas y, sobre todo, proporcionaban un sentido a la vida. Ese libro y sus historias se infiltraron en mi imaginación infantil y fueron uno de los motivos por los que siempre quise viajar a aquel país, sin embargo, mi madre nunca me llevó. Ella siempre hablaba con nostalgia de aquel lugar, por eso nunca quiso volver. Decía que prefería guardar el dulce recuerdo de aquella época, pues ahora se había convertido en una mujer diferente y seguramente si regresaba no sentiría lo mismo. Contaba que, durante el año que estuvo, había aprendido todo lo que necesitaba saber de la vida. Allí aprendió algo de su idioma, su historia y hasta de su gastronomía, lo que la convirtió en griega de adopción.

En Corfú también conoció a mi padre biológico, un arquitecto con delirios de grandeza y algo esnob que desapareció antes de que yo naciera. Al parecer, se consideraba un alma libre que no quería afrontar las responsabilidades de la paternidad, así que cuando mi madre le comunicó su embarazo, se esfumó de la noche a la mañana sin dar explicaciones y mi madre decidió volver a España.

Yo sentía devoción por ella; después de todo, me había criado sola en una época en la que no podía recurrir a las redes sociales para quejarse de lo difícil que era ser madre, y eso tenía mucho mérito. Aun así logró sacar adelante a una hija algo retraída y delirante.

Cinco años más tarde agradecí que apareciera en nuestra vida mi padrastro, un hombre bueno y cariñoso, que me cuidó y me educó como si fuera su propia hija y al que siempre llamé «papá». Resultaba sorprendente cómo genéticamente no teníamos ningún ADN común y, sin embargo, éramos muy parecidos en cuanto a carácter y manera de ser: mismos gustos, mismas manías, reacciones y personalidad.

Mi madre era profesora de instituto y una abanderada de la cultura griega, tanto era así que entre sus virtudes destacaban la templanza, la fortaleza y la justicia. De ella había heredado la prudencia y la terquedad a partes iguales y, aunque yo siempre intentaba decir lo que pensaba, cuando tenía que ser emotiva o sentimental fracasaba. A ella, sin embargo, no le costaba proclamar sin reservas su amor por las personas o las cosas con una asiduidad inquietantemente frecuente, llegando incluso a abrazar con efusividad a personas que acababa de conocer. En ocasiones, este tipo de actitudes me resultaban molestas. Quizá porque me costaba identificarme con virtudes que yo no podía concebir fácilmente. Era fuerte y valiente, y había vivido haciendo lo que le daba la gana sin incordiar a los demás. Siempre vital y alegre, sus excentricidades se reflejaban no solo en su aspecto, pues vestía con muchos colores, estampados y brazaletes, sino en su actitud algo histriónica. Y, por supuesto, también en cómo decidió llamarme: Helena.

Con el paso de los años, «Helenaconhache» se había convertido en un único nombre, ya que era inevitable incidir en ello cuando alguien lo preguntaba para apuntarlo.

Las personas que tenemos un nombre más o menos raro sabemos perfectamente que lo repetiremos, al menos una vez, a nuestro interlocutor. Si no nos lo pide, es porque seguramente no lo haya entendido o lo haya escrito mal. Después viene la pregunta de dónde es y qué significa. «Sí, ya sé que no lo habías visto escrito así». «Significa “antorcha” en griego». «No, no me importa mucho si conoces a otra Helena».

La parte positiva es que no pueden regalarte suvenires con tu nombre —porque no los hay—, y lo mejor: puedes tener un diminutivo. En mi caso era Lena.

Con este historial, y teniendo en cuenta que las burlas sobre el nombre son la forma más común de bullying en los colegios, contaba con todas las papeletas para terminar arrancándome las cejas en la última fila de la clase. Sin embargo, mi corpulencia, algo superior a la media, conseguía intimidar un poco a los abusones, aunque no evitaba que me llamaran «Lena la Rellena». Hasta yo terminé riéndome de mi nombre y de mi tamaño al hacer chistes sobre mí misma, utilizando el humor para escapar de esa incómoda realidad. Una actitud que adopté para toda la vida haciendo de la ironía y del sarcasmo mis señas de identidad. Lo que aprendí con el tiempo fue que la incomodidad debía ser escuchada y aceptada, no negada y enterrada a través de la sorna.

Como ocurre con casi todas las rarezas, el paso de los años hace que deriven en una personalidad peculiar y cierto carisma, aunque a veces la gente solía resumirlo con un sencillo «eres rara».

Eso es precisamente lo que me acaba de decir la señora que tengo sentada a mi lado en el avión, tiene los ojos muy abiertos y parece estar disfrutando.

—Disculpe, señora, ¿qué ha dicho? —le digo quitándome uno de los auriculares.

—Que eres rara —me contesta mientras se ríe a carcajadas. La risa comienza en su boca y termina en su barriga, donde reverbera como sobre gelatina.

Debe de rondar los ochenta años, lleva el pelo gris muy cardado con ondas, unas gafas enormes de cristales amarillos, los labios pintados de rojo y mucho mucho colorete. De las orejas le cuelgan unos enormes pendientes dorados, que combinan con una bomber morada de lentejuelas, un pantalón blanco, una camiseta rosa de cuello alto y un collar de perlas de tres vueltas. Todo ello, por imposible que parezca, le da un aire retro y muy cool.

—Pues a mí, querida, me encantan las turbulencias. La adrenalina me produce cosquillas en el estómago y me hace sentir que estoy viva —sentencia al tiempo que se acerca un cigarrillo de plástico a la boca y simula darle una calada.

Después abre su bolso y saca un táper con unas galletas de mantequilla.

—¿Quieres una? —me dice acercándome el táper a la boca—. Llevo muy mal lo de que no dejen fumar en los aviones, ¿sabes? Así que tengo que calmar la ansiedad de algún modo.

—No, gracias, la mantequilla no me sienta muy bien.

—¿Ves como eres rara?, ¿a quién no le gusta la mantequilla?

—No he dicho que no me guste, simplemente que no me sienta bien.

—A mi marido le encantaban mis galletas. Estuvimos casados cincuenta y tres años y nunca dejamos de comer juntos.

—Vaya, eso es muchísimo tiempo comiendo galletas.

—En una relación de pareja, la pasión, el sexo y la comunicación vienen y van, pero la comida es para siempre. Los jóvenes de hoy en día estáis más preocupados de sacarle fotos que de saborearla. Invertís todo vuestro dinero en ahorrar para lo que vendrá: casas, coches, el colegio de los niños… y os olvidáis de emplearlo en disfrutar de la vida. Yo, sin embargo, el dinero y el tiempo que me quedan quiero dedicarlos a viajar.

Me contó que se llamaba Candy, de Cándida. De joven no viajó mucho porque su marido trabajaba y ella tenía que encargarse de sus dos hijos, pero al cumplir los setenta y cinco, viuda y con la vida más o menos resuelta, decidió que quería ver mundo. Me dijo que había recorrido Vietnam en la parte trasera de una motocicleta, probado comida local muy picante y bebido muchos cócteles y que, después, una revista inglesa publicó el reportaje de su viaje y le dieron un buen dinero. Toda su pensión la invertía en financiar sus aventuras. También me dijo que compraba y restauraba ropa de segunda mano y la vendía después por internet para aumentar su presupuesto.

Viajaba sola porque decía que así conocía más gente.

—¿Sabes, querida? Me resulta fácil hacer amigos cuando estoy de viaje, porque mucha gente se interesa por mi edad y me quiere ayudar. También es cierto que cuando estás algo senil, como es mi caso, tienes la sensación de estar conociendo gente nueva constantemente, pero yo tampoco soy tonta y me dejo ayudar. Me enseñan lo mejor de las ciudades, me llevan a ver el mar y hasta me recomiendan restaurantes… Viajar supone una vida nueva allá donde voy, ¿no es maravilloso?

—¿Y no le da miedo viajar sola?

—No tengo nada a lo que tener miedo porque solo puedo morir una vez y ocurrirá algún día de todos modos. Además, si te soy sincera, también sentía que me moría un poco todos los días sentada sola en el sofá de mi casa sin hacer nada.

Mientras las turbulencias desaparecen me doy cuenta de que mi vida es como una gran tormenta donde todo está arrasado. Me muero de la vergüenza pensando en el espectáculo de mi última borrachera y en mi resaca de ayer. Pero era de esperar; la soledad, las dudas, el distanciamiento de mis mejores amigos Vera y Mauro y los problemas en el trabajo no auspiciaban un buen desenlace. O al menos no uno en el que no hubiera alcohol. Es probable que la gota que colmara el vaso fuera la inseguridad que me creó descubrir que en mi vida nada era como me había imaginado, o tal vez fue simplemente la falta de neuronas la que me empujó a comprar ese billete sin decir nada a nadie.

Poco a poco las turbulencias terminan y todo vuelve a la calma. Me ha tranquilizado hablar un rato con la señora y veo cómo esta se desabrocha el cinturón. Al segundo, la azafata aparece a nuestro lado como por arte de magia.

—Disculpe —le dice sonriendo—, no puede quitarse el cinturón hasta que no se apague la luz roja, son las normas.

Capítulo 2

2

«Se está mucho mejor sola», me dije a mí misma unos meses antes mirándome al espejo mientras por mi cara se deslizaban dos lagrimones. Las pastillas no funcionaban. Llevaba tomándolas un tiempo, pero no me hacían nada. Mi psiquiatra decía que tuviera paciencia y me explicaba casi de manera infantil que, a veces, todos necesitábamos un poco de ayuda. «Tú sigue con tu vida, yendo a trabajar y haciendo deporte», me dijo la última vez que la visité. Como si ese fuera el remedio para todo: seguir con la vida.

Lo cierto era que las ojeras, los ojos hinchados, el pelo sucio y el pijama rosa de estrellitas que me había comprado mi madre por Navidad tampoco ayudaban mucho. Además, estaba demacrada, algo lógico teniendo en cuenta que solo iba a trabajar y luego regresaba a casa para ver series hasta quedarme dormida. Eso sí, por lo menos dormía, aunque fuera durante tres horas. Después el insomnio volvía.

La decisión de comprarme una casa había surgido el fin de semana posterior a mi ruptura. Era sábado y no tenía ningún plan salvo compadecerme de mí misma y llorar. Al menos, hasta que fuera a comer a casa de mis padres y entonces ellos también lo hicieran. Por lo menos no iría en pijama.

La comida de mi madre era espectacular. Había aprendido a cocinar durante su año en Grecia. Allí encontró un piso con un alquiler barato en el interior de una peluquería. Para poder acceder a él debía atravesarla, y tanto la dueña como las clientas le explicaban a diario cómo preparar cada plato, además de contarle los últimos cotilleos del vecindario. De ese modo también aprendió algo de griego, cuyas expresiones todavía utilizaba en casa, pero yo nunca presté atención, pues me parecía un idioma feo, viejo y sin ninguna utilidad.

Ese día había preparado musaka y tzatziki, dos de mis platos favoritos, pero ni siquiera la comida me reconfortaba. Cuando vivía con ellos y tenía un mal día bastaba con algo preparado con especias por mi madre para hacerme sentir mejor. Yo odiaba cocinar porque me parecía una pérdida de tiempo, pero a veces compraba esos platos precocinados o congelados en el supermercado para experimentar la misma sensación, aunque no funcionaba.

Una de las cosas que más me sorprendía cuando iba a casa de mis padres era que allí los problemas no existían. Cada vez que sacaba algún tema médico o que les incomodaba, como el de mi reciente ruptura, alguno de los dos decía: «¿Podemos hablar de algo más agradable?». Ni siquiera se podía pronunciar su nombre, así que nos referíamos a él simplemente como «Ese». Era como estar comiendo con un elefante en el salón del que nadie hablaba. Los tres sabíamos que estaba ahí, pero ninguno se atrevía a reconocerlo. A veces me preguntaba por qué me guardaba tanto las cosas, por qué me costaba tanto decir cómo me sentía. Pues bien, ahí estaba el motivo. Mis padres eran muy cariñosos y extrovertidos con los demás, pero en casa no se hablaba abiertamente de nuestras emociones. Tampoco los culpaba, la inteligencia emocional nunca fue algo propio de su generación, aunque yo siguiera pensando que, además de un abrazo, con un «¿Necesitas hablar?» sincero habría sido suficiente. Pero eso nunca pasaba.

Ellos creían que lo mejor para recuperarme era empezar de cero en otro sitio, dejar el piso en el que habíamos vivido juntos y comprar una casa en condiciones. Durante el postre aprovecharon para sacar el tema y yo me volví a negar en rotundo, pues no necesitaba tapar mi tristeza con otras cuatro paredes y una mudanza.

Después de comer mi madre se empeñó en que viéramos los tres juntos Mamma Mia! A ella la ponían de buen humor los musicales, aunque yo los odiaba. No es que no me gustaran la alegría, la emoción o la música, pero ver una película sobre los preparativos de una boda fue como experimentar la tortura en su máxima expresión. Habría preferido ver otra más épica y con algo más de testosterona como Troya o 300, alguna comedia del tipo Mi gran boda griega o incluso una más intensa como Antes del anochecer, la cual adoraba por sus diálogos. Pero precisamente la que vimos me trasladó al mismísimo infierno. Quizá todas aquellas películas, junto a las adornadas historias de mi madre, habían hecho que me formase una imagen idealizada de lo que era Grecia, donde la vida transcurría fácil con cantos entre casas blancas y mares azules; un lugar donde enamorarse y vivir libremente las mayores pasiones. Todas sus tramas estaban repletas de protagonistas atractivos, descubrimientos, aprendizajes, historia y filosofía, por lo que me imaginaba a sus habitantes guapos, leídos y cultos.

De vuelta a mi casa, me quité las zapatillas, los pantalones y el sujetador. No quería que nada me oprimiese. Me senté en el sofá con el móvil, tenía varios wasaps sin leer. Uno era de mi amiga Vera, que no entendía que no hubiera nada más jodido para alguien con el corazón destrozado que el hecho de que le estuvieran preguntando constantemente por la parte de su cuerpo que estaba rota en pedazos. «Rota en pedazos», mira que me gustaba ser dramática. Y otro era de Mauro, me preguntaba si me apetecía ir al gimnasio al día siguiente.

Vera, mi mejor amiga, a quien conocía desde que entré a trabajar en la agencia, me preguntaba incesantemente cómo estaba, pero no hacía nada para consolarme. Se limitaba a mandarme mensajes, pero nunca tenía tiempo para tomarse una cerveza o un café porque estaba muy ocupada con la casa o el niño. Cuando coincidíamos en la oficina y me veía hecha un asco, me decía cosas como «Imagino que ahora no te apetecerá, pero estoy aquí para cuando lo necesites». Y yo pensaba: «Te necesito ahora, ¿no es evidente?». También utilizaba la técnica del «Yo no te digo nada para no agobiarte» que utilizan las personas que más que en ti piensan en ellas. Aunque no la culpaba. En realidad, a nadie le apetece amargarse escuchando las miserias de otros. Vera no entendía que, una vez acabada mi relación con Ese, no quisiera embarcarme en otra, pues desde que se había casado y sido madre despreciaba la soltería como si nunca la hubiera practicado. Ella y yo habíamos sido inseparables. En seis años forjamos una amistad de las de para toda la vida; sin embargo, ahora sentía que no compartíamos ni el aire que respirábamos.

Por otro lado, Mauro y yo sí éramos amigos desde hacía muchos años. Nos conocimos en la universidad cuando nos pusieron de pareja en las prácticas de radio. Había que inventarse un formato diferente e innovador y se nos ocurrió proponer el informativo de un minuto. A ninguno de los dos nos interesaban especialmente los temas de política o actualidad, pero nos daba tanto la risa cuando estábamos juntos en el estudio que decidimos que cuanto más breve, menos tiempo tendríamos para reírnos. A la profesora le gustó tanto la idea que terminó por darnos un espacio diario en la radio de la facultad. Vera y él trabajaban juntos en la agencia y cuando dejó su puesto, yo entré a sustituirle. Los tres compartíamos muchas risas y aficiones como el spinning o salir a tomar vermú, por lo que nos hicimos muy ami

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