Bomba de humo

Laura Santolaya

Fragmento

Capítulo 1

1

No hay nada más falso que la sonrisa de una azafata de vuelo.

Tras ella puede aparentar ser la persona más feliz y paciente de la Tierra. Sin embargo, la realidad es que su trabajo consiste en reprenderte sin cesar y recoger tu basura con la calma y la compostura de un dalái lama puesto de Lexatin.

Estoy segura de que, bajo esa indiferencia imperturbable, arde un odio tan feroz y poderoso que liberarlo supondría una muerte segura para todos los que estamos a bordo. Sí, los auxiliares de vuelo también odian, y no les culpo, ya que tienen motivos más que suficientes para hacerlo.

La de mi vuelo lleva un vestido azul marino entallado hasta la rodilla, un pañuelo atado al cuello a modo de soga, un moño tirante que culmina en un gorrito y va maquillada como en un tutorial de YouTube. La he visto ir y venir por el pasillo con el carrito de bebidas los últimos veinte minutos y he leído el menú que tengo entre las manos quince veces; sin embargo, cuando me ha preguntado qué quería me he quedado en blanco.

—¿Sabe ya lo que quiere? —me ha increpado por segunda vez mirándome fijamente.

Estoy segura de que mientras lo decía pensaba: «Claro, tómate tu tiempo, total, solo tengo a otros trescientos pasajeros por delante a los que atender».

Tener los auriculares puestos mientras pides un café con un chorrito de Jack Daniel’s tampoco es una buena idea si no quieres que la gente en un ratio de diez asientos a tu alrededor se entere de que estás bebiendo alcohol a las nueve de la mañana, pero no soy tan valiente como para hacer lo que estoy a punto de hacer solo a base de cafeína. Y menos con resaca.

En el asiento de delante, un padre le grita a su hijo que no camine descalzo por el pasillo. Yo también me he quitado los zapatos en cuanto he embarcado. Me pregunto qué fuerza sobrehumana te empuja a hacerlo y a poner los pies descalzos sobre la moqueta cuando subes a un avión, aun sabiendo que cientos de personas han hecho exactamente lo mismo todos los días desde que se construyó hace más de diez años.

El padre intenta persuadir a su hijo para que vuelva a su sitio sacando un cuaderno de una mochila y preguntándole si le apetece dibujar. El soborno le funciona y el niño regresa corriendo mientras el padre abre y cierra los bolsillos de una mochila buscando en vano un bolígrafo. Finalmente, decide pulsar el botón de llamada que hay en el techo y la azafata acude tras unos segundos.

—Perdone, ¿tiene algo para que el niño pinte?

—Claro, aquí tiene un boli —contesta la azafata sacándose uno del bolsillo frontal del vestido—, no olvide devolvérmelo cuando aterricemos.

Casi he podido escuchar sus pensamientos: «Otro imbécil que se lo quedará y que piensa que mi uniforme es un generador ilimitado de bolígrafos».

La azafata continúa por el pasillo y se dirige hacia una mujer que se ha levantado de su asiento.

—Disculpe, no puede levantarse mientras la luz roja está encendida —le recrimina.

—Pero… necesito ir al baño —responde la mujer haciendo un puchero, y vuelve a su asiento.

—Lo siento, son las normas —le dice la azafata sin dejar de sonreír.

Cuando se da la vuelta no queda ni rastro de la sonrisa.

Me acomodo en mi asiento y miro por la ventana. La misma fuerza sobrenatural que me ha hecho descalzar me empuja a coger el móvil y sacar una foto del ala. El carrete de mi teléfono está lleno de imágenes de cielos que casi nunca miro de nuevo.

Saco un libro, pulso un botón para encender la luz del techo, pero no funciona, a pesar de eso continúo por donde lo había dejado. Me relaja leer durante los viajes, aunque no suelo mantener la concentración durante más de dos páginas seguidas, sobre todo si a la vez estoy escuchando música. Envidio a esa gente que es capaz de hacer las dos cosas a la vez. Estoy leyendo Madame Bovary, de Gustave Flaubert, por segunda vez. Leí este libro en mi adolescencia y la historia de su protagonista, una mujer incomprendida e infeliz, me conmovió; sin embargo, esta vez le daría un par de hostias al personaje, una pesada que debería tomar las riendas de su vida y dejar de joder a los demás.

No he leído ni tres líneas cuando la azafata se planta a mi lado para preguntarme qué necesito. La miro con extrañeza, pues no entiendo a qué viene la pregunta, y me contesta que he pulsado el interruptor de llamada que está junto al de la luz. Tres veces. Me disculpo diciéndole que me he equivocado de botón y se aleja sin decir nada con su eterna sonrisa, aunque puedo sentir el odio en sus ojos.

Intento volver a mi lectura, pero estoy nerviosa y me despisto fácilmente. Todavía tengo dudas de si he hecho lo correcto cogiendo este vuelo a Atenas y dejando atrás todo sin dar ninguna explicación.

Tengo miedo y me siento egoísta. No solo por pensar en mí, sino por haber construido mi propio mundo, uno en el que no ser responsable ante nadie. Tengo familiares y amigos, sí, pero nadie con quien tener la obligación de justificarme. También una jefa y responsabilidades, pero trabajo para mantenerme a mí misma y satisfacer únicamente mis necesidades. Eso implica que no tengo que fingir. Si estoy de mal humor, no sonrío y si tengo un mal día, no necesito ser amable en casa, pues vivo sola. Si estoy cansada, me tumbo; si quiero hacer deporte, me voy al gimnasio. En resumen, hago girar el mundo a mi alrededor sin preocuparme por nada más que por hacerme feliz. Sin embargo, no lo soy; ese mundo se ha parado y me siento vacía, tan vacía que dudo de si me queda aire en los pulmones.

También lloro casi todos los días desde hace seis meses, cuando mi última relación terminó en una devastadora ruptura. Llevábamos tres años juntos y habíamos planeado nuestra vida en torno a todo aquello que se supone que debes hacer a partir de los treinta: boda, casa, hijos. Contemplábamos esas opciones, pero ninguno de los dos hacía nada para que sucedieran. En nuestro caso, ver que todos nuestros amigos iban cumpliendo una a una aquella trinidad le añadía presión a la relación. Si todo el mundo era capaz de hacerlo, ¿por qué nosotros no? Éramos felices y todas las piezas encajaban, se suponía que aquel era el momento perfecto. Pero no lo fue. Así que, de la noche a la mañana, simplemente acumulé una historia más en mi cajón de relaciones fallidas y traumáticas. Desde entonces me dediqué en cuerpo y alma a mi familia, mis amigos y mi trabajo, olvidándome de mí. Llevaba tiempo abatida y exhausta, viviendo en una enajenación permanente. Pasé de ser una mujer decidida y segura a convertirme en una inestable emocional que vivía en un mar de dudas y que no sabía elegir ni su champú. Fue así como decidí poner toda mi vida en un limbo y desaparecer.

Me distraigo mirando por la ventana. Siempre me invade una sensación de asombro cuando veo el cielo desde allí arriba; aunque estoy acostumbrada a coger aviones asiduamente por trabajo, esta vez es distinta. Hay algo mágico en las alturas, donde parec

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