Proletaria consentida

Laura Carneros

Fragmento

Almejas

Almejas

Dormir de noche es una costumbre social muy extendida. Todo el mundo debe intentarlo. Quien no duerme de noche vive en otro hemisferio, en otro tiempo atrasado o adelantado. Entre el reinado de Tutankamón y la llegada de la mujer a Marte. Cada noctámbulo trata de averiguar su posición en el planeta. Lo aconsejable es elaborar una respuesta poco exacta, más o menos inventada, para no quedar atrapado en la profundidad del asunto. Yo me encuentro entre el atardecer que acaba de morir en Washington y el alba que está por despuntar en Moscú. En un limbo atemporal contenido en mi habitación pintada de rosa. Sé que miro al techo porque tengo los ojos abiertos y estoy tumbada en la cama, boca arriba, pero no lo veo. Es tan invisible como supuestamente existente. Al igual que el amanecer en Rusia. Cada día doy más por perdida mi coordenada, cada día me levanto más tarde. El trabajo indagatorio me deja exhausta y no sé si volveré a vivir en consonancia con la noche y el día.

Cuando desayuno mi madre está preparando el almuerzo. Me pregunta cosas extrañas, como cuánto arroz tiene que echar a la cazuela. Cantidad que desconozco, ya que nunca he cocinado. ¿Por qué me pregunta? Creo que mi presencia ocupando un lugar en la cocina la obliga a consultarme, quiere hacerme partícipe. La mesa es pequeña, delante de mi vaso de café con cereales de chocolate hay un cuenco de almejas sumergidas en agua y sal. Abren y cierran sus conchas lentamente. Eso se hace para que expulsen la arena. Yo me pregunto si no hay una forma menos cruel de matar a las almejas. Por qué a los animales marinos, como las langostas, se les cocina como si merecieran un castigo. Será porque no emiten sonidos al morir, parece que no se quejan y, por tanto, que no sufren.

Mi madre se acerca con una cucharada de caldo: Pruébalo. La ignoro. Insiste: arrima la cuchara a mi boca. Giro la cara, chasqueo la lengua. Finalmente la prueba ella y dice que así está bien. Aprovecha el viaje a la mesa para retirar mi vaso, que apenas contiene un dedo de café y cuatro cereales reblandecidos en el fondo. No he terminado, digo. Hija, ¡estás en Babia! Devuelve el vaso a la mesa. Observo las almejas otro rato. Les hago una foto. Termino el café de un sorbo y miro el reloj de la pared: en otro lugar todavía es de noche.

Hoy no tengo que ir a ningún lado, no tengo adónde llegar. Uso reloj analógico porque necesito creer que las cosas suceden a tiempo. Como quien se cuelga una medallita de la Virgen, así yo me encomiendo a Cronos. La esperanza cristiana en otra vida mejor pasa a reformularse en un tiempo mejor. Nuestro redentor está en boca de todos: el tiempo dirá. Y no solo dice, también ejecuta, porque también ha sustituido a Dios en eso de poner las cosas en su sitio.

Llena de dulzura

Llena de dulzura

En 1981 la cantante mexicana Yuridia Valenzuela Canseco lanzó al mercado el álbum Llena de dulzura. Probablemente mi tío regaló a mi madre aquella cinta de casete. Siete años más tarde, en 1988, nací yo. Yuri fue mi segunda cantante favorita, después de Xuxa Park. La descubrí revolviendo el último cajón de la cómoda de mi madre, donde también encontré Corazón de poeta, de Jeanette; y True blue, de Madonna.

Mi madre tiene el sentido de la servidumbre hiperdesarrollado. Ella lo llama «deformación profesional». Dejó de estudiar a los dieciséis para cuidar de mi abuela inválida. Siempre ha sido así, menos durante una temporada que le dio depresión y estaba todo el día a oscuras metida en la cama. Mi abuela se acercaba con su andador hasta el quicio de la puerta y le gritaba: ¿Estás tonta? ¡Levántate! El médico le recetó pastillas y paseos. Ahora mi madre da demasiados besos, sobre todo a mi gato. Le gusta hacer bizcochos y regalarlos. Saluda a la gente de lejos por la calle. Saluda incluso a mis compañeros del colegio a quienes yo vuelvo la cara cuando vamos juntas y después tengo que regañarle: ¿Qué haces?

No sé si mi madre antes daba mejores consejos que ahora o es que ya le hago menos caso. A los ocho años, después del cumpleaños de mi prima Ágata, me encerré a llorar en el baño. No duró aquello mucho tiempo, porque en mi casa solo había un aseo y mi abuela necesitaba orinar. Abre niña, ¡abre rápido! ¡Que tu abuela se mea!, gritaba mi madre, y mi abuela secundaba con voz dramática: Corre, chiquita, ¡que se me sale! Me sequé las lágrimas pero la nariz roja me delató. ¿Has estado llorando? No dije que sí, pero rompí a llorar de nuevo. ¿Qué te pasa, niña? Me ahogaba del disgusto y me senté en el filo de la bañera mientras mi madre le bajaba las bragas a mi abuela. ¿Ha sido en el cumpleaños? Afirmé con la cabeza y esa fue la metodología que adoptamos. ¿Te has dado algún golpe? Negué de izquierda a derecha. ¿Te ha pegado alguien? Volví a negar, los mocos cayéndome. ¿Entonces qué? ¡Habla, niña! Solté un berrido en mi intento de pronunciar alguna palabra, estaba realmente rota. Bueno, lávate la cara y me lo dices. Me acerqué al grifo y salió: Me han dicho gorda. Mi abuela puso el grito en el cielo, ya que para ella mis mofletes y extremidades rollizas representaban su ideal de belleza. Tu prima sí que está gorda, atajó mi madre. Me da igual, yo creía que la Ágata era mi amiga. Mi madre se volvió hacia mí con la cara roja de levantar a mi abuela y sentenció: Tu madre es tu mejor amiga. La única. Que lo sepas.

Maléfica

Maléfica

En mi casa todo lo que se rompe así se queda. Solo se compra otro objeto nuevo si mis padres lo consideran imprescindible. Una bombilla sí, un tostador no. Calentamos el pan del desayuno en la hornilla, con las tostadas pinchadas en un objeto de cocina puntiagudo y alargado que es como la evolución del palo donde los cromañones ensartaban las ratas para asarlas. Como si fuéramos un grupo de niños americanos que calientan sus malvaviscos alrededor de la fogata en un campamento de verano. La diferencia es que nuestro fueguecillo no propicia la cháchara, pues calentamos el pan por turnos. Es muy importante no desviar la atención, porque las tostadas no se calientan pero se tiznan rápido. Dicen que la comida chamuscada es cancerígena, aunque quién sabe si viviremos tanto.

El armario del cuarto de baño perdió su espejo. Un día las bisagras se desplazaron y, ante el riesgo de decapitación que suponía lavarse la cara, decidimos quitarlo. Ordené quitarlo. Cuando me enjuagaba la boca tras cepillarme los dientes ponía la mano izquierda sobre el espejo. No sé a qué esperas, va a ocurrir una desgracia: culpé a mi padre de la futura desgracia y me hizo caso. La jarra de agua, que es de plástico, perdió parcialmente su tapón y quedó roto con pequeños dientecillos hacia arriba. Ahora, cada vez que lo quitamos o lo ponemos nos hace un poco de daño en las yemas de los dedos. Pero nada comparado con el dolor tras la pérdida de la tele de la cocina. Murió por causas naturales, una mañana no despertó. Al poco, se rompió el horno. Se acabaron las pizzas, dijo mamá. Me da igual, contesté. Y luego enumeró otra serie de cosas para herirme: No más bizcochos, pimientos asados ni tortas de aceite.

Mis padres hablan con mi hermano en el salón sobre cosas que hacen falta. El sofá, que tiene más años que yo, es otra de ellas. Escucho todo desde la cocina y me niego a gastar mi sueldo en cosas para mejorar este lugar decrépito del que me quiero ir. La casa es malvada, posesiva, y hace que se rompan las cosas para que yo no me vaya. Quiere que gaste mi dinero en complacerla y así retenerme para siempre. Cuando cobro mi primer sueldo compro una lámpara para leer en el salón, una colcha, una estantería, una silla giratoria y una vela aromática que no hacía falta pero solo costaba un euro y estaba situada cerca de la caja para pagar. Si quiero aportar algo mis padres se niegan una vez, quieren que ahorre, pero luego dan las gracias. Ya no compraré mucho más, irme se ha convertido en una necesidad básica. Me marcharé y dejaré a mi padre y a mi madre hundidos en el sofá.

Pared

Pared

Mi padre me dijo en otoño que no colocase mi cama junto a la ventana, porque en invierno iba a pasar mucho frío. Mi padre no suele darme consejos, porque él cree que no es nadie para darlos, a menos que esté muy seguro de algo. Y si algo es seguro, es que en invierno hace frío. Sin embargo, este invierno llegó templado. El invierno ha desistido y ha dicho que se aburre de ser invierno, que prefiere ser mediocre. El invierno se ha sumado a tantas otras cosas que deberían ser como siempre han sido y no son ni de lejos como imaginábamos. Yo he perdido la esperanza en el porvenir, en el capitalismo y ahora, en el invierno. También he dejado de creer que soy adulta, por eso, además de colocar finalmente mi cama junto a la ventana —mi padre no se opuso, una vez dada su opinión—, pinté mi habitación de rosa. Lo hice un poco por rebeldía, porque al no ser adulta practicante, debo mantener mi confesión adolescente.

Verde era la hoja

Verde era la hoja

Manolo Escobar ha muerto, me lo dijo mi madre. Como la mañana en que mi abuela murió y me mandó un SMS. A veces sueño que viene por casa, le digo: Abuela, pero tú hace mucho que vives en el nicho. Mi madre sueña más con mi abuelo, le regaña para que se bañe: ¡Venga, a la ducha!, como si tuviera que cumplir in aeternum la tarea de los cuidados. A mi abuela le gustaba Manolo Escobar, sus canciones formaban parte de mi infancia y también las películas. Se ponía muy tonta cuando salía en la tele: Lidia, siéntate conmigo. La sonrisilla platónica, el canturreo ligero. Movía las piernas con las que no podía caminar: enfermedad degenerativa crónica de progresión lenta. De carácter también rígido, como sus articulaciones. A veces la odié hasta el llanto, eso solo Mariela lo sabía.

Se va deshaciendo la banda sonora, como el sonido de la voz de los fallecidos. Ahora duermo en la que era su habitación: quedan las paredes, pero los elementos

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