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En el undécimo piso solo había un armario y una puerta corredera de cristal que se abría a un pequeño balcón. Desde ahí se veía el edificio de enfrente, donde un hombre sentado fumaba al aire libre en camiseta y pantalón corto pese a ser octubre. Willem levantó una mano a modo de saludo, pero él no respondió.
Jude estaba abriendo y cerrando la puerta del armario que se plegaba en acordeón cuando Willem entró en el dormitorio.
—Solo hay un armario —comentó.
—No importa —respondió Willem—. De todos modos no tengo nada que guardar en él.
—Yo tampoco.
Sonrieron. La administradora de fincas apareció detrás de ellos.
—Nos lo quedamos —anunció Jude.
Sin embargo, de vuelta en la oficina la administradora les comunicó que no podían alquilar el piso.
—No ganan lo suficiente para cubrir el alquiler de seis meses, y no tienen ahorros. —De pronto se mostraba tensa. Tras comprobar las cuentas bancarias y su crédito, por fin se había percatado de que era un poco extraño que dos hombres de veintitantos años que no eran pareja intentaran alquilar un piso de un solo dormitorio en un tramo soso (aunque caro) de la calle Veinticinco—. ¿Cuentan con alguien que pueda avalarlos? ¿Un jefe? ¿Sus padres?
—Nuestros padres han muerto —se apresuró a responder Willem.
La administradora suspiró.
—Entonces les sugiero que bajen sus expectativas. Nadie que gestione correctamente un edificio querrá alquilar a unos solicitantes de su perfil financiero. —Se levantó con actitud tajante y miró hacia la puerta de manera elocuente.
Sin embargo, cuando más tarde les contaron a JB y a Malcolm lo ocurrido, le dieron un aire cómico: el suelo del piso de pronto estaba tatuado de excrementos de roedor, el hombre del edificio de enfrente era poco menos que un exhibicionista y la administradora se disgustó cuando intentó flirtear con Willem y él no le siguió el juego.
—De todos modos, ¿quién quiere vivir en la Veinticinco con la Segunda? —preguntó JB.
Se encontraban en el Pho Viet Huong de Chinatown, donde se reunían un par de veces al mes para cenar. Aunque en el Pho Viet Huong no se comía muy bien —servían una pho curiosamente azucarada, el zumo de lima sabía a jabón, y después de cada comida al menos uno de ellos se sentía indispuesto—, seguían yendo allí por inercia y por necesidad. En el Pho Viet Huong servían un bol de sopa o un sándwich por cinco dólares, o bien un plato principal que costaba entre ocho y diez dólares y era tan abundante que podían guardar la mitad para el día siguiente o comérselo más tarde esa misma noche. Malcolm era el único que nunca se lo terminaba ni se guardaba la mitad; cuando se quedaba satisfecho dejaba el plato en el centro de la mesa para que Willem y JB —que siempre estaban hambrientos— se lo acabaran.
—Por supuesto que no queremos vivir en la Veinticinco con la Segunda, JB —respondió Willem con sorna—, pero no nos queda otra opción. No tenemos dinero, ¿recuerdas?
—No entiendo por qué no os quedáis donde estáis —señaló Malcolm, que empujaba las setas y el tofu por el plato con el tenedor (siempre pedía lo mismo: setas con tofu estofado en una melosa salsa marrón) bajo la mirada de Willem y JB.
—Bueno, yo no puedo —replicó Willem. Debía de habérselo contado a Malcolm una docena de veces en los últimos tres meses—. La novia de Merritt se instala en el piso y tengo que largarme.
—Pero ¿por qué tienes que irte tú?
—¡Porque el contrato está a nombre de él! —exclamó JB.
—Ah. —Malcolm guardó silencio. A menudo se olvidaba de lo que para él eran detalles intrascendentes, aunque tampoco parecía importarle que la gente se impacientara con él por olvidarlos—. Está bien. —Dejó las setas en el centro de la mesa—. Pero tú, Jude…
—No puedo quedarme eternamente en tu casa, Malcolm. Tus padres acabarán matándome.
—Mis padres te aprecian mucho.
—Eres muy amable. Pero dejarán de apreciarme si no me voy y pronto.
Malcolm era el único de los cuatro que todavía vivía en casa de sus padres, y como a JB le gustaba decir, si él tuviera una casa como la suya también viviría allí. No es que fuera particularmente espléndida —de hecho, no estaba bien conservada y toda ella crujía; en una ocasión a Willem se le clavó una astilla en la mano al pasarla por la barandilla—, pero era espaciosa: la típica vivienda urbana del Upper East Side. La hermana de Malcolm, Flora, que tenía tres años más que él, se había mudado hacía poco del sótano, y Jude ocupó su lugar como una solución a corto plazo; con el tiempo, los padres de Malcolm reclamarían el espacio para convertirlo en oficinas para la agencia literaria de su madre, lo que significaba que Jude (a quien de todos modos le resultaba demasiado difícil sortear el tramo de escaleras que conducía al sótano) tendría que buscarse un piso propio.
Por otra parte, era natural que se fuera a vivir con Willem, pues habían sido compañeros de habitación durante la época de la universidad. En su primer año los cuatro habían compartido un espacio que consistía en una sala común hecha con bloques de hormigón ligero, donde colocaron sus respectivas mesas, sillas y un sofá que las tías de JB transportaron con una furgoneta, y una segunda habitación, mucho más pequeña, en la que pusieron dos literas. La habitación era tan estrecha que Malcolm y Jude, que dormían en las camas de abajo, podían cogerse la mano si alargaban el brazo. Malcolm y JB compartían una, y Jude y Willem la otra. «Negros contra blancos», decía JB. A lo que Willem replicaba: «Jude no es blanco». Y Malcolm, más para contrariar a JB que porque en realidad lo pensara, añadía: «Y yo no soy negro».
—Bueno, os diría que os instalarais conmigo —dijo JB esa noche, acercando el plato de setas hacia él con el tenedor—, pero no creo que lo soportaríais.
JB vivía en un enorme y mugriento loft en Little Italy, lleno de extraños pasillos que conducían a espacios sin salida de formas curiosas que no se utilizaban, y a habitaciones inacabadas con tabiques de pladur a medio instalar, que pertenecía a un conocido de la universidad, Ezra, un artista más bien mediocre, aunque él no necesitaba ser bueno porque, como a JB le gustaba recordarles, no tendría que trabajar en toda la vida. No solo él, tampoco tendrían que hacerlo los hijos de los hijos de sus hijos. Eran libres de generar arte malo, invendible y sin valor durante generaciones, y aun así permitirse comprar a su antojo los mejores óleos y lofts de dimensiones poco prácticas en el centro de Manhattan, que destrozarían con sus pésimas decisiones arquitectónicas, y cuando se hartaran de la vida de artista —como JB estaba convencido de que a Ezra le ocurriría algún día—, solo tendrían que llamar a sus agentes fiduciarios, quienes les entregarían una suma tan elevada que ellos cuatro juntos (bueno, quizá con la excepción de Malcolm) no la verían en toda la vida. Entretanto era útil conocer a alguien como Ezra, no solo porque dejaba vivir en el loft a JB y a unos cuantos amigos más de la universidad —siempre había unas cuatro o cinco personas haciendo madrigueras en distintas esquinas—, sino porque era simpático y generoso, y le gustaba dar fiestas desmadradas en las que había comida, drogas y alcohol gratis en grandes cantidades.
—Espera —dijo JB, dejando los palillos—. Acabo de caer…, en la revista hay alguien que alquila el piso de su tía. Justo en el límite de Chinatown.
—¿Cuánto vale? —le preguntó Willem.
—Probablemente nada…, ella ni siquiera sabía qué pedir por él. Y busca a alguien conocido.
—¿Crees que podrías recomendarnos?
—Mejor aún, os presentaré. ¿Podéis venir mañana a la oficina?
Jude suspiró.
—Yo no podré escaparme —dijo, y miró a Willem.
—No te preocupes, yo sí. ¿A qué hora?
—Supongo que a la hora de comer. ¿A la una?
—Allí estaré.
Willem todavía tenía hambre, pero dejó que JB se comiera el resto de las setas. Luego esperaron un rato; a veces Malcolm pedía helado de yaca, lo único de la carta que siempre estaba bueno; comía dos bocados y lo dejaba, y entre JB y Jude se terminaban el resto. Pero esa noche no quiso helado, de modo que pidieron la cuenta para verificar que estuviera bien y dividir hasta el último dólar.
Al día siguiente Willem pasó a recoger a JB en su oficina. JB trabajaba de recepcionista en una revista pequeña pero influyente del SoHo que cubría la escena artística del centro de la ciudad. Era un empleo estratégico para él; su plan, como le había comentado a Willem una noche, era entablar amistad con uno de los redactores y a continuación convencerlo para que lo sacara en la revista. Calculaba que eso le llevaría seis meses, por lo que todavía tenía tres por delante.
La expresión que JB siempre mostraba en la oficina era de ligera incredulidad, tanto por el mero hecho de estar trabajando como por no haber visto aún reconocida su particular genialidad. No era un buen recepcionista. Aunque los teléfonos sonaban más o menos constantemente, él casi nunca respondía; cuando alguien quería ponerse en contacto con él (la cobertura del móvil dejaba mucho que desear), tenía que seguir un código especial que consistía en dejar sonar el timbre dos veces, colgar y llamar de nuevo. A veces ni aun así contestaba, pues sus manos siempre estaban ocupadas debajo del escritorio, peinando y trenzando marañas de pelo que cogía de una bolsa de basura negra depositada a sus pies.
JB estaba pasando lo que él denominaba su fase del pelo. Hacía poco había decidido aparcar la pintura por un tiempo para hacer esculturas de pelo negro. Sus tres amigos habían pasado un agotador fin de semana acompañando a JB a las barberías y los salones de belleza de Queens, Brooklyn, el Bronx y Manhattan; lo esperaban en la acera mientras él entraba a pedir a los dueños el pelo cortado y barrido, y luego lo seguían por las aceras cargando una bolsa cada vez más voluminosa. Entre sus primeras piezas figuraban La maza, una pelota de tenis que había esquilado, partido por la mitad y llenado de arena antes de cubrirla de pegamento y hacerla rodar una y otra vez sobre una alfombra de pelo, cuyas hebras se movían como algas bajo el agua, y Lo cotidiano, para la que revistió de pelo varios artículos domésticos: una grapadora, una espátula, una taza de té, etcétera. En esos momentos trabajaba en un proyecto a gran escala del que se negaba a hablar salvo a retazos, pero que suponía desenredar y trenzar muchos mechones creando un interminable cordón de pelo negro crespo. El viernes anterior había camelado a sus amigos con la promesa de invitarles a pizza y cerveza para que lo ayudaran a trenzar; sin embargo, al cabo de varias horas de trabajo tedioso, cuando quedó claro que no verían la pizza ni la cerveza en mucho rato, los tres se largaron, un poco irritados aunque no sorprendidos.
Todos estaban hartos del proyecto del pelo de JB; solo Jude creía que eran unas piezas hermosas y que algún día serían importantes. En agradecimiento, JB le regaló un cepillo cubierto de pelo, pero se lo reclamó cuando un amigo del padre de Ezra pareció interesado en comprarlo (aunque no lo hizo, JB nunca le devolvió a Jude el cepillo). El proyecto del pelo resultó ser muy complejo; otra noche en que los tres se dejaron camelar de nuevo para ir a Little Italy a buscar más pelo, Malcolm comentó que el material hedía. Y era cierto, aunque su olor no era muy desagradable, tan solo el penetrante tufo metálico que desprende el cuero cabelludo sin lavar. JB hizo una de sus grandes pataletas e insultó a Malcolm llamándolo negro renegado, Tío Tom y traidor a su raza, y Malcolm, que rara vez se enfadaba pero saltaba ante acusaciones como esas, derramó vino en la bolsa de pelo más cercana, se levantó y salió pisando fuerte. Peleas de chiquillos, o casi.
—¿Qué tal la vida en el planeta negro? —le preguntó Willem a JB el día en que quedaron para ver el piso.
—Negra —respondió JB, guardando en la bolsa la trenza que estaba desenredando—. Vamos, le he dicho a Annika que estaríamos allí a la una y media.
Sonó el teléfono del mostrador.
—¿No contestas?
—Ya volverán a llamar.
De camino al centro de la ciudad JB no dejó de quejarse. Hasta entonces había concentrado gran parte de su poder de seducción en un redactor veterano llamado Dean a quien todos llamaban DeeAnn. JB había asistido con Malcolm y Willem a una fiesta en el piso que los padres de uno de los redactores subalternos tenían en el edificio Dakota, donde se sucedían, una tras otra, habitaciones repletas de cuadros. Aprovechando que JB hablaba con colegas de su trabajo en la cocina, Malcolm y Willem se pasearon juntos por el piso (¿dónde estaba Jude esa noche?, seguramente trabajando) contemplando una colección de Edward Burtsynskys que colgaba en el cuarto de huéspedes, una serie de depósitos de agua de los Becher dispuesta en cuatro hileras de cinco sobre el escritorio del gabinete, un enorme Gurksy que flotaba por encima de las estanterías de la biblioteca y, en el dormitorio principal, una pared entera con fotografías de Diane Arbus que cubrían el espacio de una manera tan concienzuda que solo quedaban unas pocas pulgadas libres en la parte superior e inferior. Estaban admirando una fotografía de dos jóvenes con síndrome de Down de rostro dulce que jugaban ante la cámara en bañadores demasiado ceñidos y demasiado infantiles cuando Dean se acercó a ellos. Era un hombre alto con un pequeño rostro de ardilla marcado de viruela, que le confería un aspecto salvaje y poco de fiar.
Se presentaron y comentaron que eran amigos de JB. Dean les dijo que él era uno de los redactores veteranos de la revista y que se encargaba de cubrir la sección de arte.
—Ah —respondió Willem sin mirar a Malcolm, pues temía su reacción.
JB les había comentado que consideraba que el director de arte era un blanco en potencia; debía de ser él.
—¿Habéis visto alguna vez algo parecido? —les preguntó Dean, señalando con una mano las fotografías de Arbus.
—Nunca —respondió Willem—. Me encanta Diane Arbus.
Dean se puso rígido y sus pequeñas facciones parecieron apretujarse formando un nudo en el centro de su pequeño rostro.
—Es DeeAnn.
—¿Cómo?
—DeeAnn. Así es como se pronuncia su nombre.
A duras penas lograron salir de la habitación sin reírse.
—¡DeeAnn! —exclamó JB más tarde, cuando le contaron lo sucedido—. ¡Por Dios! Vaya capullo presuntuoso.
—Pero él es tu capullo presuntuoso —replicó Jude.
Y desde entonces se referían a Dean como «DeeAnn».
Por desgracia, pese a la inagotable persecución a la que JB sometió a DeeAnn, no estaba más cerca de publicar en la revista que tres meses antes. Y eso que incluso había dejado que se la chupara en la sauna húmeda del gimnasio. Todos los días JB encontraba un pretexto para introducirse en las oficinas de la redacción y acercarse al tablón de anuncios en el que colgaban las propuestas de artículos para los próximos tres números, todos los días buscaba su nombre en la sección dedicada a artistas con futuro y se llevaba un chasco. Su nombre no estaba pero sí el de mediocres sobrevalorados a los que les debían favores o que conocían a quienes les debían favores.
«Si alguna vez veo a Ezra allá arriba, me pegaré un tiro», decía JB a menudo, a lo que los demás respondían: «Tranquilo, no lo verás, JB», «No te preocupes, JB, algún día tú estarás allá arriba» y «¿Para qué los necesitas, JB? Encontrarás otra revista», a lo que él a su vez replicaba, respectivamente: «¿Estás seguro?», «Lo dudo, joder» y «He invertido todo este puto tiempo, tres meses enteros de mi puta vida, y será mejor que acabe allá arriba, joder, o esto habrá sido una puta pérdida de tiempo, como todo lo demás», y por «todo lo demás» se refería, de manera indistinta, al posgrado, al regreso a Nueva York, a los reality shows o a la vida en general, dependiendo de lo nihilista que se sintiera aquel día.
Seguía quejándose cuando llegaron. Willem era bastante nuevo en la ciudad —solo llevaba un año viviendo en ella— y no conocía Lispenard Street, que era poco más que un callejón de dos manzanas de largo y una manzana al sur de Canal, aunque JB, que había crecido en Brooklyn, tampoco había oído hablar de ella.
Dieron con el edificio y llamaron al 5C. Contestó por el interfono una chica de voz chirriante y hueca que les abrió la puerta. El vestíbulo, estrecho, de techo alto pintado de un color marrón mierda brillante y grumoso, hizo que se sintieran como en el fondo de un pozo.
La joven los esperaba en la puerta del piso.
—Eh, JB —lo saludó. Luego miró a Willem y se ruborizó.
—Annika, este es mi amigo Willem —le presentó JB—. Willem, Annika trabaja en el departamento de arte. Es una tía enrollada.
Annika bajó la vista y extendió la mano en un solo movimiento.
—Encantada de conocerte —respondió mirando hacia el suelo.
JB le dio una patada a Willem en el pie y sonrió. Willem no hizo caso.
—Lo mismo digo.
—Bueno, aquí tenéis el piso. Es de mi tía. Ha vivido en él cincuenta años, pero ahora se ha ido a una residencia. —Annika hablaba muy deprisa y parecía haber decidido que la mejor estrategia era tratar a Willem como si fuera un eclipse y no mirarlo. Hablaba cada vez más deprisa, de su tía y de cuánto había cambiado, en su opinión, el barrio, y de que ella nunca había oído hablar de Lispenard Street hasta que se fue a vivir al centro, y de que sentía que aún no estuviera pintado, pero su tía acababa de irse y solo había tenido tiempo de encargar que lo limpiaran el fin de semana anterior. Miraba a todas partes excepto a Willem: al techo (plafones decorativos de metal), los suelos (cuarteados pero de parquet), las paredes (donde cuadros que llevaban años colgados habían dejado sombras fantasmales). Al final Willem la interrumpió y preguntó si podía echar un vistazo al resto del piso.
—Oh, adelante —respondió Annika—. Os dejaré solos.
Sin embargo los siguió y continuó hablando a toda pastilla con JB de un tal Jasper que utilizaba el tipo de letra Archer para todo, y que si no le parecía demasiado redondeada y chocante como cuerpo de texto. Ahora que Willem le daba la espalda, ella lo miraba directamente, y cuanto más hablaba más bobas se volvían sus divagaciones.
JB observó cómo Annika observaba a Willem. Nunca la había visto comportarse de un modo tan nervioso e infantil (por lo general se mostraba hosca y callada, y en la oficina la temían un poco por haber colgado en la pared de encima de su mesa una elaborada escultura de un corazón hecha con cuchillas X-Acto), pero había visto a muchas mujeres actuar de ese modo en presencia de Willem. Todas lo hacían. Su amigo Lionel sostenía que Willem debió de ser pescador en una vida anterior, ya que no podía evitar atraer a las hembras. Sin embargo, a menudo Willem no parecía darse cuenta de la atracción que despertaba. En una ocasión JB le preguntó a Malcolm a qué creía que se debía y resultó que según él Willem era poco consciente de ese poder. JB soltó un gruñido por toda respuesta, pues creía que si Malcolm, el ser más obtuso que conocía, se había percatado de cómo reaccionaban las mujeres ante Willem, era imposible que el propio Willem no se hubiera dado cuenta. Según Jude, en cambio, Willem lo hacía a propósito para que los hombres que estaban con él no se sintieran amenazados. Eso tenía más sentido; Willem caía bien a todo el mundo y nunca hacía nada que pudiera incomodar a nadie, de modo que era posible que, quizá inconscientemente, fingiera no darse cuenta. Aun así, era fascinante, y los tres amigos nunca se cansaban de observarlo o de tomarle el pelo, pero él se limitaba a sonreír y permanecía callado.
—¿Funciona bien el ascensor de la finca? —le preguntó Willem volviéndose bruscamente.
—¿Cómo? —respondió Annika, sobresaltada—. Sí, es muy fiable. —Apretó sus pálidos labios para dibujar una estrecha sonrisa en la que, avergonzado por ella, JB reconoció un coqueteo. «Oh, Annika», pensó—. ¿Qué piensas traer al piso de mi tía?
—A nuestro amigo —respondió él antes de que lo hiciera Willem—. Le cuesta subir escaleras y necesita que el ascensor funcione.
—Oh, lo siento —dijo ella ruborizándose de nuevo. Miró otra vez al suelo—. Sí que funciona.
El piso dejaba mucho que desear. Había un pequeño distribuidor, poco más grande que un felpudo, que comunicaba a la derecha con la cocina (un pequeño cubo sofocante y grasiento) y a la izquierda con un comedor con capacidad para una mesa de juego. Media pared separaba ese espacio de la sala de estar, donde había cuatro ventanas orientadas al sur, todas con rejas, que daban a una calle llena de escombros; enfilando un corto pasillo estaban, a la derecha, el cuarto de baño, con sus apliques de vidrio opalino y una bañera con el esmalte gastado, y enfrente el dormitorio, largo pero estrecho, con otra ventana; allí había los bastidores de madera de dos camas individuales colocados en paralelo y pegados a la pared. Uno de ellos tenía un futón, una masa voluminosa y tosca que pesaba como un caballo muerto.
—El futón está por estrenar —señaló Annika.
Y les contó que al principio ella tenía intención de mudarse allí, y que incluso compró el futón, pero nunca llegó a utilizarlo porque al final se fue a vivir con su amigo Clement, que no era su novio, solo un amigo, y, uf, qué boba era por contarlo. De todos modos, si Willem quería el piso podía quedarse con el futón.
Willem le dio las gracias.
—¿Qué te parece, JB?
¿Qué le parecía? Pues que era un cuchitril. Él también vivía en un cuchitril porque le salía gratis, de modo que el dinero que habría tenido que invertir en el alquiler lo podía gastar en pintura, víveres y drogas, y tomar un taxi de vez en cuando. Sin embargo, si algún día Ezra decidía cobrarle el alquiler, en modo alguno se quedaría allí. Tal vez su familia no tenía tanto dinero como la de Ezra o la de Malcolm, pero bajo ningún concepto permitiría que lo malgastara viviendo en un cuchitril. Le buscarían algo mejor, o le darían una pequeña asignación mensual para ayudarlo a salir adelante. En cambio, Willem y Jude no tenían elección; debían pagarlo de su bolsillo y estaban sin blanca, por lo que no les quedaba más remedio que vivir en un cuchitril. Así las cosas, probablemente habían encontrado su lugar: era barato, se hallaba en el centro de la ciudad y su casera en potencia ya estaba enamorada del cincuenta por ciento de los inquilinos.
—Creo que es perfecto —le dijo a Willem, y él le dio la razón.
Annika dejó escapar un gritito y tras una apresurada conversación cerraron el trato: Annika tenía inquilinos, y Willem y Jude disponían de un lugar donde vivir, y todo antes de que JB tuviera que recordarle a Willem que no estaría de más que lo invitara a un plato de fideos antes de regresar a la oficina.
JB no era dado a la introspección, pero aquel domingo, durante el trayecto en metro hasta la casa de su madre, no pudo evitar sentir cierta satisfacción y algo parecido a la gratitud por la vida y la familia que tenía.
Su padre, que había emigrado a Nueva York desde Haití, murió cuando JB tenía tres años, y aunque a él siempre le gustaba pensar que recordaba su rostro —bondadoso y gentil, con un estrecho bigote y mejillas que se redondeaban al sonreír—, no sabía si solo creía recordarlo, pues había crecido observando la fotografía que su madre tenía en la mesilla de noche, o de verdad lo recordaba. Esa fue su única tristeza de niño, y era más bien una tristeza obligada. No tenía padre, y sabía que los niños sin padre lloraban su ausencia. No obstante, él nunca experimentó esa angustia. Al morir su padre, su madre, que era una estadounidense haitiana de segunda generación, hizo un doctorado en pedagogía al tiempo que impartía clases en la escuela pública del barrio que había considerado que era mejor para JB. Al empezar él la secundaria como becario en un colegio privado caro situado casi a una hora en transporte público de su casa de Brooklyn, ella era la directora de un instituto con un programa especializado, en Manhattan, y profesora adjunta en el Brooklyn College. The New York Times le dedicó un artículo por sus métodos de enseñanza innovadores, y aunque JB no lo demostraba delante de sus amigos, estaba orgulloso de ella.
Su madre siempre estaba ocupada cuando JB era pequeño, pero él nunca se sintió abandonado, nunca se le ocurrió pensar que ella quería más a sus alumnos. En casa estaba su abuela, que cocinaba todo lo que él le pedía, le cantaba en francés, y le decía que era un tesoro, un genio y el hombre de su vida. Luego estaban sus tías, la hermana de su madre, una detective de Manhattan, y su novia, una farmacéutica estadounidense de segunda generación (aunque ella era de Puerto Rico, no de Haití), que no tenían hijos y lo trataban como si él lo fuera. La hermana de su madre era deportista, y le enseñó a atrapar y tirar una pelota (algo que ni siquiera entonces despertaba su interés, pero que más tarde resultaría un instrumento social útil), mientras que a su novia le interesaba el arte. Uno de los primeros recuerdos de JB era la visita que hizo con ella al Museo de Arte Moderno y recordaba vívidamente cómo se quedó absorto, mudo de asombro, ante Uno (Número 31, 1950), sordo a la explicación de su tía sobre cómo había pintado Pollock el cuadro.
En el instituto, donde le pareció necesario recurrir a ciertos ajustes para hacerse notar pero sobre todo para incomodar a sus compañeros de clase blancos y ricos, JB alteró un poco la verdad acerca de sus circunstancias: se convirtió en otro chico negro huérfano de padre, con una madre que había terminado sus estudios poco antes de que él naciera (se callaba que lo que había terminado era el doctorado, por lo que la gente suponía que era la secundaria) y una tía que hacía la calle (de nuevo, daban por hecho que era prostituta, pues no se les ocurría que se tratara de una detective). La foto de familia que más le gustaba la tomó su mejor amigo del instituto, un chico llamado Daniel a quien le reveló la verdad poco antes de dejarle hacer el retrato. Daniel había trabajado en una serie de familias «de los márgenes», como él las llamaba, y antes de llevarlo a casa JB se apresuró a corregir la percepción de que su tía era una mujer de dudoso comportamiento y su madre casi una analfabeta. Daniel abrió la boca pero no pronunció palabra; en ese mismo momento la madre de JB salía a la puerta y les decía que entraran, que hacía frío, y obedecieron.
Daniel estaba todavía estupefacto, cuando entraron en la sala de estar, donde Yvette, la abuela de JB, estaba en su silla de respaldo alto preferida junto a la tía Christine y Silvia, su novia, a un lado, y JB y su madre se sentaron al otro. Justo antes de que Daniel tomara la fotografía Yvette quiso que JB ocupara su sitio. «Él es el rey de la casa», le dijo a Daniel cuando las hermanas protestaron. «¡Jean-Baptiste! ¡Siéntate!» Y él lo hizo. En la fotografía JB aferraba los brazos del sillón con sus manos rollizas (por entonces ya era rollizo), y a un lado y otro las mujeres le sonreían radiantes. Él, sentado en la silla que debería haber ocupado su abuela, miraba directamente a la cámara con una gran sonrisa en el rostro.
La fe que tenían en que algún día triunfaría se mantuvo firme de un modo casi desconcertante. Estaban convencidas —aun cuando su propia convicción era puesta a prueba tantas veces que resultaba difícil autogenerarla— de que llegaría a ser un artista importante, que su obra colgaría en los principales museos, que si aún no le habían dado una oportunidad era porque no apreciaban su talento como era debido. A veces, él las creía y se dejaba alentar por su confianza. En otras ocasiones desconfiaba de ellas; sus opiniones parecían ser tan contrarias a las del resto del mundo que se preguntaba si se mostraban condescendientes con él o estaban locas. O tal vez era solo que tenían mal gusto. ¿Cómo podía diferir tanto el criterio de cuatro mujeres del de todos los demás? Sin duda las probabilidades de que tuvieran razón eran escasas.
No obstante, todos los domingos sentía alivio al visitar en secreto su casa, donde la comida era abundante y gratuita, su abuela le hacía la colada, y cada palabra que pronunciaba y cada boceto que enseñaba eran saboreados entre murmullos de aprobación. La casa de su madre era terreno conocido, un lugar en el que él siempre era objeto de reverencia, donde todas las costumbres y tradiciones parecían hechas a su medida y a la de sus necesidades particulares. En algún momento de la velada —después de cenar pero antes del postre, mientras todos descansaban en la sala de estar viendo la televisión, y el gato de su madre se le enroscaba en el regazo dándole calor— él miraba a sus mujeres y sentía que algo se hinchaba en su interior. Pensaba entonces en Malcolm, con un padre dotado de una inteligencia implacable y una madre afectuosa aunque distraída, y a continuación en Willem, cuyos padres habían fallecido (JB solo los había visto el fin de semana de la mudanza de su primer año y le sorprendió lo taciturnos, formales y distintos a él que eran), y por último, por supuesto, en Jude, que tenía unos padres inexistentes (un misterio; hacía casi una década que conocían a Jude y todavía no estaban seguros de si había padres siquiera, solo sabían que la situación era triste y que ese tema estaba vedado), y entonces se sentía feliz. «Tengo suerte», pensaba, y luego, porque era competitivo y siempre tomaba nota de dónde estaba frente a sus iguales en todos los aspectos de la vida, «soy el más afortunado de todos». Pero nunca se le ocurrió pensar que aquello fuera inmerecido o que debía esforzarse más para expresar su agradecimiento; su familia estaba contenta cuando él lo estaba, por lo que su único deber, pensaba, era estar contento y llevar exactamente la vida que quería, en las condiciones que quisiera.
—Nadie tiene la familia que se merece —dijo Willem en una ocasión en que estaban muy colocados. Por supuesto, hablaba de Jude.
—Estoy de acuerdo —respondió JB. Y era cierto que lo estaba, pues ninguno de ellos (ni Willem, ni Jude, ni siquiera Malcolm) tenía la familia que se merecía.
Pero en secreto JB se consideraba una excepción. Él sí tenía la familia que se merecía. Era de verdad maravillosa y lo sabía. Y, aún más, se la merecía. «Ahí está mi muchacho brillante», decía Yvette cada vez que lo veía entrar en la casa. A JB nunca se le había ocurrido pensar que podía estar equivocada.
El día de la mudanza el ascensor se estropeó.
—Maldita sea —murmuró Willem—. Se lo pregunté expresamente a Annika. JB, ¿tienes su número de teléfono?
Pero JB no lo tenía.
—En fin —dijo Willem. ¿De qué serviría mandarle un mensaje?—. Lo siento, chicos, tendremos que subirlo todo por las escaleras.
A ninguno de ellos pareció importarle. Era un bonito día de finales de otoño, hacía el frío justo, sin lluvia y con mucho viento, y eran ocho para trasladar unas pocas cajas y muebles —Willem, JB, Jude y Malcolm, el amigo de JB, Richard, la amiga de Willem, Carolina, y dos amigos que los cuatro tenían en común que se llamaban Henry Young, a quienes todos llamaban Henry Young el Asiático y Henry Young el Negro para distinguirlos.
Malcolm, que cuando menos te lo esperabas resultaba ser un gestor eficiente, distribuyó las tareas. Jude subiría al piso y desde allí dirigiría el tráfico y la colocación de las cajas. Mientras daba indicaciones empezaría a desempaquetar los grandes bultos y a vaciar las cajas. Carolina y Henry Young el Negro, que eran bajos y fuertes, acarrearían las cajas de libros, que tenían un tamaño manejable. Willem, JB y Richard cargarían los muebles. Y entre Henry Young el Asiático y él se ocuparían de todo lo demás. En cada viaje a la portería todos bajarían las cajas que Jude habría desarmado y las amontonarían junto a los cubos de basura de la acera.
—¿Necesitas ayuda? —preguntó Willem a Jude en voz baja cuando empezaron a dispersarse para ocuparse de sus tareas.
—No —respondió él escuetamente, y Willem observó su titubeante y lento ascenso por las escaleras, que eran muy empinadas.
Fue una mudanza fácil, eficiente y sin imprevistos; en cuanto terminaron de subir los bultos y de sacar los libros de las cajas se comieron la pizza, luego toda la cuadrilla se fue a alguna fiesta o de bares, y Willem y Jude se quedaron por fin solos en su nuevo piso. El espacio era un caos, pero la perspectiva de colocar las cosas en su sitio les pareció demasiado agotadora, de modo que estuvieron remoloneando sorprendidos de lo rápido que se había hecho de noche y de que tuvieran un lugar donde vivir en Manhattan; un lugar que podían permitirse pagar. Aunque ambos habían advertido que sus amigos callaban educadamente al ver el piso (el dormitorio con las dos estrechas camas individuales —«como sacadas de un asilo de pobres victoriano», como le había dicho Willem a Jude— había acaparado la mayor parte de los comentarios), no les importó; era suyo, tenían un contrato de dos años, así que nadie podría arrebatárselo. Allí podrían incluso ahorrar un poco. Además, ¿para qué necesitaban más espacio? Por supuesto, ambos tenían ansias de belleza, pero eso tendría que esperar. O más bien ellos tendrían que esperar.
Estaban hablando y a Jude se le cerraban los párpados; Willem supo, por el constante aleteo de colibrí de sus párpados y la fuerza con que cerró el puño y se le veían los hilos verde mar de las venas sobresaliendo del dorso de la mano, que Jude estaba dolorido. Por lo rígidas que tenía las piernas, apoyadas en una caja de libros, supo que el dolor era fuerte, y también que él no podía hacer nada por aliviarlo. Si le decía: «Jude, deja que te traiga una aspirina», él replicaría: «Estoy bien, Willem. No necesito nada». Y si le decía: «Jude, ¿por qué no te echas un rato?», él respondería: «Estoy bien, Willem. Deja de preocuparte». De modo que al final hizo lo que con los años todos habían aprendido a hacer cuando a Jude le dolían las piernas, que era poner alguna excusa, levantarse y salir de la habitación, para que Jude pudiera quedarse tumbado totalmente inmóvil y esperar a que el dolor pasara sin tener que dar conversación a nadie ni gastar energías fingiendo que todo iba bien, que solo estaba cansado, que le había dado un calambre o cualquier explicación tonta que se le ocurriera.
Willem encontró en el dormitorio la bolsa de basura donde estaban las sábanas, y preparó primero el futón y luego la cama de Jude (que por muy poco había comprado la semana anterior a la que pronto sería la exnovia de Carolina). Clasificó la ropa en camisas, pantalones, ropa interior y calcetines, asignando a cada categoría una caja de cartón (de donde había sacado los libros) que metió debajo de la cama. Dejó la ropa de Jude tal como estaba y entró en el cuarto de baño, lo limpió y desinfectó antes de poner en su sitio el dentífrico, los jabones, las cuchillas de afeitar y los champúes. Se detuvo un par de veces para echar un vistazo a la sala de estar, donde Jude seguía en la misma postura, con los ojos cerrados, el puño apretado y la cabeza ladeada para que no pudiera verle la expresión.
Los sentimientos de Willem hacia Jude eran complejos. Si bien lo quería —esa era la parte sencilla—, temía por él, y a veces se sentía más un hermano mayor protector que su amigo. Sabía que Jude había estado y estaría bien sin él, pero a veces veía actitudes que lo perturbaban, lo que le creaba impotencia y paradójicamente aumentaba su determinación de ayudarlo, aunque Jude casi nunca pedía ayuda. Todos apreciaban y admiraban a Jude, pero a menudo Willem tenía la impresión de que a él le dejaba atisbar algo más —solo un poco más— que al resto, y no estaba seguro de qué se suponía que tenía que hacer.
El dolor en las piernas, por ejemplo; desde que lo conocían Jude siempre había tenido problemas con las piernas. Era difícil pasarlo por alto, pues iba con bastón en la facultad, y cuando era más joven —era muy joven cuando lo conocieron, tenía dos años menos que ellos y todavía estaba en la fase de crecimiento— solo podía caminar con la ayuda de una muleta ortopédica y llevaba unos pesados hierros a modo de tablillas sujetos a las piernas cuyas clavijas externas, taladradas en los huesos, le imposibilitaban doblar las rodillas. Sin embargo, él no se quejaba nunca, y tampoco pasaba por alto el dolor de los demás; en su segundo año JB resbaló en el hielo, se cayó y se rompió la muñeca, y todos recordaban el revuelo que armó, sus teatrales quejidos y gritos de sufrimiento, y cómo después de que se la enyesaran se negó a irse de la enfermería de la universidad, donde recibió tantas visitas que el periódico universitario escribió un artículo sobre él. En la residencia había otro tipo, un jugador de fútbol, que se torció el menisco y no paraba de decir que JB no tenía ni idea de qué era el dolor, pero Jude iba a ver a JB todos los días, al igual que Willem y Malcolm, y le dedicaba toda la compasión que él anhelaba.
Una noche, poco después de que JB accediera a que le dieran el alta y regresara a la residencia para disfrutar de otra ronda de atenciones, Willem se despertó y encontró la habitación vacía. En realidad no era tan raro: JB estaba en casa de su novio, y Malcolm, que ese semestre asistía a una clase de astronomía en Harvard, estaba en el laboratorio, donde dormía los martes y jueves. Él mismo a menudo dormía fuera, normalmente en la habitación de su novia, pero esa noche la chica tenía la gripe y él se había quedado en la residencia. Jude, en cambio, siempre estaba allí. Él no tenía novio ni novia, y pasaba la noche en la habitación; su presencia bajo la litera de Willem era tan constante como el mar.
No estaba seguro de qué lo empujó a levantarse de la cama y quedarse durante un minuto como atontado, en el centro de la habitación silenciosa, mirando a su alrededor, como si Jude estuviera colgado del techo como una araña. Al advertir que la muleta había desaparecido empezó a llamarlo en voz baja por la sala de estar, y como no tuvo respuesta salió del dormitorio y recorrió el pasillo hasta el cuarto de baño comunal. En contraste con la oscuridad de su habitación, el lugar se hallaba desagradablemente iluminado y los tubos fluorescentes emitían un continuo y débil zumbido; Willem se sintió tan desorientado que no se sorprendió tanto como cabía esperar al ver en el último cubículo la pierna de Jude saliendo por debajo de la puerta, junto a la punta de la muleta.
—¿Jude? —susurró, golpeando la puerta del cubículo. Al ver que no respondía, añadió—: Voy a entrar. —Abrió la puerta de un tirón y encontró a Jude en el suelo, con una pierna doblada contra el pecho. Había arrojado y parte del vómito formaba un charco en el suelo delante de él; una especie de costra moteada de color asalmonado le cubría los labios y la barbilla. Con los ojos cerrados y sudoroso, agarraba el extremo curvado de la muleta con esa fuerza que, como Willem reconocería más tarde, solo emana de un profundo malestar.
Sin embargo, en ese momento Willem se quedó tan asustado y confuso que empezó a hacer preguntas que Jude no estaba en condiciones de responder. Solo al tirar de él para levantarlo y oír el grito de Jude comprendió lo dolorido que estaba.
Medio a rastras consiguió llevarlo a su habitación, donde lo acostó como pudo y lo limpió con escasa pericia. A esas alturas parecía que había pasado lo peor del dolor, y cuando Willem le preguntó si quería que llamara al médico, Jude negó con la cabeza.
—Pero, Jude, estás sufriendo. Tenemos que pedir ayuda.
—No sirve de nada —respondió él, y guardó silencio unos minutos—. Solo tengo que esperar. —Su voz era un débil susurro casi irreconocible.
—¿Qué puedo hacer?
—Nada, Willem. —Los dos permanecieron callados—. Pero ¿puedes quedarte un rato conmigo?
—Por supuesto.
A su lado, Jude se sacudía y temblaba como si tuviera frío, Willem cogió el edredón de su cama y lo envolvió con él. Buscó debajo de la manta la mano de Jude y le abrió el puño para sostener su húmeda y callosa palma. Hacía mucho que no cogía la mano de otro chico —no había vuelto a hacerlo desde la operación de su hermano, de la que ya hacía años— y le sorprendió la fuerza con que Jude lo agarraba, lo musculosos que eran sus dedos. Jude tiritó y castañeteó durante horas, hasta que al final él se tumbó a su lado y se durmió.
A la mañana siguiente se despertó en la cama de Jude con la mano palpitando, y al examinársela vio que estaba amoratada por donde los dedos de Jude la habían agarrado. Se levantó y entró tambaleando en la sala comunal, donde encontró a Jude sentado a su mesa leyendo; sus facciones eran indistinguibles a la brillante luz de la mañana.
Jude alzó la vista al oírlo entrar y se levantó, y por un momento se miraron en silencio.
—Willem, lo lamento mucho —dijo por fin.
—Jude, no hay nada de que lamentarse —dijo con sinceridad.
—Lo lamento, lo lamento mucho —repitió Jude, y por mucho que Willem lo intentó, no logró reconfortarlo—. No se lo cuentes a Malcolm ni a JB —le pidió.
—Tranquilo —le prometió Willem.
Y nunca lo hizo. Al final dio lo mismo, porque Malcolm y JB también lo vieron sufrir, aunque pocos episodios fueron tan intensos como el que él presenció aquella noche.
Aunque Willem en los años sucesivos lo vio sufrir toda clase de dolores y hacer muecas por pequeñas molestias, jamás habló de ello con él. Y en ocasiones, cuando la incomodidad era demasiado profunda, lo vio vomitar, doblarse en el suelo o bien quedarse mirando al vacío, con la mente en blanco, como en esos momentos en la sala de estar. A pesar de que era un hombre que guardaba sus promesas, a menudo Willem se preguntaba por qué nunca sacaba el tema, por qué jamás animaba a Jude a hablar de lo que sentía, por qué nunca se había atrevido a hacer lo que el instinto le pedía una y otra vez: sentarse a su lado y frotarle las piernas, intentar relajar sus nervios dañados. En lugar de eso se escondía en el cuarto de baño, mientras a unos pasos uno de sus amigos más queridos estaba sentado solo en un sofá horrible, iniciando el lento, triste y solitario viaje de regreso a la conciencia, a la tierra de los vivos, sin nadie a su lado.
—Eres un cobarde —le dijo a su reflejo en el espejo del cuarto de baño.
El rostro le sostuvo cansinamente asqueado la mirada. De la sala de estar solo llegaba silencio, pero Willem se colocó donde no pudiera verlo Jude, esperando a que volviera en sí.
«Es un cuchitril», le había comentado JB y, aunque no se equivocó —solo con ver la portería ya se le había erizado la piel—, Malcolm regresó a su casa apesadumbrado, preguntándose una vez más si seguir viviendo en la casa de sus padres era preferible a vivir en un cuchitril propio.
Si obraba con lógica, debía quedarse donde estaba. Ganaba muy poco y trabajaba muchas horas, y la casa de sus padres era lo bastante grande para que, en teoría, solo los viera si quería. Aparte de ocupar toda la cuarta planta (que, con franqueza, no era mucho mejor que un cuchitril debido al caos que reinaba, pues su madre había dejado de mandar a Inez, la asistenta, cuando él se quejó a gritos de que había roto una de sus maquetas de casas), tenía acceso a la cocina, a la lavadora y a todo el surtido de periódicos y revistas a los que sus padres estaban suscritos, y una vez a la semana añadía su ropa a la bolsa que su madre dejaba en la tintorería camino de la oficina y que Inez recogía al día siguiente. No se sentía orgulloso de ese arreglo, ni del hecho de que a los veintisiete años su madre lo siguiera llamando al trabajo cuando encargaba las provisiones de la semana para preguntarle si comería fresones, o si quería trucha o dorada esa noche para cenar.
Las cosas serían más fáciles si sus padres respetaran su propia división de espacio y tiempo. Aparte de esperar de él que desayunara por las mañanas y comiera todos los domingos con ellos, iban a verlo con frecuencia, llamando a la puerta al mismo tiempo que giraban el pomo, lo que invalidaba el propósito de la llamada, como se lo había repetido hasta la saciedad. Sabía que era pueril y desagradecido, pero a veces le aterraba volver a casa por la charla que inevitablemente tendría que soportar antes de que pudiera escabullirse escaleras arriba como un adolescente. Sobre todo le aterraba pensar cómo sería su vida ahora que Jude ya no viviría allí; aunque el sótano era más privado que su piso, sus padres también habían tomado la costumbre de pasar por allí cuando el chico vivía con ellos, de modo que cuando Malcolm bajaba a verlo, a veces encontraba a su padre aleccionándolo sobre algo aburrido. Su padre congeniaba mucho con Jude —a menudo le decía que tenía verdadero peso y profundidad intelectuales, a diferencia de sus otros amigos, que eran en esencia alocados—, y en ausencia de Malcolm era a él a quien su padre recreaba con sus enrevesadas elucubraciones sobre el mercado, las cambiantes realidades financieras globales y otros temas que a su hijo no le interesaban demasiado. De hecho, a veces sospechaba que su padre habría preferido tener a Jude como hijo, pues los dos habían estudiado derecho en la misma facultad, el juez para el que Jude empezó a trabajar había sido el mentor de su padre en su primer bufete y el chico era ahora ayudante de fiscal en el Departamento de Criminología de la Fiscalía General, el mismo cargo que el padre de Malcolm tuvo de joven.
«Verás como ese chico será alguien» o «Es tan poco habitual conocer al comienzo de su carrera a alguien que será un profesional de éxito hecho a sí mismo», declaraba su padre a menudo delante de Malcolm y de su madre después de hablar con Jude; parecía satisfecho consigo mismo, como si él fuera de algún modo responsable de la genialidad de Jude. En esos momentos Malcolm tenía que evitar mirar a su madre y la expresión consoladora que intuía en su rostro.
Todo sería también más fácil si Flora todavía estuviera en casa. Cuando ella se preparaba para irse, Malcolm intentó decirle que compartiera con él su nuevo apartamento de dos habitaciones de Bethune Street, pero ella o bien no pilló sus numerosas indirectas, o se hizo la loca. A Flora no parecía importarle la desmedida cantidad de tiempo que sus padres pedían que les dedicase, de modo que él podía pasar más tiempo en su habitación, trabajando en sus maquetas, y menos tiempo en el gabinete del piso de abajo, moviéndose nervioso durante uno de los interminables festivales de cine Ozu de su padre. Años atrás, a Malcolm le dolía la preferencia de su padre por Flora; era tan evidente que incluso los amigos de la familia hacían comentarios. «Flora la Fabulosa», la llamaba su padre (o, en distintos momentos de la adolescencia, Flora la Festiva, Flora la Fiera o Flora Feroz, aunque siempre con aprobación); incluso ahora que ya tenía casi treinta años, él todavía disfrutaba en su compañía. «Fabulosa ha dicho algo de lo más ocurrente hoy», decía durante la cena, como si Malcolm y su madre no hablaran con ella con regularidad. O, después de comer cerca del piso de ella, que estaba a solo quince minutos de su casa en coche, preguntaba: «¿Por qué Fabulosa ha tenido que ir a vivir tan lejos?».
Malcolm no tenía ningún apodo. De vez en cuando su padre lo llamaba con los apellidos de otros Malcolm famosos: «X» o «McLaren» o «McDowell» o «Muggeridge», a quien se suponía que debía su nombre, pero más que un gesto afectuoso, siempre veía en ello un reproche por lo que debería ser pero saltaba a la vista que no era.
A veces —con frecuencia— a Malcolm le parecía absurdo seguir preocupándose, y todavía más llorar, solo porque creía que no gustaba mucho a su padre. Hasta su madre lo notaba. «Ya sabes que eso no significa que papá no te quiera», le comentaba de vez en cuando, después de que su padre pronunciara uno de sus soliloquios sobre la superioridad de Flora. Malcolm —que quería creerla, aunque también advertía con irritación que su madre seguía refiriéndose a su padre como «papá»— gruñía o murmuraba algo para darle a entender que no le importaba ni lo uno ni lo otro. Y a veces —cada vez más a menudo— se cabreaba por pasar tanto tiempo pensando en sus padres. ¿Era normal? ¿No había algo patético en ello? ¡Al fin y al cabo tenía veintisiete años! ¿Es eso lo que ocurre cuando se vive en casa de los padres? ¿O solo le sucedía a él? Ese era sin duda el mejor argumento para mudarse, dejaría de algún modo de ser un crío. Por la noche, mientras oía a sus padres trajinar en el piso de abajo —el gorgoteo de las viejas cañerías mientras se lavaban la cara, el golpeteo sordo de los radiadores de la sala de estar cuando apagaban la calefacción y todo se quedaba en silencio, más precisos que cualquier reloj dando las once, las once y media, la medianoche—, él hacía listas de lo que debía solucionar, y rápido, el año siguiente: el trabajo (paralizado), la vida amorosa (inexistente), la sexualidad (sin resolver), el futuro (incierto). Los temas eran cuatro, siempre los mismos, aunque a veces cambiaba el orden de prioridad. Era capaz de diagnosticar con exactitud el estado en que cada uno de ellos se hallaba, pero incapaz de tomar decisiones.
A la mañana siguiente se despertaba lleno de determinación: se independizaría y pediría a sus padres que lo dejaran en paz. Pero bajaba a la cocina y ahí estaba su madre, preparándole el desayuno (hacía rato que su padre se había ido a trabajar), comentando que iba a comprar los billetes para el viaje anual a la isla de San Bartolomé y pidiéndole que le dijera cuántos días pasaría con ellos. (Sus padres todavía le costeaban las vacaciones. Sabía que no debía mencionarlo a sus amigos.)
—Sí, mamá —respondía él.
A continuación desayunaba y después se levantaba de la mesa y salía al mundo, donde nadie lo conocía y podía ser cualquiera.
2
Todos los días laborables a las cinco de la tarde y a las once de la mañana los fines de semana, JB tomaba el metro para dirigirse a su estudio en Long Island City. El trayecto de los días laborables era el que más disfrutaba. Se subía en Canal y observaba cómo en cada parada el tren se llenaba y se vaciaba de una siempre cambiante mezcolanza de personas y etnias diferentes, cómo los pasajeros se reorganizaban cada diez manzanas más o menos en constelaciones provocadoras e inverosímiles de polacos, chinos, coreanos, senegaleses; senegaleses, dominicanos, indios, paquistaníes; paquistaníes, irlandeses, salvadoreños, mexicanos; mexicanos, esrilanqueses, nigerianos y tibetanos, a quienes lo único que los unía era la llegada a Estados Unidos no hacía demasiado tiempo y la idéntica expresión de agotamiento, esa mezcla de determinación y resignación que solo el inmigrante posee.
En esos momentos se sentía tan agradecido de su suerte como sentimental con respecto a su ciudad, algo que no experimentaba muy a menudo. No era dado a aclamar su ciudad natal como un maravilloso mosaico y se reía de quienes lo hacían. Pero admiraba —¿cómo no iba a hacerlo?— la cantidad de trabajo colectivo, trabajo de verdad, que sin duda habían acometido ese día sus compañeros de trayecto. No obstante, en lugar de avergonzarse de su relativa indolencia, se sentía aliviado.
La única persona con quien había compartido esa sensación, aunque solo fuera de manera tangencial, era Henry Young el Asiático. Un día que hicieron juntos el trayecto hasta Long Island City —de hecho, era Henry quien le había conseguido el espacio en el estudio—, subió al tren un chino delgado y con los tendones marcados que llevaba una pesada bolsa de plástico naranja caqui colgada de la última articulación de su índice derecho, como si no le quedara fuerza o voluntad para agarrarla de una forma más contundente. Se dejó caer con pesadez en el asiento, cruzó las piernas y los brazos, y se quedó dormido en el acto. Henry, a quien JB conocía del instituto —era hijo de una costurera de Chinatown y tenía una beca como él—, lo miró y articuló con los labios: «Le puede pasar a cualquiera», y JB comprendió muy bien la particular mezcla de culpabilidad y placer que sentía.
Otra cosa que le encantaba de los trayectos diarios de la tarde era la luz, que llenaba el tren como algo vivo a medida que los vagones cruzaban traqueteando el puente, eliminando el cansancio del rostro de los pasajeros y revelándolos tal como eran cuando llegaron al país, cuando eran jóvenes y Estados Unidos parecía un lugar conquistable. Observaba cómo esa luz amable envolvía el vagón como el sirope. Contemplaba cómo difuminaba los surcos de las frentes, bruñía los cabellos grises de oro, suavizaba el agresivo brillo de las telas baratas volviéndolas lustrosas y refinadas. Y entonces el sol se iba, el vagón se alejaba indiferente, el mundo regresaba a sus tristes formas y sus colores corrientes, y los pasajeros volvían a su habitual estado lúgubre, un cambio tan brusco y cruel que parecía obra de una varita mágica.
A JB le gustaba fingir que era uno de ellos, aunque sabía que no lo era. A veces había haitianos en el vagón, y él —su oído, de pronto alerta, distinguía el murmullo que lo rodeaba del sonido cantarín y chillón de la lengua criolla— se sorprendía mirándolos, dos hombres de cara redonda como la de su padre, o dos mujeres con la delicada nariz respingona de su madre. Siempre esperaba algún pretexto para hablar con ellos con naturalidad —si, por ejemplo, discutieran sobre cómo ir a algún lugar, él podría intervenir para indicárselo—, pero eso nunca ocurría. En ocasiones paseaban su mirada por los asientos mientras continuaban hablando el uno con el otro, y JB tensaba la expresión de su rostro, presto a esbozar una sonrisa, pero ellos nunca lo reconocían como uno de los suyos.
Y no lo era, por supuesto. Hasta él sabía que tenía más en común con Henry Young el Asiático, Malcolm, Willem o incluso Jude que con ellos. Solo había que mirarlo. En Court Square se bajó del metro y recorrió las tres manzanas hasta la antigua fábrica de botellas donde compartía el estudio con otras tres personas. ¿Tenían los auténticos haitianos un estudio compartido? ¿Se les ocurriría siquiera dejar su amplio piso de alquiler gratuito, donde en teoría podrían haber dispuesto de un rincón para pintar y hacer garabatos, solo para subirse a un metro y desplazarse durante media hora (¡pensad en todo el trabajo que se podría hacer en esos treinta minutos!) para ir a un sitio sucio y soleado? No, por supuesto que no. Hacía falta una mentalidad estadounidense para concebir semejante lujo.
En el loft, que se encontraba en la tercera planta y al que se accedía por una escalera metálica que tañía como una campana en cuanto alguien ponía un pie en ella, las paredes eran blancas, al igual que el suelo, aunque este estaba tan astillado en algunas partes que parecía más una alfombra raída que otra cosa. A cada lado había altas ventanas anticuadas que mantenían limpias los cuatro —cada inquilino tenía asignada una pared de la que se hacía responsable—, ya que la luz era demasiado valiosa para malgastarla con mugre y, de hecho, era lo más agradable de aquel lugar. Había un aseo (infame) y una cocina (un poco menos horrible) y, justo en el centro del loft, una gran losa de un mármol de calidad inferior colocada a modo de mesa sobre tres caballetes. Esa era una zona común que podían utilizar todos cuando trabajaban en un proyecto que requería espacio extra, y con los meses el mármol había quedado veteado de lila y caléndula, salpicado de puntos de un rojo cadmio precioso. Ese día la mesa estaba cubierta de largas tiras de organza teñidas a mano de varios colores y sujetas con pisapapeles por los extremos, que se agitaban bajo el ventilador del techo. En el centro había una tarjeta en la que se leía: «PARA SECAR. NO TOCAR. LO LIMPIARÉ TODO MAÑNA TRDE. GRS X PACIENCIA, HY».
No había paredes que subdividieran el espacio, pero lo habían repartido en cuatro secciones iguales de quinientos pies cuadrados cada una con una cinta aislante, que demarcaba no solo el suelo sino también las paredes y el techo que cubría cada sección. Los cuatro se mostraban muy escrupulosos la hora de respetar el territorio de los demás; fingían no oír lo que sucedía en la sección del vecino, aunque este siseara a su novia por el móvil y oyeran hasta la última palabra, y cuando querían entrar en el espacio de otro, se detenían en el borde de la cinta y lo llamaban en voz baja por su nombre, y solo si veían que no había nadie pasaban sin pedir permiso.
A las cinco y media la luz era perfecta: mantecosa, densa y espesa, y, como en el tren, transformaba el espacio en algo valioso y prometedor. Aquel día JB estaba solo. Richard, que ocupaba la sección contigua a la suya, atendía en la barra de un bar por la noche, por lo que únicamente iba al estudio por las mañanas, al igual que Ali, cuyo espacio estaba enfrente del suyo. Solo quedaba Henry, cuya sección se hallaba en diagonal con respecto a la de JB, quien solía llegar a las siete de la tarde, después de cerrar la galería en la que trabajaba. Se quitaba el abrigo, que tiraba en una esquina, descubría su lienzo y se sentaba con un suspiro en el taburete delante de él.
Ese era el quinto mes que JB iba al estudio y estaba encantado, más encantado incluso de lo que al principio pensaba. Le gustaba que sus compañeros fueran artistas auténticos y serios; él nunca habría podido trabajar donde Ezra, no solo porque creía en lo que su profesor preferido le había dicho en una ocasión —que nunca debía pintar donde follaba—, sino porque eso significaba verse rodeado e interrumpido a menudo por diletantes. Allí el arte solo era un accesorio de un estilo de vida. Se pintaba, se esculpía o se construían instalaciones cutres para justificar un guardarropa de camisetas desteñidas y tejanos sucios, y una dieta a base de cerveza estadounidense irónicamente barata y de tabaco de liar estadounidense irónicamente caro. En cambio, en el estudio se dedicaban al arte porque era lo único que sabían hacer bien, lo único en lo que pensaban sin entretenerse demasiado en otras cuestiones: sexo, comida, sueño, amigos, dinero y fama. Pero, tanto si ligaba en un bar como si salía a cenar con amigos, en alguna parte dentro de él siempre estaba el lienzo, sus formas y sus posibilidades en embrión flotando detrás de sus pupilas. En cada cuadro o proyecto había un período —al menos JB esperaba que lo hubiera habido— en que la vida de ese cuadro o proyecto se volvía más real que su vida cotidiana; un período en que él se quedaba sentado donde estaba pensando solo en regresar al estudio, en que apenas era consciente de que había derramado una colina de sal sobre la mesa de comedor y en ella estaba dibujando los esbozos, patrones y planos, y los granos blancos se movían como la seda bajo las yemas de sus dedos.
A JB también le gustaba el inesperado y particular espíritu de camaradería que reinaba en el estudio. Durante los fines de semana había ratos en que todos coincidían, y por momentos él emergía de la nebulosa de su cuadro y notaba que todos respiraban al mismo ritmo, jadeantes por el esfuerzo de concentrarse. Entonces percibía cómo la energía colectiva que proyectaban llenaba el aire como un gas inflamable y dulzón, y deseaba embotellarla para poder recurrir a ella cuando se sintiera poco inspirado, los días en que se quedaba mirando el lienzo durante horas, como si solo por mirarlo mucho rato pudiera estallar algo brillante y cargado. Le gustaba la ceremonia de esperar en el borde de la cinta aislante y carraspear mirando a Richard, y a continuación cruzar la barrera para contemplar su obra, los dos en silencio, sin más palabras que las indispensables y comprender exactamente lo que el otro quería expresar. Normalmente se emplea tanto tiempo explicándose la obra propia a uno mismo y explicándosela a los demás —qué significa, qué pretendes conseguir y por qué, por qué has escogido los colores, el tema y los materiales, la aplicación y la técnica— que era un alivio estar con alguien a quien no había que explicarle nada: podía limitarse a mirar hasta hartarse, y cuando hacía alguna pregunta, solía ser directa, técnica y literal. Como si estuvieran hablando de motores o de fontanería, de un tema mecánico para el que solo había una o dos posibles respuestas.
Cada uno de ellos trabajaba en un medio diferente, por lo que no había competencia, ni el temor de que un artista de vídeo encontrara un representante antes que su compañero de estudio, y menos aún de que el conservador de un museo acudiera a conocer la obra de uno y se enamorara de la del vecino. Y sin embargo, y eso era importante, JB respetaba la obra de los demás. Henry hacía lo que llamaba esculturas deconstruidas, extraños y elaborados arreglos florales y ramas al estilo ikebana a partir de varias clases de seda. Y cuando terminaba una pieza retiraba el soporte de tela metálica para que la escultura cayera plana al suelo y surgiera un charco abstracto de colores; solo Henry sabía el aspecto que tenía cuando era un objeto tridimensional.
Ali era fotógrafo y trabajaba en una serie titulada «La historia de los asiáticos en Estados Unidos» en la que se proponía representar mediante una fotografía cada década, desde 1890, de los asiáticos que vivían en el país. Para cada imagen construía un diorama distinto sobre un acontecimiento o un tema de la época en una de las tres cajas de madera de pino de tres pies cuadrados que Richard había montado para él; Ali las llenaba de figuritas de plástico compradas en un taller de artesanía que después pintaba, de árboles y carreteras de arcilla que esmaltaba, y les ponía un telón de fondo que decoraba con un pincel de cerdas tan finas que parecían pestañas. A continuación hacía fotos de los dioramas que imprimía a color cromogénico. De los cuatro, solo Ali contaba con un representante, y en siete meses tenía una exposición sobre la que los otros tres sabían que no debían hacer preguntas, porque cualquier alusión a ella lo dejaba gimoteando de ansiedad. Ali no avanzaba por orden cronológico —ya tenía la década de 2000 (un tramo del bajo Broadway atestado de parejas, todas compuestas de hombres blancos y, caminando unos pasos detrás de ellos, mujeres asiáticas), y la de 1980 (un hombrecillo chino golpeado por dos matones blancos con llaves inglesas; la parte inferior de la caja estaba barnizada para que pareciera el suelo de asfalto de un aparcamiento brillante por la lluvia), y en esos momentos estaba trabajando en la década de 1940, para la que tenía que pintar un elenco de cincuenta hombres, mujeres y niños prisioneros en el campo de internamiento del lago Tule. La obra de Ali era la más laboriosa, y a veces dejaban para más tarde sus respectivos proyectos y entraban en su sección y se sentaban a su lado; Ali, sin apenas levantar la cabeza de la lupa bajo la cual sostenía una figura de tres pulgadas a la que le estaba pintando una camisa de tela espigada y calzado de montar, les pasaba una maraña de alambre que había que cortar a tiras para que parecieran rodadas, o algún alambre fino al que pensaba poner pequeños lazos para convertirlo en una alambrada de púas.
La obra que JB más admiraba era la de Richard. Él también era escultor, pero solo trabajaba con materiales efímeros. Dibujaba sobre papel formas inverosímiles que a continuación trasladaba a hielo, mantequilla, chocolate o manteca, y las filmaba mientras se desvanecían. Se mostraba alegre presenciando la desintegración de sus obras. En cambio, JB se había sorprendido al borde de las lágrimas al contemplar el mes anterior cómo la enorme pieza de ocho pies de altura que Richard había construido —una vela de barco abatida en forma de ala de murciélago, hecha de jugo de uva helado que parecía sangre coagulada— se fundía hasta desaparecer, aunque no habría sabido decir si era por la destrucción de algo tan hermoso o solo por la profunda banalidad de su desaparición. En esos momentos, más que las sustancias que se derretían, a Richard le interesaban las que atraían a aniquiladores, y en particular las polillas, a las que al parecer les encanta la miel. Le contó a JB que había tenido una visión de una escultura cuya superficie estaba tan devorada por las polillas que ni siquiera se le reconocía la forma. Los alféizares de las ventanas estaban cubiertos de tarros de miel en los que los porosos panales flotaban como fetos suspendidos en formaldehído.
JB era el único que tenía una tendencia clasicista. Pintaba. Peor aún, era un pintor figurativo. Cuando cursaba el posgrado a nadie le interesaba el arte figurativo; el videoarte, la performance, la fotografía…, todo era más interesante que la pintura, en realidad cualquier cosa era mejor que una obra figurativa. «Así es desde la década de 1950 —dijo con un suspiro uno de sus profesores al oír que JB se lamentaba—. ¿Conoces la consigna de los marines, “Los pocos, los valientes…”? Esos somos nosotros, los perdedores solitarios.»
No era cierto que con los años JB no hubiera probado otras técnicas, otros medios (¡qué estúpido, falso y poco original había sido el proyecto del pelo a lo Meret Oppenheim! ¿No podía haber hecho algo más barato? Había tenido una gran discusión, una de las más fuertes, con Malcolm al oír que este calificaba la serie de «vulgar imitación de Lorna Simpson», y lo peor era que tenía razón). Pero aunque nunca reconocería que él mismo tenía la impresión de que había algo afeminado, incluso femenino y en cualquier caso nada transgresor, en ser un pintor figurativo, hacía poco había aceptado que ese era su sino: le encantaba pintar y le encantaba el arte del retrato, y eso era lo que se proponía hacer.
¿Y qué? Había conocido —conocía— a mejores artistas que él en el aspecto técnico. Más diestros como artesanos, poseían un sentido de la composición y del color más exquisito, y eran más disciplinados. Pero carecían de ideas. Un artista, al igual que un escritor o un compositor, necesitaba temas, necesitaba ideas. Y durante mucho tiempo él no había tenido ninguna. Intentó dibujar solo a negros, pero ya lo hacían muchos y no le pareció que tuviera nada nuevo que aportar. También dibujó a chaperos, pero enseguida se aburrió. Dibujó a las mujeres de su familia, pero siempre se sorprendía volviendo al problema de la negritud. Empezó una serie basada en los libros de Tintín, con los personajes retratados de forma realista, como seres humanos, pero enseguida le pareció demasiado irónico y falso, y lo abandonó. De modo que lienzo tras lienzo fue pintando a gente de la calle, gente en el metro, escenas de las numerosas fiestas de Ezra (esos eran los cuadros que menos éxito tenían; los que asistían a esas reuniones se vestían y movían como si los observaran en todo momento, y siempre acababa con una gran cantidad de estudios de chicas posando y chicos pavoneándose, todos ellos desviando cuidadosamente la mirada), hasta que una noche en que estaba sentado en el deprimente sofá del deprimente piso de Jude y Willem, observó cómo los dos preparaban la cena, abriéndose paso en su diminuta cocina como una bulliciosa pareja lesbiana. Era una de las raras noches de domingo que no estaba en casa de su madre, pues tanto ella como su abuela y sus tías se encontraban en un crucero hortera por el Mediterráneo al que él se había negado a ir. Pero estaba acostumbrado a tener compañía y a cenar —una cena de verdad, preparada en exclusiva para él— los domingos, así que se había invitado a sí mismo a casa de Jude y Willem, a quienes sabía que encontraría allí porque ninguno de los dos tenía dinero para salir.
Llevaba encima su cuaderno de bocetos, como siempre, y en cuanto Jude se sentó a la mesa de juego para cortar cebollas (tenían que hacer todos los preparativos en esa mesa porque en la cocina no había encimeras), empezó a dibujarlo casi sin pensar. Se oyó un gran estruendo seguido del olor a aceite de oliva humeando; al entrar en la cocina vio a Willem con el brazo levantado para golpear una pechuga abierta por la mitad con la base de una sartén y una expresión curiosamente tranquila, y también lo dibujó.
Aunque en ese momento JB no estaba seguro de si eso lo llevaría a alguna parte, el siguiente fin de semana, cuando fue con sus amigos al Pho Viet Huong, se llevó consigo una de las viejas cámaras de Ali e hizo fotos de los tres comiendo y después caminando por la calle bajo la nieve. Se movían despacio por deferencia a Jude, ya que las aceras estaban resbaladizas. JB los vio por el objetivo: Jude en el centro, Malcolm y Willem a cada lado, lo bastante cerca para agarrarlo si patinaba, pero no tanto para que Jude sospechara que preveían una caída (él mismo había ocupado esta posición en otras ocasiones). Jude nunca se lo había pedido; sencillamente empezaron a hacerlo.
Él tomó la foto.
—¿Qué estás haciendo, JB? —le preguntó Jude.
—Para ya, JB —se quejó Malcolm al mismo tiempo.
La fiesta de esa noche era en Centre Street, en el loft de una conocida, una mujer llamada Mirasol cuya gemela, Phaedra, había estudiado con ellos en la universidad. A su llegada se dispersaron entre los grupos de invitados. JB saludó con una mano a Richard desde el otro extremo de la habitación y advirtió con irritación que Mirasol había puesto una mesa rebosante de comida, lo que significaba que él había malgastado catorce dólares en el Pho Viet Huong cuando podría haber cenado allí gratis. Después se acercó a Jude, que estaba hablando con Phaedra, con un tipo gordo que podría haber sido el novio de la chica y con un chico barbudo y delgado que trabajaba con Jude; este estaba sentado en el respaldo de uno de los sofás, con Phaedra a su lado, y los dos tenían la vista puesta en el tipo grueso y el chico delgado, y todos se reían de algo. Hizo la foto.
Normalmente en las fiestas atraía o era atraído por un grupo de gente, y se pasaba la noche siendo el centro de un círculo de tres o cuatro personas, saltando de uno a otro mientras escuchaba los cotilleos, iniciaba rumores inofensivos, fingía compartir confidencias o lograba que los demás confesaran a quiénes odiaban al divulgar también él quiénes eran los destinatarios de su aversión. Pero esa noche recorrió la habitación en estado de alerta, lleno de determinación y casi sobrio, haciendo fotos a sus tres amigos, que se movían a su propio ritmo sin darse cuenta de que los seguía. Al cabo de un par de horas los encontró junto a la ventana; Jude les decía algo y los otros dos se inclinaron para oírlo; acto seguido los tres echaron la cabeza hacia atrás riéndose, y aunque por un instante sintió nostalgia y un poco de celos, también experimentó una sensación de triunfo, pues había obtenido las dos fotos. «Esta noche soy una cámara y mañana volveré a ser JB», se dijo.
Nunca se había divertido tanto en una fiesta; nadie pareció advertir sus deliberadas idas y venidas, con la excepción de Richard, quien, cuando los cuatro se despidieron una hora después para salir de la ciudad (los padres de Malcolm vivían en el campo, y el chico creía saber dónde escondía su madre la hierba), le dio en la espalda una palmada de anciano inesperadamente afable.
—¿Tienes algún proyecto en marcha?
—Creo que sí.
—Me alegro por ti.
Al día siguiente JB se sentó al ordenador para ver en la pantalla las fotos de la noche anterior. Como la cámara no era muy buena, estaban envueltas en una nebulosa amarilla que, sumada a su escasa pericia para enfocar, confería a las figuras una viva calidez de contornos ligeramente suaves, como si las hubiera tomado a través de un vaso de whisky. Se detuvo en un primer plano del rostro de Willem sonriendo a alguien (una chica, sin duda) que se encontraba fuera del encuadre, y en la de Jude y Phaedra en el sofá; Jude llevaba un jersey azul marino que JB no sabía si era de él o de Willem, pues se lo ponían los dos, y Phaedra un vestido de lana color lila; la chica tenía la cabeza inclinada hacia la de Jude, y su cabello oscuro hacía que el de él pareciera más claro en contraste; el tapizado verde azulado con relieve del sofá en el que estaban apoyados les daba a ambos un brillo de piedra preciosa; el cabello y la tez, como recién lamidos, eran de una tonalidad gloriosa, y la piel, exquisita. Eran colores que cualquier pintor desearía pintar, y él lo hizo, primero a lápiz en su cuaderno, a continuación con acuarelas sobre un cartón más rígido y por último con acrílicos sobre un lienzo.
Eso había sido hacía cuatro meses y JB ya tenía casi once cuadros terminados —una producción asombrosa tratándose de él—, todos de escenas de la vida de sus amigos. Willem repasando por última vez un guion antes de una audición, apoyando la suela de una bota contra la pringosa pared roja que había detrás de él; Jude en una obra de teatro, con el rostro medio en sombra en el preciso instante en que sonreía (casi lo habían echado de la sala por esa toma), o Malcolm sentado con rigidez en un sofá a unos pies de distancia de su padre, con la espalda recta y agarrándose las rodillas, viendo una película de Buñuel en un televisor fuera del encuadre. Después de cierta experimentación, JB había optado por lienzos del tamaño de una impresión a color estándar de veinte pulgadas por veinticuatro, todos apaisados, e imaginó que algún día los expondría en una larga y serpenteante ristra que rodearía las paredes de la galería con la fluidez de una tira fílmica. El conjunto era fotorrealista. No reemplazó la cámara de Ali por otra mejor, y en cada cuadro intentó captar aquella cualidad algo difusa que la cámara daba a todo, como si alguien hubiera arrancado la nítida capa superior dejando al descubierto algo más amable que lo que veía el ojo.
A veces, en momentos de inseguridad, a JB le preocupaba que el proyecto fuera demasiado enigmático, demasiado íntimo —ahí era donde resultaba útil tener un representante, aunque solo fuera para recordar al artista que a alguien le gustaba su obra, la consideraba importante o por lo menos apreciaba su belleza—, pero no podía negar el placer que le proporcionaba el proyecto, la satisfacción, la sensación de que era algo suyo. A veces echaba de menos formar parte de los cuadros; era una narración de la vida de sus amigos y su ausencia constituía una gran omisión. Pero también disfrutaba del papel casi de dios que adoptaba al pintarlos. Había llegado a ver a sus amigos de otro modo, no solo como apéndices de su vida sino como personajes diferenciados que habitaban sus propias historias; a veces tenía la impresión de estar viéndolos por primera vez, aun después de tantos años de conocerlos.
Llevaba cerca de un mes con el proyecto cuando supo que era en eso en lo que quería concentrarse, y comprendió que tenía que contarles a sus amigos por qué los seguía con una cámara y les hacía fotos en momentos anodinos de su vida, y por qué era crucial que ellos le dejaran seguir haciéndolo y le permitieran la mayor proximidad. Estaban cenando en un restaurante vietnamita de noodles de Orchard Street que esperaban que sustituyera al Pho Viet Huong, y al terminar la perorata —durante la cual JB se puso extrañamente nervioso— los tres amigos se sorprendieron mirando a Jude, pues era previsible que pusiera impedimentos. Los otros dos accederían, pero eso no le servía. Necesitaba que lo aprobaran todos, para que funcionara, y Jude era con mucho el más cohibido de los tres: en la universidad volvía la cabeza o se tapaba la cara cada vez que alguien intentaba hacerle una foto, y cuando sonreía o se reía, se llevaba una mano a la boca de forma refleja, un tic que disgustaba a los demás y que solo había logrado abandonar hacía pocos años.
Como se temía, Jude se mostró receloso.
—¿Qué supondrá? —preguntó una y otra vez.
Armándose de paciencia, JB le aseguró varias veces que no se proponía humillarlo ni aprovecharse de él, sino realizar una crónica de sus vidas en forma de cuadros.
Los otros dos guardaron silencio y dejaron que él hiciera el trabajo. Al final Jude consintió, aunque no pareció muy satisfecho.
—¿Cuánto durará? —preguntó.
—Para siempre, espero. —Y era cierto. Lo único que JB lamentaba era no haber empezado cuando eran más jóvenes.
Al salir del restaurante, caminó junto a Jude.
—Jude, te dejaré ver antes todas las obras en las que salgas —le dijo en voz baja para que los demás no lo oyeran—. Si no estás de acuerdo, no las expondré.
Jude lo miró.
—¿Me lo prometes?
—Te lo juro por Dios.
JB lamentó enseguida su ofrecimiento, porque era a Jude a quien más disfrutaba pintando. Él tenía el rostro más interesante y atractivo que los demás, y la tez y el cabello del color más original, y era el más tímido, de modo que las fotos que le tomaba siempre le parecían más valiosas.
El domingo siguiente, de regreso a casa de su madre, revolvió en las cajas de su época universitaria que había guardado en su antiguo dormitorio, en busca de una fotografía que recordaba. Al final la encontró: Jude en el primer curso, alguien se la había sacado y por alguna razón había acabado en manos de JB. Jude estaba de pie en la sala de estar de la residencia, vuelto de tres cuartos hacia la cámara. Se cubría el pecho con el brazo izquierdo, de modo que se le veía la cicatriz satinada en forma de estrella en explosión que tenía en el dorso de la mano, mientras que con la otra sostenía con convicción un cigarrillo sin encender. Llevaba una camiseta de manga larga de rayas azules y blancas que no debía de ser suya, pues le quedaba muy grande (aunque tal vez sí lo era, ya que en aquellos días toda la ropa que usaba era enorme, porque, como más tarde se supo, se la había comprado de talla grande a propósito para que le sirviera mientras él siguiera creciendo), y el pelo, largo para ocultarse tras él, se desvanecía por debajo del mentón. Pero lo que JB nunca había olvidado de esa fotografía era la expresión: un hastío que en aquellos tiempos nunca abandonaba a Jude. Hacía años que no miraba esa foto, pues, por motivos que no era del todo capaz de comprender, le provocaba una sensación de vacío.
Este era el cuadro que estaba pintando en esos momentos; por él había roto el molde al decantarse por un formato de cuarenta pulgadas cuadradas. Durante días había hecho pruebas para obtener el tono exacto del delicado verde serpiente de los iris de Jude, y había retocado una y otra vez el color del cabello hasta quedar satisfecho. Era un cuadro extraordinario, lo sabía con la certeza con que a veces se sabe algo, y no tenía intención de que Jude lo viera hasta que estuviera colgado en la pared de una galería y no hubiera marcha atrás. Sabía que Jude no soportaría lo frágil, femenino, vulnerable y joven que se le veía, y que encontraría en él otros muchos aspectos imaginarios que aborrecer, que JB no podía siquiera predecir porque él no era un chiflado que se aborrecía a sí mismo como Jude. Pero para JB ese cuadro expresaba todo lo que buscaba en esa serie: era una carta de amor, un documento, una epopeya, y era suyo.
Eran casi las seis. La luz pronto cambiaría. Por el momento todo seguía silencioso a su alrededor, aunque a lo lejos se oía el traqueteo del tren sobre los rieles. El lienzo le esperaba. Cogió el pincel y empezó a pintar.
Había poesía en el metro. Por encima de las hileras de asientos de plástico, llenando el espacio vacío entre anuncios de dermatólogos y de compañías que prometían títulos universitarios a distancia, había largas láminas plastificadas impresas con poemas: versos de segunda de Stevens, de tercera de Roethke y de cuarta clase de Lowell, escritos para no alterar a nadie, en los que la furia y la belleza habían sido reducidas a aforismos vacuos. O eso decía JB, que estaba en contra de los poemas. Habían aparecido cuando él estaba en el instituto y no había dejado de quejarse de ellos desde hacía quince años.
—En lugar de financiar el verdadero arte y a los verdaderos artistas, pagan a una pandilla de bibliotecarias solteronas y de maricas con chaqueta de punto para que seleccionen esta mierda —le gritaba a Willem por encima del chirrido de los frenos del tren de la línea F—. Y todo es mierda a lo Edna Saint Vincent Millay. O gente con talento a la que han capado. Y todos son blancos, ¿has visto? ¿Qué coño pretenden con eso?
La semana siguiente Willem vio un póster de Langston Hughes y telefoneó a JB para comentárselo.
—¿Langston Hughes? —gimió JB—. Deja que adivine: ¿«Un sueño diferido»? ¡Lo sabía! Esta mierda no cuenta. De todas maneras, si algo explotara esa mierda caería en dos segundos.
Esa tarde Willem tenía ante sí un poema de Thom Gunn: «Su relación consistía / en discutir si existía». Debajo alguien había escrito en rotulador negro: «No te preocupes, tío, yo tampoco logro meterla». Willem cerró los ojos.
No era muy prometedor que estuviera tan cansado cuando no eran ni las cuatro, pues su turno no había empezado siquiera. No debería haber ido con JB a Brooklyn la noche anterior, pero nadie quería acompañarlo y JB le dijo que se lo debía. ¿No le había acompañado él al horrible espectáculo de un amigo suyo el mes pasado?
De modo que fue.
—¿Qué banda es? —preguntó mientras esperaban en el andén.
Willem, que llevaba un abrigo demasiado fino y había perdido un guante, empezó a adoptar cierta postura para conservar el calor cuando se veía obligado a permanecer quieto y hacía frío: se rodeaba el pecho con los brazos y, con las manos bajo las axilas, se balanceaba sobre los talones.
—La de Joseph —respondió JB.
—Oh. —Willem no tenía ni idea de quién era Joseph.
Admiraba el dominio felliniano que mostraba JB en su amplio círculo social, en el que todos eran extras con disfraces de vivos colores, y Malcolm, Jude y él eran accesorios cruciales aunque modestos —tramoyistas o directores del segundo arte— a quienes consideraba tácitamente responsables de mantener en marcha la empresa.
—Es hardcore —respondió JB con tono afable, como si eso le dijera algo sobre Joseph.
—¿Cómo se llama la banda?
—Prepárate que allá va. —JB sonrió—. Se llama Smegma Cake 2.
—¿Cómo? —replicó Willem riéndose—. ¿Smegma Cake 2? ¿Por qué? ¿Qué pasó con Smegma Cake 1?
—¡Pilló una infección por estafilococos! —gritó JB por encima del estruendo del tren que se adentraba en la estación.
A poca distancia, una anciana lo miró con desaprobación.
Como era de esperar, la banda Smegma Cake 2 no era muy buena. En realidad ni siquiera era hardcore, sino más bien un ritmo de ska dinámico y serpenteante («¡Le ha pasado algo al sonido!», le gritó JB al oído cuando sonaba uno de los temas más largos llamado «Phantom Snatch 3000». «¡Sí —le gritó él a su vez—, es una mierda!»). A mitad de concierto (cada tema parecía durar veinte minutos) le invadió una especie de euforia, tanto por la absurdidad de la banda como por la aglomeración de gente, y se puso a bailar con torpeza al estilo mosh con JB, los dos rebotando contra sus vecinos y los mirones hasta que todo el mundo empezó a chocar alegremente contra los demás, como una pandilla de niños achispados, y JB agarró a Willem por los hombros y los dos se echaron a reír con las caras juntas. En momentos como ese Willem quería a JB sin reservas, por su habilidad para exhibir su vertiente tan tonta y frívola, algo que era imposible con Malcolm o Jude —Malcolm porque, pese a todo lo que afirmaba, tenía interés en el decoro, y Jude porque era serio.
Por supuesto, a la mañana siguiente Willem sufrió las consecuencias. Se despertó en una esquina del loft de Ezra, sobre el colchón desnudo de JB (cerca de él, en el suelo, JB roncaba sobre una pila de ropa sucia con olor a turba), sin saber muy bien cómo habían vuelto a cruzar el puente. Él no solía beber ni colocarse, pero de vez en cuando lo hacía en compañía de JB. Fue un alivio volver a la tranquilidad y la limpieza de Lispenard Street, donde la luz del sol que inundaba de calor y languidez su lado del dormitorio entre las once de la mañana y la una de la tarde ya entraba sesgada por la ventana, y Jude se había ido a trabajar hacía mucho. Puso el despertador y al instante se quedó dormido; se despertó con el tiempo justo para ducharse, tomarse una aspirina e ir corriendo al metro.
El restaurante donde trabajaba había ganado reputación tanto por la comida —sofisticada pero no pretenciosa— como por la amabilidad y la cercanía del personal. En el Ortolan les enseñaban a mostrarse cordiales sin caer en la familiaridad, a ser abordables pero no informales. Como le gustaba decir a Findlay, que era el gerente del restaurante y su jefe: «Sonríe, pero no llames a los clientes por su nombre». En el Ortolan había muchas reglas como esa. La única joya permitida a las empleadas era la sortija de casada. Los hombres tenían prohibido llevar el pelo por debajo del lóbulo de las orejas. El esmalte de uñas estaba prohibido. No se podía ir con barba de más de dos días. El bigote y los tatuajes solo se toleraban en casos especiales.
Willem llevaba casi dos años de camarero en el Ortolan. Con anterioridad había trabajado en el turno de comidas tardías de fin de semana y de menús de mediodía los días laborables en un popular y ruidoso restaurante de Chelsea llamado Digits, donde los clientes (casi siempre hombres entrados en años, de cuarenta como mínimo) le preguntaban si él entraba en el menú, y luego se reían con picardía, satisfechos consigo mismos, como si fueran los primeros en preguntárselo, y no los undécimos o duodécimos solo en aquel turno. Aun así, él siempre sonreía y respondía: «Solo como entrante», a lo que ellos replicaban: «Pero yo quiero un plato fuerte»; él volvía a sonreír y ellos le daban una buena propina al final.
Un amigo suyo del posgrado y actor llamado Roman fue quien lo recomendó a Findlay, cuando renunció al empleo después de que lo contrataran como invitado recurrente en una telenovela. Willem se alegró de la recomendación, pues, además de por la comida y el servicio, el Ortolan también tenía fama —entre un grupo mucho más reducido— por la flexibilidad de horario, sobre todo para quien caía bien a Findlay. A este le gustaban las mujeres menudas, de pelo castaño y planas, y toda clase de hombres siempre que fueran altos, delgados y, según se rumoreaba, no asiáticos. A veces Willem se quedaba parado a la puerta de la cocina y observaba cómo parejas dispares de camareras diminutas y morenas y hombres flacos y larguiruchos daban vueltas por el comedor principal, patinando unos delante de otros en una serie de extraños minuets.
No todos los que trabajaban de camarero en Ortolan eran actores. O, para ser más exactos, no todos seguían siéndolo. Había restaurantes en Nueva York donde el personal dejaba de ser un actor que servía mesas para convertirse en un camarero que había sido actor. Y si el restaurante era lo bastante bueno y respetable, el cambio de carrera no solo era aceptable sino también preferible. Un camarero que trabajara en un restaurante bien considerado podía conseguir para sus amigos una codiciada reserva o camelar al personal de la cocina para que les mandara platos gratis a su mesa (aunque esto último, como Willem no tardó en aprender, no era tan fácil como pensaba). En cambio, ¿qué podía conseguir para sus amigos un actor que servía mesas? Entradas para una producción vanguardista más, en la que tenía que actuar con su propio traje porque hacía el papel de agente de bolsa (que podía ser un zombi o no), y no había dinero para financiar el vestuario. (Justo eso le había ocurrido el año anterior y, como no tenía traje, acabó pidiendo prestado uno a Jude. Como este tenía las piernas una pulgada más largas que él, tuvo que subir el bajo de los pantalones y pegarlo con celo.)
En el Ortolan era fácil distinguir entre los que habían sido actores y los que ya eran camareros profesionales. Los camareros de carrera eran mayores, cumplían con más precisión y rigor las normas de Findlay, y en las comidas del personal agitaban de manera ostentosa el vino en la copa que les servía el ayudante del sumiller para que lo probaran y decían cosas como: «¿No es como ese Petit Sirah de Linne Calodo que serviste la semana pasada, José?» o «Tiene un ligero sabor mineral, ¿no te parece? ¿Es de Nueva Zelanda?». Se sobrentendía que no se los invitaba a las producciones —solo a los camareros actores, y si se recibía la invitación se consideraba educado al menos intentar ir—, y desde luego no se hablaba con ellos de audiciones, de agentes ni de nada por el estilo. Actuar era como una guerra; ellos eran veteranos y no querían pensar en la guerra, y menos aún hablar de ella con inocentes que seguían corriendo impacientes hacia las trincheras, emocionados aún de estar en el país.
El mismo Findlay había sido actor, pero a diferencia de los otros exactores, a él le gustaba —tal vez «gustar» no era la palabra; quizá era más exacto decir que simplemente lo hacía— hablar de su pasado, o al menos de una versión del mismo. Según él, en una ocasión habían estado a punto de contratarlo para el segundo papel protagonista de la producción del Public Theater Una habitación luminosa llamada día (más tarde, una de las camareras les comentó que todos los papeles significativos de la obra eran femeninos). Y, en otra, había aprendido un papel en Broadway para que pudiera sustituir al actor que lo interpretaba en caso de necesidad (nunca quedó claro para qué producción). Findlay era una carrera andante de memento mori, una historia admonitoria con traje de lana gris, y los que todavía eran actores o bien lo evitaban, como si su particular maldición fuera especialmente contagiosa, o lo observaban de cerca, como si permanecer en contacto con él pudiera inocularlos.
Pero ¿en qué momento decidió Findlay renunciar a ser actor, cómo ocurrió? ¿Fue solo por la edad? Al fin y al cabo, debía de andar por los cuarenta y cinco o los cincuenta. ¿Cuándo se sabía que había llegado el momento de renunciar? ¿Llegaba al cumplir los treinta y ocho si todavía no tenías un agente (como sospechaban que era el caso de Joel)? ¿O a los cuarenta, cuando todavía compartías habitación y ganabas más dinero como camarero a tiempo parcial del que habías ganado el año que decidiste ser actor a jornada completa (como se sabía que le había sucedido a Kevin)? ¿Era cuando engordabas, o se te caía el pelo, o te sometías a una mala operación de cirugía plástica que no disimulaba ni la gordura ni la calvicie? ¿Cuándo la persecución de las ambiciones cruzaba la línea que separaba el valor de la insensatez? ¿Cuándo se sabía que había que parar? En épocas anteriores, más rígidas y menos alentadoras (y, en última instancia, más prácticas), las cosas estaban mucho más claras: había que parar al cumplir los cuarenta años, o al casarse, o cuando tenías hijos, o después de cinco, diez o quince años de intentarlo. Y entonces tocaba buscar un empleo de verdad, y los sueños de hacer carrera como actor se alejaban en la oscuridad y se fundían tan quietos como un bloque de hielo en una bañera de agua caliente.
Pero los suyos eran tiempos de realización personal en los que el mero hecho de conformarse con una segunda opción parecía innoble y propia de quien carecía de fuerza de voluntad. En algún momento el acto de rendirse a lo que parecía ser el destino había dejado de ser algo digno para convertirse en un signo de cobardía. Había ocasiones en que la presión por conquistar la felicidad resultaba casi opresiva, como si eso estuviera al alcance de todos y cualquier situación intermedia fuera culpa de uno. ¿Trabajaría Willem año tras año en el Ortolan y tomaría los mismos trenes para acudir a audiciones una y otra y otra vez, avanzando tal vez una pulgada cada año, un progreso tan minúsculo que apenas contaría? ¿Tendría algún día el coraje de rendirse, y sería capaz de reconocer el momento para hacerlo, o se despertaría un buen día, se miraría al espejo y se vería convertido en un anciano intentando todavía llamarse actor porque le asustaba demasiado admitir que tal vez no lo era, que nunca lo sería?
Según JB, la razón por la que Willem aún no había tenido éxito era él mismo. Una de las peroratas favoritas que le soltaba empezaba con «Si yo tuviera tu físico, Willem…» y terminaba «Y has estado tan consentido por lo que has alcanzado con tanta facilidad que crees que todo llegará. Pero ¿sabes, Willem? Por muy atractivo que seas, aquí todo el mundo lo es, así que tendrás que esforzarte más».
Aunque Willem creía que eso era algo irónico viniendo de JB (¿consentido él?, solo había que ver a la familia de JB: mujeres cloqueando en pos de él, poniéndole delante sus platos favoritos y sus camisas recién planchadas, rodeándolo de una nube de elogios y afecto; una vez oyó sin querer una conversación telefónica de JB con su madre, en la que le decía que necesitaba más ropa interior y que la recogería cuando fuera a comer el domingo, y que, por cierto, quería costillas), comprendió qué quería decir. Sabía que él no era un vago, pero carecía de la clase de ambición que poseían JB y Jude, esa sombría y ardua determinación que los impulsaba a quedarse en el estudio o en la oficina más tiempo que nadie, o adoptar esa mirada ligeramente perdida que le hacía pensar que una parte de ellos vivía ya en una especie de futuro imaginado cuyos contornos solo se habían materializado para ellos. La ambición de JB se nutría de codiciar ese futuro que había que alcanzar cuanto antes, la de Jude parecía más motivada por el miedo a deslizarse de nuevo, si no avanzaba, en el pasado, en la vida que había dejado atrás y que nunca contaría a nadie. Y Jude y JB no eran los únicos que poseían esa cualidad; Nueva York estaba habitada por la ambición. A menudo era lo único que todos los neoyorquinos tenían en común.
Ambición y ateísmo. «La ambición es mi única religión», declaró JB una noche de muchas cervezas, y aunque a Willem la frase le sonó demasiado estudiada, como si la ensayara intentando perfeccionar el tono natural e indiferente para el día en que tendría que pronunciarla en la vida real ante un entrevistador, también sabía que era sincera. Solo allí se experimentaba la obligación de justificar una bajada del entusiasmo acerca de tu carrera; solo allí había que disculparse por tener fe en algo más allá de uno mismo.
En la ciudad, Willem a menudo tenía la sensación de que le faltaba algo esencial, y que esa ignorancia lo condenaría para siempre a una vida en el Ortolan. (También lo había sentido en la universidad, donde tenía la certeza de que era el más tonto de la clase, y de que solo lo habían admitido por discriminación positiva, como una especie de representante extraoficial de bicho raro blanco, pobre, residente en una zona rural.) Creía que los demás también lo notaban, aunque al único que parecía preocuparle realmente era a JB.
—A veces no sé qué pensar de ti, Willem —le dijo una vez, con un tono que daba a entender que lo siguiente no serían palabras agradables.
Eso fue a finales del año anterior, poco después de que Merritt, el antiguo compañero de habitación de Willem, hubiera conseguido uno de los dos papeles principales en una reposición vanguardista de El auténtico Oeste. El otro papel lo interpretaba un actor que hacía poco había protagonizado una aclamada película independiente y que disfrutaba de ese efímero momento de credibilidad y de la promesa de tener más éxito en la ciudad. El director (alguien con quien Willem siempre había deseado trabajar) anunció que daría el segundo papel a un desconocido. Y lo cumplió; solo que el desconocido resultó ser Merritt y no Willem. Los dos habían quedado finalistas en la audición.
Sus amigos se indignaron.
—¡Si Merritt no sabe actuar! —gruñó JB—. ¡Se queda de pie en el escenario y brilla, y se cree que con eso basta!
Los tres empezaron a hablar de la última obra en la que habían visto actuar a Merritt, una producción vanguardista de La Traviata interpretada solo por hombres y ambientada en Fire Island en la década de 1980 (Violetta —interpretada por Merritt— era rebautizada como Victor, y se moría de sida en lugar de tuberculosis) y todos coincidieron en que era infumable.
—Bueno, pero tiene un buen físico —replicó él, en un débil intento de defender a su antiguo compañero de cuarto ausente.
—No es tan atractivo —dijo Malcolm, con una vehemencia que sorprendió a todos.
—Willem, ya te llegará —lo consoló Jude al regresar a casa después de cenar—. Si hay justicia en el mundo, te llegará. Ese director es un imbécil. —Jude nunca culpabilizaba a Willem de sus errores, a diferencia de JB, que siempre lo hacía. Willem no sabía qué era peor.
Aunque agradecía la indignación de sus amigos, lo cierto era que no creía que Merritt fuera tan malo como ellos decían. Sin duda no era peor que él, quizá incluso actuara mejor. Más tarde se lo dijo a JB, quien respondió con un largo y ceñudo silencio, antes de empezar a aleccionarlo.
—A veces no sé qué pensar de ti, Willem. A veces tengo la impresión de que en realidad no quieres ser actor.
—Eso no es cierto —protestó él—. Solo que no creo que haya que restar importancia a cada rechazo, como tampoco creo que todo el que consigue un papel pasando por delante de mí lo hace por chiripa.
Siguió otro silencio.
—Eres demasiado bueno, Willem —dijo JB sombríamente—. Si sigues así nunca llegarás a nada.
—Gracias, JB.
A Willem rara vez le ofendían las opiniones de JB (a menudo tenía razón), pero en ese momento no tenía ganas de oír lo que pensaba de sus limitaciones ni sus sombrías predicciones acerca del futuro que le esperaba si no cambiaba de personalidad. Colgó y se quedó despierto en la cama, bloqueado y compadeciéndose de sí mismo.
De todos modos, cambiar de personalidad parecía descartado; ¿no era demasiado tarde para eso? Al fin y al cabo, antes de ser un hombre bueno había sido un niño bueno. Sus profesores, sus compañeros de clase, los padres de sus compañeros de clase, todos se daban cuenta de ello. «Willem es un chico muy compasivo», escribían sus profesores en sus informes, a los que luego su madre o su padre echaban un vistazo sin decir una palabra, antes de ponerlos sobre el montón de periódicos y sobres vacíos que había que llevar a reciclar. Al hacerse mayor empezó a darse cuenta de que la gente se sorprendía o se contrariaba al conocer a sus padres, en ocasiones incluso se enfadaban. Una vez, un profesor de instituto le comentó que pensaba que sus padres serían diferentes, dado el temperamento de Willem.
—¿Diferentes en qué sentido?
—Más afables.
Él no se consideraba en particular generoso ni excepcionalmente bueno. Sobresalía con facilidad en casi todo: en los deportes, en el colegio, con los amigos y con las novias. No forzaba su simpatía; no buscaba ser amigo de nadie, y no soportaba la grosería, ni la pequeñez de espíritu ni la mezquindad. Era humilde y trabajador, y más aplicado que brillante, lo sabía. «Descubre cuál es tu sitio», le decía a menudo su padre.
Su padre sabía cuál era el suyo. Willem recordaba que, tras una fuerte helada a finales de primavera que mató a una gran cantidad de corderos, una periodista que escribía un artículo sobre cómo había afectado a los granjeros de la región entrevistó a su padre.
—Como ranchero… —empezó la periodista.
—Yo no soy ranchero —la interrumpió él, enfatizando con su acento esas palabras, como hacía con todas las palabras, por lo que sonaron más bruscas de la cuenta—. Solo trabajo de jornalero en un rancho.
Tenía razón, por supuesto; el término ranchero implicaba algo específico, la condición de terrateniente, y de acuerdo con esa definición él no lo era. Pero había otras muchas personas en el condado que tampoco tenían derecho a llamarse a sí mismas rancheros y que de todos modos lo hacían. Willem nunca le había oído a su padre censurarlas por ello; a su padre le traía sin cuidado lo que hicieran los demás, pero la exageración no iba con él ni con su mujer, la madre de Willem.
Tal vez por eso Willem creía haber tenido siempre claro quién era, lo que explicaba por qué, conforme se alejaba del rancho y de su niñez, sentía muy poca presión para cambiar o reinventarse a sí mismo. No había sido más que un invitado en la universidad y en el departamento de posgrado, del mismo modo que ahora era un invitado en Nueva York, y un invitado en las vidas de los ricos y hermosos. Nunca intentaría fingir que había nacido con todo eso, porque sabía que no era cierto; él era el hijo de un jornalero del oeste de Wyoming, y al marcharse de allí no había borrado lo que era, tan solo había dejado que el tiempo, las experiencias y la cercanía al dinero fueran anotando más detalles en su cuerpo.
Willem fue el cuarto hijo, y el único que seguía vivo. Primero hubo una niña, Britte, que murió de leucemia a los dos años, mucho antes de que Willem naciera. Eso fue en Suecia, cuando su padre, que era islandés, trabajaba en una piscifactoría en la que conoció a su madre, que era danesa. Emigraron a Estados Unidos y tuvieron un hijo, Hemming, que nació con parálisis cerebral. Tres años después nació otro niño, Aksel, que murió mientras dormía sin que se supiera el motivo.
Hemming tenía ocho años cuando Willem nació. No podía caminar ni hablar, pero Willem lo quería y nunca dejó de considerarlo su hermano mayor. Hemming sabía sonreír, y cuando lo hacía se llevaba la mano a la cara, formaba con los dedos una boca de pato y los labios le sobresalían de las encías rosa azalea. Willem aprendió a gatear, y luego a andar y a correr mientras Hemming se quedaba en su silla año tras año; cuando fue lo bastante mayor y fuerte, empujaba la pesada silla de Hemming con sus gruesas y obstinadas ruedas (era una silla para quedarse quieto, no para ser empujada por el césped ni por los caminos de tierra) por el rancho donde vivían, en una pequeña casa de madera. En lo alto de la colina estaba el edificio principal, bajo y alargado, con un profundo porche que rodeaba toda la casa, y al pie de la colina se encontraban los establos donde sus padres pasaban los días. Él había sido el principal cuidador y acompañante de Hemming mientras iba al instituto; por las mañanas, era el primero en despertarse, y preparaba el café a sus padres y hervía agua para los copos de avena de Hemming; por las tardes, esperaba junto a la carretera a la furgoneta que llevaba de vuelta a su hermano, que pasaba el día en un centro de asistencia situado a una hora en coche. Willem siempre pensó que se parecían —los dos tenían el cabello claro y brillante de sus padres, y los ojos grises de su padre, así como un surco semejante a un paréntesis alargado que dividía el lado izquierdo de sus bocas y les daba un aire divertido, como si siempre estuvieran listos para sonreír—, aunque nadie parecía darse cuenta. Solo reparaban en que Hemming estaba en una silla de ruedas y siempre tenía la boca abierta, una húmeda elipse roja, y que la mayor parte del tiempo miraba hacia el cielo, con los ojos fijos en alguna nube que solo él veía. «¿Qué ves, Hemming?», le preguntaba a veces Willem cuando salían en sus paseos nocturnos, pero, claro está, Hemming nunca le respondía.
Aunque sus padres eran eficientes y competentes con Hemming, a Willem le parecía que no se mostraban afectuosos. Cuando él se quedaba hasta tarde en el instituto por un partido de fútbol o una competición de atletismo, o si tenía que trabajar un turno extra en la tienda de comestibles, era su madre quien esperaba a Hemming al final del camino, quien lo metía y lo sacaba de la bañera, quien le daba de cenar papillas de pollo con arroz y quien le cambiaba el pañal antes de acostarlo. Sin embargo, ella no le leía, ni hablaba con él, ni lo sacaba a pasear como hacía Willem. Ver a sus padres con Hemming le molestaba, en parte porque, si bien nunca se comportaban de forma reprobable, veía que para ellos era una responsabilidad, nada más. Con el tiempo se dio cuenta de que eso era todo lo que se podía esperar razonablemente de ellos; lo demás era cuestión de suerte. Pero, aun así, lamentaba que no quisieran más a Hemming, aunque fuera solo un poco. Quizá eso era demasiado pedir. Sus padres habían perdido a tantos hijos que tal vez no podían o no querían entregarse por entero a los que entonces tenían. Al final, Hemming y él también los deja