Diario de una nazi

Cristina García-Tornel
Enrique Coperías

Fragmento

Capítulo 1

1

Finales de mayo de 1943

Allí estaba ella..., sentada una fila delante de mí, al otro lado del pasillo que dividía el patio de butacas, completamente ausente de la grandiosidad de cuanto la rodeaba. Guardo esa imagen grabada en mi interior como un preciado legado del pasado. De entre las mujeres que asistieron al encuentro, ella logró cautivarme con su belleza particular. Por un instante imaginé que Botticelli debió de sentir una atracción semejante cuando Simonetta Vespucci excitó sus retinas por primera vez.

La silueta venusina de aquella dama, que seguramente se acercaba a las treinta primaveras, destacaba sobre el fondo encarnado de la gran bandera, una de las muchas que ondeaban con orgullo desde los palcos de aquel viejo teatro. La casualidad quiso que el círculo blanco sobre el que se dibujaba la cruz gamada cayera detrás de su cabeza, a modo de una aureola, que atenuaba el brillo natural de sus cabellos de oro y ondulados que se agolpaban hasta morir tensados en un rodete, a la altura de un cuello largo y delicado. Llevaba un vestido ceniciento poco consonante con su blanca piel, una piel deshabituada a los rayos del sol. La falda, circunspecta para la moda del momento, ocultaba casi por completo sus piernas, aunque se adivinaban hermosas. Tan solo se podían ver sus delgados tobillos, envueltos en seda, lo que acrecentaba su sensualidad. Una discreción calculada que, manejada por aquella dama, podría cautivar a todos los hombres del lugar. Pero era evidente que no estaba allí para tal menester. Sus finos labios deslucían exentos de carmín. Nada de sombreros, nada de afeites, nada de peinados recargados, nada de joyas, a excepción de un discreto anillo dorado con una pequeña amatista. Podría pasar desapercibida por su sencillez entre el resto de las damas, si no fuera porque acompañaba al caballero que estaba sentado a su diestra, un oficial de alto rango, lo que explicaría que, como mi esposo y yo, ocupara un lugar preferente. Para la ocasión, los jefes militares pidieron expresamente estar lo más cerca del orador y no ocupar los palcos como era costumbre, en aquel día abarrotados de autoridades, políticos, alto personal administrativo y la élite social de la ciudad.

Sorprendía sobremanera que aquella mujer de grata impresión para los sentidos careciera de esa necesidad vital, propia del género femenino, de eclipsar al sexo contrario y polarizar las miradas inquisitivas y recelosas de las demás féminas, muchas de las cuales venderían sin dudar su alma al diablo a cambio de poseer semejante potencial seductor. Pero allí estaba ella, sentada en una postura recatada, casi monjil, con las rodillas apretadas una contra la otra y las manos recogidas sobre el regazo. Era como si alguien hubiera tenido el mal gusto de echar una sábana por encima de la Venus de Urbino. Sin duda, su persona constituía un poderoso enigma; había algo en ella inquietante y perturbador, algo que no alcanzaba a entender; y tal vez fue ese arcano indescifrable lo que me atrajo como un imán.

Desde mi butaca solo podía ver su rostro parcialmente, difuminado por la neblina del humo de los cigarrillos y puros que viciaba el ambiente. Intuí en ella una mirada extraviada, una expresión de fría impasibilidad que quedaba fuera de mi alcance y que contrastaba con la faz risueña de su acompañante, que llevaba con orgullo el uniforme de las SS y tenía puestos los cinco sentidos en la sonora y profunda voz de Hans Frank, nuestro Generalgouverneur. Sus palabras retumbaban en las paredes del teatro como las olas de una mar embravecida contra el malecón: «... El Reich de Adolf Hitler será perpetuo, damas y caballeros. Ha sido la voluntad divina la que nos ha traído a este hombre. Nos fue enviado cuando Alemania se encontraba en el más hondo abismo. Él llegó con la victoria ya en la mano; nos guio y, en cuestión de pocos años, nos sacó de las profundidades y nos alzó como la primera potencia del mundo... Y ahora, caballeros, el destino nos ha encomendado crear una nueva Europa, una Europa donde los pueblos puedan vivir en paz y armonía».

Eran frases gloriosas. Cerré los ojos y me relamí como si saboreara en ellas un caramelo de fresa entre los labios. Afloró en mí el inefable sentimiento de triunfo compartido con el resto de los presentes. Aquel discurso, pese a su naturaleza etérea, se dejaba sentir en nuestras carnes, en forma de ráfagas de escalofríos, y nos unía a los allí convocados con hilos invisibles, indestructibles como el acero de los majestuosos aviones de la Luftwaffe.

«...Hemos reconquistado el país que antaño ya nos pertenecía. ¡Nosotros no somos los extraños, caballeros, sino los verdaderos moradores! ¡Fue el germano quien bendijo estas tierras con sus dotes de espíritu, con su arte y su cultura! Buen trabajo el nuestro, sí, señor; en muy poco tiempo hemos logrado adecentar este pueblo de mala muerte y recuperar lo que nos es legítimo...»

El auditorio ardía en emociones. Muchas mujeres, embriagadas por las palabras del Generalgouverneur, abrazaban y besaban a sus maridos, como muestra de gratitud por su contribución a los logros del Führer. Los augustos hombres que se encontraban sentados en la primera fila asentían y aplaudían de forma contenida; unos, recostados complacientes en la butaca, y otros, sacando pecho y alardeando de sus propios méritos con cruces de miradas henchidas de orgullo. Apelotonados de pie en uno de los dos pasillos laterales de acceso, un grupo de jóvenes soldados de la Wehrmacht enarbolaban sus gorras en señal de júbilo y armaban tal estruendo golpeando el suelo con sus botas de clavos que me arrancaron una intempestiva carcajada.

De repente, el sonido de las pisadas de los soldados y el de la lluvia de aplausos empezaron a sonar compasadamente, al ritmo de los corazones de la multitud. El teatro vibraba entero, desde el patio hasta el mismísimo paraíso, como un ser vivo ávido de conquistar nuevos mundos.

El júbilo parecía no afectarle en lo más mínimo a mi Simonetta. Su rostro flemático no dejaba entrever ningún gesto de entusiasmo, ni un suspiro, ni un pestañeo, ni una lágrima de emoción... Nada que diera a entender que su espíritu se hallaba con nosotros en la sala. De sus labios solo surgía de tanto en tanto una liviana sonrisa.

Cuando el orador rogó a los asistentes que guardaran silencio para proseguir con su intervención, todos callamos.

«Queridos compatriotas: Como les iba diciendo, ganaremos esta guerra... El Führer me ha dicho que no piensa ceder ni un solo metro cuadrado de este territorio, lo que reafirma los numerosos meses de esfuerzo que hemos dedicado como enviados del Gran Reich para acondicionar debidamente este lugar. Esto es lo hermoso de esta guerra: aquello de lo que nos apoderamos no lo devolvemos nunca.»

Una voz estentórea gritó desde uno de los palcos «Heil Hitler!», y el teatro entero se puso de pie para responder con la misma frase, varias veces, con el brazo levantado

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