PRIMERA PARTE
1862-1880
Vine al mundo un martes de otoño de 1880, bajo el techo de mis abuelos maternos, en San Francisco. Mientras dentro de esa laberíntica casa de madera jadeaba mi madre montaña arriba con el corazón valiente y los huesos desesperados para abrirme una salida, en la calle bullía la vida salvaje del barrio chino con su aroma indeleble a cocinería exótica, su torrente estrepitoso de dialectos vociferados, su muchedumbre inagotable de abejas humanas yendo y viniendo deprisa. Nací de madrugada, pero en Chinatown los relojes no obedecen reglas y a esa hora empieza el mercado, el tráfico de carretones y los ladridos tristes de los perros en sus jaulas esperando el cuchillo del cocinero. He venido a saber los detalles de mi nacimiento bastante tarde en la vida, pero peor sería no haberlos descubierto nunca; podrían haberse extraviado para siempre en los vericuetos del olvido. Hay tantos secretos en mi familia, que tal vez no me alcance el tiempo para despejarlos todos: la verdad es fugaz, lavada por torrentes de lluvia. Mis abuelos maternos me recibieron conmovidos —a pesar de que según varios testigos fui un bebé horroroso— y me pusieron sobre el pecho de mi madre, donde permanecí acurrucada por unos minutos, los únicos que alcancé a estar con ella. Después mi tío Lucky me echó su aliento en la cara para traspasarme su buena suerte. La intención fue generosa y el método infalible, pues al menos durante estos primeros treinta años de mi existencia, me ha ido bien. Pero, cuidado, no debo adelantarme. Esta historia es larga y comienza mucho antes de mi nacimiento; se requiere paciencia para contarla y más paciencia aún para escucharla. Si por el camino se pierde el hilo, no hay que desesperar, porque con toda seguridad se recupera unas páginas más adelante. Como en alguna fecha debemos comenzar, hagámoslo en 1862 y digamos, al azar, que la historia empieza con un mueble de proporciones inverosímiles.
La cama de Paulina del Valle fue encargada a Florencia, un año después de la coronación de Víctor Emanuel, cuando en el nuevo Reino de Italia aún vibraba el eco de las balas de Garibaldi; cruzó el mar desarmada en un transatlántico genovés, desembarcó en Nueva York en medio de una huelga sangrienta y fue trasladada a uno de los vapores de la compañía naviera de mis abuelos paternos, los Rodríguez de Santa Cruz, chilenos residentes en los Estados Unidos. Al capitán John Sommers le tocó recibir los cajones marcados en italiano con una sola palabra: náyades. Ese robusto marino inglés, del cual sólo queda un desteñido retrato y un baúl de cuero muy gastado por infinitas travesías marítimas y lleno de curiosos manuscritos, era mi bisabuelo, como averigüé hace poco, cuando mi pasado comenzó por fin a aclararse, después de muchos años de misterio. No conocí al capitán John Sommers, padre de Eliza Sommers, mi abuela materna, pero de él heredé cierta vocación de vagabunda. Sobre ese hombre de mar, puro horizonte y sal, cayó la tarea de conducir la cama florentina en la cala de su buque hasta el otro lado del continente americano. Debió sortear el bloqueo yanqui y los ataques de los confederados, alcanzar los límites australes del Atlántico, cruzar las aguas traicioneras del estrecho de Magallanes, entrar al océano Pacífico y después de detenerse brevemente en varios puertos sudamericanos, dirigir la proa hacia el norte de California, la antigua tierra del oro. Tenía órdenes precisas de abrir las cajas en el muelle de San Francisco, supervisar al carpintero de a bordo mientras éste ensamblaba las partes como un rompecabezas, cuidando de no mellar los tallados, colocar encima el colchón y el cobertor de brocado color rubí, montar el armatoste en una carreta y mandarlo a paso lento al centro de la ciudad. El cochero debía dar dos vueltas a la Plaza de la Unión y otras dos tocando una campanilla frente al balcón de la concubina de mi abuelo, antes de dejarlo en su destino final, la casa de Paulina del Valle. Debía realizar esta hazaña en plena Guerra Civil, cuando los ejércitos yanquis y los confederados se masacraban en el sur del país y nadie estaba en ánimo de bromas ni de campanitas. John Sommers impartió las instrucciones maldiciendo, porque en los meses de navegación esa cama llegó a simbolizar lo que más detestaba de su trabajo: los caprichos de su patrona, Paulina del Valle. Al ver la cama sobre la carreta dio un suspiro y decidió que sería lo último que haría por ella; llevaba doce años a sus órdenes y había alcanzado el límite de su paciencia. El mueble aún existe intacto, es un pesado dinosaurio de madera policromada; a la cabecera preside el dios Neptuno rodeado de olas espumantes y criaturas submarinas en bajo relieve, mientras a los pies juegan delfines y sirenas. En pocas horas media ciudad de San Francisco pudo apreciar aquel lecho olímpico; pero la querida de mi abuelo, a quien el espectáculo estaba dedicado, se escondió mientras la carreta pasaba y volvía a pasar con su campanilleo.
—El triunfo no me duró mucho —me confesó Paulina muchos años más tarde, cuando yo insistía en fotografiar la cama y conocer los detalles—. La broma se me dio vuelta. Creí que se burlarían de Feliciano, pero se burlaron de mí. Juzgué mal a la gente. ¿Quién iba a imaginar tanta mojigatería? En esos tiempos San Francisco era un avispero de políticos corruptos, bandidos y mujeres de mala vida.
—No les gustó el desafío —sugerí.
—No. Se espera que las mujeres cuidemos la reputación del marido, por vil que sea.
—Su marido no era vil —la rebatí.
—No, pero hacía tonterías. En todo caso, no me arrepiento de la famosa cama, he dormido en ella durante cuarenta años.
—¿Qué hizo su marido al verse descubierto?
—Dijo que mientras el país se desangraba en la Guerra Civil, yo compraba muebles de Calígula. Y negó todo, por supuesto. Nadie con dos dedos de frente admite una infidelidad, aunque lo pillen entre las sábanas.
—¿Lo dice por experiencia propia?
—¡Ojalá fuera así, Aurora! —replicó Paulina del Valle sin vacilar.
En la primera fotografía que le tomé, cuando yo tenía trece años, Paulina aparece en su cama mitológica, apoyada en almohadas de satén bordado, con una camisa de encaje y medio kilo de joyas encima. Así la vi muchas veces y así hubiera querido velarla cuando se murió, pero ella deseaba irse a la tumba con el hábito triste de las carmelitas y que se ofrecieran misas cantadas durante varios años por el reposo de su alma. «Ya he escandalizado mucho, es hora de agachar el moño», fue su explicación cuando se sumió en la invernal melancolía de los últimos tiempos. Al verse cerca del fin se atemorizó. Hizo desterrar la cama al sótano y colocar en su lugar una tarima de madera con un colchón de crin de caballo, para morir sin lujos, después de tanto derroche, a ver si san Pedro hacía borrón y cuenta nueva en el libro de los pecados, como dijo. El susto, sin embargo, no le alcanzó para desprenderse de otros bienes materiales y hasta el último suspiro tuvo entre las manos las riendas de su imperio financiero, para entonces muy reducido. De la bravura de su juventud, poco quedaba al final, hasta la ironía se le fue acabando, pero mi abuela creó su propia leyenda y ningún colchón de crin ni hábito de carmelita podría perturbarla. La cama florentina, que se dio el gusto de pasear por las calles más principales para hostigar a su marido, fue uno de sus momentos gloriosos. En esa época la familia vivía en San Francisco bajo un apellido cambiado —Cross— porque ningún norteamericano podía pronunciar el sonoro Rodríguez de Santa Cruz y del Valle, lo cual es una lástima, porque el auténtico tiene resonancias antiguas de Inquisición. Acababan de trasladarse al barrio de Nob Hill, donde se construyeron una disparatada mansión, una de las más opulentas de la ciudad, que resultó un delirio de varios arquitectos rivales contratados y despedidos cada dos por tres. La familia no hizo su fortuna en la fiebre del oro de 1849, como pretendía Feliciano, sino gracias al magnífico instinto empresarial de su mujer, a quien se le ocurrió transportar productos frescos desde Chile hasta California sentados en un lecho de hielo antártico. En aquella tumultuosa época un durazno valía una onza de oro y ella supo aprovechar esas circunstancias. La iniciativa prosperó y llegaron a tener una flotilla de barcos navegando entre Valparaíso y San Francisco, que el primer año regresaban vacíos, pero luego lo hacían cargados de harina californiana; así arruinaron a varios agricultores chilenos, incluso al padre de Paulina, el temible Agustín del Valle, a quien se le agusanó el trigo en las bodegas porque no pudo competir con la blanquísima harina de los yanquis. De la rabia, también se le agusanó el hígado. Al término de la fiebre del oro miles y miles de aventureros regresaron a sus lugares de origen más pobres de lo que salieron, después de perder la salud y el alma en persecución de un sueño; pero Paulina y Feliciano hicieron fortuna. Se colocaron en la cumbre de la sociedad de San Francisco, a pesar del obstáculo casi insalvable de su acento hispano. «En California son todos nuevos ricos y mal nacidos, en cambio nuestro árbol genealógico se remonta a las Cruzadas», mascullaba Paulina entonces, antes de darse por vencida y regresar a Chile. Sin embargo, no fueron títulos de nobleza ni cuentas en los bancos lo único que les abrió las puertas, sino la simpatía de Feliciano, quien hizo amigos entre los hombres más poderosos de la ciudad. Resultaba, en cambio, bastante difícil tragar a su mujer, ostentosa, mal hablada, irreverente y atropelladora. Hay que decirlo: Paulina inspiraba al principio la mezcla de fascinación y pavor que se siente ante una iguana; sólo al conocerla mejor se descubría su vena sentimental. En 1862 lanzó a su marido en la empresa comercial ligada al ferrocarril transcontinental que los hizo definitivamente ricos. No me explico de dónde sacó esa señora su olfato para los negocios. Provenía de una familia de hacendados chilenos estrechos de criterio y pobres de espíritu; fue criada entre las paredes de la casa paterna en Valparaíso, rezando el rosario y bordando, porque su padre creía que la ignorancia garantiza la sumisión de las mujeres y de los pobres. Escasamente dominaba los rudimentos de la escritura y la aritmética, no leyó un libro en su vida y sumaba con los dedos —nunca restaba— pero todo lo que tocaban sus manos se convertía en fortuna. De no haber sido por sus hijos y parientes botarates, habría muerto con el esplendor de una emperatriz. En esos años se construía el ferrocarril para unir el este y el oeste de los Estados Unidos. Mientras todo el mundo invertía en acciones de las dos compañías y apostaba a cuál colocaba los rieles más rápido, ella, indiferente a esa carrera frívola, tendió un mapa sobre la mesa del comedor y estudió con paciencia de topógrafo el futuro recorrido del tren y los lugares donde había agua en abundancia. Mucho antes de que los humildes peones chinos pusieran el último clavo uniendo las vías del tren en Promotory, Utah, y que la primera locomotora cruzara el continente con su estrépito de hierros, su humareda volcánica y su bramido de naufragio, convenció a su marido de que comprara tierras en los sitios marcados en su mapa con cruces de tinta roja.
—Allí fundarán los pueblos, porque hay agua, y en cada uno nosotros tendremos un almacén —explicó.
—Es mucha plata —exclamó Feliciano espantado.
—Consíguela prestada, para eso son los bancos. ¿Por qué vamos a arriesgar el dinero propio si podemos disponer del ajeno? —replicó Paulina, como siempre alegaba en estos casos.
En eso estaban, negociando con los bancos y comprando terrenos a través de medio país, cuando estalló el asunto de la concubina. Se trataba de una actriz llamada Amanda Lowell, una escocesa comestible, de carnes lechosas, ojos de espinaca y sabor de durazno, según aseguraban quienes la habían probado. Cantaba y bailaba mal, pero con brío, actuaba en comedias de poca monta y animaba fiestas de magnates. Poseía una culebra de origen panameño, larga, gorda y mansa, pero de espeluznante aspecto, que se enrollaba en su cuerpo durante sus danzas exóticas y que nunca dio muestras de mal carácter hasta una noche desventurada en que ella se presentó con una diadema de plumas en el peinado y el animal, confundiendo el tocado con un loro distraído, estuvo a punto de estrangular a su ama en el empeño de tragárselo. La bella Lowell estaba lejos de ser una más de las miles de «palomas mancilladas» de la vida galante de California; era una cortesana altiva cuyos favores no se conseguían sólo con dinero sino también con buenos modales y encanto. Mediante la generosidad de sus protectores vivía bien y le sobraban medios para ayudar a una caterva de artistas sin talento; estaba condenada a morir pobre, porque gastaba como un país y regalaba el sobrante. En la flor de su juventud perturbaba el tráfico en la calle con la gracia de su porte y su roja cabellera de león, pero su gusto por el escándalo había malogrado su suerte: en un arrebato podía desbaratar un buen nombre y una familia. A Feliciano el riesgo le pareció un incentivo más; tenía alma de corsario y la idea de jugar con fuego lo sedujo tanto como las soberbias nalgas de la Lowell. La instaló en un apartamento en pleno centro, pero jamás se presentaba en público con ella, porque conocía de sobra el carácter de su esposa, quien en un ataque de celos había tijereteado piernas y mangas de todos sus trajes y se los había tirado en la puerta de su oficina. Para un hombre tan elegante como él, que encargaba su ropa al sastre del príncipe Alberto en Londres, aquello fue un golpe mortal.
En San Francisco, ciudad masculina, la esposa era siempre la última en enterarse de una infidelidad conyugal, pero en este caso fue la propia Lowell quien la divulgó. Apenas su protector daba vuelta la espalda, marcaba con rayas los pilares de su lecho, una por cada amante recibido. Era una coleccionista, no le interesaban los hombres por sus méritos particulares, sino el número de rayas; pretendía superar el mito de la fascinante Lola Montez, la cortesana irlandesa que había pasado por San Francisco como una exhalación en los tiempos de la fiebre del oro. El chisme de las rayas de la Lowell corría de boca en boca y los caballeros se disputaban por visitarla, tanto por los encantos de la bella, a quien muchos de ellos ya conocían en el sentido bíblico, como por la gracia de acostarse con la mantenida de uno de los próceres de la ciudad. La noticia alcanzó a Paulina del Valle cuando ya había dado la vuelta completa por California.
—¡Lo más humillante es que esa chusca te pone cuernos y todo el mundo anda comentando que estoy casada con un gallo capón! —increpó Paulina a su marido en el lenguaje de sarraceno que solía emplear en esas ocasiones.
Feliciano Rodríguez de Santa Cruz nada sabía de aquellas actividades de la coleccionista y el disgusto casi lo mata. Jamás imaginó que amigos, conocidos y otros que le debían inmensos favores se burlaran así de él. En cambio, no culpó a su querida, porque aceptaba resignado las veleidades del sexo opuesto, criaturas deliciosas pero sin estructura moral, siempre listas para ceder a la tentación. Mientras ellas pertenecían a la tierra, el humus, la sangre y las funciones orgánicas, ellos estaban destinados al heroísmo, las grandes ideas y, aunque no era su caso, a la santidad. Confrontado por su esposa se defendió como pudo y en una tregua aprovechó para echarle en cara el pestillo con que trancaba la puerta de su pieza. ¿Pretendía que un hombre como él viviera en la abstinencia? Todo era su culpa por haberlo rechazado, alegó. Lo del pestillo era cierto, Paulina había renunciado a los desenfrenos carnales, no por falta de ganas, como me confesó cuarenta años más tarde, sino por pudor. Le repugnaba mirarse en el espejo y dedujo que cualquier hombre sentiría lo mismo al verla desnuda. Recordaba exactamente el momento cuando tomó consciencia de que su cuerpo se estaba convirtiendo en su enemigo. Unos años antes, al regresar Feliciano de un largo viaje de negocios a Chile, la cogió por la cintura y con el mismo rotundo buen humor de siempre quiso levantarla del suelo para llevarla a la cama, pero no pudo moverla.
—¡Carajo, Paulina! ¿Tienes piedras en los calzones? —se rió.
—Es grasa —suspiró ella tristemente.
—¡Quiero verla!
—De ninguna manera. De ahora en adelante sólo podrás venir a mi pieza de noche y con la lámpara apagada.
Durante un tiempo esos dos, que se habían amado sin pudicia, hicieron el amor a oscuras. Paulina se mantuvo impermeable a las súplicas y rabietas de su marido, quien no se conformó nunca con encontrarla debajo de un cerro de trapos en la negrura del cuarto, ni con abrazarla con prisa de misionero mientras ella le sujetaba las manos para que no le palpara las carnes. El tira y afloja los dejaba extenuados y con los nervios al rojo vivo. Por fin, con el pretexto del traslado a la nueva mansión de Nob Hill, Paulina instaló a su marido en el otro extremo de la casa y trancó la puerta de su habitación. El disgusto por su propio cuerpo superaba el deseo que sentía por su marido. Su cuello desaparecía tras la doble papada, los senos y la barriga eran un solo promontorio de monseñor, sus pies no la sostenían más de unos minutos, no podía vestirse sola o abrocharse los zapatos; pero con sus vestidos de seda y sus espléndidas joyas, como se presentaba casi siempre, resultaba un espectáculo prodigioso. Su mayor preocupación era el sudor entre sus rollos y solía preguntarme en susurros si olía mal, pero jamás percibí en ella otro aroma que el de agua de gardenias y talco. Contraria a la creencia tan difundida entonces de que el agua y el jabón arruinan los bronquios, ella pasaba horas flotando en su bañera de hierro esmaltado, donde volvía a sentirse liviana como en su juventud. Se había enamorado de Feliciano cuando éste era un joven guapo y ambicioso, dueño de unas minas de plata en el norte de Chile. Por ese amor desafió la ira de su padre, Agustín del Valle, quien figura en los textos de historia de Chile como el fundador de un minúsculo y cicatero partido político ultraconservador, desaparecido hace más de dos décadas, pero que cada tanto vuelve a resucitar como una desplumada y patética ave fénix. El mismo amor por ese hombre la sostuvo cuando decidió prohibirle la entrada a su alcoba a una edad en que su naturaleza clamaba más que nunca por un abrazo. A diferencia de ella, Feliciano maduraba con gracia. El cabello se le había vuelto gris, pero seguía siendo el mismo hombronazo alegre, apasionado y botarate. A Paulina le gustaba su vena vulgar, la idea de que ese caballero de retumbantes apellidos provenía de judíos sefarditas y bajo sus camisas de seda con iniciales bordadas lucía un tatuaje de perdulario adquirido en el puerto durante una borrachera. Ansiaba oír de nuevo las porquerías que él le susurraba en los tiempos cuando todavía chapaleaban en la cama con las lámparas encendidas y habría dado cualquier cosa por dormir una vez más con la cabeza apoyada sobre el dragón azul grabado con tinta indeleble en el hombro de su marido. Nunca creyó que él deseaba lo mismo. Para Feliciano ella fue siempre la novia atrevida con quien se fugó en la juventud, la única mujer que admiraba y temía. Se me ocurre que esa pareja no dejó de amarse, a pesar de la fuerza ciclónica de sus peleas, que dejaban a todos en la casa temblando. Los abrazos que antes los hicieran tan felices se trocaron en combates que culminaban en treguas a largo plazo y venganzas memorables, como la cama florentina, pero ningún agravio destruyó su relación y hasta el final, cuando él cayó herido de muerte por una apoplejía, estuvieron unidos por una envidiable complicidad de truhanes.
Una vez que el capitán John Sommers se aseguró de que el mueble mítico estaba sobre la carreta y el cochero entendía sus instrucciones, partió a pie en dirección a Chinatown, como hacía en cada una de sus visitas a San Francisco. Esta vez, sin embargo, los bríos no le alcanzaron y a las dos cuadras debió llamar un coche de alquiler. Se montó con esfuerzo, indicó la dirección al conductor y se recostó en el asiento, jadeando. Hacía un año que habían empezado los síntomas, pero en las últimas semanas se habían agudizado; las piernas apenas lo sostenían y la cabeza se le llenaba de bruma, debía luchar sin reposo contra la tentación de abandonarse a la algodonosa indiferencia que iba invadiendo su alma. Su hermana Rose había sido la primera en advertir que algo andaba mal, cuando él todavía no sentía dolor. Pensaba en ella con una sonrisa: era la persona más cercana y querida, el norte de su existencia trashumante, más real en su afecto que su hija Eliza o cualquiera de las mujeres que abrazó en su largo peregrinaje de puerto en puerto.
Rose Sommers había pasado su juventud en Chile, junto a su hermano mayor, Jeremy; pero a la muerte de éste regresó a Inglaterra para envejecer en tierra propia. Residía en Londres, en una casita a pocas cuadras de los teatros y de la ópera, un barrio algo venido a menos, donde podía vivir a su regalado antojo. Ya no era la pulcra ama de llaves de su hermano Jeremy, ahora podía dar rienda suelta a su vena excéntrica. Solía vestirse de actriz en desgracia para tomar té en el Savoy o de condesa rusa para pasear su perro, era amiga de mendigos y músicos callejeros, gastaba su dinero en baratijas y caridades. «Nada hay tan liberador como la edad», decía contando sus arrugas, feliz. «No es la edad, hermana, sino la situación económica que te has labrado con tu pluma», replicaba John Sommers. Esa venerable solterona de pelo blanco había hecho una pequeña fortuna escribiendo pornografía. Lo más irónico, pensaba el capitán, era que justamente ahora que Rose no tenía necesidad de ocultarse, como cuando vivía a la sombra de su hermano Jeremy, había dejado de escribir cuentos eróticos y se dedicaba a producir novelas románticas a un ritmo agobiador y con un éxito inusitado. No había mujer cuya lengua madre fuera el inglés, incluyendo la reina Victoria, que no hubiera leído al menos uno de los romances de la Dama Rose Sommers. El título distinguido no hizo más que legalizar una situación que Rose había tomado por asalto desde hacía años. Si la reina Victoria hubiera sospechado que su autora preferida, a quien otorgó personalmente la condición de Dama, era responsable de una vasta colección de literatura indecente firmada por Una Dama Anónima, habría sufrido un soponcio. El capitán opinaba que la pornografía era deliciosa, pero esas novelas de amor eran basura. Se encargó durante años de publicar y distribuir los cuentos prohibidos que Rose producía bajo las narices de su hermano mayor, quien murió convencido de que ella era una virtuosa señorita sin otra misión que hacerle la vida agradable. «Cuídate, John, mira que no puedes dejarme sola en este mundo. Estás adelgazando y tienes un color raro», le había repetido Rose a diario cuando el capitán la visitó en Londres. Desde entonces una implacable metamorfosis estaba transformándolo en un lagarto.
Tao Chi’en terminaba de quitar sus agujas de acupuntura de las orejas y brazos de un paciente, cuando su ayudante le avisó que su suegro acababa de llegar. El zhong-yi colocó cuidadosamente las agujas de oro en alcohol puro, se lavó las manos en una palangana, se puso su chaqueta y salió a recibir al visitante, extrañado de que Eliza no le hubiera advertido que su padre llegaba ese día. Cada visita del capitán Sommers provocaba una conmoción. La familia lo esperaba ansiosa, sobre todo los niños, que no se cansaban de admirar los regalos exóticos y de oír los cuentos de monstruos marinos y piratas malayos de aquel abuelo colosal. Alto, macizo, con la piel curtida por la sal de todos los mares, barba montaraz, vozarrón de trueno e inocentes ojos azules de bebé, el capitán resultaba una figura imponente en su uniforme azul, pero el hombre que Tao Chi’en vio sentado en un sillón de su clínica estaba tan disminuido, que tuvo dificultad en reconocerlo. Lo saludó con respeto, no había logrado superar el hábito de inclinarse ante él a la usanza china. Había conocido a John Sommers en su juventud, cuando trabajaba de cocinero en su barco. «A mí me tratas de señor, ¿entendido, chino?», le había ordenado éste la primera vez que le habló. Entonces ambos teníamos el pelo negro, pensó Tao Chi’en con una punzada de congoja ante el anuncio de la muerte. El inglés se puso de pie trabajosamente, le dio la mano y luego lo estrechó en un breve abrazo. El zhong-yi comprobó que ahora él era el más alto y pesado de los dos.
—¿Sabe Eliza que usted venía hoy, señor? —preguntó.
—No. Usted y yo debemos hablar a solas, Tao. Me estoy muriendo.
El zhong-yi así lo había comprendido apenas lo vio. Sin decir palabra lo guió hasta el consultorio, donde lo ayudó a desvestirse y tenderse en una camilla. Su suegro desnudo tenía un aspecto patético: la piel gruesa, seca, de un color cobrizo, las uñas amarillas, los ojos inyectados en sangre, el vientre hinchado. Empezó por auscultarlo y luego le tomó el pulso en las muñecas, el cuello y los tobillos para cerciorarse de lo que ya sabía.
—Tiene el hígado destrozado, señor. ¿Sigue bebiendo?
—No puede pedirme que abandone un hábito de toda la vida, Tao. ¿Cree que alguien puede aguantar el oficio de marinero sin un trago de vez en cuando?
Tao Chi’en sonrió. El inglés bebía media botella de ginebra en los días normales y una entera si había algo que lamentar o celebrar, sin que pareciera afectarlo en lo más mínimo; ni siquiera olía a licor, porque el fuerte tabaco de mala clase impregnaba su ropa y su aliento.
—Además, ya es tarde para arrepentirme, ¿verdad? —agregó John Sommers.
—Puede vivir un poco más y en mejores condiciones si deja de beber. ¿Por qué no toma un descanso? Venga a vivir con nosotros por un tiempo, Eliza y yo lo cuidaremos hasta que se reponga —propuso el zhong-yi sin mirarlo, para que el otro no percibiera su emoción. Como tantas veces le ocurría en su oficio de médico, debía luchar contra la sensación de terrible impotencia que solía abrumarlo al confirmar cuán escasos eran los recursos de su ciencia y cuán inmenso el padecer ajeno.
—¡Cómo se le ocurre que voy a ponerme voluntariamente en manos de Eliza para que me condene a la abstinencia! ¿Cuánto tiempo me queda, Tao? —preguntó John Sommers.
—No puedo decirlo con certeza. Debería consultar otra opinión.
—La suya es la única opinión que me merece respeto. Desde que usted me sacó una muela sin dolor a medio camino entre Indonesia y la costa del África, ningún otro médico ha puesto sus malditas manos sobre mí. ¿Cuánto hace de eso?
—Unos quince años. Agradezco su confianza, señor.
—¿Sólo quince años? ¿Por qué me parece que nos hemos conocido toda la vida?
—Tal vez nos conocimos en otra existencia.
—La reencarnación me da terror, Tao. Imagínese que en mi próxima vida me toque ser musulmán. ¿Sabía que esa pobre gente no bebe alcohol?
—Ése es seguramente su karma. En cada reencarnación debemos resolver lo que dejamos inconcluso en la anterior —se burló Tao.
—Prefiero el infierno cristiano, es menos cruel. Bueno, nada de esto le diremos a Eliza —concluyó John Sommers mientras se ponía la ropa, luchando con los botones que escapaban de sus dedos temblorosos—. Como ésta puede ser mi última visita, es justo que ella y mis nietos me recuerden alegre y sano. Me voy tranquilo, Tao, porque nadie podría cuidar a mi hija Eliza mejor que usted.
—Nadie podría amarla más que yo, señor.
—Cuando yo no esté, alguien deberá ocuparse de mi hermana. Usted sabe que Rose fue como una madre para Eliza...
—No se preocupe, Eliza y yo estaremos siempre pendientes de ella —le aseguró su yerno.
—La muerte... quiero decir... ¿será con rapidez y dignidad? ¿Cómo sabré cuándo llega el fin?
—Cuando vomite sangre, señor —dijo Tao Chi’en tristemente.
Ocurrió tres semanas más tarde, en medio del Pacífico, en la privacidad del camarote del capitán. Apenas pudo ponerse de pie, el viejo navegante limpió los rastros del vómito, se enjuagó la boca, se cambió la camisa ensangrentada, encendió su pipa y se fue a la proa del barco, donde se instaló a mirar por última vez las estrellas titilando en un cielo de terciopelo negro. Varios marineros lo vieron y esperaron a la distancia, con las gorras en la mano. Cuando se le terminó el tabaco, el capitán John Sommers pasó las piernas por encima de la borda y se dejó caer sin ruido al mar.
Severo del Valle conoció a Lynn Sommers durante un viaje que hizo con su padre de Chile a California en 1872, para visitar a sus tíos Paulina y Feliciano, quienes protagonizaban los mejores chismes de la familia. Severo había visto un par de veces a su tía Paulina durante sus esporádicas apariciones en Valparaíso, pero hasta que no la conoció en su ambiente norteamericano, no comprendió los suspiros de cristiana intolerancia de su familia. Lejos del medio religioso y conservador de Chile, del abuelo Agustín clavado en su sillón de paralítico, de la abuela Emilia con sus encajes lúgubres y sus lavativas de linaza, del resto de sus parientes envidiosos y timoratos, Paulina alcanzaba sus verdaderas proporciones de amazona. En el primer viaje, Severo del Valle era demasiado joven para medir el poder o la fortuna de esa pareja de tíos célebres, pero no se le escaparon las diferencias entre ellos y el resto de la tribu Del Valle. Fue al regresar años más tarde cuando comprendió que se contaban entre las familias más ricas de San Francisco, junto a los magnates de la plata, el ferrocarril, los bancos y el transporte. En ese primer viaje, a los quince años, sentado a los pies de la cama policromada de su tía Paulina, mientras ella planeaba la estrategia de sus guerras mercantiles, Severo decidió su propio futuro.
—Debieras hacerte abogado, para que me ayudes a demoler a mis enemigos con todas las de la ley —le aconsejó ese día Paulina, entre dos mordiscos de pastel de hojaldre con dulce de leche.
—Sí, tía. Dice el abuelo Agustín que en toda familia respetable se necesita un abogado, un médico y un obispo —replicó el sobrino.
—También se necesita un cerebro para los negocios.
—El abuelo considera que el comercio no es oficio de hidalgos.
—Dile que la hidalguía no sirve para comer, que se la meta por el culo.
El joven sólo había escuchado esa palabreja en boca del cochero de su casa, un madrileño escapado de una prisión en Tenerife, quien por razones incomprensibles también se cagaba en Dios y en la leche.
—¡Déjate de melindres, chiquillo, mira qué culo tenemos todos! —exclamó Paulina muerta de risa al ver la expresión de su sobrino.
Esa misma tarde lo llevó a la pastelería de Eliza Sommers. San Francisco había deslumbrado a Severo al atisbarlo desde el barco: una ciudad luminosa instalada en un verde paisaje de colinas sembradas de árboles que descendían ondulantes hasta el borde de una bahía de aguas calmas. De lejos parecía severa, con su trazado español de calles paralelas y transversales, pero de cerca tenía el encanto de lo inesperado. Acostumbrado al aspecto somnoliento del puerto de Valparaíso, donde se había criado, el muchacho quedó aturdido ante la demencia de casas y edificios en variados estilos, lujo y pobreza, todo revuelto, como si hubiera sido levantado deprisa. Vio un caballo muerto y cubierto de moscas frente a la puerta de una elegante tienda que ofrecía violines y pianos de cola. Entre el tráfico ruidoso de animales y coches se abría paso una muchedumbre cosmopolita: americanos, hispanos, franceses, irlandeses, italianos, alemanes, algunos indios y antiguos esclavos negros, ahora libres, pero siempre rechazados y pobres. Dieron una vuelta por Chinatown y en un abrir y cerrar de ojos se encontraron en un país poblado de celestiales, como llamaban a los chinos, que el cochero apartaba con chasquidos de su fusta mientras conducía el fiacre a la Plaza de la Unión. Se detuvo ante una casa de estilo victoriano, sencilla en comparación a los desvaríos de molduras, relieves y rosetones que solían verse por esos lados.
—Éste es el salón de té de la señora Sommers, el único por estos lados —aclaró Paulina—. Puedes tomar café donde quieras, pero para una taza de té debes venir aquí. Los yanquis abominan de este noble brebaje desde la Guerra de Independencia, que empezó cuando los rebeldes quemaron el té de los ingleses en Boston.
—Pero ¿no hace como un siglo de eso?
—Ya ves, Severo, lo estúpido que puede ser el patriotismo.
No era el té la causa de las frecuentes visitas de Paulina a ese salón, sino la famosa pastelería de Eliza Sommers, que impregnaba el interior con una fragancia deliciosa de azúcar y vainilla. La casa, de las muchas importadas de Inglaterra en los primeros tiempos de San Francisco, con un manual de instrucciones para armarla como un juguete, tenía dos pisos coronados por una torre, que le daba un aire de iglesia campestre. En el primer piso habían juntado dos habitaciones para ampliar el comedor, había varios sillones de patas torcidas y cinco mesitas redondas con manteles blancos. En el segundo piso se vendían cajas de bombones hechos a mano con el mejor chocolate belga, mazapán de almendra y varias clases de dulces criollos de Chile, los favoritos de Paulina del Valle. Servían dos empleadas mexicanas de largas trenzas, albos delantales y cofias almidonadas, dirigidas telepáticamente por la pequeña señora Sommers, quien daba la impresión de existir apenas, en contraste con la impetuosa presencia de Paulina. La moda acinturada y con espumosos pollerines favorecía a la primera, en cambio multiplicaba el volumen de la segunda; además Paulina del Valle no ahorraba en telas, flecos, pompones y plisados. Ese día iba ataviada de abeja reina, en amarillo y negro de la cabeza a los pies, con un sombrero terminado en plumas y un corpiño a rayas. Muchas rayas. Invadía el salón, se tragaba todo el aire y con cada desplazamiento suyo las tazas tintineaban y las frágiles paredes de madera gemían. Al verla entrar, las criadas corrieron a cambiar una de las delicadas sillas enjuncadas por un sillón más sólido, donde la dama se acomodó con gracia. Se movía con cuidado, pues consideraba que nada afea tanto como la prisa; también evitaba los ruidos de vieja, jamás dejaba escapar en público jadeos, toses, crujidos o suspiros de cansancio, aunque los pies estuvieran matándola. «No quiero tener voz de gorda», decía, y hacía gárgaras diarias de jugo de limón con miel para mantener la voz delgada. Eliza Sommers, menuda y derecha como un sable, vestida con una falda azul oscuro y una blusa color melón abotonada en los puños y el cuello, con un discreto collar de perlas como único adorno, parecía notablemente joven. Hablaba un español oxidado por falta de uso y el inglés con acento británico, saltando de una lengua a otra en la misma frase, tal como hacía Paulina. La fortuna de la señora Del Valle y su sangre de aristócrata la colocaban muy por encima del nivel social de la otra. Una mujer que trabajaba por gusto sólo podía ser un marimacho, pero Paulina sabía que Eliza ya no pertenecía al medio en que se había criado en Chile y no trabajaba por gusto, sino por necesidad. Había oído también que vivía con un chino, pero su demoledora indiscreción nunca le alcanzó para preguntárselo directamente.
—La señora Eliza Sommers y yo nos conocimos en Chile en 1840; entonces ella tenía ocho años y yo dieciséis, pero ahora somos de la misma edad —explicó Paulina a su sobrino.
Mientras las empleadas servían té, Eliza Sommers escuchaba divertida el parloteo incesante de Paulina, interrumpido apenas para zamparse otro bocado. Severo se olvidó de ellas al descubrir en otra mesa a una preciosa niña pegando estampas en un álbum a la luz de las lámparas a gas y la suave claridad de los vitrales de la ventana, que la alumbraban con destellos dorados. Era Lynn Sommers, hija de Eliza, criatura de tan rara belleza que ya entonces, a los doce años, varios fotógrafos de la ciudad la usaban como modelo; su rostro ilustraba postales, afiches y calendarios de ángeles tocando la lira y ninfas traviesas en bosques de cartón piedra. Severo todavía estaba en la edad en que las niñas son un misterio más bien repelente para los muchachos, pero él se rindió a la fascinación; de pie a su lado la contempló boquiabierto sin comprender por qué le dolía el pecho y sentía deseos de llorar. Eliza Sommers lo sacó del trance llamándolos a tomar chocolate. La chiquilla cerró el álbum sin prestarle atención, como si no lo viera, y se levantó liviana, flotando. Se instaló frente a su taza de chocolate sin decir palabra ni alzar la vista, resignada a las miradas impertinentes del joven, plenamente consciente de que su aspecto la separaba del resto de los mortales. Sobrellevaba su belleza como una deformidad, con la secreta esperanza de que se le pasaría con el tiempo.
Unas semanas más tarde Severo se embarcó de vuelta a Chile con su padre, llevándose en la memoria la vastedad de California y la visión de Lynn Sommers plantada firmemente en el corazón.
Severo del Valle no volvió a ver a Lynn hasta varios años más tarde. Regresó a California a finales de 1876 a vivir con su tía Paulina, pero no inició su relación con Lynn hasta un miércoles de invierno en 1879 y entonces ya era demasiado tarde para los dos. En su segunda visita a San Francisco, el joven había alcanzado su altura definitiva, pero todavía era huesudo, pálido, desgarbado y andaba incómodo en su piel, como si le sobraran codos y rodillas. Tres años después, cuando se plantó sin voz delante de Lynn, ya era un hombre hecho y derecho, con las nobles facciones de sus antepasados españoles, la contextura flexible de un torero andaluz y el aire ascético de un seminarista. Mucho había cambiado en su vida desde la primera vez que viera a Lynn. La imagen de esa niña silenciosa con languidez de gato en reposo lo acompañó durante los años difíciles de la adolescencia y en el dolor del duelo. Su padre, a quien había adorado, murió prematuramente en Chile y su madre, desconcertada ante ese hijo aún imberbe, pero demasiado lúcido e irreverente, lo envió a terminar sus estudios en un colegio católico de Santiago. Pronto, sin embargo, lo devolvieron a su casa con una carta explicando en secos términos que una manzana podrida en el barril corrompe a las demás, o algo por el estilo. Entonces la abnegada madre hizo una peregrinación de rodillas a una gruta milagrosa, donde la Virgen, siempre ingeniosa, le sopló la solución: mandarlo al servicio militar para que un sargento se hiciera cargo del problema. Durante un año Severo marchó con la tropa, soportó el rigor y la estupidez del regimiento y salió con rango de oficial de reserva, decidido a no acercarse a un cuartel nunca más en su vida. No bien puso los pies en la calle volvió a sus antiguas amistades y a sus erráticos raptos de humor. Esta vez sus tíos tomaron cartas en el asunto. Se reunieron en consejo en el austero comedor de la casa del abuelo Agustín, en ausencia del joven y su madre, quienes carecían de voto en la mesa patriarcal. En esa misma habitación, treinta y cinco años antes Paulina del Valle, con la cabeza afeitada y una tiara de diamantes, había desafiado a los hombres de su familia para casarse con Feliciano Rodríguez de Santa Cruz, el hombre escogido por ella. Allí se presentaban ahora ante el abuelo las pruebas contra Severo: se negaba a confesarse y comulgar, salía con bohemios, se habían descubierto en su poder libros de la lista negra; en pocas palabras, sospechaban que había sido reclutado por la masonería o, peor aún, por los liberales. Chile pasaba por un período de luchas ideológicas irreconciliables y en la medida en que los liberales ganaban puestos en el gobierno, crecía la ira de los ultraconservadores imbuidos de fervor mesiánico, como los Del Valle, que pretendían implantar sus ideas a punta de anatemas y balas, aplastar a masones y anticlericales, y acabar de una vez por todas con los liberales. Los Del Valle no estaban dispuestos a tolerar un disidente de su propia sangre en el seno mismo de la familia. La idea de enviarlo a los Estados Unidos fue del abuelo Agustín: «Los yanquis le curarán las ganas de andar metiendo bulla», pronosticó. Lo embarcaron rumbo a California sin pedir su opinión, vestido de luto, con el reloj de oro de su difunto padre en el bolsillo del chaleco, un escueto equipaje, que incluía un gran Cristo coronado de espinas, y una carta sellada para sus tíos Feliciano y Paulina.
Las protestas de Severo fueron meramente formales, porque ese viaje calzaba con sus propios planes. Sólo le pesaba separarse de Nívea, la muchacha a la cual todo el mundo esperaba que desposara algún día, de acuerdo a la vieja costumbre de la oligarquía chilena de casarse entre primos. Se ahogaba en Chile. Había crecido preso en una maraña de dogmas y prejuicios, pero el contacto con otros estudiantes en el colegio de Santiago le abrió la imaginación y despertó en él un fulgor patriótico. Hasta entonces creía que había sólo dos clases sociales, la suya y la de los pobres, separadas por una imprecisa zona gris de funcionarios y otros «chilenitos del montón», como los llamaba su abuelo Agustín. En el cuartel se dio cuenta de que los de su clase, con piel blanca y poder económico, eran apenas un puñado; la vasta mayoría era mestiza y pobre; pero en Santiago descubrió que existía también una pujante clase media numerosa, educada y con ambiciones políticas, que era en realidad la columna vertebral del país, donde se contaban inmigrantes escapados de guerras o miserias, científicos, educadores, filósofos, libreros, gente con ideas avanzadas. Quedó pasmado con la oratoria de sus nuevos amigos, como quien se enamora por primera vez. Deseaba cambiar a Chile, darle vuelta por completo, purificarlo. Se convenció de que los conservadores —salvo los de su propia familia, que a sus ojos no actuaban por maldad sino por error— pertenecían a las huestes de Satanás, en el caso hipotético de que Satanás fuera algo más que una pintoresca invención, y se dispuso a participar en política apenas pudiera adquirir independencia. Comprendía que faltaban algunos años para eso, por lo mismo consideró el viaje a los Estados Unidos como un soplo de aire fresco; podría observar la envidiable democracia de los norteamericanos y aprender de ella, leer lo que le diera la gana sin preocuparse de la censura católica y enterarse de los avances de la modernidad. Mientras en el resto del mundo se destronaban monarquías, nacían nuevos estados, se colonizaban continentes y se inventaban maravillas, en Chile el parlamento discutía sobre el derecho de los adúlteros a ser enterrados en cementerios consagrados. Delante de su abuelo no se permitía mencionar la teoría de Darwin, que estaba revolucionando el conocimiento humano, en cambio se podía perder una tarde discutiendo improbables milagros de santos y mártires. El otro incentivo para el viaje era el recuerdo de la pequeña Lynn Sommers, que se atravesaba con abrumadora perseverancia en su afecto por Nív