La luz perdida

Nino Haratischwili

Fragmento

libro-3

TBILISI, 1987

La luz del atardecer se enredaba en su pelo. Lo conseguiría, superaría también ese obstáculo, apretaría el cuerpo con furia contra la reja hasta que únicamente ofreciese una débil resistencia a su peso, gemiría ligeramente y cedería. Sí, ella rompería ese obstáculo no solo para sí misma, sino también para nosotras tres, para dejar el camino libre a la aventura a sus inseparables compañeras.

Durante una fracción de segundo contuve la respiración. Con los ojos muy abiertos, contemplamos a nuestra amiga, en pie entre dos mundos: uno de los pies de Dina continuaba en la acera de la calle Engels, el otro entraba ya en el oscuro patio interior del jardín botánico; flotaba entre lo permitido y lo prohibido, entre el cosquilleo de lo desconocido y la monotonía de lo familiar, entre el camino a casa y el riesgo. Ella, la más valiente de las cuatro, nos abría un mundo secreto al que solo ella podía darnos acceso, porque para Dina las rejas y las vallas no tenían ningún significado. Ella, cuya vida en el último año de ese siglo plomizo, enfermo, que jadeaba en busca de aire, iba a terminar en una soga, improvisada con la cuerda de unas anillas de gimnasia.

Aquella noche, a muchos ignorantes años de distancia de la muerte, yo estaba cautivada por una sensación que lo abarcaba todo y que no podía clasificar con exactitud. Hoy tal vez lo llamaría una embriaguez, un regalo que la vida le hace a una de manera totalmente imprevista, esa ranura diminuta que se abre raras veces en toda la fea cotidianeidad, todo el trabajo duro de la vida, y permite intuir que detrás de todo lo cotidiano hay mucho más, que tan solo hace falta admitirlo y liberarse de las coacciones y de los modelos prefijados para dar el paso decisivo. Porque, sin entenderlo de lleno, ya intuía entonces que ese momento iba a quedarse grabado para siempre en mi memoria e iba a convertirse con el tiempo en un símbolo de la felicidad. Sentía que ese momento era mágico, y no porque hubiera ocurrido algo especial en sentido estricto, sino porque formábamos, en nuestra cohesión, una fuerza indestructible, una comunidad que ya no iba a retroceder ante ningún reto.

Contuve la respiración y contemplé cómo Dina entraba al patio a través de la verja, con esa expresión alegre y triunfal en el rostro. También yo me sentí por un momento soberana de toda suerte y toda alegría, reina de los audaces, porque por un instante fui ella, Dina, mi valerosísima amiga. Y no solo yo, también las otras dos se convirtieron en ella, compartieron esa sensación de libertad que parecía albergar la promesa de que, detrás de esos oxidados barrotes, un mundo entero esperaba para que nosotras lo conquistásemos, un mundo que quería tenderse a nuestros pies.

Nos acercamos al viejo vallado del jardín botánico, admiramos el milagro culminado por Dina mientras ella bajaba satisfecha la mirada hacia nosotras, como si quisiera aplauso y reconocimiento porque, a pesar de nuestras dudas, había tenido razón en que aquella verja devorada por el óxido de la calle Engels era el portillo ideal para empezar la gran aventura anhelada durante años.

—Qué, ¿venís de una vez? —nos llamó desde el otro lado, y una de nosotras, ya no sé cuál, se llevó el índice a los labios apretados y emitió un preocupado «¡Chis!».

La luz de una farola solitaria, al otro lado de la calle, cayó sobre el rostro de Dina, tenía marcas de óxido en las dos mejillas. Yo di el primer paso, superé con el impulso de la pierna derecha el miedo y la excitación, imposible decir qué predominaba. Me apreté contra Dina, que mantuvo la verja tan abierta como era posible, me quedé enganchada por el pelo en uno de los alambres enredados y absurdamente separados, volví a liberarme con rapidez y caí tambaleándome al patio interior. Coseché a cambio una cabezada benevolente y una astuta sonrisa de Dina. Acicateada por la prueba de valor que había superado, llamé a las dos rezagadas para decirles que se dieran prisa. Ahora era parte del mundo de Dina, parte del mundo de las aventuras y los secretos, ahora también yo podía mirar, satisfecha de mí misma, desde lo alto.

Creí oír el latido del corazón de Nene hasta la entrada del túnel, que se abría ante nosotras como una boca abierta y bostezante, como si quisiera decir: sin duda creéis que habéis superado todos vuestros miedos y habéis llegado lejos, pero aún os espera lo verdaderamente terrible, aún estoy yo, en todo mi oscuro esplendor de hormigón lleno de ratas, sin olvidar las peligrosas corrientes y los ruidos propios de una pesadilla.

Aparté la mirada del negro agujero de hormigón y me concentré en atraer a Nene e Ira al patio interior. Aunque la lluvia que empezaba a caer no me insuflaba precisamente valor, ahuyenté mis preocupaciones a la vista del tramo, todavía largo, que quedaba hasta nuestra verdadera meta.

Pasó un coche. Nene se agachó por puro instinto. Dina se echó a reír.

—Seguro que piensa que su tío ya la está buscando, y que, si no la encuentra enseguida, le echará a sus hienas al cuello.

—¡No le metas más miedo! —la exhortó Ira, la más razonable y pragmática de las cuatro, miembro del club de ajedrez en el Palacio de los Pioneros y ganadora del penúltimo concurso transcaucásico Qué-Cuándo-Dónde de los equipos escolares—. ¡Ven, Nene, ahora nos toca a nosotras! —dijo con su tono uniforme, suave y enfático, y cogió la mano temblorosa y siempre húmeda de Nene.

Comenzó por empujar el cuerpo suave y flexible de Nene a través de la reja, que Dina y yo manteníamos separada, y cuando Nene logró colarse Ira fue tras ella.

—¡Hecho! ¿Ha sido tan difícil, gallinas? —gritó Dina triunfal, y soltó la verja, que retrocedió con un lamentable sonido de claqueteo y regresó temblando a su posición original hasta quedar inmóvil.

—Os digo que nos vamos a meter en un buen lío —respondió Ira, pero su voz carecía de énfasis, porque también ella era presa de la euforia y desplazaba todas las preocupaciones y la idea de las dificultades que a buen seguro nos iba a acarrear nuestra aventura nocturna. Luego alzó la vista al cielo, pensativa, como si buscara en él un mapa para nuestro inminente recorrido, y una gruesa gota de lluvia cayó sobre sus gafas.

Aquella tarde, yo había regresado a las tantas de la clase de refuerzo de matemáticas en la que mi padre insistía y que yo me veía obligada a recibir de uno de sus amigos profesores (todos sus amigos eran o profesores o científicos), y Dina ya estaba esperándome en nuestra cocina. Con el pretexto de que íbamos a hacer los deberes juntas, repasamos nuestro plan de fuga. Ira y Nene vendrían más tarde, Ira tenía clase de ajedrez, y Nene tenía que tomar no sé qué «medidas de seguridad» para poder salir de casa por la noche.

En ese instante, Dina sacó una enorme linterna de su raída mochila, y nos sumió por un momento en el asombro.

—Os suena, ¿eh? —Sonrió—. Sí, es la de Beso, pero seguro que ni siquiera se da cuenta, se la devolveremos mañana mismo.

Beso era el conserje de nuestro colegio, y me sorprendió que Dina hubiera conseguido robarle la linterna. Nene rio a carcajadas y, como si su risa le hubiera dado fuerzas, corrió hacia el oscuro túnel. Toda

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