El último verano

Diego S. Garrocho

Fragmento

Antes de empezar

Antes de empezar

Me gustaría escribir que la filosofía se dice de muchas maneras. Pero estaría mintiendo. O estaría siendo infiel, al menos, a algunas cosas importantes en las que creo. No es fácil dibujar la linde entre un género u otro. No existe un protocolo definitivo, ni un test que nos permita asegurar, sin riesgo a equivocarnos, dónde empieza o dónde acaba el ensayo o el cuento. Tampoco sabemos dónde empieza el poema y termina la prosa. Ni siquiera podemos afirmar con certeza dónde arranca la filosofía. Se puede sospechar de los géneros literarios pero es más difícil dudar de las personas. O incluso de los personajes. Por eso creo que la filosofía, si es que esta disciplina debe algo a lo que pudo decir Platón, tiene que ver con una persecución motivada por un anhelo. Aquello que se busca y se persigue no es otra cosa que el bien, la verdad y la belleza. Es posible que nadie pueda demostrar con pruebas fehacientes la existencia de estas tres cosas. Pero este hecho no ha impedido que, desde antiguo, seres humanos de distinta condición hayan intentado darle alcance a tan preciada recompensa.

Los ensayos que aquí se reúnen son la prueba de un fracaso. Al hilo de distintas anécdotas (personales, literarias, políticas y culturales), cada uno de los textos que componen El último verano es un intento frustrado por intentar alcanzar alguno de esos tres principios rectores. Jamás lo conseguí, pero nunca dejé de intentarlo. Confieso que he incumplido ese imperativo que nos advierte que no debemos hacer categoría de la anécdota. Y ha sido una transgresión reiterada. Hasta casi gozosa. Este libro está compuesto de ocasiones en las que a partir de lo particular he intentado vislumbrar patrones, reglas generales y hasta rasgos universales. A fin de cuentas, el valor de cualquier obsesión radica en que pueda ser compartida.

En algunos ensayos de este libro, el señuelo ha sido la belleza. Otras veces —mi deformación como profesor de ética y filosofía política en la universidad se hace presente— ha sido la búsqueda del bien la que ha motivado la escritura. Pero en todas las ocasiones he intentado guardar un respeto y una fidelidad constante con la verdad. O, al menos, con lo que he creído que era verdadero. No es extraño que, en su gran mayoría, estos textos sean intentos que por primera vez se vieron publicados en prensa: a veces en papel, otras veces en formato puramente digital. Me gusta pensar que la búsqueda de la verdad es uno de los rasgos que comparten tanto los filósofos como los buenos periodistas.

Creo en la filosofía y, más que en los periodistas, a quienes respeto y admiro, creo en los periódicos como instrumento político, cultural y civilizatorio. De niño llegué a las ideas de hombres y mujeres a los que admiro a través de la prensa. Los periódicos conformaron mi mirada sobre el mundo y por la generosidad de quienes allí escribían pude ampliar los márgenes de mi familia, de mi entorno y de mi escuela. Gracias a la prensa hemos podido acceder a momentos únicos de lucidez de pensadores como Pasolini, Ortega, Arendt, Steiner, Sartori o Bobbio. Y gracias a las columnas de opinión hemos visto cómo la literatura encontraba una coartada para vengarse, a veces, de la anodina realidad.

Los ensayos que aquí se presentan están ordenados en torno a cinco ejes, que incluso pueden disputarse. Su ordenación, pese a todo, no es estrictamente azarosa. El primer grupo reúne algunos textos bajo el título «La memoria», sugiriendo, tal vez, una cierta continuidad con alguno de los pulsos que inspiraron mi libro Sobre la nostalgia. Damnatio memoriae (Alianza Editorial, 2019). Estos textos tienden a ser instantáneas que dialogan, de forma más o menos explícita, con la falta, con la ausencia y el regreso. No querría tener que dar mejor razón sobre ellos. El segundo bloque lleva por título «Lo de ahora», y sirve para enmarcar una colección de textos que, de alguna manera, aspiran a rebatir algunas creencias y tendencias de nuestro tiempo que encuentro poco fundadas o incluso disparatadas. No sé si pensar es pensar contra algo, pero sí creo que la filosofía consiste en retar, casi por puro método, las inercias de cada época. El tercer epígrafe recoge reflexiones puramente morales y atienden, o al menos aspiran a ello, al modo en que vivimos y a la manera en la que solemos razonar moralmente. La vocación ética de todo el libro tal vez se haga más visible en esta tercera parte. El cuarto bloque, «La ciudad», reúne textos de inequívoca intención política. Algunos son generales. Otros surgieron al hilo de acontecimientos concretos pero aspiran a sobrevivir a la circunstancia inmediata. No quieren ser textos puramente críticos y ojalá, en alguno de ellos, consiga haber realizado alguna aportación propositiva. No escondo mis cartas y los presupuestos ideológicos desde los que escribo encuentran en el republicanismo cívico y en cierta tradición clásica sus fuentes de inspiración más inmediata. Por último, y prolongando esa querencia clasicista, he titulado «El espíritu» la sección dedicada a reflexiones que tienen por objeto la cultura, la educación o la literatura.

Debo hacer una última confesión. Al releer el conjunto de estos ensayos, en ocasiones he creído reconocer tesis con las que puede que no esté enteramente de acuerdo. Ese disenso no tiene que ver con la distancia cronológica que podría haberme hecho cambiar de parecer sobre algunas cuestiones. Es más fácil que todo eso. La escritura tiene una ley propia que, en momentos puntuales, parece emancipar su curso de la soberanía de quien escribe. He llegado a tener la sensación de que los textos están bien así, incluso cuando no encajen del todo con los matices de mi opinión o de mi perspectiva. Tengo la intuición de que esa coherencia entre lo escrito y el que escribe no es siempre lo más importante. Aunque, pese a todo, me siento capaz de responder de todo lo escrito hasta la última coma.

Tal y como señalé algunas líneas arriba, El último verano es un compendio de fracasos mínimos, aunque algunos hayan llegado a ser bastante sonoros. Jamás he sido capaz de dar con aquello que buscaba. Nunca he conseguido escribir lo que verdaderamente quería. Y desde esa frustración creo que seguiremos intentando reparar la ausencia de algunas cosas valiosas que ya no están. O de algunas cosas que a pesar de estar, no están, creo, como y donde deberían estar. Como aquel último verano.

Madrid, noviembre de 2022

I. La memoria

I. LA MEMORIA

El último verano

El último verano

El último verano siempre llega de repente. Como en el título de la obra de Tennessee Williams, que luego inspiraría otra excelente película dirigida por Joseph L. Mankiewicz, este último verano nunca avisa: Suddenly, Last Summer. Si la trama hubiera sido otra, casi habría merecido la pena sumar un signo de exclamación para marcar lo abrupto del acontecimiento. Y es que hay cosas que, incluso sabiendo que van a llegar, tienen la capacidad de sorprendernos.

Se equivocaban, por ello, las civilizaciones antiguas que describían un tiempo cíclico y repetido en torno a las estaciones del año, que siempre vuelven regularmente. En la vida de cualquier persona suele haber, a lo más, dos o tres veranos que coinciden con los dos o tres amores que nuestra memoria será capaz de administrar falazmente. Vendrán, por supuesto, nuevos días y otros descubrimientos, pero si seguimos hablando de veranos en la vida adulta es por una suerte de analogía. Los veranos forman parte de las cosas que antes nos pasaban y que ahora recordamos. Y lo peor es que está bien que así sea.

El verano de todos los veranos es, qué duda cabe, el verano de la mayoría de edad. Existen, es verdad, eternos y felices periodos estivales durante la infancia, pero entonces uno es demasiado pequeño para valorar lo excepcional de aquellos días. Al final de la pubertad, sin embargo, uno empieza a distinguir que todo lo que amamos acabará y el verano comienza a manifestar su condición de insólito milagro.

Hace tres días fui testigo de cómo comenzaba ese verano superlativo para cientos de chicos. La transición entre el instituto y la universidad dura apenas unos días, pero es una de las transformaciones más fabulosas en la biografía de cualquier persona. La Selectividad es la ceremonia terminal, el final boss de todos los terrores de infancia que alumbra, exactamente a su término, el mejor verano de nuestra vida. Tendrían que haber visto aquel rebaño de adolescentes jubilosos tras días de nervios y esfuerzos. Llegaron al campus como niños y, al término de la prueba, sentían haber adquirido el certificado de su condición madura. Amarga victoria.

Nunca más volverán a ser tan parecidos a sus compañeros de pupitre. Las generaciones se rompen en el momento en que una clase de chicos, habituados hasta entonces a compartir materias, deciden emprender el rumbo concreto y distinguido de cualquier especialización. Allí donde antes había una clase con afanes compartidos, asignaturas y miedos comunes, pronto habrá arquitectos, economistas, ingenieros o filósofos. Tener que estudiar materias que no nos importan, con el tiempo todos lo sabremos, es una de las cosas más nobles que habremos hecho en nuestra vida.

Hace apenas unas horas, los estudiantes festejaban el final del examen y los profesores los mirábamos embargados por la envidia y la nostalgia, que son dos rasgos bíblicamente humanos. Despreocupados en su celebración inconsciente, estos chicos sabían lo que ganaban, pero no tenían ni la más remota idea de lo que estaban a punto de perder al abandonar la última etapa de la infancia. La vida adulta es una ficción forzosa en la que casi nos obligamos a prescindir de las primeras veces y estos chavales se encontraban, de algún modo, al borde del precipicio.

Y es ahora, a la espera de los resultados del examen, cuando todo dará comienzo. Los más privilegiados saldrán hacia la costa y a otros se les presentarán oportunidades más modestas. Poco importa. Les esperan unos meses determinantes en el asentamiento de no pocas mitologías capitales para su vida futura. Es probable que este verano ni siquiera sea tan feliz como luego lo recuerden, pero nunca nadie podrá enmendar el patrimonio memorativo que están a punto de construir.

Si confío en la humanidad es porque todavía soy capaz de reconocer algunos pactos entre generaciones. Me reconforta la generosidad con la que se custodian algunos secretos y el modo en que se procura no desvelar antes de tiempo algunas certezas. Por este motivo les ruego que no digamos nada y que disimulemos. Es tentador avisar a los nuestros y regalarles algún consejo o experiencia. Pero no lo hagamos, ya se darán cuenta ellos. Que a nadie se le ocurra advertir a ninguno de estos jóvenes la cruel y terrible verdad que todos sabemos: que están a las puertas del que probablemente sea su último verano.

La valla del colegio

La valla del colegio

Si tienen la suerte de vivir en la ciudad en la que crecieron, no dejen de pasar de vez en cuando por su antiguo colegio. Hay pocas formas tan rotundas de ajustar cuentas no tanto con lo que fuimos, sino con aquello en lo que prometimos convertirnos. Las promesas, alguien debería revertir la fórmula, tienen el mal gusto de ir siempre desde entonces hasta ahora. Y en aquel entonces vivíamos, y a veces hasta creíamos morir, en el patio de un colegio.

Las escuelas son un síntoma de los ideales socialmente compartidos. Las hay históricas y solemnes, como las del centro de París o de Palermo; patriótico-deportivas, como las de Estados Unidos; o austeras y funcionales, como las alemanas. Los colegios son el acuerdo material de mínimos, el consenso tácito y precipitado en el que pactamos cómo queremos que sean nuestros pequeños, que es tanto como decir cómo querremos ser en el futuro. Educar es siempre intentar cambiar hacia mejor y en ese comparativo, mejor, se acomodan los valores comunes en los que aspiramos a reconocernos. De alguna manera los colegios son el superyó de las instituciones públicas, la prolongación civil del vientre materno.

De un tiempo a esta parte —que es una fórmula indulgente para decir desde que dejamos de ser los que fuimos— cualquiera podrá comprobar las hondas transformaciones también arquitectónicas que han sufrido los centros educativos. En mi caso puedo confirmar que los antiguos y severos campos de asfalto, sobre cuyas grietas jugábamos con los G. I. Joes, se han convertido en perfectas y coloridas canchas de fútbol. Aquel gigantesco frontón que se erguía en mitad del patio, y detrás del cual los malotes fumaban sus primeros cigarros, ha sido demolido. Y el suelo de casi toda la superficie de recreo ha sido cubierto por un caucho reciclado que amortiguará, a buen seguro, las caídas de los niños. Los que siempre tuvieron vocación de caer sobre blando están hoy de enhorabuena.

Entre tanto confort civilizado hay algo que me resulta singularmente inquietante. Cada poco, cuando cumplo con el exorcismo de la visita ritual, descubro que mi colegio ha crecido en altura. Sobre los antiguos barrotes de la valla han soldado nuevas bayonetas y entre los escasos resquicios desde los que podíamos asomarnos al mundo exterior han dispuesto una malla metálica que administra, como una membrana carcelaria, el acceso al nuevo perímetro protegido. La valla del colegio no es ya una cerca cándida y estabular para que no nos extraviemos, sino que han querido convertirla en una frontera, en un hiato material entre dos mundos casi quirúrgicamente separados.

Estoy seguro de que habrá sesudos estudios cooperativos y ecosostenibles en Liechtenstein, Finlandia o Delaware que recomiendan estos nuevos usos, y estoy convencido, también, de que la asociación de madres y padres custodiará un histórico de crímenes atroces que aconsejan el refuerzo de la linde. No cuestiono, por tanto, que se hayan ganado algunas cosas, pero es probable, y alguna vez merecerá la pena recordarlo, que hayamos perdido también algunas experiencias valiosas.

Cuando la valla era asequible, el colegio era nuestro incluso cuando lo cerraban. Así, en aquellos días trepábamos la tapia para seguir jugando al fútbol durante los domingos. No eran suficientes los recreos en los que con una hormona incipiente sudábamos la camiseta de Pantic o Mijatovic. Al llegar el fin de semana nos encaramábamos a la verja y cuando nos sorprendían los municipales, sabios e indulgentes, siempre supieron mirar hacia otra parte. Pasaron los años y durante la adolescencia la verja se mantuvo franqueablemente solícita para buscar un rincón de intimidad en el que debutar, torpemente, en la incipiente intimidad amatoria. Y alguna vez, lo confieso, abordamos la antigua escuela con un par de latas de cerveza. Todo aquello, ahora más que nunca estoy convencido de ello, era bueno y era bello.

La materia, al menos así lo vivirá cualquier idealista, es siempre el signo de otra cosa y en las nuevas fortificaciones escolares no dejo de intuir el higienismo protectivo de una sociedad cada vez más desquiciada. Un suelo duro, las porterías sin red o la autonomía con la que dispusimos del espacio público, más allá del rapto nostálgico, eran elementos útiles en nuestra educación para instruirnos en experiencias fundamentales. Algunas eran tan sencillas como el dolor tras la caída o la conciencia veraz e incuestionable de que al otro lado del muro metálico existían adultos cuyas intenciones podrían no ser siempre benevolentes.

En aquellos años los colegios eran lugares mucho más inseguros, hostiles e incluso amenazantes de lo que son hoy, pero aquellas instituciones cumplían con una virtud inequívoca: guardaban una verosímil semejanza con lo que había afuera. Esa similitud entre el mundo y la escuela, entre la ley de la gravedad que rige en el planeta y las caídas sin protección sobre el asfalto, fueron algo más que un paisaje romántico de infancia. Fueron, y en algún sentido seguirán siéndolo, el signo de una serenidad social en la que se asumían con cierta naturalidad el riesgo, el peligro y el dolor.

Mirar lejos

Mirar lejos

El hombre es un ser de lejanías. Dicen que lo dejó escrito Heidegger y solía repetirlo, quién sabe con qué intenciones, Paco Umbral. La frase pertenece a esos sintagmas más bellos que verdaderos, pues a nadie se le escapa que se trata de una expresión lograda, aunque no tengamos ni idea de qué puede significar. Cuando las frases de Heidegger se hacen comprensibles, de hecho, siempre acaban por gustarnos un poco menos.

La lejanía uno la puede entender, claro, de dos maneras. La más obvia e intuible es aquella que apela a una distancia. Ser un ser de lejanías significaría tanto como ser un animal de lontananzas, un bicho que mira lejos en virtud, por ejemplo, de su mirada estereoscópica. El pirata con el catalejo celebra, a su manera, la misma humanidad que Galileo con su telescopio. Los hombros de gigantes a los que se encaramaron Newton o Bernardo de Chartres guardaban ese único propósito: mirar más lejos. Nadie sabe con qué intención, pero siempre intentamos mirar más allá, a ver qué ocurre, en parte porque siempre nos decepciona el más acá.

Puede, sin embargo, que esa lejanía no nos hable tan solo del espacio y que se acoja, también, a la distancia en el tiempo. Somos animales de lejanías por nuestra capacidad proyectiva y nuestro afán en fiarlo todo para luego. Para el fin de los tiempos, que dirían los teólogos. Aunque todo esto se ha quebrado, en parte, por la tecnología. Una de las mujeres más inteligentes que conozco me dice siempre que la distancia ahora se ha reducido a una cuestión económica. Pero por más que cualquiera pueda coger un avión y plantarse a desayunar cruasanes en el París de las postales, nadie podrá atravesar, por más que lo intente, las líneas del tiempo.

El animal de lejanías preludia y augura, proyecta hacia delante el conjunto de sus terrores, esto es, de sus errores, con la esperanza puesta en que todo acabe al fin por resolverse. O de que todo acabe, al menos, pues es con un final cualquiera como suelen terminar todas las cosas. Al menos, las más importantes.

El valor y la pena

El valor y la pena

Hay expresiones que ocultan un tratado metafísico. Y pocas, en lengua castellana, alcanzan un sentido tan propio y hondo como la construcción «merecer la pena». La unión del mérito y la tristeza, o del merecimiento y la melancolía, nos recuerdan que en muchas ocasiones —en demasiadas, diría— la pena no es una condición contingente o negociable. La pena está, se da en los hombres, con la misma huella indeleble con la que se marcó sobre la frente de Caín el signo de una culpa eterna. Pero, al menos, nosotros asumimos que ciertas penas pueden llegar a merecerse. Y que, aun sin mérito, a veces estamos dispuestos a soportarlas.

A esta tristeza, que es la experiencia que pauta la transición hacia la vida adulta, no la emparentamos solo con el hecho de merecer. En una formulación casi pareja, hacemos no que las cosas merezcan, sino como en Francia o en Italia, que «valgan la pena». Este valor de la pena nos recuerda que hay cosas por las que estamos dispuestos a sufrir. Do ut des. No es ya cuestión de mérito o merecimiento, sino de valoración íntima y estricta. A cambio de una dosis de tristeza conseguiremos aquello que ansiamos, puesto que son muchas las ocasiones en las que se hace forzoso padecer para luego recibir. La vida entera pareciera un pacto desequilibrado entre la pena y la alegría.

En el valor de la pena se expresan, además, muchas otras cosas. Cuando algo vale la pena, se intuye de forma transparente el valor de la cosa perseguida, y casi nunca el precio —que no es el valor, pero se le parece— de la pena misma, que en el fondo es lo importante. El valor de la pena no es solo la cualidad o el rendimiento de una forma de tristeza, sino que por pena habría de intuirse, también, una forma de condena.

Las cosas valen la pena cuando estamos dispuestos a someternos a una justa o injusta sanción, y todo por perseguir aquello que anhelamos. Darle mérito o valor a la aflicción es la pobre solución que hemos inventado. Porque después de todo, en una vida, casi todo es negociable salvo la melancolía.

Romantizarlo todo

Romantizarlo todo

No hay que romantizar. Este imperativo lo habrán escuchado en demasiadas ocasiones. Referido a la infancia, a una relación amorosa, a la España rural o incluso a la vocación desde la que elegimos un trabajo. Legiones de realistas monótonos insisten en lo inadecuado que resulta romantizar las cosas. Como el Grinch en Navidad, los aguafiestas nos asaltan en los días ordinarios para advertirnos, con su ración de positivismo mediocrizante, que debemos ser objetivos. Como si lo bueno fuera apreciar la realidad en su puro y prosaico acontecimiento. Como si la vida bastara para satisfacer las legítimas, aunque desmesuradas, apetencias humanas.

Yo creo, sin embargo, que hay que romantizarlo todo. Romantizarlo, incluso, hasta la mentira. Como los niños cuando alegremente fabulan, o como esos adolescentes que debutan en amores que por supuesto no existen. Solo ellos tienen razón, aunque estén equivocados. Porque esa recreación ficcional es, precisamente, el único recurso gratuito con el que podemos afrontar la banalidad del mundo. Porque, aunque nuestra vida y nuestros pobres triunfos pasajeros, que diría Gardel, no valgan apenas nada, tendremos que seguir haciendo un esfuerzo por nutrir con algo la esperanza.

La sinceridad está sobrevalorada, sobre todo si se ejerce en primera persona. Engañarse a uno mismo sí que sería el mejor de los poderes. Porque hay nobles mentiras que son premonitorias de otras cosas que, andado el tiempo, acabarán por hacerse realidad y serán igualmente bellas. Y por bellas, como dijeran Platón o Keats, deberían reconocerse verdaderas.

Hay que romantizar porque solo así es como se construye lo valioso. Las catedrales, las sinfonías y hasta los matrimonios. Haciéndonos creer que hay más de lo que hay en lo que hay, burlando a la inmanencia para sembrarlo todo de brillos que nos lleven a otro mundo y a otros días. Para redecorarlo todo con nuestros afectos, fingidores y aliados que salen a nuestro rescate. Habrá que romantizar, al fin, cuando la vida se desploma y nos amenaza con demostrar que, en el fondo, las cosas son siempre lo que parecen.

La tristeza y el mar

La tristeza y el mar

Al mar se vuelve como se vuelve a la tristeza. Incluso habrá quien piense que es la propia contemplación del océano la que entraña una forma de melancolía. El tamaño es una metáfora de demasiadas cosas y ante el mar uno se siente forzosamente pequeño. Tal vez ese sea el motivo por el que Friedrich pintó un mar de nubes donde no había agua, para recrear un abismo metafísico en el que todos pudiéramos sentirnos tentados o amenazados. El mar siempre es tan grande que al viejo o al niño los hace iguales.

Borges decía que quien mira el mar lo ve por vez primera, o al menos así lo dejó escrito. Y no mentía. Porque el mar siempre sorprende con ese asombro contradictorio que nos procuran las cosas que creíamos saber. Así somos, víctimas de una sorpresa anunciada. Podemos carcajearnos con un chiste ya conocido y podemos seguir angustiándonos por una consabida certeza. La traición del amante, aunque esperada, nunca dejará de dolernos. Como la muerte de una madre, por más que todas las madres mueran. Porque mueren.

El mar nos seduce, desde Homero a Melville, con esa belleza que anuncia el peligro de una violencia latente. El mar es terrible al modo en que lo era el ángel de Rilke, pero es especialmente hobbesiano porque su belleza oculta la amenaza de una muerte violenta. El agua siempre esconde la guarida del monstruo y es custodia de misterios. Cuando uno nada en mar abierto nunca debe mirar abajo.

Por eso el mar es mar sobre todo cuando no es verano, porque es entonces cuando se convierte en playa. El pedazo de tierra firme desde el que el poeta aspiraría a contemplar naufragios se transforma en un escenario vulgar de avariciosa alegría. Aunque cuidado: no comprendo el elitismo que reniega de las playas atestadas, de los niños con sus cubos y los adultos con palas. A mí me parece justo coincidir con los tatuajes, las chancletas y la sandía en tupperware. Es hermoso confesarnos como lo que a veces somos, poco más que una manada de hipopótamos gozosos que disfrutan con el sencillo alivio que procura el chapoteo. Y, pese a todo, seguiremos sin ser felices.

Un reloj

Un reloj

Los relojes de verdad no sirven para dar la hora. Para esa función práctica y funcional existen los teléfonos móviles, la señal horaria de la radio o las campanas de una iglesia. Un reloj mecánico, de muñeca, es otra cosa. Se trata de un artefacto mínimo y a veces hasta discreto en el que se declina la humanidad entera. Cuando desaparezcamos de la faz de la tierra no sería un mal epitafio distinguirnos como ese animal que supo hacer relojes. Y sentimos, además, la forzosa necesidad de querer llevarlos siempre encima.

La mesura del tiempo y de su ritmo es una hazaña más que heroica. Diría que es incluso más memorable que el asalto a la superficie lunar u otras gestas astronómicas. Tampoco el metaverso, la nanotecnología o la democracia parecen ser conquistas mayores. Medir el tiempo para el único animal mortal es tanto como cumplir el imperativo que advertía la entrada del templo de Apolo en Delfos: conócete a ti mismo. Porque acceder al conocimiento

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