La historia de los vertebrados

Mar García Puig

Fragmento

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El 20 de diciembre de 2015 me convertí en madre y enloquecí. Cerca de la medianoche, en una sala blanca del hospital barcelonés de Vall d’Hebron, una cabeza asomaba fuera de mi cuerpo como un fuego en medio de una zarza. Mientras empujaba, me pareció ver en las molduras del techo un dragón que, cuando el bebé estalló en un sonoro llanto ya en brazos ajenos, huía por la ventana y con su cola arrastraba las estrellas de esa noche clara para dejarlas caer con un golpe seco sobre el suelo. Sin darme apenas cuenta, distraída pensando en quién iba a limpiar ese desastre de astros, tenía a mi hija contra mi pecho, gelatina y milagro. «Solo un segundo», me dijeron, y al arrebatármela apretaron fuerte mi barriga. Aún no estábamos. Seguí alumbrando ese fuego y vi entre mis piernas una segunda cabeza. Me sorprendió otro llanto que, fundiéndose con el primero, se filtró con el estruendo de mil cataratas por las grietas del paritorio. Desde lo alto, me dieron a mis hijos, uno a cada lado. Y quise contarles los dedos, los de arriba, los de abajo. Cuando llegué a los veinte, les besé el meñique de esos ínfimos pies de metal acrisolado.

Parpadeé y de repente ya no los tenía. Miré de lado a lado. ¿Habrían vuelto a la barriga? ¿Habrían sentido desagrado por el mundo que les había tocado? Pero bajo mis pechos todo era vacío. Un médico al que no había visto jamás se me acercó. Los mellizos iban rumbo a la incubadora, donde las máquinas terminarían la labor que mi vientre había dejado inconclusa. «Los dedos están todos», le avisé.

Cuando el cortejo de médicos desapareció, se me reveló una realidad en la que no había pensado: yo había dado a luz a un nuevo mundo, porque aquel en el que mis hijos no existían había desaparecido, y hoy empezaba todo. El parto había abierto la puerta que conecta el ser y el no ser, la vida y la muerte, la luz y la oscuridad, y yo ya no la podría cerrar nunca.

En 1942, la poeta Silvia Mistral escribió después de parir a su hija: «He vuelto de la muerte y no he rezado a Dios». Yo tampoco recé a Dios, pero de la muerte volví solo a medias.

Los griegos creían que nuestras vidas estaban en manos de tres hermanas, temidas y detestadas por igual, las Moiras, a cuya voluntad el mismísimo Zeus estaba sometido. Hijas de la Noche y de la Oscuridad infernal, estas tres ajadas damas explican, desde el eco de la historia, que nuestras vidas pendan de un hilo. La más joven, Cloto, teje el hilo de la vida; Lachesis hace girar el huso, donde añade al dorado hilo estambre blanco para los días felices y negro para los infelices, y, por último, Átropos, la más terrible, corta el ovillo con sus brillantes tijeras y decide el momento de la muerte. En el día de su boda, las novias griegas intentaban aplacarlas con mechones de sus fértiles cabelleras. Hoy en día las tres hermanas dan nombre a tres asteroides que orbitan entre Marte y Júpiter. No las vemos, pero desde el negro universo siguen hilando.

Durante mi vida, la mayor parte del tiempo conseguí olvidarme de las Moiras. Imprudente, conservé todos mis mechones. Pero, en medio de la desmesura del parto, las tres viejas prorrumpieron a gritos en la sala sin que nadie excepto la nueva madre las viera.

Los hombres expresan asombro por el dolor que soportamos las mujeres al dar a luz. Pero poco o nada se habla de ese camino que emprendemos y en cuyo final vemos la tierra sin retorno en la que nosotras y a lo que hemos dado vida seremos polvo. Porque, al engendrar la próxima generación, las madres confirmamos nuestra propia mortalidad, pero sobre todo asumimos un riesgo de pérdida del que jamás podremos desprendernos. En el momento en que el doctor puso por primera vez a mis hijos contra mi pecho, cuando lo que no era se tornó hueso, carne y sangre, lo supe: un día las tijeras de Átropos cortarían el hilo y la separación de mis hijos sería inapelable. Y eso yo no era capaz de aceptarlo.

«¡Que no me vuelva loco, loco no, dulces cielos!», vociferaba el rey Lear, golpeado por la tormenta, la traición y la culpa en su camino inexorable a la locura. Como el mar enfurecido, coronado de malas hierbas y ortigas, cantando y deambulando desorientado, todo un padre se convirtió en niño. Igual que él, empujada en una camilla hacia mi habitación, hecha madre, sentí desfallecer el juicio. ¡Conservad mi razón! ¡Yo no quiero estar loca!, grité en silencio, pero ese cielo sin estrellas no estaba dispuesto a escucharme.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Mientras la euforia del nacimiento se desataba entre el padre, familiares y amigos, otra euforia invadía el país. Ese mismo día, España votaba en las primeras elecciones en las que participaba un nuevo partido, uno que quería representar a la gente común, y la esperanza del cambio planeaba sobre la jornada. Al anochecer, cuando yo contaba contracciones en la sala de dilataciones, el país contaba escaños. Y ambas cuentas confluyeron en una nueva vida para mí, porque uno de esos escaños iba a ser mío. El mismo día del nacimiento de mis hijos, me convertí en diputada del Congreso.

Dos años antes había recibido un diagnóstico de infertilidad fruto de una endometriosis demasiado tiempo infravalorada. Los colmillos que desde la adolescencia me mordían los ovarios cada veintiocho días no formaban parte del dolor normal de la menstruación, como afirmaban los médicos, sino de una de tantas enfermedades femeninas ignoradas por el cúmulo de batas de corte masculino de la historia. Una tarde de otoño especialmente árida, en su infinita cotidianidad, un médico llamado Bonaventura emitía un veredicto mucho menos halagüeño que su nombre: mis trompas de Falopio eran vías muertas que había que extirpar. No quedaba opción al embarazo natural y solo cabía la reproducción asistida. Mientras el futuro padre, Tomás, y yo nos tomábamos de la mano, nos mostró un dibujo plastificado del aparato reproductor femenino con unas trompas partidas en dos por unas líneas que a mí me parecieron estacas. El estado del dibujo, manoseado y desteñido, apuntaba a la vulgaridad del diagnóstico. Pero eso no impidió que brotara mi llanto. Tiempo después, investigando sobre mi infertilidad, supe que fue Gabrielle Falopio, el mismo hombre al que debemos el nombre de esas trompas ya inútiles para mí, quien describió por primera vez el camino que realizan nuestras lágrimas desde la glándula lacrimal hasta su exposición al mundo. Ante ellas, el doctor me dijo que no temiera. «No hay nada imposible para la ciencia. Concebirás».

Al salir de la consulta, el crujido de las hojas bajo mis pies sonó especialmente hueco. Las calles vestían repentinamente de luto. La ceniza que cubría el suelo se me pegó en los talones y manchó ligeramente la tapicería del taxi que me llevaba a una de las asambleas políticas que ocupaban mi rutina esos meses. El gran partido del cambio, ese con el que queríamos transformar la forma de hacer política, había empezado su construcción recientemente, y desde el primer día supe que quería ser ladrillo. Durante meses simultaneé toda clase de pruebas que sopesaban mis opciones de ser madre con la laboriosa batalla para conseguir que las mujeres tuviéramos voz en esas largas sesiones en las que debatíamos hasta la consunción. Pasé por una operación quirúrgica que impugnó la improductividad de mi cuerpo, y a la vez impugné junto a tantas hermanas una deriva política que demasiado a menudo amagaba con retornarnos al silencio de la historia.

En el tiempo libre que me dejaban el trabajo y las consultas médicas, recorrí en tren no pocos pueblos: reuniones, encuentros, charlas, presentaciones. Y mientras lo hacía, resonaban en mí las palabras con las que Job advirtió a aquellos que se desviasen de la rectitud de la norma de Dios: morirán sin hijos, su recuerdo desaparecerá de la Tierra y no les quedará nombre en la comarca. Arqueada en mi asiento, mirando por la ventana las ramas rotas y las briznas de paja que revoloteaban por los campos baldíos, intentaba pensar en esas mujeres que habían pisado antes esos caminos. Igual que las infértiles, su recuerdo se había desvanecido, porque no tuvieron voz pública, golpeadas por el también bíblico azote de la desigualdad.

Los primeros médicos modernos elaboraron una teoría médica para seguirlas azotando. El cuerpo se regía por una ley fisiológica básica, decían, «la conservación de energía», según la cual los humanos tendríamos una cantidad limitada de energía por la que competirían los diferentes órganos. La educación o cualquier actividad intelectual podrían ser físicamente peligrosas para las mujeres, pues consumirían demasiada energía y atrofiarían el útero. El intelecto y la vida pública serían enemigos de la procreación. Lo escribió el matemático alemán August Möbius a finales del siglo XIX: «Si deseamos que la mujer cumpla plenamente la tarea de la maternidad, no puede poseer un cerebro masculino. Si las habilidades femeninas se desarrollaran en el mismo grado que las del hombre, sus órganos materiales sufrirían y tendríamos ante nosotros un híbrido repulsivo e inútil». Y aunque pocos recuerden hoy a Möbius por estas palabras, aunque medien siglos y algunas zancadas, las conclusiones a las que apuntan siguen construyendo tapias.

Ese híbrido imperfecto en sus dos ambiciones en el que temí haberme convertido puso toda su fe en la palabra del doctor Bonaventura, que compaginaba las buenas nuevas con las malas. Podía ser madre mediante fecundación in vitro, pero mis ovarios eran árboles de escasos frutos y la tarea sería ardua. Empecé entonces un proceso de hormonación: cada noche me pellizcaba la barriga y con coraje pinchaba y dejaba que entrara el líquido vigorizante en mi cuerpo. Apenas fui capaz de proporcionar dos míseros ovocitos al proceso, por lo que las posibilidades de embarazo se redujeron drásticamente. Pero el doctor Bonaventura me aseguró que todo iría bien. «Alégrate, mujer». Lejos quedaban los remedios mágicos de las mujeres medievales, que se deshacían en ofrendas a las hadas de las fuentes o tocaban disimuladamente las piedras erectas de apariencia fálica para agasajar su vientre. A mí me cubrió la ciencia, y casi cien años después de que fertilizara el primer óvulo de conejo, el milagro de la probeta agarró en mi útero.

Un lunes por la mañana recibí en una llamada telefónica el veredicto del tratamiento que mi sangre había revelado: «Guárdate de beber vino. Estás embarazada».

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Desde que supe que mi vientre era un vergel, me invadió una sensación de euforia aparejada con el pánico. Sabía que lo que había dentro de mí iba a crecer gracias a cada uno de los nutrientes que le diera mi cuerpo, pero me daba miedo que mis fantasmas lo alimentaran también, los cardos y las espinas que durante mucho tiempo temí que poblaran mi útero.

En la primera ecografía no era capaz de mirar a la pantalla. ¿Y si todo no era más que un espejismo? ¿Y si las palmeras y el agua que habían encontrado apenas cuatro semanas atrás se habían vuelto de nuevo desierto? El padre en cambio la miraba fijamente, y yo a él. Y de repente un latido. El de un corazón de carne que había demolido la piedra. «Aquí está el primero», dijo el médico. Y prácticamente lo dijimos al unísono: «¿El primero?». «Sí, estás embarazada de mellizos». Los dos únicos ovocitos que fui capaz de crear, esa escasez, era ahora abundancia. Entonces escuchamos el segundo, un tictac que me pareció que sonaba con un tono ligeramente distinto y a cuyo canto me habría unido si no fuera por la vergüenza. Pero la alegría duró poco. «El tuyo será un embarazo de riesgo», advirtió el doctor.

Y, sin embargo, en esa nueva espera cobré una fuerza inaudita: levanté las alas como águila, no había caminata capaz de fatigarme. Anticipándome al nacimiento, junté toda la ropa y enseres necesarios como quien junta arena del mar. Para saber el sexo del feto, decía Hipócrates, hay que mirar el cutis de la embarazada; si está en buen estado, será un niño; si, por lo contrario, está macilento y estropeado, nacerá una niña. No contaba el médico griego en casos como el mío: supe pronto que esperaba un niño y una niña, y la piel en mi cara resplandecía de una forma extraña. Ya en el siglo XVI, el anatomista francés Jacobus Sylvus seguiría la tradición hipocrática al anunciar que la matriz, pequeño mundo en sí misma, es doble y es en su parte derecha, donde la sangre tiene mejor temperatura, donde crece el más noble de los sexos, el masculino; el femenino se tiene que conformar con el izquierdo, más pobre y triste. Pero mi cuerpo decidió que lo haría al revés. La niña, a la que íbamos a llamar Sara, se encontraba situada verticalmente a la derecha, y su hermano, de nombre David, estaba echado en la parte izquierda. Según Sylvus y sus colegas, eso entrañaba un riesgo: esas mujeres viriles y autoritarias, esas que tenían la desfachatez de ocupar el espacio reservado a los hombres, habían sido concebidas por error en el lado derecho del útero. Y de eso se derivaba también que muy probablemente mi hijo iba a ser un macho afeminado, delicado y quebradizo como la madre que lo pariría.

Ya entrado el verano, que me dejó bañada en sudores, recibí una propuesta inesperada: me querían de candidata a las próximas elecciones al Congreso de los Diputados. Advertí de mi situación, les dije que no esperaba uno, sino dos bebés, que muy probablemente el inicio de la legislatura coincidiría con el fin de mi embarazo, pero mantuvieron en pie su oferta: te queremos ahí. Y el híbrido dijo sí a través de mis labios. Unas primarias acabaron de validar mi deseo, y me convertí oficialmente en candidata por Barcelona.

Aumenté mi actividad política y paseé mi torpe gravedad por parajes que jamás había pisado. Mientras participaba por primera vez en la redacción de un programa político, mis dedos fabricaban dos cuerpos, y la concreción de lo primero chocaba con el misterio de lo segundo. A menudo me preguntaba a qué estaría dando forma yo misma ese día. Los filósofos griegos entablaron una agria discusión sobre qué parte del cuerpo se crea primero: los estoicos sostenían que se forma todo al mismo tiempo; Aristóteles que, igual que la quilla de un barco, es la zona lumbar la que primero se instala; otros le otorgaban prioridad al corazón o la cabeza; pero la teoría que a mí más me convencía era la que aseguraba que todo empezaba por el dedo gordo del pie. Por ahí iba a comenzar yo mi edificio. Y lo quería redondo, rollizo, sano.

La campaña electoral empezó cuando yo ya llevaba siete meses de un embarazo difícil, con hemorragias que me habían conducido al hospital en diversas ocasiones, pero que a esas alturas habían calmado su fiereza. Para entonces ya había perdido la cuenta de los kilos que había ganado, aunque mi doctor me lo recordaba insistentemente. Me dolía cada milímetro de mí. «Es normal –me decía–, el cuerpo no está diseñado para esto». La barriga era descomunal, de una grandilocuencia inaudita. Según una leyenda de un pueblo chino de las montañas de Yunnan, los pumi, en tiempos ancestrales eran los hombres los que parían, pero se embarazaban en la pantorrilla. El problema era que allí el feto no tenía espacio para crecer, y daban a luz a seres muy pequeños, una especie de sapos que jamás superaban el tamaño de un conejo. Tuvo que trasladarse la función al vientre de las mujeres, que, como yo misma pude comprobar, tenía una capacidad insólita para ensancharse, lo que hacía que nacieran humanos fuertes, dispuestos a ganar cualquier guerra.

El acto de presentación de la campaña empezaba de noche y se extendía más allá de las doce de la madrugada, con la tradicional pegada de carteles. Yo iba a ser una de las oradoras, y para eso me había preparado un breve discurso que versaba sobre qué futuro quería para mis hijos, tal como me habían sugerido. El recinto estaba atestado de cámaras, porque las encuestas nos auguraban ya un gran resultado, y yo no había hablado nunca ante tanta gente. Cuando llegó mi turno, me ayudaron a subir al escenario. Tenía miedo a caerme, a hundir esa tarima de madera y provocar un espectáculo de vísceras y desgracia. Pero di el discurso sin casi atisbo de vacilación, con una contundencia cercana a la de mi barriga. Esa noche soñé que daba a luz. Paría a un niño, a dos, y, cuando ya me iba a levantar y poner el abrigo para marcharme, me gritaban desde dentro: «¡Aguarda!». Y entonces empezaban a salir, uno detrás de otro, un ejército de bebés al que solo puso fin el grito con el que desperté.

El humanista renacentista Giovanni Pico della Mirandola dejó testimonio de una mujer llamada Dorotea que parió en dos veces a veinte hijos. Un libro de anatomía recogió el singular caso y retrató a una Dorotea embarazada de once fetos, con un vientre tan descomunal que, para evitar arrastrarlo por los suelos, sostenía con una gran cinta prendida del cuello. Esos días de campaña yo me convertí en una Dorotea moderna, una diosa de terracota de pechos turgentes, cuerpo de hipopótamo y cola de cocodrilo. Ante mi visión, la bestialidad de la vida no se podía esconder con el viaje de una cigüeña ni el nacimiento bajo la col. Ni siquiera yo tenía poder sobre lo que pasaba en mi cuerpo, cómo iban a tenerlo los otros.

 

Imagen decorativa

 

Grabado de Dorotea, en Ambroise Paré, Des monstres et prodiges, París, 1573, © Alamy

 

Esos barrigazos con los que me abría paso causaban desmayos de admiración, sobre todo entre las mujeres mayores, que me decían escandalizadas: «Oh, y cómo lo vas a hacer cuando tengas que ir a Madrid». Ellas sabían bien formular esa pregunta, al fin y al cabo, se la han hecho un poco todas las madres a lo largo de la historia. Cómo lo voy a hacer, se han dicho millones a sí mismas, igual que me decía yo en silencio, mientras aparentaba tenerlo todo bajo control. Y, tan poco controlado lo tenía, que pocos días antes de acabar la campaña mi columna vertebral dijo que no había cinta capaz de cargar tanto peso, la espalda sucumbió y el cuello del útero empezó a dilatar de forma apresurada. Pese al reposo que mantuve amarrada a la cama, el mismo día de las elecciones, a las seis de la mañana, rompí aguas. Aunque los médicos trataron de evitar con pócimas varias un parto prematuro durante toda la jornada, David y Sara habían tomado una decisión y nadie iba a hacerles cambiar de idea. Casi a medianoche, cuando los comentaristas políticos se preparaban ya para regresar a casa, alumbré a mis mellizos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

En el siglo XIX, un legislador de Massachusetts proclamó: «Conceded el sufragio a las mujeres y tendréis que construir manicomios en todos los países y establecer un tribunal de divorcios en cada ciudad. Las mujeres son demasiado nerviosas e histéricas para entrar en política». Cuánto le hubiera gustado a ese hombre conocerme justo después del parto, cómo habría disfrutado de la visión de una mujer, diputada y madre, en la cúspide de su reconocimiento y madurez, venirse abajo. Ese señor distinguido, vestido en un impoluto traje de lana, me mira burlón desde un rincón de la habitación en la que despierto al amanecer. Han pasado pocas horas desde que di a luz y, al levantar los párpados, me sorprende el fuego boreal que entra por la ventana.

Justo en ese momento me aplasta la certeza de que algo no va bien. Cualquier cosa que pase en los siguientes segundos va a servir para demostrarlo. Me levanto y la habitación me parece mucho más lóbrega que ayer. Es austera y una cortina me separa de la cama de otra mujer a la que adivino durmiendo plácidamente. Me dirijo al baño. Al sentarme pesadamente en el retrete noto que un líquido frío me recorre la espalda. Miro arriba y el falso techo está completamente seco. Rezo para que sea sudor. Pero al tocarme constato que un manantial fluye en la parte trasera de mi cuerpo. Llevo un camisón blanco de mi abuela, con elaborados bordados que están ahora empapados. Me abalanzo sobre el interruptor. Una luz sulfúrea inunda la estancia. Me miro con terror al espejo desgastado, retorciéndome para ver la espalda entera. Parece agua, líquido transparente, pero si me acerco intuyo un color escarlata que cada vez se revela más evidente. Con el pulso acelerado y el camisón pegado al cuerpo, regreso a mi parte de la habitación, que el sol ha inundado con rayos rojizos que descubren paredes cubiertas de papel hecho jirones. Caigo a plomo en la cama y todo tiene manchas carmesíes: la ropa de cama antes blanca, las bóvedas encaladas. No tengo duda de que mi cuerpo se desangra por la punción de la epidural y lo inunda todo. Temblando, acierto a pulsar el botón para llamar a la enfermera. Mientras la espero, descubro mi cuerpo bajo las sábanas. Lo que antes eran vulgares pecas son ahora máculas inmundas que auguran un futuro sombrío.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Una niebla espesa emborrona el recuerdo de las horas siguientes. Con el tiempo, y gracias a mi historial médico, he podido reconstruirlas. «Paciente por posparto inmediato avisa por sensación de humedad alrededor del punto de la punción de la epidural. Apósito totalmente mojado, al retirarlo observo salida de líquido transparente constante. Aviso a ginecología y anestesia», anotó la enfermera que respondió a mi llamada.

La primera doctora que acude a la habitación, ginecóloga, me realiza un examen que muestra ausencia de patología relacionada con la punción. «Respondo a las preguntas de la paciente y familia intentando desangustiarlas». Nos explica que muy probablemente se trate de un incidente banal, pero que procede a llamar a anestesiología para asegurarnos y que nos quedemos tranquilos. Afirma con convencimiento que no presento la sintomatología de ninguna de las complicaciones vinculadas a la epidural y el líquido ya ha dejado de fluir, pero yo no estoy en disposición de creerla.

En un lapso en el que no acierto a moverme más allá de los temblores, aparece una anestesista. «Se retira apósito de punción epidural, apósito limpio, mínimamente humedecido, se le enseña a la paciente». Constata que no hay síntomas clínicos preocupantes, por lo que no recomienda ningún tratamiento. Pero sus notas se centran en mi estado de ánimo: «Manifiesta miedo y angustia incoercible a tener complicaciones y secuelas. Le explico la situación, el plan terapéutico y las posibilidades de pedir ayuda en cualquier momento, sin que ello haga disminuir el miedo que muestra verbalmente y llorando desconsoladamente. Se solicita interconsulta con psiquiatría».

Pasan unas horas en las que me niego a despegarme de ese lecho de tristeza en el que he convertido la cama. Tomás, mi madre y mi suegra intentan convencerme de que todo va bien. Yo solo acierto a negar con la cabeza. Me piden que vaya a ver a mis hijos, cuatro plantas más abajo, pero estoy pegada a ese colchón teñido de un bermellón que nadie ve. Cada cierto tiempo entra una enfermera, me retira el apósito y me lo muestra, «apósito seco», anotan repetidamente en el historial, seguido de alguna observación psicológica: «acongojada», «pregunta obsesivamente por posibles complicaciones», «ansiosa». Mientras lo hacen, yo les señalo insistentemente a la pared, a una grieta que sube en zigzag desde el zócalo hasta el cielo. Apenas era visible cuando he despertado, pero ahora su profundidad me grita desde el trémulo destello que la ilumina. Me repiten que lleva ahí mil años y que no pasa nada. Pero yo temo que su fuerza hunda el tejado de este edificio repleto de madres y recién nacidos.

Poco después de rechazar la comida que me traen al mediodía, llega la psiquiatra. Desde el marco de la puerta, les pide a Tomás y a mi madre que salgan de la habitación. Mientras avanza hacia mí su bata se mueve con un viento inexistente. Se sienta al pie de la cama y antes de que pueda dirigirme la palabra, me rompo en un cavernoso llanto y le digo que voy a morir, y no puedo morir, tengo dos hijos. «Ya no puedo morir –le grito–. Soy madre».

 

 

 

 

 

 

 

 

 

A mediados del siglo XIX, un abrumador número de mujeres de muy diferente posición y bagaje empezaron a llegar alteradas y descompuestas a los manicomios británicos. Hacía poco que habían dado a luz y sufrían una serie de trastornos nerviosos, desde violentos delirios hasta profunda melancolía, para los que los médicos no tenían respuestas ni precedentes. Algo desconocido, una locura inédita hasta la fecha, se desataba como una legión de demonios dispuestos a despedazar la santidad del hogar victoriano.

En 1864, una mujer que respondía a las iniciales B. C. fue conducida por sus familiares hasta el Royal Edinburgh Asy­lum, el mayor manicomio de Escocia. Esta dama casada, naturalmente amable y alegre, madre de cinco hijos, había sido víctima de una hemorragia considerable el séptimo día de posparto. En cuanto se tumbó en la cama, la hemorragia cesó, pero empezaron los síntomas maniacos. Según el historial médico, al ingresar estaba tan débil que se la consideró casi moribunda. A la vez mostraba una terrible excitación, lo que causó gran asombro por la magnitud del escándalo que podía armar alguien tan frágil. El rostro estaba pálido; los ojos, salvajes y fijos. «Su manía era de la descripción más bestial, deliraba incoherentemente y decía que había dado a luz a perros en lugar de a niños, reconocía a viejos amigos en los extraños que ahora la rodeaban, gritaba que su comida estaba envenenada y señalaba objetos imaginarios». A las puertas del manicomio, grabadas en piedra, podían leerse las famosas palabras de Juvenal: «Orandum est ut sit mens sana in corpore sano». No sabemos si la oración o la psiquiatría pudieron hacer algo por ella, porque su rastro se perdió en los archivos de la historia.

Sí sabemos qué fue de Eliza Gripps, que, al otro lado del país, al sur de Inglaterra, ingresó en el lujoso y exclusivo manicomio de Ticehurst, cuatro años antes. Llegó de la mano de su tía después de un complicado primer parto y de que asustara a toda la familia con una actitud tozuda y unos hábitos sorprendentemente sucios: «Vaciaba la orina por la casa y manchaba la ropa de cama con heces». Las notas de su ingreso son una retahíla de terribles delirios: «Piensa que todavía existe la misma conexión entre ella y el bebé que cuando estaba en el útero, que su estado de salud afecta al bebé, también lo que come, piensa que le afecta incluso la acción de sus propias funciones corporales. Por ejemplo, si el niño está lejos de ella, comerá sin moderación, para que él pueda alimentarse a través de ella durante su ausencia. También cree que cuando obedece a la llamada de la naturaleza, está poniendo en peligro la vida del bebé, y en consecuencia restringe la acción de las entrañas. Afirma que sus sirvientes tienen el poder de enloquecerla, que pueden producirle dolor interno a placer y que son la causa de que se le caiga el cabello, de la debilidad de la espalda y de la deformidad de los dedos de los pies».

Unos meses después, el estado de ánimo de Eliza se estabilizó, era más dócil y charlaba con las otras damas, se dedicaba a la costura y al ajedrez, pero seguía profundamente angustiada por la separación de su hijo y guardaba a escondidas comida para él. Con el tiempo, esos estados de ánimo se fueron alternando con episodios de manía, en los que se ponía violenta, rechazaba la comida e intentaba retener las heces. Mostró siempre un afecto desgarrador por su hijo, hablaba constantemente de él y expresaba el deseo de volver al hogar para cuidarlo. Una noche de fin de año se negó a irse a la cama, convencida de q

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