Comprendí hace muchos años que un libro, una novela, es un sueño que pide ser escrito igual que uno se enamora: el sueño se vuelve irresistible, es imposible hacer nada al respecto, al final te rindes y sucumbes por más que tu instinto te diga que salgas corriendo porque eso va a acabar siendo un juego peligroso: alguien saldrá malparado. Para algunos de nosotros, las primeras ideas, las imágenes, las manifestaciones iniciales pueden hacer que el escritor se sumerja automáticamente en el mundo de la novela, en sus amoríos y en su fantasía, en sus secretos. Otros pueden tardar más en experimentar esta conexión con mayor claridad, años en darse cuenta de cuánto necesitaban escribir la novela o amar a esa persona, revivir ese sueño, incluso décadas después. La última vez que pensé en este libro, en este sueño en particular, y en contar esta versión de la historia —la que estás leyendo ahora, la que acabas de empezar— fue hace casi veinte años, cuando me vi capaz de afrontar la revelación de lo que nos pasó a mí y a unos amigos al principio de nuestro último año de instituto en Buckley, en 1981. Éramos adolescentes, críos superficialmente sofisticados que en realidad no sabían nada de cómo funciona de verdad el mundo: teníamos la experiencia, supongo, pero nos faltaba el sentido. Por lo menos hasta que sucedió algo que nos condujo a un estado de comprensión exacerbada.
La primera vez que me senté a escribir esta novela, un año después de los acontecimientos, comprobé que no era capaz de revisitar aquel periodo, ni a ninguna de aquellas personas que conocí, ni las cosas horribles que nos sucedieron, incluido, muy significativamente, lo que me sucedió a mí. De hecho, fue empezar y descartar la idea del proyecto sin escribir ni una sola palabra: tenía diecinueve años. Incluso sin coger un bolígrafo ni sentarme ante la máquina de escribir, quedó claro que por aquel entonces me resultaba demasiado perturbador el simple hecho de recordar siquiera por encima lo sucedido, y me encontraba en un punto de mi vida en el que no necesitaba un estrés añadido, así que me obligué a olvidar aquel periodo, al menos por un tiempo, y en aquel momento no me costó borrar el pasado. Pero las ansias de escribir el libro volvieron cuando me marché de Nueva York después de vivir allí más de veinte años —la Costa Este fue el lugar al que escapé casi de inmediato en cuanto me gradué, huyendo del trauma de mi último año en el instituto— y me vi de nuevo en Los Ángeles, donde habían tenido lugar aquellos acontecimientos de 1981 y donde me sentí más fuerte, más resuelto frente al pasado, y capaz de armarme de valor ante todo aquel dolor y penetrar en el sueño. Pero tampoco fue el caso entonces, y tras mecanografiar unas cuantas páginas de anotaciones sobre los sucesos ocurridos en otoño de 1981, cuando creía que me había anestesiado con media botella de Ocho a fin de poder continuar con ello, dejando que el tequila estabilizase el temblor de mis manos, experimenté un ataque de ansiedad tan tremendo que acabé en la sala de urgencias del Cedars-Sinai en plena noche. Si queremos conectar el acto de escribir con la metáfora del enamoramiento, entonces yo había querido amar esta novela, la novela parecía habérseme entregado por fin y yo me sentía tentadísimo, pero cuando llegó el momento de consumar la relación me vi incapaz de abandonarme al sueño.
Esto sucedió cuando estaba escribiendo concretamente sobre el Arrastrero —un asesino en serie que llevaba merodeando por el Valle de San Fernando desde finales de la primavera de 1980, que hizo más patente su presencia en el verano de 1981 y que, de algún modo, estuvo aterradoramente ligado a nosotros—, y aquella noche en la que empecé a tomar notas rompió contra mí una ola de estrés tan tremebunda que gemí de auténtico terror ante los recuerdos y me vine abajo entre arcadas por culpa del tequila que había estado trasegando. El Xanax que guardaba en la mesilla de noche no me ayudó: me tragué tres y supe que no iban a hacerme nada con la suficiente rapidez. En aquel momento: estaba convencido de que me moría. Marqué el 911, le dije al operador que estaba sufriendo un ataque al corazón y me desmayé. El fijo desde el que llamaba —corría el 2006, tenía cuarenta y dos años, vivía solo— les indicó mi ubicación y un alarmado portero de la recepción del rascacielos en el que vivía acompañó a los técnicos de emergencias sanitarias hasta la undécima planta. El portero abrió mi apartamento y me encontraron en el suelo del dormitorio. Recobré el conocimiento en una ambulancia que recorría a toda velocidad el San Vicente Boulevard rumbo al Cedars-Sinai, un breve trayecto desde Doheny Plaza, donde vivía, y después de que me metiesen en la sala de urgencias tendido en una camilla y de recomponerme un poco tras lo sucedido, quise morirme de la vergüenza: el Xanax había surtido efecto, me tranquilicé y supe que, desde un punto de vista físico, no me pasaba nada. Sabía que el ataque de pánico estaba directamente relacionado con mis recuerdos del Arrastrero y, más concretamente, de Robert Mallory.
Un médico me echó un vistazo: básicamente estaba bien, pero el hospital quería que pasase la noche allí para que pudieran realizarme una serie de pruebas, incluida una resonancia magnética; mi médico de cabecera estuvo de acuerdo y me recordó por teléfono que mi seguro sanitario cubriría casi la totalidad de la estancia, pero yo necesitaba irme a casa y decliné cualquier prueba que quisieran hacerme porque si me hubiese quedado en el Cedars aquella noche seguro que me habría vuelto loco, consciente de que lo que me pasaba no tenía nada que ver con mi cuerpo ni con ninguna dolencia que este pudiera o no albergar. Se trataba simplemente de una reacción conectada con la memoria, con el pasado y con la evocación de aquel año fatal: con Robert Mallory y con el Arrastrero, con Matt Kellner, Susan Reynolds, Thom Wright y Deborah Schaffer, así como con el túnel sombrío que atravesaba a los diecisiete.
Después de aquella noche abandoné el proyecto y escribí en su lugar otros dos libros durante los siguientes trece años, y no fue hasta 2020 cuando sentí que podía comenzar con Los destrozos, o cuando Los destrozos decidió que Bret estaba listo, porque el libro se me anunció… y no al revés. No fui yo quien fue en busca del libro, porque me había pasado muchísimos años apartándome del sueño, de Robert Mallory, de aquel último curso en Buckley; muchas décadas apartándome del Arrastrero, y de Susan, Thom, Deborah y Ryan, y de lo que le pasó a Matt Kellner; había relegado esta historia a un oscuro rincón del armario, y durante muchos años esta evitación fue efectiva: no le presté demasiada atención al libro y este dejó de reclamarme. Pero en algún momento de 2019 empezó de nuevo su ascensión, palpitando con vida propia, deseoso de fundirse conmigo, expandiéndose en mi conciencia de una manera tan persuasiva que ya no podía seguir ignorándolo; tratar de ignorarlo había empezado a distraerme demasiado de todo lo demás. Fue tan oportuno que coincidió con el hecho de que ya no estaba escribiendo guiones, de que, en un momento dado, había decidido abandonar ese mercado —una década bien remunerada gracias a la escritura de pilotos televisivos y guiones para películas que en su mayor parte no se rodarían—, de modo que, por un instante, me pregunté si no habría alguna conexión entre la llamada del libro y mi reciente desinterés por escribir para Hollywood. Daba igual: tenía que escribir el libro porque necesitaba esclarecer lo sucedido; había llegado la hora.
La chispa de mi renovado interés por la novela la prendió un fugaz instante, años después de que aquel ataque de ansiedad acabase conmigo en el Cedars. Había visto a una mujer —iba a decir una chica, pero ya no lo era; era una mujer entrada en la cincuentena, de mi edad— en la esquina de Holloway con La Cienega, en West Hollywood. Estaba en la acera delante del Palihouse Hotel, llevaba gafas de sol y sostenía el móvil contra la oreja mientras esperaba un coche, y a pesar de tratarse de una versión mucho más mayor de la chica que conocí en el instituto, no había duda de que era ella. Lo supe aunque hiciese casi cuarenta años que no nos veíamos: seguía teniendo aquella belleza natural, impremeditada. Yo acababa de girar a la izquierda por Holloway y el tráfico me había frenado cuando me fijé en la figura plantada en la acera desierta bajo la sombrilla del puesto del aparcacoches; estaba a unos seis metros de mí. En lugar de sentir la alegre sorpresa de ver a una vieja amiga, me quedé paralizado por un pavor que me envolvió de inmediato como una sábana y me dejó helado. El simple atisbo de aquella mujer en persona trajo de vuelta el miedo y el miedo se lo tragó todo, igual que en 1981. Fue un recordatorio de que todo había sido real, de que el sueño había sucedido de veras, de que por mucho que hubiesen transcurrido cuatro décadas desde la última vez que nos vimos, seguíamos unidos por los acontecimientos de aquel otoño.
No me apresuré a estacionar junto a la acera de Holloway, cerca de la entrada del garaje del CVS frente al Palihouse, para presentarme ante la mujer, mostrar sorpresa, salir del coche y abrazarla, maravillado de lo guapa que seguía siendo; había conseguido evitar todo contacto con cualquiera de mis compañeros de último año de instituto en las redes sociales, y solo unos pocos habían dado conmigo a lo largo de este tiempo, generalmente en las semanas que seguían a la publicación de alguno de mis libros. Lo que hice fue observarla a través del parabrisas del BMW allí plantada en la acera desierta con el móvil pegado a la oreja, escuchando en silencio a quien le estuviera hablando, y hasta con las gafas de sol puestas su porte tenía algo de afligido, o tal vez solo me lo imaginé; quizá estaba bien, quizá había logrado digerir y procesar lo que le pasó en el otoño de 1981, la tremenda herida que sufrió, la horrenda revelación que experimentó, las pérdidas que soportó. Yo iba de camino a Palm Springs con Todd, al que conocí en 2010 y con el que llevaba viviendo los últimos nueve años, para pasar una semana con un amigo que venía de Nueva York y que había alquilado una casa en los alrededores de la Movie Colony de Palm Springs antes de poner rumbo a San Diego para asistir a una serie de conferencias. Estaba en plena conversación con Todd cuando vi a la mujer delante del Palihouse y me quedé callado a media frase. De pronto, un coche tocó el claxon detrás de mí y cuando eché un vistazo al retrovisor me di cuenta de que el semáforo de Holloway se había puesto verde y yo no me movía.
—¿Qué pasa? —me preguntó Todd cuando aceleré con demasiada brusquedad y entré dando un bandazo en Santa Monica Boulevard.
Tragué saliva y respondí embotado, intentando sonar totalmente neutro:
—Es que conocía a esa chica…
Evidentemente ya no era una chica —insisto, tenía casi cincuenta y cinco años, igual que yo—, pero así es como la había conocido: una chica. Daba igual. Todd se limitó a preguntarme «¿Qué chica?» y yo hice un gesto vago con la mano: «Una ahí, delante del Palihouse». Todd estiró el cuello pero no vio a nadie, ya se había ido. Se encogió de hombros y siguió mirando su móvil. Me di cuenta de que la radio estaba sintonizada en la emisora Totally 80s y sonaba el estribillo de «Vienna» de Ultravox —«It means nothing to me», gritaba el cantante, «this means nothing to me»— mientras el miedo continuaba arremolinándose, una variación del mismo miedo del otoño de 1981, cuando poníamos aquella canción hacia el final de cada fiesta o nos asegurábamos de darle un lugar destacado en la cinta recopilatoria que hubiésemos grabado. Dejé que la canción me llevase hasta aquel día de diciembre y me puse a pensar que había adquirido las herramientas para enfrentarme a los acontecimientos ocurridos cuando tenía diecisiete años y hasta creí, ingenua, estúpidamente, que había superado el trauma mediante las obras de ficción que publiqué años después, durante la veintena, la treintena y la cuarentena, pero aquel trauma en concreto se abalanzó de nuevo sobre mí, demostrando que si pensaba que había superado algo por mí mismo, sin tener que confesarlo en una novela, desde luego estaba muy equivocado.
Aquella semana que pasamos en el desierto no pude dormir, igual un par de horas por noche a lo sumo incluso con una ingesta constante de benzodiacepinas. Podría haberme dejado inconsciente abusando del Xanax con el que había sufrido la sobredosis, pero aquellos sueños negrísimos me impedían dormir más de una o dos horas, así que permanecía tumbado, despierto y exhausto, en el dormitorio principal de la casa de Azure Court luchando contra el pánico creciente asociado a la chica que había visto. La crisis de la mediana edad que empezó después de aquella noche de 2006 cuando intenté escribir sobre lo que nos sucedió el último año de instituto en Buckley concluyó aproximadamente siete años más tarde —siete años inmerso en un sueño febril en el que la ansiedad generalizada me distanció de toda la gente que conocía y el estrés añadido me hizo perder dieciocho kilos—, gracias a la ayuda de un terapeuta, una especie de coach vital al que estuve acudiendo diligentemente una vez por semana durante un año en un despacho de Sawtelle Boulevard, a una sola manzana de la 405, el único de entre la media docena de psiquiatras que consulté al que no le daba miedo la clase de cosas que le contaba. De los cinco anteriores había aprendido que tenía que rebajar el horror de lo sucedido —para mí, para nosotros— y que tenía que reorganizar la narrativa de manera que fuese más tolerable, a fin de no desestabilizar las propias sesiones.
Por fin tenía una relación a largo plazo y los problemas menores que en realidad nunca habían amenazado mi vida —la adicción, la depresión— se disiparon. La gente que llevaba evitándome aquellos últimos siete años, cuando estaba tan demacrado y furioso, se topaba con el nuevo Bret en un restaurante o en un estreno de cine y parecía confusa al ver que no estaba tan desquiciado ni tan hecho polvo como solía. Y el personaje literario estilo príncipe de las tinieblas que los lectores daban por hecho que siempre había encarnado fue sustituido ahora por algo más jovial: el hombre que escribió American Psycho era en realidad, como tanto sorprendió descubrir a algunos, simplemente un poco desastre, quizá incluso simpático, y ni por asomo el nihilista indiferente por el que tanta gente me había tomado, una imagen a la que, por otra parte, tal vez yo contribuí. Pero nunca había sido una pose deliberada.
La mujer estaba al otro lado de la calle frente a una farmacia CVS que hace décadas era una roller-disco new wave llamada Flipper’s, y verla cuando iba de camino a Palm Springs me hizo recordar la última vez que estuve en Flipper’s, en la primavera de 1981, antes de que Robert Mallory apareciese aquel septiembre y todo cambiase. Estaba con Thom Wright y otros dos compañeros de clase de Buckley, Jeff Taylor y Kyle Colson; éramos cuatro chicos de instituto de diecisiete años en el Rolls-Royce descapotable de un timador gay con cierta mala fama pero inofensivo, de cuarenta y pocos años, llamado Ron Levin, que Jeff Taylor había presentado al grupo, y estábamos todos un poco colocados por la cocaína que nos habíamos metido en el apartamento de Ron en Beverly Hills a última hora de la tarde. De hecho era una noche de jornada escolar en mitad de nuestro primer año de instituto, y lo que eso pueda sugerir sobre nuestra adolescencia supongo que queda abierto a interpretaciones. También puede indicar algo sobre nuestro mundo el hecho de que Jeff, un guapo surfista que, después de Thom Wright, era el segundo o tercer chico más atractivo de nuestra clase, proporcionase a Ron Levin favores sexuales menores a cambio de dinero aun cuando Jeff fuese hetero, un dinero que en su mayor parte iba a parar a una nueva tabla de surf, un aparato de música y un proveedor de hierba en Zuma.
También podría sugerir algo sobre nuestro mundo el hecho de que Ron Levin fuese asesinado unos años después por dos miembros de algo llamado el Billionaire Boys Club, un colectivo social y de inversión constituido por muchos de los tíos que conocíamos vagamente de la escena de colegios privados de Los Ángeles, tíos que iban a la Harvard School for Boys, que, junto con la Buckley School, era uno de los colegios privados más prestigiosos de Los Ángeles, y los alumnos de ambos centros a menudo se conocían entre ellos en el mundo vagamente exclusivo de las escuelas preparatorias de aquel entonces. Más tarde conocería al fundador del Billionaire Boys Club, un chico de mi edad llamado Joe Hunt, durante las vacaciones de invierno de la facultad de Bennington, en una cena informal con unos cuantos amigos en La Scala Boutique de Beverly Hills; aquello fue unos meses antes del asesinato de Ron Levin a manos del jefe de seguridad del BBC, un asesinato ordenado por Joe Hunt, y nada en aquel joven alto, atractivo y callado me hizo sospechar en ningún momento que fuese capaz de cometer los crímenes por los que luego sería encarcelado.
Pero estoy divagando, porque lo que nos sucedió aquel otoño de 1981 no tiene nada que ver con el Billionaire Boys Club ni con Ron Levin ni con Joe Hunt. Aquello solo era un segmento de hacia donde se dirigía el mundo del que formábamos parte durante aquel decisivo periodo imperial, y para cuando «sucedió» lo del Billionaire Boys Club en 1983, lo que nos «sucedió» a nosotros ya había ocurrido, y fue tal vez el mundo informalmente hedonista de los adultos en el que entrábamos ávidamente lo que abrió una puerta que permitió a Robert Mallory, al Arrastrero y a los acontecimientos de aquel otoño venir a nuestro encuentro; más adelante, por lo menos a mí, se me antojaría como una invitación que enviamos de forma irreflexiva, completamente ignorantes del precio que acabaríamos pagando.
Flipper’s se cernía cada vez más cerca aquella noche de primavera en el Rolls-Royce descapotable de Ron Levin mientras subíamos por La Cienega hasta West Hollywood desde Beverly Hills, con Donna Summer cantando «Dim All the Lights» en el estéreo del coche, del cartucho de ocho pistas de Bad Girls. Ron conducía y Jeff iba en el asiento del copiloto, Kyle, Thom y yo atrás, pero desde donde iba sentado, apretujado entre Thom y Kyle, pude ver cómo la mano de Ron se posaba en el muslo de Jeff y cómo este se la apartaba delicadamente sin mirarlo. Thom se había inclinado hacia delante y también lo vio cuando le di un codazo para que se fijara, y entonces me miró encogiéndose de hombros, poniendo los ojos en blanco, qué se le va a hacer. ¿Daba a entender aquel gesto que simplemente estábamos todos metidos en aquello y que nos parecía bien?, me pregunté esperanzado mientras le devolvía la mirada a Thom Wright. Pero en realidad nos daba lo mismo: íbamos colocados, éramos jóvenes, hacía una cálida noche de primavera y estábamos entrando en el mundo de los adultos… no importaba nada más. Esa noche de 1981 tuvo lugar antes de un plácido y hermoso verano en Los Ángeles —el verano antes de que empezase el horror, aunque luego descubrimos que de hecho había comenzado antes de aquel verano, que ya se había estado desplegando de maneras inadvertidas—, y esa noche, de la que recuerdo pocos detalles concretos, parece en retrospectiva una de las últimas noches inocentes de mi vida pese al hecho de que nunca deberíamos haber estado allí, unos menores de edad un poco puestos de cocaína y con un hombre gay mucho mayor que sería asesinado tres años después por uno de nuestros pares de colegio privado.
No me recuerdo patinando, pero sí sentado en un reservado bebiendo champán, la banda sonora de Xanadú a todo volumen, y recuerdo que volvimos al apartamento de Ron en Beverly Hills y que Ron desapareció como quien no quiere la cosa en el dormitorio con Jeff; quería enseñarle el nuevo Rolex que se acababa de comprar. Kyle se volvió en coche a casa de sus padres en Brentwood mientras Thom y yo nos metíamos otro poco de coca y poníamos discos (y recuerdo los discos de aquella noche: Duran Duran, Billy Idol, Squeeze), hasta que yo me marché y Thom se quedó esperando a Jeff, y cuando Ron se durmió se fueron los dos a la casa del padre de Jeff en Malibú, donde pasaron el resto de la noche, se terminaron el medio gramo que Ron le había dado a Jeff y al amanecer bajaron a la playa con sus trajes de neopreno para surfear las olas que rompían a lo largo de las neblinosas orillas matutinas, antes de ponerse el uniforme del colegio y hacer el largo trayecto hasta Buckley, por Sunset hasta Beverly Glen y cruzando luego la colina hasta Sherman Oaks. Horas antes, yo ya había atravesado los cañones de vuelta a la casa de mis padres en Mulholland, donde me tomé un Valium que encontré en un pastillero Gucci —un regalo de Navidad de Susan Reynolds de cuando tenía quince años y tal vez otra pista de en qué punto estábamos todos— y acto seguido me dormí plácidamente y sin sueños.
A los dieciséis éramos más que autónomos aunque nunca parecía que eso fuese en detrimento de nuestra juventud, porque la semana en que te sacabas el carnet de conducir en Los Ángeles era cuando te convertías en adulto. Recuerdo que Jeff fue el primero de todos en tener coche y que una noche entre semana recogió a Thom Wright en Beverly Hills y luego se pasó por la casa de Mulholland y nos llevó a Hollywood con el «You May Be Right» del ocho pistas del Glass Houses de Billy Joel atronando y fuimos a ver una sesión nocturna de Saturno 3 en un Cinerama Dome desierto; era febrero de 1980. No recuerdo la película —ciencia ficción calificada para adultos y protagonizada por Farrah Fawcett—, únicamente la libertad de andar por ahí a nuestro aire y sin ningún padre. Aquella era la primera vez que íbamos por nuestra cuenta a ver una película a las diez de la noche, y nos recuerdo charlando en el enorme aparcamiento del Cinerama Dome compartiendo un porro mientras se acercaba la medianoche y nos rodeaba un Hollywood desierto, todo el futuro por delante.
Tras sacarme el carnet de conducir no era raro que a las siete de la tarde de un miércoles, después de echar un vistazo a los deberes, decidiese conducir desde Mulholland hasta West Hollywood para ir a ver a la formación original de los Psychedelic Furs en el Whisky sin pedirle permiso a mi madre (a esas alturas de 1980, mis padres estaban separados), porque aquello se había convertido en una salida nocturna entre semana habitual. Me limitaba a decirle a mi madre que volvería hacia medianoche y luego me escabullía de casa y conducía a través de los cañones vacíos escuchando a Missing Persons o a los Doors y dejaba el coche en un aparcamiento del Sunset donde le pagaba cinco dólares a un empleado en North Clark Street. Entraba sin problema en el Whisky con un carnet falso (algunas noches ni siquiera me lo pedían) y una vez dentro le preguntaba al rastafari de la barra si sabía dónde podía pillar coca y el rastafari solía señalarme a un chico con el pelo rubio platino al fondo de la sala hacia el que me dirigía, le hacía una seña y le deslizaba unos billetes doblados, me pedía un whisky sour, que era mi bebida favorita durante el instituto, lo esperaba mientras él iba a buscar algo al despacho del gerente y luego me traía un paquetito. Después volvía por los cañones, recorría Mulholland —todo estaba desierto, yo iba colocado, fumándome un cigarrillo de clavo—, descendía Laurel Canyon y pasaba por los barrios que se extendían por encima de Ventura Boulevard: empezaba en Studio City y me deslizaba despacio a través de Sherman Oaks en la oscuridad por todo Valley Vista hasta llegar a Encino y luego, tras dejarlo atrás, a Tarzana, conduciendo sin rumbo junto a las casas a oscuras que ribeteaban los barrios residenciales, escuchando a los Kings hasta que llegaba la hora de volver a Mulholland. Tomaba Ventura Boulevard o la 101 y en Van Nuys subía por Beverly Glen, y en ocasiones, de camino a casa, vislumbraba el destello verde de los ojos de los coyotes ante el resplandor de los faros cuando miraban el Mercedes al cruzar Mulholland —a veces en manadas—, y entonces tenía que frenar el coche y esperar a que pasaran acechantes. Y, por mucho que alargase las noches, al día siguiente siempre me las arreglaba para llegar al aparcamiento de Buckley con mi uniforme impoluto minutos antes de que comenzase la primera clase sin rastro de resaca ni cansancio, solo agradablemente entonado.
Si la primavera y el verano de 1981 habían supuesto el sueño, algo paradisíaco, entonces septiembre representó el final de ese sueño con la llegada de Robert Mallory; ahora flotaba la sensación de algo más cerniéndose, se revelaban oscuros patrones y empezábamos a percibir cosas por primera vez: una señal que no habíamos oído hasta entonces comenzó a llamarnos. No quiero establecer una conexión directa entre ciertos sucesos y la llegada de Robert Mallory en septiembre de 1981 después de aquel verano paradisíaco, pero resulta que coincidió con una especie de locura que descendió lentamente sobre la ciudad. Era como si otro mundo se estuviese anunciando, pintando de un color más oscuro el universo que de forma segura todos habíamos dado por sentado hasta entonces.
Por ejemplo, aquella fue una temporada en la que las casas de ciertos barrios se convirtieron en objetivos vigilados por miembros de una secta cuyo propósito era difícil de dilucidar, el hippy pálido que merodeaba al principio del camino de entrada a tu casa farfullando para sus adentros, interrumpiendo su deambular con unos pasitos de baile, y después, hacia diciembre, hubo casos de explosivos plásticos plantados por toda la ciudad por la secta a la que pertenecían los hippies. De pronto teníamos a un francotirador en el tejado de unos grandes almacenes de Beverly Hills la noche antes de Acción de Gracias, y una amenaza de bomba que vació el restaurante Chasen’s la noche de Navidad. De repente oímos hablar de un adolescente que se había convencido de estar poseído por un «demonio satánico» en Pacific Palisades y del elaborado exorcismo realizado por dos sacerdotes para librarlo del demonio, que estuvo a punto de matarlo: el chico sangró por los ojos y se quedó sordo de un oído, desarrolló pancreatitis y le rompieron cuatro costillas durante el ritual. De repente el estudiante de la UCLA enterrado vivo por una broma de cinco compañeros puestos hasta arriba de polvo de ángel en una fiesta de la fraternidad que según comentó un testigo «se les había ido un poco de las manos», y que casi no lo cuenta, terminó en coma en una oscura habitación de uno de los edificios del Medical Plaza. De repente había infestaciones de arañas que florecían en cualquier parte de la ciudad. La historia más estrafalaria de aquel otoño tenía que ver con una mutación, un monstruo, un pez del tamaño de un coche pequeño sacado del mar en Malibú, con la piel blanquigrís y enormes pegotes de escamas de un naranja plateado por todo el cuerpo, y aunque tenía mandíbulas de tiburón para nada lo era, y cuando los pescadores abrieron aquella cosa encontraron los cuerpos de dos perros perdidos engullidos enteros.
Y luego, por supuesto, estaba el Arrastrero, que empezaba a anunciar su existencia.
A lo largo de más o menos un año se habían producido varios robos en casas y agresiones, y luego desapariciones, y entonces en 1981 encontraron el cadáver de una segunda adolescente desaparecida —la otra había sido encontrada en 1980— y acabaron conectándolo con los allanamientos. Todo esto podría haber sucedido sin la presencia de Robert Mallory, pero el hecho de que su llegada coincidiese con el extraño oscurecimiento que había empezado a formar su leve espiral en torno a nuestras vidas fue algo que no pude pasar por alto, aunque otros sí lo hiciesen, por su cuenta y riesgo. Ya fuese por mala suerte o por aparecer en el momento menos oportuno, aquellos sucesos simplemente iban a la par, y aunque Robert Mallory no fuese el francotirador en el tejado de Neiman Marcus ni el de la llamada telefónica que vació Chasen’s, y aunque no guardase relación alguna con el violento exorcismo en Pacific Palisades ni con nadie cercano a la fraternidad de Westwood donde habían arrojado al aspirante a una fosa, su presencia, para mí, estaba conectada con todas aquellas cosas; cada historia de terror que oí aquel otoño, cualquier nimiedad que oscureciese nuestra burbuja y que hasta entonces no habíamos advertido, conducía hasta él.
Hace una semana pedí una reproducción del anuario de Buckley de 1982 en una página web llamada Classmates.com por noventa y nueve dólares y me la enviaron por FedEx a los cuatro días al apartamento de Doheny, y cuando llegó recordé por qué no tenía un ejemplar: no quería que me recordasen las cosas que me sucedieron y a los amigos que perdimos. Nuestro anuario llevó el título de Imágenes, y la edición la supervisó una compañera que acabó convirtiéndose en una conocida productora de Hollywood y que le dio una temática cinéfila: intercalados en el anuario había fotogramas de películas, desde Lo que el viento se llevó hasta Gente corriente, algo que visto en retrospectiva, a la luz de lo que pasó, parece de una frivolidad casi anómala e insensible, una manera de dibujarle una sonrisa con pintalabios a una máscara mortuoria. Mientras iba pasando lentamente las páginas de la sección de último curso, donde cada uno de nosotros tenía una hoja para recordar, dar las gracias a nuestros padres y añadir fotos de amigos y citas, página pensada para que representásemos quiénes creíamos ser a los dieciocho años, en nuestro mejor momento, me angustiaba que de aquellos sesenta graduados de la clase de 1982 faltasen cinco —los cinco que no lo contaron por diversas razones— y este hecho era ineludible a todas luces: no podía librarme de ello a fuerza de soñarlo ni fingir que no era verdad. Aparecíamos por orden alfabético y después de darle un sorbo a un vaso de ginebra me puse a buscar de forma vacilante dónde los habrían colocado en aquellas sesenta páginas y me di cuenta de que sencillamente no estaban: habían existido durante aquella primera semana de septiembre, pero ahora estaban borrados. En lugar de eso, tres de ellos aparecían mencionados en la sección «In Memoriam» al final del libro.
OTOÑO/1981
1
Recuerdo que era la tarde del domingo anterior al día del Trabajo de 1981 y que nuestro último curso iba a empezar el siguiente martes 8 de septiembre por la mañana; y recuerdo que los establos Windover estaban situados en un acantilado por encima de Malibú donde Deborah Schaffer guardaba a su nuevo caballo, Spirit, en una de las veinte cuadras individuales donde se alojaban los animales, y recuerdo que iba conduciendo solo, siguiendo a Susan Reynolds y Thom Wright en el Corvette descapotable de Thom por la carretera de la Costa del Pacífico, con el mar destellando tenuemente a nuestro lado en el aire húmedo, hasta que llegamos al desvío que llevaba a los establos, y recuerdo que estaba escuchando a los Cars, la canción era «Dangerous Type» —de una cinta donde me había grabado también canciones de Blondie, los Babys, Duran Duran—, mientras subía detrás del coche de Thom por la carretera sinuosa hasta la entrada de los establos, donde aparcamos junto al flamante BMW nuevo de Deborah, el único coche en el aparcamiento aquel domingo, y después de registrar nuestra llegada en recepción continuamos por un camino bordeado de árboles hasta que localizamos a Debbie haciendo trotar en círculos a Spirit cogido por las riendas en un ruedo cercado y vacío (ya lo había montado, pero aún iba ensillado y ella vestía el traje de equitación). La estampa del caballo me impactó, y recuerdo que me estremecí ante su presencia en el calor de última hora de la tarde. Spirit había sustituido a un caballo que Debbie jubiló en junio.
—Eh —nos dijo Debbie con aquella voz plana y monocorde suya.
Recuerdo lo hueca que sonó en el vacío que nos rodeaba: un eco mortecino. Más allá de los cuidados establos pintados de blanco y verde pino había un bosque de árboles que impedía ver el Pacífico; se podían atisbar pequeños retazos de azul vidrioso, pero todo parecía apacible y tranquilo, nada se movía, como si nos rodease una especie de cúpula de plástico. Recuerdo que había sido un día muy caluroso y que sentía que de algún modo me había visto obligado a visitar los establos porque Debbie era mi novia aquel verano y era algo que se daba por hecho, y no necesariamente algo que yo quisiera experimentar. Pero me había resignado: habría preferido quedarme en casa y trabajar en la novela que estaba escribiendo, aunque a los diecisiete también quería mantener ciertas apariencias.
Recuerdo que Thom dijo «Uau» al acercarnos al caballo, y, como todo en Thom, debió de sonar sincero, pero también, al igual que la entonación de Debbie, plano, como si en realidad no tuviese una opinión: todo estaba genial, todo era cool, todo era un «uau» sin más. Susan murmuró su aprobación mientras se quitaba las Wayfarer.
—Ey, guapo —me dijo Debbie, dándome un beso en la mejilla.
Recuerdo que intenté contemplar con admiración al animal, pero la verdad es que no quería prestarle atención al caballo; y además era tan grande y estaba tan vivo que me tenía impactado. Visto de cerca era imponente, y desde luego me impresionó, pero es que se me antojaba enorme y hecho solo de músculo, una amenaza —«Este podría hacerte mucho daño», pensé—, pero en realidad era pacífico, y en aquel momento no le importaba dejar que le acariciásemos los flancos. Recuerdo que fui consciente de que Spirit era un ejemplo más de la riqueza de Debbie y de su entreverada indiferencia: el coste del mantenimiento y hospedaje del animal debía de ser astronómico y aun así a saber cuánto le interesaba realmente aquello con diecisiete años y si dicho interés se prolongaría. Pero aquel era otro aspecto que no había conocido de Debbie aunque llevásemos yendo juntos al colegio desde quinto; no le había prestado atención hasta entonces: descubrí que siempre le habían interesado los caballos, y el caso es que no me había enterado hasta el verano anterior a nuestro último año de instituto, cuando nos hicimos novios y vi las estanterías de su dormitorio repletas de medallas, trofeos y fotografías en las que aparecía en varias competiciones ecuestres. Siempre me había interesado más su padre, Terry Schaffer, que la propia Debbie. En 1981 Terry Schaffer tenía treinta y nueve años y era inmensamente rico, tras amasar el grueso de su fortuna gracias a varias películas que, en dos casos inesperados, se convirtieron en grandes taquillazos, y era también uno de los productores más respetados y solicitados de la ciudad. Tenía buen gusto, o por lo menos lo que Hollywood consideraba buen gusto —lo habían nominado dos veces al Oscar—, y le ofrecían constantemente que dirigiese estudios, algo que no le interesaba en absoluto. Además Terry era gay —no abierta, sino discretamente— y estaba casado con Liz Schaffer, que se veía tan perdida entre tanto privilegio y dolor que me preguntaba si seguiría siendo consciente siquiera de la homosexualidad de su marido. Deborah era su única hija. Terry murió en 1992.
Thom le estaba haciendo preguntas generales sobre el caballo a Debbie y Susan me echó una mirada y me sonrió; yo puse los ojos en blanco, no por Thom, sino por la no-situación reinante. Susan hizo lo mismo: se produjo una conexión entre nosotros que excluía a nuestras respectivas parejas. Después de acariciar y admirar al caballo no parecía que hubiese ninguna razón para quedarnos allí plantados, y recuerdo que pensé: ¿Para esto he venido en coche hasta Malibú? ¿Para contemplar y acariciar al puñetero caballito nuevo de Debbie? Y recuerdo que me quedé allí sintiéndome un poco ridículo, aunque estoy seguro de que ni Thom ni Susan se sentían así: ellos casi nunca se molestaban, nada contrariaba a Thom ni a Susan, todo se lo tomaban bien, y la expresión de impaciencia de Susan parecía dirigida simplemente a apaciguarme, pero lo agradecí. Debbie me dio un beso suave en los labios.
—¿Nos vemos luego en mi casa? —me preguntó.
Me distrajo un momento la conversación susurrada entre Thom y Susan antes de atender de nuevo a Debbie. Recordé que aquella noche tenía invitados en su casa de Bel Air y sonreí con naturalidad para tranquilizarla.
—Sí, claro.
Y acto seguido, como si lo tuviéramos todo ensayado, Thom, Susan y yo nos volvimos a los coches mientras Debbie llevaba a Spirit a su cuadra acompañada de alguien del personal del Windover, uniformado con vaqueros blancos y una cazadora. Seguí a Thom y Susan por la carretera de la Costa del Pacífico y cuando tomaron la salida a la izquierda en Sunset Boulevard que nos llevaría desde la playa hasta East Gate Bel Air, sonaba una canción de mi cinta que me gustaba aunque jamás lo habría admitido, «Time for Me to Fly» de REO Speedwagon, una balada cursilona sobre un perdedor que reúne el valor para decirle a su novia que la deja, y aun así para mí, con diecisiete años, era un tema sobre la metamorfosis, y el verso «I know it hurts to say goodbye, but it’s time for me to fly…» significaba algo más aquella primavera-verano de 1981 en que conecté con la canción. Iba de abandonar tu propio territorio para pasar a otro, como había estado haciendo yo. Y me recuerdo en los establos no porque allí sucediese nada —solo éramos Thom, Susan y yo yendo en coche a Malibú para ver el caballo—, sino porque fue la tarde que precedió a la noche en que oímos por primera vez el nombre de un nuevo alumno que vendría a nuestra clase aquel otoño en Buckley: Robert Mallory.
Thom Wright y Susan Reynolds llevaban saliendo juntos desde el segundo año de instituto, y ahora eran los alumnos más populares no solo de nuestra clase sino de todo el cuerpo estudiantil de Buckley después de que Katie Choi y Brad Foreman se graduasen en junio, y era evidente por qué: Thom y Susan tenían una belleza informal, americanísima, el pelo rubio oscuro, ojos verdes, la tez sempiternamente bronceada, y existía cierta lógica en la manera en que habían gravitado inexorablemente el uno hacia el otro y se movían por todas partes como una unidad individual: casi siempre estaban juntos. Ambos provenían de familias acaudaladas de L.A., pero los padres de Thom estaban divorciados y su padre se había mudado a Nueva York, y solo cuando Thom viajaba a Manhattan para visitarlo dejaba de estar estrechamente cerca de Susan. Durante unos dos años estuvieron enamorados, hasta aquel otoño de 1981, cuando uno de ellos dejó de estarlo, lo que desencadenó una serie de sucesos espantosos. Los dos me tenían fascinado, pero nunca reconocí ante ninguno de ellos que lo que sentía realmente era amor.
Había sido el amigo varón más cercano de Susan desde que nos conocimos en Buckley en séptimo, y cinco años después lo sabía aparentemente todo sobre ella: cuándo tenía la regla, los problemas con su madre, todas y cada una de las privaciones y penurias imaginarias que creía soportar, sus enamoramientos de compañeros antes de Thom. Sabía en cierto modo que yo la amaba en secreto, pero a pesar de ser tan íntimos nunca dijo nada, solo en ciertos momentos bromeaba con el hecho de que le prestase demasiada atención o no la suficiente. Alguna vez me había sentido halagado de que nos tomasen por pareja y no me había esforzado lo más mínimo en desmentir los rumores sobre nosotros hasta que Thom entró en escena. Susan Reynolds era el prototipo de californiana sureña cool incluso con trece años, antes de que empezase a conducir un BMW descapotable siempre un poco puesta de marihuana o de Valium o con medio Quaalude (pero sin dejar de funcionar: no le costaba ningún esfuerzo ser una estudiante de sobresalientes) y con las Wayfarer puestas descaradamente mientras cruzaba los umbrales arqueados en estuco para entrar en clase a menos que un profesor le pidiese que se las quitara (al parecer todos los alumnos de Buckley tenían unas gafas de sol de diseño, pero no se les permitía llevarlas puestas dentro del campus salvo en el aparcamiento y en las pistas deportivas de Gilley). Susan parecía confiármelo todo durante los últimos años de secundaria —en los setenta se llamaba «intermedia»—, y aunque yo tampoco es que le correspondiese con la misma franqueza le había revelado lo suficiente como para que supiera cosas de mí que nadie más sabía, pero solo hasta cierto punto. Algunas no pensaba contárselas nunca.
Susan Reynolds se convirtió de facto en la reina de nuestra clase a medida que íbamos avanzando de curso: era guapa, sofisticada, enigmáticamente discreta y desprendía un aire de sexualidad despreocupada incluso antes de formar pareja con Thom —y no porque fuese facilona; de hecho había perdido la virginidad con Thom y no había tenido sexo con nadie más—, pero la belleza de Susan siempre intensificaba en nosotros la idea de su sexualidad. Thom terminó yendo un paso más allá y el aura sexual de Susan se volvió más pronunciada una vez que empezaron a salir, cuando todos supimos que follaban, pero era algo que siempre había estado ahí; y aunque de hecho no follaran al principio, durante las primeras semanas de aquel otoño de 1979 en que se hicieron pareja, la pregunta era: ¿cómo dos adolescentes tan atractivos no iban a estar follando entre ellos? Hacia septiembre de 1981 Susan y yo seguíamos siendo íntimos y, en cierto modo, creo que se sentía más cercana a mí que a Thom —teníamos, por supuesto, una relación distinta—, pero ahora parecía existir un cierto recelo, no necesariamente hacia algo concreto sino un malestar general. Susan llevaba dos años con Thom y un tedio vago pero perceptible se había apoderado de ella. Por aquel entonces los celos que me inspiraban y que casi me habían destrozado comenzaban, pensaba yo, a disolverse.
Thom Wright, al igual que Susan Reynolds, había empezado a asistir a Buckley en séptimo, procedente de la escuela Horace Mann. Sus padres se divorciaron estando él en primer año de instituto y vivía con su madre en Beverly Hills cuando su padre se mudó a Manhattan. Aunque siempre había sido mono —claramente el chico más mono de nuestra clase, adorable incluso—, no fue hasta que algo le sucedió durante el verano de 1979, tras volver de Nueva York después de pasar julio y agosto con su padre, cuando de algún modo, inexplicablemente, Thom se convirtió en un hombre; se había producido una especie de metamorfosis, la monería y la adorabilidad se habían esfumado, y empezamos a verlo de otra forma: de repente, cuando lo vimos volver al colegio aquel septiembre de nuestro segundo año, lo sexualizamos oficialmente. Aunque yo siempre había sexualizado a Thom Wright, ahora todos los demás eran conscientes de que se había formado, el contorno de la mandíbula parecía más pronunciado, el pelo más corto —algo generalizado entre los chicos de Buckley (principalmente por normas del centro), pero su peinado tenía algo de estiloso, de trascendente, un pie en la virilidad—, y cuando lo atisbé en el vestuario aquella primera semana a la vuelta del verano cambiándose para Educación Física (durante toda nuestra estancia en Buckley nuestras taquillas estuvieron pegadas la una a la otra), contuve una exhalación al comprobar que obviamente había estado haciendo ejercicio y que su pecho, sus brazos y su torso estaban definidos como no lo habían estado a finales de junio, la última vez que lo había visto en bañador en una fiesta en la piscina de la casa de Anthony Matthews. También tenía pálida la zona alrededor de los muslos y el culo recién musculados —el lugar donde el bañador había impedido el paso del sol durante los fines de semana en los Hamptons—, una blancura que contrastaba con el resto de su cuerpo bronceado, cosa que me impactó. Thom se había convertido en un ideal de belleza adolescente masculina y lo que resultaba tan seductor era que a él no parecía importarle, no parecía ser consciente, como si se tratase de un don natural que le hubiese sido otorgado: no tenía ego. Yo había descartado infinidad de veces cualquier idea de que mis sentimientos por él fuesen correspondidos, porque Thom era decididamente heterosexual de formas que yo no lo era.
Este enamoramiento primigenio de Thom podría haberse visto renovado durante aquellas primeras semanas después de su regreso de Nueva York aquel septiembre de 1979, pero de repente él estaba con Susan y de forma casi natural nos convertimos en una suerte de trío en cuanto tuvimos coches a la primavera siguiente, saliendo juntos los fines de semana, yendo al cine en Westwood, tumbándonos en la arena del Jonathan Beach Club de Santa Mónica y recorriendo el Century City Mall, así que mi enamoramiento de Thom y de Susan dejó de tener ningún sentido. Tampoco es que Thom se hubiese dado cuenta, aunque estoy convencido de que Susan sí había percibido mis sentimientos y sabía que la deseaba: cabe decir que Thom no era un tipo muy perspicaz —respecto a muchas cosas—, y aun así hacía gala de una inconsciencia intrigante que resultaba atractiva y reconfortante, nunca había ninguna tensión, era el súmmum de la despreocupación sin ser un fumeta. Para cuando terminamos el tercer año de instituto la única droga que le gustaba era la coca, y solo una o dos rayas, con unas pocas esnifadas tenía la fiesta hecha, y no bebía salvo alguna Corona ocasional. Era tan fácil estar con él y se mostraba tan abierto a cualquier propuesta que cuando fantaseaba con entrarle a menudo soñaba que él me dejaba hacer, por lo menos un poco, antes de rechazar suavemente mis insinuaciones aunque no sin darme un beso y un apretón sugerente en el muslo para tratar de tranquilizarme en vano. En algunas de mis fantasías más elaboradas Thom no me rechazaba sexualmente y acabábamos los dos empapados en sudor, y en mis sueños el sexo era exageradamente intenso y después, me imaginaba, me besaba largamente, jadeando, riéndose por lo bajo, asombrado del placer que le había dado yo de formas que Susan Reynolds nunca podría proporcionarle.
No quería que Debbie Schaffer me besase en los establos Windover aquella tarde delante de Thom y Susan, pero tampoco me había importado. En cierto modo, era un experimento; no me planteaba tener novia el año de graduación en Buckley si no era Susan Reynolds, pero el caso es que al comienzo de aquel verano Debbie se había convertido, de algún modo inexplicable, precisamente en eso. Estábamos en otra fiesta en casa de Anthony Matthews cuando empezó a montárselo conmigo mientras estaba en una tumbona junto a la piscina iluminada. Yo iba puesto de Quaaludes, ella de coca, era medianoche, sonaba «I Got You» de Splitz Enz dentro de la casa («… I don’t know why sometimes I get frightened…») y me encontraba en una fase en la que aún intentaba que me atrajesen las chicas —aún no se me había pasado—, así que al parecer se dieron todos los elementos requeridos. Simplemente se me echó encima y yo me sorprendí siguiéndole el juego. La verdad es que no me importaban las apariencias —aunque desde luego no me había revelado como bisexual y no me apetecía engañar ni a una chica ni a un chico—, pero también era bastante pasivo, y en lo que respectaba a Debbie Schaffer, a quien conocía desde quinto, me limité a complacerla en todo lo que deseara aquel verano, y creo que incluirla acabó de redondear el grupo que formábamos Susan, Thom y yo, y de hacerlo menos doloroso para mí, con la esperanza de darle celos a uno u a otra, lo cual por supuesto no sucedió jamás. También quise intimar con Debbie por si eso me acercaba a Terry Schaffer, el padre famoso, por el que siempre me había sentido atraído y a quien sin embargo no conocía después de tantos años, y eso que a Debbie la conocía aparentemente de toda la vida.
El último año de primaria, Debbie había pasado de ser una chica de aspecto más o menos desmañado —aunque siempre extravagantemente segura de sí misma, o tal vez solo se arrogaba dicha seguridad, pero era rechoncha, con su aparato dental y su coleta— a una especie de fantasía de chica fácil para chicos adolescentes. Tenía unos pechos grandes y erguidos y no perdía oportunidad de enseñar el escote. Se suponía que una chica de Buckley no debía hacer eso, la blusa blanca tenía que ir abotonada hasta arriba, pero muchas chicas ignoraban esta norma entre segundo y tercer año del instituto, y, dependiendo de qué adulto lo viese, se había acabado permitiendo: las normas eran maleables. Tenía unas piernas impresionantes, largas, bronceadas y depiladas, y los zapatos de colegiala que llevaba con calcetines blancos por encima del tobillo contribuían a convertirla en un fetiche; el dobladillo de la falda gris del uniforme rozaba el límite de lo permitido de manera que se le veía buena parte del muslo, y con frecuencia cuando se sentaba era fácil ver un atisbo de las braguitas rosa claro que tanto le gustaban. Aquel último año llevaba el pelo rubio platino, inspirado en Blondie, y aunque el maquillaje iba contra las normas para las más jóvenes (hacían la vista gorda con el brillo labial), entre el penúltimo y el último curso se permitía un mínimo, y a menudo las chicas llevaban pintalabios sutiles, aunque el de Debbie era desafiante, rosa vivo y rojo sangre, por mucho que algún profesor o el director, el doctor Croft, le pidiese que se lo quitara. Susan apenas se maquillaba, porque a Thom no le gustaba.
Pese a que, en mi cabeza, la pareja que formaban Thom y Susan se me antojaba definida como pocas cosas en aquel momento minimalista que atravesábamos en 1981, inspirado por la New Wave y el punk —embotamiento y desapego, un rechazo general del kitsch setentero, ahora todo era diáfano con vértices afilados—, ambos representaban una vuelta a una época lejana, por muy actualizados y a la última que pareciesen; a menudo actuaban como si pudieran haber sido el rey y la reina del baile de una película rodada a principios de los sesenta: felices, despreocupados, desacomplejados. Pero a partir de cierto momento —hacia finales de la primavera de 1981, casi dos años después de que empezaran a salir—, supe que Thom era más feliz que Susan. Un día hacia el final del penúltimo año, mientras Thom estaba entrenando a béisbol y yo iba paseando con Susan por Westwood después de clase con nuestros uniformes de Buckley, ella me comentó: «No es que Thom sea tonto…». Lo dijo sin venir a cuento, y no supe cómo responder, me limité a echarle una mirada. Era cierto: sacaba buenas notas, mantenía una media alta (no le quedaba otra, por los deportes que practicaba y en los que destacaba: fútbol americano, baloncesto, fútbol, béisbol, atletismo), y leía y admiraba libros (en segundo estrechamos vínculos por lo mucho que nos gustaban El gran Gatsby y Fiesta), y se había vuelto casi tan cinéfilo como yo, a menudo me acompañaba a salas de cine clásico como el Nuart, donde le instruía sobre las diferencias entre el buen Robert Altman y el malo, y sobre por qué Brian de Palma era un director importante.
—Pero puede ser… —empezó Susan, luego se calló.
Recuerdo que escogió las siguientes palabras con sumo cuidado mientras estábamos delante del Postermat, decidiendo si entrábamos. Me acuerdo de que al lado, en el Bruin, ponían Atmósfera cero, una película ambientada en una de las lunas de Júpiter.
—No corto —dijo, y otra pausa—. Pero nada curioso.
Bueno, Thom no necesitaba ser nada, le discutí medio en broma. Estaba bueno, su familia tenía dinero, a Thom le iría bien fuese tonto o no. ¿Qué intentaba decirme?
Susan me miró de una manera extraña después de decir yo aquello, aparentemente molesta de que defendiese con tan franca efusividad algo tan inocuo y vago.
—No se puede decir que tú no estés bueno, Bret —dijo Susan mientras avanzábamos despacio por la acera.
Yo iba balanceando una bolsa amarilla de Tower Records (el East Side Story de Squeeze, el elepé de Kim Carnes donde salía «Bette Davis Eyes») y traté de parecer lo más desenfadado posible cuando dije:
—Pero yo no soy Thom.
Eso la irritó.
—Dios, parece que quieras salir con él.
—¿Salir? —dije con una sonrisa burlona—. ¿Tengo posibilidades? —Estaba de broma, pero quería ponerla a prueba.
Susan me miró, sonriendo al principio, y recatada, con las Wayfarer puestas, los labios con un leve toque de brillo color chicle, y luego me contestó muy seria:
—No, no creo. No, para nada.
La manera de responderme, con aquella rotundidad despreocupada, me molestó.
—Hostia, Susan, estoy de coña —dije, aunque, por supuesto, no lo estaba.
Susan no dijo nada mientras cruzábamos Broxton, siguió mirándome aunque no le veía los ojos por culpa de las Wayfarer: estaba intentando discernir algo.
—¿Cómo sabes que Thom no querría? —le pregunté.
Al final soltó un suspiro y dijo:
—Ay, Bret, espero que seas feliz. De verdad. Yo te guardo el secreto.
Me eché a reír y dije:
—Tú no conoces mis secretos.
Pero nosotros siempre encontrábamos cabos sueltos y secretos por todas partes, y yo no tenía pocos, y en aquel momento me pregunté cuáles conocía Susan, cuáles había descubierto y cuáles seguían siendo un misterio para ella.
Todo se aceleraba cuando conseguías tu primer coche a los dieciséis: de pronto eras autónomo de una manera que hasta entonces no conocías, podías valerte por ti mismo, o eso pensábamos —esa era la ilusión—, y ahora que éramos mayores, y sobre todo si no teníamos hermanos —curiosamente ninguno de nosotros tenía, ni Thom ni Susan ni Deborah ni Matt Kellner ni yo—, eso animaba a nuestros padres a trabajar más horas, a viajar con menos restricciones, muchos de ellos a sets de rodaje en países lejanos, o simplemente se montaban vacaciones más elaboradas y dejaban casas vacías en Bel Air, Beverly Hills y Benedict Canyon, y a lo largo de los acantilados de Mulholland y en Malibú, ausencias de las que nos aprovechábamos los chicos de tercero. Y gracias a estas autonomía y movilidad nuevas íbamos a casa de un amigo siempre que queríamos o quedábamos en el club de playa a nuestro antojo, y algunos de los chicos ahora compraban porno abiertamente en los quioscos de Sherman Oaks y Studio City, o a veces conducían hasta West L.A. o Hollywood para enseñar un carnet falso y comprar revistas y vídeos.
También empezamos a pasar tiempo en el Odyssey, un club nocturno para todas las edades en Beverly Boulevard cerca de la esquina con La Cienega, donde no se servía alcohol pero si te conocías el percal podías pillar Quaaludes, hierba y bolsitas de cocaína, y, al menos para mí, el Odyssey tenía el encanto añadido de que iban también gais aun cuando fuese un club marcadamente hetero; y aunque fuesen tal vez más mayores de lo que yo buscaba, fue la primera vez que me encontraba tan cerca de ellos y me resultaba ligeramente emocionante, aun cuando no hiciese nada excepto bailar con Thom, Susan, Jeff y a veces Debbie y Anthony o quienquiera que aguantase allí hasta las dos o las tres de la madrugada los fines de semana, y como esa primavera nuestros padres estaban casi siempre fuera podíamos regresar a casa cuando nos apeteciese, dormir hasta tarde y luego volver a empezar de nuevo: esto era lo que nos facilitaban los coches.
Tampoco dependíamos ya de que nuestros padres nos llevasen hasta Westwood Village, donde quedábamos para ver dos, tres o incluso cuatro películas (si nos sentíamos particularmente ambiciosos), que era como pasábamos los sábados, poniéndonos al día de todos los estrenos del viernes; el grupo evolucionaba cada fin de semana dependiendo de qué películas diesen y de quién quisiera ver qué, y normalmente éramos Thom, Jeff, Anthony y yo, a veces Kyle y Dominic. Los sábados por la mañana decidíamos qué ver en una serie de llamadas que se iban solapando mientras repasábamos la cartelera de Los Angeles Times (la única manera de enterarse en 1981 de qué echaban, dónde y cuándo), y llegado cierto punto programábamos exactamente todo lo que haríamos a lo largo del día para que las chicas supiesen dónde encontrarnos luego. Normalmente a ellas no les interesaban las dos o tres matinés que planeábamos ver y se reunían con nosotros para una cena ligera —casi siempre sushi en un sitio que frecuentábamos por debajo de Le Conte Avenue, a media manzana del Village Theater— y para la última película de la noche.
Los chicos empezábamos la jornada comiendo en algún lugar a mediodía; uno de nuestros sitios preferidos era el Yesterdays y el sándwich Monte Cristo que servían, o bajábamos en el ascensor a pie de calle hasta el Good Earth, un exclusivo restaurante de comida sana muy de moda, donde bebíamos unos vasos gigantes de té helado aromatizado con canela y comíamos ensaladas, o nos embutíamos en uno de los reservados rojos del Hamburger Hamlet para comer sándwiches de carne en pan de centeno tras comprar las entradas para la siguiente película en el Bruin, contiguo a Weyburn. La cena era a veces en el Chart House o en el italiano de la vieja escuela Mario’s, y entremedias íbamos a la sala de recreativos Westworld para jugar al Space Invaders y al Pac-Man, o rebuscábamos en el Postermat mientras atronaban las bandas de chicas sesenteras, o buscábamos música nueva en Tower Records o en la Wherehouse, u hojeábamos libros de bolsillo en cualquiera de las enormes librerías que salpicaban las calles (en 1981 había cinco o seis, hoy no queda ninguna). La noche terminaba en Ships, una cafetería retro en Wilshire, situada en la frontera de Westwood Village, con un tejado en forma de bumerán y un letrero de neón atómico, donde pedíamos Coca-Colas, batidos de vainilla y fumábamos cigarrillos de clavo, con ceniceros y una tostadora en cada mesa, y allí nos quedábamos hasta pasada la medianoche. Aprovechábamos de forma tentativa aquella libertad recién estrenada que se había abierto para nosotros, activando algo en nuestro grupo que nos hacía querer convertirnos rápidamente en adultos y dejar atrás lo que ahora nos parecía el opresivo mundo de la infancia. «Time for me to fly…».
A finales de mayo de 1980 —el 23 de mayo, para ser exactos—, se estrenó El resplandor, y yo quería verla cuanto antes.
Había leído la novela cuando se publicó en 1977, ya era un gran fan de Stephen King y me sabía prácticamente de memoria Carrie y El misterio de Salem’s Lot, sus dos primeros libros, y El resplandor me aterrorizó tremendamente a mis trece años: el Overlook Hotel encantado, el padre furioso y alcohólico poseído y llevado a un trance homicida por los espíritus del lugar, el hijo aterrado en peligro, redrum, los setos animales que cobran vida. Me obsesionó, y sigue siendo una de las novelas clave que me hizo querer ser escritor. De hecho, en el verano de 1978, en cuanto acabé de leer El resplandor por tercera vez, empecé a escribir una novela en la que continuaba trabajando a finales de la primavera de 1980, aunque estaba a punto de abandonarla para dedicarme a lo que finalmente sería Menos que cero.
Cuando me enteré de que Stanley Kubrick estaba adaptando El resplandor a una escala fastuosa, captó toda mi atención de inmediato; se convirtió en la película más esperada de toda mi vida, y seguí muy de cerca su accidentada producción (retrasos, tomas interminables, un incendio que destruyó el plató principal, los costes disparados) y no creo que haya seguido nunca el rodaje de una película con mayor interés; ni siquiera las que se hicieron más adelante de mis novelas me fascinaron tanto como la que Kubrick estaba rodando de El resplandor. Estaba casi paralizado por la expectación. Y entonces, a finales de 1979, salió un tráiler; era simple, casi minimalista, solo una imagen —cómo se echan de menos los tráileres que no te cuentan la película entera como los avances en tres actos de hoy en día— de un ascensor del Overlook cuyas puertas parecen abrirse poco a poco empujadas por la sangre que llena su cabina y que empieza a derramarse a cámara lenta y a acercarse a nosotros en grandes olas hasta que impacta contra el objetivo, volviéndolo rojo, mientras los créditos de la película van deslizándose hacia arriba en un azul fluorescente sobre la misma imagen. Vi el tráiler muchas veces durante el otoño de 1979 y a lo largo de la primera mitad de 1980, y siempre lo encontraba arrebatador. Empecé a contar los días, las horas, que faltaban para ver la película.
No podía ir el mismo día 23 por las clases, y tampoco quería tener que soportar Westwood un viernes noche a reventar de gente, así que mi plan era ir al día siguiente, el sábado 24 de mayo, a la sesión de las diez de la mañana, porque sabía que no estaría tan lleno como en los pases posteriores. Sorprendentemente, los demás se inclinaron por ir al Village a la una del mediodía: era un sábado, querían dormir hasta tarde, las diez era demasiado temprano. Repliqué a Thom y a Jeff que más tarde las colas serían kilométricas, dado que por un acuerdo de exclusividad en Los Ángeles la película solo se proyectaba en tres cines, pero al final ninguno de ellos me secundó y dijeron que ya me verían después de la película para almorzar en D. B. Levy’s, un deli que frecuentábamos en Lindbrook Drive, y que luego iríamos por la tarde a ver El imperio contraataca en el Avco. Me sentí muy decepcionado —yo quería ver El resplandor con Thom—, pero eso no disminuyó mi emoción. Sería la primera vez que conduciría hasta Westwood para ver una película solo, sin los demás, y me sentí increíblemente adulto acelerando por Mulholland hacia Beverly Glen aquella mañana de sábado en el coche que había heredado de mi padre, un Mercedes 450SEL verde metalizado, un tanque de cuatro puertas que no era para nada el vehículo deportivo que anhelaba a los dieciséis.
Dejé el coche en el aparcamiento de Broxton, enfrente del Village Theater, a las nueve y media —iba escuchando una cinta recopilatoria compuesta básicamente por el Look Sharp y el I’m the Man de Joe Jackson, más un par de canciones del London Calling de los Clash y del Armed Forces de Elvis Costello—, y me alivió comprobar que solo se había formado una pequeña cola en taquilla, así que enseguida pasé directamente a la sala. Recuerdo, no sé por qué, que llevaba una camisa nueva de Ralph Lauren muy a la moda, color verde mar con la insignia del caballo de polo morada, y vaqueros Calvin Klein con náuticos, y que no me quité las Wayfarer cuando compré la entrada. El resplandor tenía calificación para mayores y por un momento me preocupó que me pidiesen el carnet por mucho que tuviese uno falso que apenas usaba; la ciudad era permisiva, así que no lo necesité aquella mañana: cuatro dólares, un adulto. Cuando entraba en el majestuoso vestíbulo —contemplando los leones alados esculpidos hacia la mitad de la encalada torre fox de cincuenta metros que presidía las avenidas Broxton y Weyburn, en lo alto de la cual se encendía por la noche un rótulo azul y blanco que la coronaba, el fuste iluminado, un faro—, volví a recordar que era la primera vez que iba solo a Westwood y me sentí verdaderamente adulto y me estremecí de expectación ante lo que me deparaba el futuro. Compré una caja de Junior Mints y pasé del resplandeciente vestíbulo art déco a la oscuridad del gigantesco auditorio.
El cine estaba menos atestado de lo que esperaba, pero solo eran las nueve y cuarenta y acabaría llenándose, pensé mientras me sentaba y me quedaba mirando los inmensos cortinajes que formaban el telón sobre la pantalla de setenta milímetros. Ahora que lo escribo, no me puedo creer que estuviese veinte minutos sin hacer nada, simplemente allí sentado, pensando en cosas, en Thom y Susan, esperando sin un móvil que mirar, esperando sin nada que me distrajese. En lugar de eso, contemplé la sala, mi favorita de Westwood y la más grande, cuatrocientas butacas; conformaba un vasto mundo en sí mismo en el que encontraba refugio y era uno de los pocos sitios donde era consciente de que podía salvarme, porque las películas eran una religión en aquel momento, podían cambiarte, alterar tu percepción, podías levantarte hacia la pantalla y compartir un momento de trascendencia, todas las desilusiones y temores se borraban durante unas horas en aquella iglesia: las películas actuaban en mí como una droga. Pero también tenían que ver con el control: eras un voyeur sentado en la oscuridad observando cosas secretas, porque eso eran las películas, escenas que no deberías estar viendo y que nadie en la pantalla sabía que estabas viendo. En todo esto era en lo que pensaba mientras presionaba muy despacio un Junior Mint, dejando que se disolviese en mi lengua, echando vistazos a las manecillas del reloj que avanzaban hacia las diez en punto. Las luces de la sala parecieron ir atenuándose poco a poco, aunque faltaban todavía dos minutos para que se abriese el telón. La ominosa música de la banda sonora comenzó a sonar muy bajo, anunciándose en el auditorio abovedado: cascabeles de serpiente, gorjeos de pájaros y trompas quejumbrosas. Comprendí, emocionado, que en este pase no habría tráileres.
Y entonces fue cuando vi al chico.
Esa es la razón por la que nunca he olvidado el pase de las diez de El resplandor el 24 de mayo de 1980 en el Village Theater de Westwood. Por él.
Yo estaba sentado en la grada superior de la sección del patio de butacas —por encima de mí tenía un palco de dos niveles al que se accedía por la tercera planta del cine y que se cernía sobre las últimas diez filas del patio de butacas sin entorpecer la vista—, en un asiento lateral, cerca del pasillo, cuando lo vi: un chico más o menos de mi edad tan asombrosamente guapo que al principio pensé que era una estrella de cine o un modelo de la revista GQ con el que había fantaseado. Parecía estar buscando a alguien mientras avanzaba por el pasillo que se iba oscureciendo, todo cada vez más en penumbra a nuestro alrededor. Su cara consistía en una serie de cortes angulosos y tenía una buena mata de pelo rubio y rebelde, corto y peinado hacia atrás; se quedó allí de pie, acentuando así la angulosidad de sus rasgos; tenía unos labios carnosos, los pómulos levemente hundidos y la nariz aguileña. Era alto, tal vez uno ochenta, de cintura fina, ancho de hombros, y al pasar vi que movía la boca mascando chicle, y pude ver también las largas pestañas y di por hecho que tenía los ojos azules y el cuerpo entero bronceado. Una oleada de lujuria rompió con fuerza contra mi pecho y de pronto me estaba muriendo de ganas de él —la sensación fue tan inmediata y tan brutal que me quedé pasmado—, y la suma de aquella nueva presencia a la expectación de ver la película que por fin estaba a punto de empezar me obligó a ralentizar mi respiración. El chico despertó algo primario en mí que no había sentido nunca: lo deseé de inmediato, necesitaba ser su amigo, tenía que establecer contacto, tenía que verlo desnudo, tenía que hacerlo mío. Me removí en el asiento cuando el telón empezó a levantarse, revelando la inmensa blancura de la pantalla; tenía los puños apretados, me giré y estiré el cuello esperando ver dónde había ido.
El logo de la Warner Bros. se acercaba hacia nosotros mientras los créditos iniciales de El resplandor comenzaban sobre planos aéreos del Volkswagen de la familia recorriendo las carreteras desiertas rumbo al Overlook. Pero era incapaz de concentrarme, porque en ese momento vi que el chico bajaba por el otro pasillo. Ahora estaba más lejos, pero pude apreciar mejor su cuerpo: los vaqueros ceñidos le marcaban el culo, que ascendía estrechándose en una larga espalda —aquello sería siempre lo primero en lo que me fijaría de un hombre—, y me quedé observando hipnotizado mientras el chico, aquel dios, atravesaba el pasillo y desaparecía de mi campo de visión. Debía de ser mayor que yo, pensé; tal vez era un estudiante de la UCLA, un graduado incluso, demasiado viril para seguir en el instituto. Lo volví a ver, a media película, cuando subía de nuevo por el pasillo, y tuve que controlar todos y cada uno de los músculos de mi cuerpo para no seguirle hasta, supuse, los lavabos o el puesto de bebidas, porque me echó una ojeada mientras lo miraba pasar —establecimos contacto visual, se dio cuenta de que lo observaba— y desvió la mirada pero no antes de demorarse un instante en mí, y yo fantaseé con la posibilidad de que él también me deseara.
Una vez terminada la película —desinflado, aquello no se parecía en nada al libro, me sentí estafado pero también sabía que necesitaba que me impresionase después de haber esperado tanto tiempo para verla—, salí al vestíbulo esperando encontrar al chico, pero ya no lo vi por ninguna parte: tampoco estaba en la cola del servicio de caballeros, lo comprobé, y luego me quedé esperando un rato por allí para ver si estaba dentro, pero no fue así, y cuando salí a la calle por la puerta principal tampoco estaba. La multitud para la siguiente sesión, a la una, era enorme: la cola serpenteaba alrededor de la manzana, a todo lo largo de Broxton y después giraba por Le Conte, y luego volvía a bajar por Gayley hasta llegar a las taquillas del cine, dibujando un cuadrado casi ininterrumpido de cuatro manzanas. Además parecía haber centenares de personas fuera del Village Theater que no estaban en la cola, simplemente charlando y pasando el rato bajo la gigantesca torre fox, y allí me quedé yo también, solo unos momentos, consciente de que no vería de nuevo a aquel chico mágico pero esperando atisbarlo de todas formas. Y sin embargo me alegré de no verlo: habría sido algo demasiado abrumador y en última instancia teñido de decepción, porque nunca podría ser para él lo que él acabó siendo para mí. Incluso incluí una versión de él en un relato corto que estaba escribiendo aquel verano, donde se convirtió en un personaje que yo podía controlar.
Mientras seguía el coche de Thom por Sunset aquella tarde de septiembre antes del día del Trabajo, surcando las curvas del bulevar en dirección a Bel Air, reflexioné sobre el verano que acababa de terminar: quedando con Debbie, los días entre semana en el club de playa, las noches alargadas en Du-par’s después de bailar en el Seven Seas medio achispados de whisky sours —la edad legal para beber en L.A. era veintiuno, pero todo el mundo tenía carnets falsos—, y ya habíamos dejado muy atrás a los adolescentes del Odyssey; hubo fiestas en piscinas, generalmente en casa de Anthony Matthews o en la de Debbie Schaffer; vimos En busca del arca perdida en un pase de preestreno en la Paramount por cortesía de Terry; unos pocos fuimos a la sesión de medianoche de Un hombre lobo americano en Londres en el Avco de Westwood el fin de semana de agosto en que se estrenó, completamente fumados, riéndonos y chillando exageradamente cuando David Naughton se transformaba en un monstruo; empezamos a ir a ver bandas de New Wave en clubes más pequeños; estábamos pasando de los Eagles en el Long Beach Arena (donde los habíamos visto mientras se separaban en el escenario durante lo que sería su último concierto en los siguientes quince años) y Pink Floyd tocando The Wall en el Sports Arena en febrero —nuestros gustos musicales estaban cambiando—, y ahora, en cambio, todo era X en el Whisky, las Go-Go’s en el Starwood, los Plimsouls en el Roxy. Fue el verano en que cambiaron las modas: todos los chicos de clase llevaban polos Ralph Lauren de colores llamativos como huevos de Pascua —rosa, azul, verde y morado—, algo que Thom Wright y yo habíamos empezado, aunque ahora nos los poníamos con el cuello levantado, pantalones cortos a cuadros y jerséis de punto, y llevábamos camisas de vestir con el águila del logo de Armani como parte de nuestro uniforme de Buckley, y los náuticos y los mocasines sustituyeron a los zapatos de hebilla estándar y a las deportivas. La moda masculina del momento seguía siendo pulcra, pija, en ocasiones vagamente italiana, más El jardín de los Finzi-Contini que Jóvenes ocultos; estábamos aún muy lejos de las hombreras y los peinados mullet y el kitsch bufonesco de mediados de los ochenta, y la mayoría de los chicos llevaban el pelo corto e iban muy arreglados y las chicas tomaban sus estilismos de los clásicos retro: pantalones capri, faldas abullonadas, tafetán. Tratábamos de ir elegantes, el objetivo era ser molones, queríamos hacernos adultos. Fue el agosto en que la MTV empezó a emitir vídeos, pero ninguno sospechábamos en lo que iba a convertirse aquello; el «Video Killed the Radio Star» de los Buggles fue el primer vídeo que emitió el canal, y aunque conocíamos la canción y habíamos estado escuchando el disco donde aparecía, The Age of Plastic, no sabíamos hasta qué punto aquella canción y aquel vídeo se metamorfosearían en una audaz premonición.
Como he dicho, el verano de 1981 había sido un sueño —«paradisíaco», me gustaba denominarlo—, y por eso visualizaba cómo se desplegaba ante nosotros un año de graduación sin demasiadas complicaciones, un año que recorrería como quien interpreta un papel bien ensayado mientras trataba de dilucidar adónde escapar, quizá a algún sitio en la Costa Este, quizá más lejos, al otro lado del océano. Qué año tan inocente iba a ser aquel, pensaba mientras conducía por el Sunset, por el que avanzaría de forma tan fácil e indolente.
Hacia el final de aquel verano descubriría que aunque nos conocíamos todos desde al menos séptimo curso y se suponía que éramos amigos íntimos y dábamos por sentadas tantas verdades inocentes, también nos estábamos dando cuenta de que aquellas supuestas verdades no eran, de hecho, reales, y fui consciente de que había cosas que me pasaron durante aquel verano que jamás iba a contarles a mis mejores amigos, Thom Wright y Susan Reynolds, ni a mi nueva novia, Deborah Schaffer. Nunca sabrían nada de mis tardes de ensueño nadando desnudo con nuestro compañero de clase Matt Kellner en Encino, ni de mi mano acariciando la cara interna del muslo de Ryan Vaughn en el multisalas Town & Country mientras veíamos 1997: Rescate en Nueva York, flotando gracias al Valium que le había robado a mi madre de sus muchos frascos con receta; era una película que ya había visto, pero no me importaba porque solo quería estar sentado muy cerca de Ryan en la oscuridad del cine. Mis compañeros de clase nunca se enterarían de que Matt Kellner me la chupó en la casita de la piscina en la que vivía detrás de la suntuosa residencia de sus padres en Haskell Avenue y que después yo también me deslicé hacia abajo y le hice lo mismo, ni de que Ryan Vaughn, cocapitán del equipo estudiantil de fútbol americano, no había apartado mi mano de su muslo en el cine a oscuras una noche de agosto solo unas semanas antes.
2
Y Ryan Vaughn ya estaba junto a la piscina en el patio de los Schaffer con una Corona en la mano cuando llegué a casa de Debbie aquella noche de domingo antes del día del Trabajo.
Apenas había comenzado a anochecer y Ryan estaba recortado contra la luz, una sombra tenue delante de la refulgente piscina azul y el cielo rosa cambiante, charlando con Thom Wright y Jeff Taylor, todos con polos y pantalones cortos color pastel, y en algún sitio Pat Benatar cantaba «We Live for Love», no muy alto, sonaba por los altavoces exteriores, un ruido de fondo que se sumaba al de los chicos allí reunidos mientras Paul, el mayordomo negro que trabajaba para los Schaffer, preparaba hamburguesas y perritos calientes y calentaba la parrilla en un hueco junto a la casita de la piscina. Habían colocado una serie de bebidas variadas (refrescos, zumos, té helado, limonada) en una mesa al lado de donde estaba Paul, pero también había botellines de Corona en una cubeta plateada llena de hielo de la que unos cuantos, Thom, Jeff y Ryan entre ellos, se habían servido ya, y entonces Dominic Thompson, a quien no había visto en todo el verano —había estado en Europa—, se les unió, también con una Corona en la mano. Pat Benatar dio paso a las Go-Go’s y Beauty and the Beat empezó a sonar desde el principio con «Our Lips Are Sealed» mientras yo bajaba los escalones de piedra que llevaban a la zona de la piscina, donde estaban todos reunidos; era un disco que llevábamos escuchando todo el verano de 1981 y nos lo sabíamos de memoria. Billie, el golden retriever de los Schaffer, se paseaba por allí y recibía de vez en cuando una caricia distraída de algún chico.
Cuando subía el camino circular de entrada a la mansión de los Schaffer en Bel Air, ya llena de coches aparcados —me sobresalté al ver el Trans Am negro de Ryan—, vi que Thom y Susan no me habían esperado cuando llegaron solo unos minutos antes, y también sabía que Debbie aún no habría regresado de los establos de Malibú, lo cual me daría tiempo suficiente para hablar con Ryan antes de sufrir la distracción de su presencia. La puerta principal de la casa estaba abierta, atravesé el recibidor bajo una lámpara de araña colosal y llegué al pasillo que conducía hasta el salón situado en un nivel inferior, donde vislumbré a Liz Schaffer, la madre de Debbie, al teléfono, con una bata holgada y sosteniendo un vaso que supuse lleno de vodka que alzó en mi dirección al pasar, sonriendo, y yo le devolví el saludo y crucé el comedor hasta la cocina, le dije hola a Maria, la criada principal de los Schaffer, y pillé un puñado de nachos de donde dos de sus compañeras estaban preparando el resto de los platos de la noche —pico de gallo, ensalada de patata, ensalada de col, mazorcas de maíz— mientras Steven Reinhardt, el asistente personal de los Schaffer, colocaba en la cámara frigorífica tarrinas de helado Häagen-Dazs que acababan de traer. Salí por las puertas correderas de cristal al amplio patio trasero, y seguí el sendero enlosado en piedra que bajaba hasta la zona de la piscina rodeada de eucaliptos y pinos, y, más allá, la pista de tenis. Susan ya se había acomodado en una tumbona, donde charlaba con Tracy Goldman y Katie Harris mientras Thom y Jeff, de pie a su lado, asentían con vehemencia a algo que estaba contando Ryan, los tres debajo de una enorme sombrilla en un torbellino de colores azul y amarillo, y al fondo la luz de unas antorchas tiki salpicaban los límites de la propiedad mientras sonaban las Go-Go’s.
Lo primero que pensé según iba bajando los escalones hacia la zona de la piscina fue: ¿Qué hace Ryan aquí?
Bueno, caí entonces, es amigo de Thom, y aunque Ryan apenas conoce a Susan, ella es la novia de Thom, y Debbie Schaffer es la mejor amiga de Susan, así que por eso está aquí Ryan… tenía sentido, pero me puso nervioso verlo, sobre todo porque aquel era un grupo reducido y exclusivo de unos tal vez catorce miembros, y al parecer Debbie, me fijé, no había invitado a nadie más, y aunque muchos de nuestros compañeros de clase aún estaban fuera apurando las vacaciones de verano estaba seguro de que otros muchos no, y me pregunté qué pensarían sobre que Debbie no los hubiese invitado a su barbacoa del fin de semana del día del Trabajo, pero así era como funcionaba Debbie, por exclusividad, y disfrutaba escogiendo cuidadosamente a quién invitaba y a quién no para alternar con, pongamos, Billy Idol en Madame’s Wong, Duran Duran en la piscina del Hilton o Fleetwood Mac en el backstage del Hollywood Bowl.
Ryan Vaughn y yo nos conocíamos desde séptimo, pero no habíamos estrechado nuestra relación hasta el mayo anterior, cuando empezamos a almorzar juntos en el patio del Buckley Pavilion por motivos que al principio nunca quedaron claros. O tal vez sí lo estaban y ambos los ignorábamos, por vergüenza. Siempre me había llamado mucho la atención, dado que era, pensaba, hermoso desde un punto de vista de fantasía gay, un semental de cómic, y como en el caso de Thom, era imposible no fijarse en él por esa razón, pero el problema que fui notando cada vez más en Ryan a lo largo de nuestros años de instituto fue que, mientras que Thom se congraciaba con todo el mundo, Ryan se mostraba distante y reservado, especialmente para alguien tan atractivo y con el potencial para la equivalencia de popularidad de Thom, y en cierto momento empecé a comprender por qué: estaba relacionado con cómo me sentía. Ryan era yo. Éramos lo mismo. Me di cuenta de que, de hecho, Ryan era el deportista que no ha salido del armario, el clásico cliché que dudo que alguien hubiese creído si se lo hubiera contado, o si le contara lo que iba a suceder entre él y yo durante los primeros meses de nuestro último año en Buckley. Poco a poco, habíamos ido averiguando algo el uno del otro.
Todo esto ocurrió, creo yo, porque los dos disponíamos de coches y de movilidad de una forma que hasta entonces nos había estado vedada, y aquello activó algo; de pronto se nos presentaron nuevas posibilidades, había relatos que ahora podíamos crear nosotros mismos. Quizá comenzó con la mirada que nos lanzamos Ryan y yo en el Mardi Gras de la UCLA en mayo de 1980, cuando ambos teníamos dieciséis años: la idea de que de repente existía una promesa de sexo incluso dentro de nuestra prudencia adolescente, y nos habíamos identificado el uno al otro, como agentes secretos, sin decírselo a nadie, y parecían existir ciertas oportunidades que ni uno ni el otro había admitido hasta que por fin, aquel verano, en junio, cuando Ryan y yo íbamos en coche por Westwood me enseñó una herida que se había hecho jugando a fútbol en la parte alta del muslo y en lugar de arremangarse los pantalones cortos que llevaba tiró hacia abajo para enseñármela y todo saltó; sonaba el «Urgent» de Foreigner por la radi