Noche. Sueño. Muerte. Las estrellas.

Joyce Carol Oates

Fragmento

libro-3

Prólogo
18 de octubre de 2010

¿Por qué? Porque había visto algo que tenía razones para creer que no estaba bien y estaba en sus manos —o, en cualquier caso, era su obligación moral— enmendarlo o al menos intentarlo.

¿Dónde? De vuelta a casa por la autovía de Hennicott a eso de las tres y cuarto de la tarde de aquel día. Nada más dejar atrás el mugriento paso elevado de Pitcairn Boulevard, todo lleno de grafitis, donde, a principios de los setenta, habían erigido un muro de tres metros cuando a la chavalada le dio por tirar pedruscos desde arriba a los motoristas que iban rumbo a las pudientes urbanizaciones del norte, cosa que causó la muerte de uno de aquellos motoristas, que varios conductores acabasen heridos y que los vehículos sufriesen daños considerables.

¿De dónde venía? De un almuerzo con la junta del fideicomiso de la biblioteca municipal de Hammond, en el centro, la biblioteca que John Earle McClaren había ayudado a reconstruir a mediados de los noventa con millones de dólares de sus fondos de campaña —por entonces era el alcalde de Hammond (Nueva York)—. Desde entonces, hacía ya quince años que John Earle, «Whitey», no se había perdido ni una de esas reuniones.

Al volante de su Toyota Highlander, modelo nuevo, por el carril derecho de la autovía de tres carriles a una velocidad ni por encima ni por debajo del límite de noventa kilómetros por hora. Precaución que adoptaba por haberse tomado una única copa de vino blanco en la comida (aunque John Earle, en realidad, no creía que estuviera conduciendo bajo los efectos del alcohol o que un observador neutral pudiera interpretarlo así).

Entonces, justo antes de la salida de la vía verde de Meridian —que en veinte minutos lo habría llevado sano y salvo a casa, a Old Farm Road, al hogar en el que había vivido feliz con su querida esposa gran parte de su vida adulta—, vio un coche patrulla de Hammond aparcado en el arcén con la luz roja destellando y otro vehículo parado cerca; (dos) agentes de policía uniformados estaban sacando a una persona (¿era un hombre?) (¿joven?) (¿de piel oscura?) de su coche, le gritaban a la cara y lo empujaron repetidas veces contra el capó. John Earle aminoró la marcha para ver mejor qué estaba ocurriendo y lo conmocionó ver lo que creía estar viendo; frenó y se atrevió a detenerse nada más pasar el coche patrulla, salió del Toyota y se acercó a los agentes, que seguían ensañándose con aquel chico de piel oscura, aunque estaba claro (para John Earle) que el muchacho no oponía resistencia alguna —a menos que se considerase resistencia protegerse la cara y la cabeza de los golpes—, y les gritó con firmeza: «Agentes, ¡alto! ¿Qué están haciendo?», con descaro, sin miedo, como convocando al presente cierta autoridad de la que había gozado en el siglo pasado, a ese no-lugar (barriada cochambrosa del centro de Hammond con fuerte presencia policial, bastante desconocida incluso para ciudadanos blancos familiarizados con la zona como John Earle McClaren); siguió un acalorado intercambio que John Earle no recordaría con claridad más tarde, aunque sí que recordaría vagamente que el hombre de tez oscura era de constitución esbelta, que estaba muy asustado, que no era afroamericano, sino (en apariencia) un joven indio trajeado que llevaba la camisa blanca desgarrada y manchada de sangre, al que las gafas, de montura metálica finísima, se le habían caído de un golpe.

Ambos policías le gritaron a John Earle: «Métase en su puto coche y lárguese de aquí cagando hostias, caballero». John Earle se atrevió a seguir acercándose: «Están dándole una paliza a un hombre indefenso. ¿Qué ha hecho?», soltó por la adrenalina, inconsciente del peligro, antes de insistir en que no pensaba marcharse. «Quiero saber qué ha hecho este hombre. Los denunciaré por uso excesivo de la fuerza». Olvidó que tenía sesenta y siete años y que llevaba quince sin ser alcalde de Hammond. Olvidó que tenía sobrepeso (le sobraban como mínimo diez kilos), que le faltaba el aliento con facilidad y tomaba una medicación potente para la hipertensión. Por vanidad, pensó que, como «Whitey» McClaren había sido un alcalde republicano moderado y popular con mano diestra para los compromisos políticos, como había sido un ciudadano con mentalidad cívica, un empresario local acomodado, compañero de partidas de póquer del difunto jefe de policía de Hammond y donante desde hacía mucho tiempo de la Asociación Benéfica de la Policía que creía —y lo había dicho a menudo, en público— que las fuerzas de seguridad tenían un trabajo peligroso y difícil y necesitaban el apoyo de la gente y no sus críticas, los agentes quizá lo reconocerían, se ablandarían y se disculparían. Pero no fue eso lo que sucedió.

Ha sucedido algo diferente, John Earle está en el suelo. Boca arriba, sobre la calzada roñosa. Cristales rotos, pestazo de diésel. Cuando caes, caes. Poco probable que te levantes solo. Los agentes de policía se han ensañado con él con una fuerza tan inusitada, tan impensable, tanta furia y tanto odio, con los puños enguantados y el cuerpo entero. John Earle se queda inmóvil de la conmoción, físicamente paralizado. ¡Nunca, en toda su vida, han tratado a Whitey McClaren de tan malas maneras, con semejante falta de consideración! Un hombre al que otros hombres admiran y quieren…

Intenta levantarse. Ay, pero el corazón le va rápido, mucho. Un pie enfundado en una bota le golpea la blanda barriga, la ingle. John Earle, que es tan estoico que suele decir no a la novocaína en el dentista, se retuerce de dolor. John Earle, que suele vivir sin miedos, despreocupado: aterrorizado. Con el traje tres piezas de cuadros del regimiento de la Black Watch que compró hace años para la boda de un familiar y que ahora se pone para las reuniones de la junta por deferencia a la solemnidad de la ocasión. La biblioteca municipal estadounidense es la base de la democracia. Nuestra preciosa biblioteca de Hammond de la que tan orgullosos estamos. Imprudente de él, se había aflojado la corbata al salir del almuerzo —la de seda azul celeste de Dior que le había regalado su mujer—, de lo contrario, quizá habría impresionado a los agentes, pero ahora tiene un aspecto algo desaliñado, agobiado y con la cara roja —(¿está borracho?, no, imposible, una sola copa de vino blanco)— y quizá el Toyota Highlander (que no es lo que se dice barato) pudiese haber impresionado a los agentes, pero —ahora se arrepentía— hace semanas que no lo lleva al lavadero de la ruta 201 y está cubierto de una fina capa de polvo; ninguna de estas cosas ha jugado a su favor ni ha evitado que pasara lo que está pasando tal como está pasando, como si se aproxima una avalancha y tú estás sobre piedras sueltas; como si, en el caso de que John Earle McClaren se hubiese identificado en condiciones, hinchando pecho, diciendo que es amigo del jefe de policía, a quien trata de igual a igual, pudiera haberse adelantado a la furia de los agentes, aunque posiblemente no, ya estaba formada, ensayada; obstrucción a la justicia, un peligro para la seguridad de los agentes, mostró resistencia al ser arrestado, agresión.

Pero ¿qué le ha pasado a John Earle que está tirado en el suelo? Uno de los policías, que grita fuerte, se agacha a su lado con un táser en la mano derecha, ¿es posible que el agente haya electrocutado al anciano, indefenso, desarmado y de pelo blanco y en posició

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