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Llevo tres días encerrada y no quiero salir. Lo del encierro no es una forma de hablar: él tiene la llave. Ahora vivo en esta cama. A veces voy desnuda y otras veces me aprieto la sábana contra el cuerpo como si fuera un vestido griego, y lo miro a él. Está sentado en el lado opuesto del colchón, recostado contra la pared, encendiendo una pipa de marihuana mala. Sus pectorales se tensan cada vez que hace girar la piedra del mechero.
Como él no habla, yo fantaseo. Imagino que llevo varios días secuestrada y que él es mi captor. Su falta de curiosidad no se debe a que sus jefes le hayan prohibido interactuar conmigo, sino más bien a un rasgo cultural: con tanta guerra, los hombres del Este se han vuelto más introspectivos; eso les ayuda a mantener la temperatura en invierno y el misterio durante todo el año.
También me imagino que llevamos varias semanas escondidos en el bosque. Hablar sería un derroche de energía que no nos podemos permitir. Estamos hambrientos, agotados de tanto sexo, y estas hojitas secas son lo único que tenemos. Si queremos sobrevivir, debemos encenderlas nada más despertar, aspirar el humo y permanecer en silencio.
Se llama Darko. Su madre es serbia y su padre es judío, de una de las pocas familias judías que quedan en Sarajevo. Antes de la guerra había muchos matrimonios mixtos en Bosnia, esa fue una de las primeras cosas que me contó. Yo ya lo sabía, pero fue como si lo oyera por primera vez, como si el hecho de que antes la gente se casara sin pensar en las diferencias étnicas fuese algo excepcional. No lo es, al contrario, de ahí que Darko sea tan distinto: si sus padres se hubieran conocido hoy, no se habrían gustado. Ni siquiera habrían coincidido en el mismo barrio. Nacido en 1988, es el resultado de un amor imposible en la actualidad, el fruto de un deseo extinguido, por eso su físico es tan difícil de descifrar: una mata de pelo rizado entre rubio y pelirrojo, pómulos salidos, como tallados en un par de hachazos, y una lentitud de movimientos que me recuerda a un león pálido y flaco.
Cuando llegamos a esta casa era de noche. El recibidor estaba oscuro pero al fondo del salón se veía una especie de jardín, había gente fumando y charlando alrededor de una mesa. La corriente de aire cerró la puerta detrás de mí con un fuerte golpe. Todos estiraron el cuello hacia nosotros, pero nos quedamos quietos en la penumbra. Darko empezó a hablar muy alto en su idioma, mientras me daba empujoncitos para que subiera por la escalera. Me pareció divertido que quisiera esconderme de su familia. No sirvió de mucho, porque alguien nos observaba desde otro lugar.
Primero vi la punta de una trenza blanca y sin atar flotando en la oscuridad de la cocina. Seguí la trenza y llegué al rostro de una anciana. Sus ojos eran dos gotas de agua y su boca un agujero negro y ovalado. Tenía los dedos entrelazados sobre un lado de la cara. Cuando salió de su ensimismamiento, la abuela de Darko me lanzó un beso tembloroso y yo se lo devolví desde la escalera. Esa misma noche supe que Baba, así la llama él, se niega a utilizar los interruptores de la luz. Tampoco quiso huir a España con Darko y su familia después de un año de bombardeos y francotiradores. Baba pasó el resto de la guerra sola en esta casa, y cuando volvieron la encontraron igual que siempre.
La primera vez que Darko salió de la habitación fue a la mañana siguiente. Oí un tintineo metálico al otro lado de la puerta. Era un ruido de llaves. Me senté de golpe en la cama y me mareé. Aun así me tapé las tetas con la sábana. Después vinieron los gritos. Darko y su madre discutían en la planta baja. Al final él gritó más fuerte y se hizo el silencio.
No sé por qué me imagino a su madre cabizbaja, encendiendo un cigarro. A su madre aún no le he visto la cara, pero la noche en que llegamos distinguí una mata de pelo rizado de la que salía un disparo de humo en forma de aerosol. Si lo pienso bien, tampoco sé cómo es por fuera, con luz de día, la casa en la que me encuentro. Sé que es una construcción adosada, con paredes claras y rugosas. En la puerta hay una placa negra con el apellido familiar, ligeramente torcida. Nuestra habitación da al patio trasero. Sólo hay una cama y una bombilla atornillada a la pared. Desde la ventana se ve un abeto gigante y jardines mustios de tierra negra. Es agosto pero los cuervos graznan como si fuera invierno.
Después de la discusión Darko volvió al dormitorio, cerró con llave y me dio un vaso de leche. Dijo: Bebe. Le pregunté por qué me había encerrado y me respondió que sus padres son lo peor. La leche estaba buenísima. Siempre creí que la leche fresca sabría a entraña caliente, que sería un fluido vivo e indigesto, no imaginaba que fuese un líquido equilibrado con una nota dulce al final. Le dije a Darko que quería más y sonrió. Me aseguró que mientras estuviera en Bosnia él iba a alimentarme como es debido y me llamó niña. Le dije que no me llamara así y repitió la palabra muchas veces, dijo mira la niña, tiene hambre la niña, y me hizo cosquillas. Entonces me contó que en Bosnia hay muchos tipos de leche, toda una gama de densidades y niveles de fermentación, que el líquido que cubre los yogures y que nosotros desechamos es alimento puro, que aquí se vende en bolsas de medio litro y él se las bebe de golpe. Quizá por eso cuando está encima de mí tengo la sensación de que pesa demasiado para estar tan delgado, como si su esqueleto tuviera un exceso de calcio.
Darko hablaba con un cigarro colgando del labio. El humo no le entraba nunca en los ojos, sino que pasaba de largo. Me dijo que si me portaba bien me dejaría salir de la habitación y me enseñaría todos los tipos de leche que hay en el supermercado. Le di un golpe en el hombro y se rio. Nos imaginé juntos en un pasillo lleno de productos del hogar: yo con una cesta de plástico colgando del brazo y él con su camisa de rapero cayéndole como una túnica, examinando el brick con una sola mano, eligiendo la mejor leche con la que alimentarme.
Desde entonces Darko no ha vuelto a pronunciar una frase entera. Cuando le pedí las llaves para ir al baño se puso los pantalones y se asomó al pasillo con la precaución de un soldado. Me quedé mirando los lunares de su espalda, con los que parece menos serio, hasta que hizo un gesto con los dedos y corrí desnuda hasta el baño. Al cerrar la puerta me sentí atontada y lúcida al mismo tiempo, supongo que serían el hambre y la marihuana. Me miré en el espejo y me noté más delgada, como si mi cuerpo hubiera empezado a convertirse en algo nuevo.
En el baño no había ningún objeto de aseo. No había toalla ni jabón de manos. Las baldosas eran de un color granate oscuro, como de sangre coagulada, y por alguna rendija entraba olor a hueso hervido. En una bañera alta y cuadrada flotaban una tela y un palo. Estoy atrapada en un tiempo lejano, pensé. Estoy en un escenario doméstico yugoslavo que ya no existe. Entonces sentí una calma extraña, parecida a la que siento cada vez que entro en una ruina bosnia. Sé que en cualquier momento el edificio puede venirse abajo, y que si eso sucede poco podré hacer yo. No sé cómo lo hago, pero camino entre los escombros con el cuerpo tenso y la mente serena.
Déjame tu cámara. Es Darko quien lo dice y me invade una ilusión repentina. Le digo que sí, que yo le enseño cómo funciona. Doy un brinco pero me agarra el tobillo con una mano y con la otra tira de la bolsa de la cámara. ¡Tsssh! Quédate donde estabas. ¡Eh! Pongo morros y suelta una carcajada. Gateo hasta mi esquina del colchón y me tumbo como una musa. Darko sujeta la cámara con delicadeza y precisión, como si fuera suya. Pienso en Titanic. Pienso en Goodbye, Lenin!
Ahora me pide un boli. Deshago mi postura y señalo el bolsillo exterior de la mochila. ¿Para qué lo quieres? Ya lo verás, tú túmbate boca abajo. ¿Qué haces? Te quiero escribir un mensaje. Noto la punta fría en el culo. Duele un poco pero estoy emocionada: un mensaje. Miro de reojo y veo que escribe algo en bosnio, en letras no muy grandes. Nos reímos cada vez que mi raja rompe las palabras. Ya no pinta, dice, lo tengo que repasar.
Llaman a la puerta y Darko se yergue de golpe. Está sentado en la parte trasera de mis muslos. Habla y me vibra todo el cuerpo. Me vibran los huesos. Al otro lado está su padre. Darko se levanta furioso y yo reboto contra el colchón. Palpo la sábana en busca del boli pero no lo encuentro. Termino haciéndome un ovillo en mi esquina de la cama. Me gustaría que Darko viese mi falsa cara de miedo pero está girando la llave a la vez que sujeta la puerta. Su padre intenta entrar: forcejean. Al final Darko consigue salir al pasillo sin que su padre me vea. Cierra con llave y después hablan.
Cojo la cámara y me pongo de rodillas. Saco una foto de mi culo, con flash. Compruebo que esté enfocada y paso unas cuantas imágenes en la pantalla. Rápidamente vuelvo a mi posición, lo dejo todo como estaba. Traduciré el mensaje después, o mañana, cuando salga de aquí.
2
Tres meses antes, estaba teniendo un ataque de ansiedad en el lavabo de la facultad de Periodismo. En 2008 no existía la ansiedad, así que lo llamé simplemente rabia. Era verano y quedaban pocos días para terminar el curso, la carrera, la vida académica en general, que había sido prácticamente toda mi vida hasta ese momento. Ansiaba abandonar las aulas y salir al mundo, pero tenía vértigo, aunque no sabía que lo tenía. En el baño de la planta baja, uno de baldosas blancas que estaba siempre vacío, tuve una de esas epifanías de juventud que terminan marcando la vida.
Estaba haciendo cola en la copistería. Era mediodía y la fila no avanzaba. Todos necesitábamos encuadernar —era obligatorio— los últimos trabajos del curso. Nos abanicábamos con los deberes absurdos, nuestros dedos dejaban huellas húmedas en el papel. Mientras esperaba, agobiada por el calor oí el inicio de una conversación. Un puesto por delante de mí, dos empollonas de mi clase empezaron a hablar de forma amistosa. Nunca las había visto hablar antes entre ellas. Nunca las había visto hacer nada que no fuera subrayar apuntes con fluorescentes de colores y reglas pequeñas, caminar por el pasillo encerado con la carpeta pegada el pecho. Todo estaba a punto de terminar y era poco probable que volvieran a verse, así que era posible que se hubieran ablandado y hubieran decidido mostrar sus cartas. Hablaban de sus planes para septiembre, de los siguientes pasos que darían en la vida. Iban a estudiar un máster, a especializarse en tal y tal cosa. Aunque no me gustase admitirlo, yo también era una empollona, quizá un poco menos ortodoxa en las formas. Al oírlas tan seguras de sus estrategias, empecé a ponerme nerviosa: ¿por qué querían seguir estudiando? La universidad era un sinsentido, una estafa: perdimos cuatro años de lecturas y viajes. Lo peor era que nos habían hecho creer que para todo teníamos que postularnos, acumular puntos; nos creímos que no existían líneas rectas entre nuestros cuerpos y las cosas que queríamos tocar. En vez de darnos poder, nos habían hecho más pequeñas y miedosas. Salí de la fila y fui hacia el baño. La luz se filtraba por un ventanal alto e impregnaba las baldosas de la suavidad de una piscina. Apoyé los brazos en la pila y respiré hondo, cada vez más fuerte. Daba igual lo que hicieran las demás, lo que nos recomendaran los orientadores académicos: sabía que lo único que necesitaba para convertirme en una reportera indomable y cotizada era un portátil y unas botas buenas. Y hacerme hacker, a poder ser. Por primera vez iba a hacer caso a mi intuición. No había otra salida. Para triunfar, sólo necesitaba mala hostia e internet.
Días después vi el cartel. Colgaba de la pared exterior de la cafetería. A medida que me acercaba me sentía más avergonzada, como si fuera una pantalla en la que se proyectaba una escena porno y toda la facultad me estuviera viendo mirándola. El cartel revelaba algo íntimo de mí, algo que prefería que no se supiera. Recuerdo cada uno de sus elementos: una carretera rural en invierno, sumida en la niebla. Una señal de tráfico amarilla con el símbolo de un tanque y una palabra en cirílico terminada en signo de admiración. En primer plano, una concertina. Coronaban la composición dos palabras escritas con una tipografía en ruinas, como de marca de cereales: «Reporter Academy». Nunca quise ser periodista de guerra, pero fantaseaba con verme en un espacio extraño y hostil, ser un cuerpo vulnerable. Arranqué el cartel y lo guardé en la mochila.
Como regalo de graduación, mi madre me inscribió en la expedición organizada por la autodenominada academia de reporterismo, con destino Bosnia-Herzegovina. No me importaba que hiciera quince años que la guerra hubiera terminado. En realidad, pensaba, era mejor así: nadie esperaba que una joven periodista escribiera una historia increíble sobre un país diminuto y miserable, un territorio dividido y tutelado donde era obligatorio que nunca pasase nada.
Durante tres semanas recorrí Bosnia en furgoneta con estudiantes de Ciencias políticas, Sociología, Relaciones internacionales y jóvenes fotoperiodistas. Mientras hacíamos entrevistas en grupo, observaba el lugar donde nos encontrábamos. Con la excusa de ir al baño me adentraba en garajes y cobertizos. Buscaba símbolos religiosos, escudos militares, banderas nacionalistas: algo que indicase que allí se escondía un criminal de guerra. Cuando los demás se bañaban en el río, yo desfilaba por senderos estrechos en busca de montículos sospechosos y casas transparentes, de las que sólo quedaba la estructura en pie. A veces me quedaba sola leyendo en el porche de la casa donde nos alojábamos. Como no tenía nada para leer, tiraba de la lista de datos que había anotado en mi cuaderno la noche antes del viaje:
«1,4 millones de bosnios sufren estrés postraumático (BHRT)».
«2,2 millones de refugiados y desplazados (ACNUR)».
«En la mayoría de hogares bosnios hay al menos una pistola (Gun Policy)»…
Leía la lista varias veces, como en un rezo, mientras me indignaba una vez más la belleza bucólica que me rodeaba: barriles llenos de sandías sumergidas, libélulas azules, gatos adormilados a la sombra de una parra. Decía entre dientes: Bosnia, tú a mí no me engañas.
Todas las noches íbamos al único bar que había a la vista, una antigua caseta de labranza en medio de un campo arado. El hijo del dueño cerraba cuando nosotros decidíamos marcharnos. Siempre había amigos suyos en la barra, vestían camisetas de fútbol y se reían muy fuerte cada vez que alguna de nosotras pasaba cerca de sus espaldas numeradas. ¿Te gusta Bosnia?, me preguntó uno de ellos. Es muy bonita, respondí. ¿Por qué esto?, ¿por qué vienes aquí? El chico levantó los brazos con gran incomprensión y se le derramó un poco de cerveza de la boca. Quiero saber si la paz es de verdad o de mentira. No entiendo, dijo él. Si pudieras, ¿matarías a alguien?, pregunté. El chico se giró hacia la barra en un gesto rápido y preciso, como si se le hubiera pasado la borrachera de golpe, pero sus amigos no le prestaban atención. Por la paz, dijo levantando su botella. Por la paz, respondí yo. Lo que buscaba estaba justo ahí, en las bocas brillantes de los borrachos. No quería que me contaran su versión de los hechos, quería que me contaran sus pesadillas. Había venido a Bosnia en busca de la muerte y me estaba persiguiendo la vida.
Cuando los postes de la luz no funcionaban, el camino de vuelta a casa se convertía en un túnel del terror, y todos sabemos lo que ocurre en el túnel del terror: las formas oscuras respiran a cada paso y los grillos anuncian la hora de las manos frías y las lenguas calientes. Siempre había una parejita que desaparecía. Se alejaban con crujidos de pisadas y risas a punto de estallar. Yo avanzaba en la negrura sin parpadear, temiendo que algún dedo me rozara. El verano se nos fundía así, con los cuerpos encendidos bajo las estrellas del «País más pobre de Europa (Eurostat)».
Todo el mundo se ríe de su yo de veintiún años. Yo, por más que lo intento, no puedo. Quiero reírme de esa Lisbeth Salander de pacotilla, de esa chica que se creía punk y era sólo una romántica. De esa ambición desmedida hasta el llanto. Quiero ridiculizarla y olvidarla, pero es ella la que se aleja y me mira con una sonrisa astuta. Es ella la que se quedó con algo que me pertenece, algo que debió venirse conmigo, una determinación que parece haberse diluido con el tiempo.
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