PRÓLOGO
Así comenzó todo
«Qué raro, los libros están desapareciendo», pensó extrañada Nanami, cruzada de brazos y con la vista fija en una de las estanterías de la biblioteca.
Se trataba solo de una descorazonadora impresión que no lograba explicarse, sobre todo teniendo en cuenta que aquella vieja biblioteca atesoraba un vasto catálogo de libros y que allí se realizaban decenas de préstamos a diario —y así debía ser, dado que la función de los libros no era acumular polvo sobre los estantes—. Aun así, Nanami no conseguía quitarse de encima aquella fuerte sensación: había más huecos en los estantes de lo que era habitual.
Si Nanami hubiera estado allí empleada como bibliotecaria, habría podido echarle un escrupuloso vistazo al inventario de volúmenes prestados y devueltos, y confirmar o desmentir de inmediato sus temores; o si, por otro lado, hubiera sido una sagaz detective, se las habría arreglado para saber qué estaba pasando a partir de las posibles pistas y evidencias diseminadas por el lugar. Pero era solo una joven estudiante de segundo curso de secundaria, habituada a visitar la biblioteca cada tarde. Así lo había hecho desde muy niña, acompañada por su padre. Era esa costumbre lo que le había hecho especialmente sensible al orden de los libros y su ubicación en las estanterías y a sus variaciones y cambios. Sin duda, estaba más al tanto de ese tipo de detalles que el propio bibliotecario y seguramente habría sabido captar determinadas pistas mejor que cualquier detective.
Lo que en primer lugar llamó su atención fue la aparición de huecos aquí y allá donde normalmente no los había, pero, sobre todo, que tales huecos no parecían llegar a llenarse nunca y permanecían constantemente vacíos en los estantes.
La isla del tesoro, de Stevenson, había desaparecido de su lugar correspondiente en la sección de literatura juvenil, y Ana de Las Tejas Verdes, con su hermosa cubierta blanca, tampoco se dejaba ver por la de infantil, al tiempo que ni rastro quedaba del periplo del capitán Nemo a lo largo de sus Veinte mil leguas de viaje submarino.
En la sección de libros ilustrados, se echaban en falta tanto Búho en casa como Frederick, dos libros infantiles por los que Nanami sentía especial cariño. ¿Y qué podía decirse de la sección de literatura? Lo mismo: ni el niño prodigio de Bajo las ruedas ni el anciano pescador de El viejo y el mar se encontraban por sitio alguno, y, poco a poco, la joven había ido teniendo la certeza de que algo extraño ocurría, de que de manera imperceptible habían ido abriéndose más y más huecos por aquí y por allá, entre las muchas estanterías que tapizaban las paredes de la biblioteca.
¿Qué estaba pasando? ¿Es que la gente no devolvía los libros prestados…? ¿Por qué? La cuestión comenzaba a incomodar a Nanami y trató de sacudírsela de encima. Al fin y al cabo, aquel edificio era enorme y contenía una colección inabarcable de volúmenes. Los años habían pasado por aquella biblioteca y su existencia misma resultaba, en parte, caduca y trasnochada, con su aire enrarecido y su olor a moho, sus rincones empañados por la penumbra y su somnolienta quietud. ¿Qué persona en su sano juicio iba a querer pasar su tiempo libre en un lugar así?
Los lectores adultos que acudían a la biblioteca, sin embargo, no parecían haberse percatado de la transformación que en ella venía produciéndose. Tampoco sus empleados, ocupados siempre en sus correspondientes quehaceres.
—¿Qué está ocurriendo? —se preguntó Nanami en voz baja, apoyando la palma de la mano en la mejilla, sin esperar que nadie contestara la pregunta.
Un distraído recorrido por las estanterías que cubrían las paredes circundantes no era suficiente para percibir cambio alguno en ellas, pero una mirada atenta y más cercana, tras dar unos pasos en la dirección adecuada, descubría pequeñas cavidades oscuras y verticales, cual encías melladas, quizá solo evidentes para quien, como Nanami, estuviera sobradamente familiarizado con el lugar. Sí, no cabía duda, se reafirmó la niña: allí faltaban libros.
—¿Dices que deberíamos hacer un recuento de libros? —interpeló el anciano señor Hamura desde detrás del mostrador frontal de la planta baja, haciendo resonar en toda la sala su voz seca y áspera, amplificada por las condiciones acústicas del techo. En cualquier caso, no había apenas visitantes a quienes molestar. Solo una anciana que pasaba en ese mismo instante ante el mostrador le lanzó una ceñuda mirada de reojo.
Nanami hizo lo posible por mantener la compostura y un tono de natural indiferencia en su respuesta.
—Así es. De libros que deberían estar aquí y no están por ningún sitio. Y no me refiero a uno o dos libros solamente.
El anciano bibliotecario entornó los ojos y, después de observar a la joven en su uniforme escolar, dijo:
—Vaya, vaya. Una calamidad, sin duda. —Acto seguido, volvió a bajar la vista hacia la ficha que se encontraba rellenando con asombrosa parsimonia—. Pero, si vas a protestar cada vez que falte un libro en su estante, tal vez tú misma deberías dejar de llevártelos prestados a casa, ¿no crees?
Nanami ladeó la cabeza, dubitativa. ¿Acaso el señor Hamura intentaba confundirla? Enseguida comprendió que el anciano había tratado de restarle importancia al asunto recurriendo a su anticuado e irónico sentido del humor.
—¿Algo más, Nanami? —El hombre levantó la vista de la ficha y cerró el archivo abruptamente. Volvió a contemplar a la muchacha mientras se acariciaba suavemente la barba canosa y desordenada—. Recuerda que esto es una biblioteca. Aquí se viene a leer y también, precisamente, a tomar prestado cualquier título disponible. Es normal que unas veces encuentres determinados libros en los estantes y otras veces no. Así son las cosas aquí y así han sido desde que eras una cría y venías con tu padre a leer…, qué sé yo, La pequeña oruga glotona, por ejemplo. Mira, allí, sobre esa pared, están pegadas las normas de uso de la biblioteca, por si se te han olvidado.
«Hoy es uno de esos días, ¿eh…?», pensó Nanami, dejando escapar un suspiro.
El caso del anciano señor Hamura era un tanto particular: después de jubilarse, había continuado encargándose del mostrador y se había convertido en una reliquia de la biblioteca, omnipresente y omnisciente. No era mala persona, a pesar de su carácter a menudo agrio y arisco. De hecho, Nanami había sabido de muchos títulos y autores gracias a sus atentos consejos y recomendaciones. Cuando se encontraba irascible, no obstante, era verdaderamente intratable. Y aquel era uno de esos días…
Sus dedos huesudos tamborilearon sobre las fichas.
—Esta biblioteca es vieja, como yo. Y la vejez, por si no lo sabes, es agotadora y hace que las cosas se olviden con facilidad. De acuerdo, es posible que se haya perdido algún que otro libro, pero no es asunto de vosotros, los jóvenes. Cada uno a lo suyo, ¿comprendes?
«Vaya sermón…». Los pensamientos de Nanami ya se alejaban del mostrador de la planta baja y ascendían a la primera para revolotear frente a la sección de literatura inglesa y sus Cumbres borrascosas, cuya lectura se disponía a finalizar aquel mismo día o, a lo sumo, al día siguiente. Debía, por tanto, empezar a pensar qué libro querría leer a continuación, aunque, desde luego, esta vez se abstendría de pedirle consejo al señor Hamura.
—No vayas a creer que no te agradezco que te preocupes por el buen estado de nuestra biblioteca —continuó el anciano—, pero debes comprender que bastante trabajo tengo ya como para…
De pronto, el timbre de un teléfono móvil que sonó desde uno de los bolsillos de Nanami obligó al anciano a interrumpir su amonestación. No se trataba de una llamada entrante, sino de la alarma que avisaba a la muchacha de la llegada de una determinada hora. Sin tiempo que perder, Nanami rebuscó en su bolso y extrajo un inhalador para el asma; tras colocárselo en la boca y presionarlo, aspiró la rociada de medicamento emitida. El frágil estado de sus bronquios la obligaba a repetir aquella acción varias veces al día. Sabía que, si no ponía la alarma, olvidaría tomar su dosis de la tarde y que tal descuido le haría sufrir un inevitable acceso de tos. Su padre había insistido, por tanto, en que mantuviera la alarma puesta todas las tardes.
El señor Hamura esperó a que Nanami terminase de usar el inhalador antes de proseguir, ahora en un tono más suave:
—De acuerdo, jovencita. Prometo echarles un vistazo a las estanterías. Me complace ver que cuidas de tu salud tanto como de los libros.
«¿¡A qué viene eso!?», se preguntó Nanami sin —naturalmente— exteriorizar sus palabras. Tras una leve reverencia a modo de despedida, se dio media vuelta y se alejó del mostrador sin lograr apagar la tímida protesta que reverberaba en su cabeza: «¡Pues sí que me ha sido de ayuda el señor Hamura…!». Efectivamente, Nanami comenzaba a pensar que el señor Hamura tal vez estuviera dando señales de una incipiente senilidad, o, lo que es lo mismo, que chocheaba.
A sus trece años, Nanami Kosaki era una adolescente como cualquier otra: cursaba segundo de secundaria y disfrutaba de su tiempo libre. Pero, no habiéndose prodigado en ejercicio ni paseos ni excursiones desde temprana edad —debido a sus molestas afecciones respiratorias—, la tez de su rostro conservaba una palidez excesiva y su complexión física, menuda de por sí, tendía a una delgadez etérea, características ambas que la diferenciaban de las demás niñas. Todo leve ejercicio físico y cualquier ligero nerviosismo bastaban para hacerle sentir el galope de una multitud de caballos en el interior de su pecho. Durante la escuela primaria, había sido ingresada en el hospital numerosas veces debido a ello. Tan delicada condición le había impedido salir a jugar con los demás niños y disfrutar del aire libre, y era la principal razón por la que, una vez terminadas las clases, había adquirido el hábito de acudir sola a la biblioteca.
Aunque algunas personas la miraban con un cierto atisbo de compasión, Nanami nunca se había sentido desvalida en su vida diaria. Obviamente, la condición física que padecía no era algo que deseara para sí, pero al menos nada de malo había en poder disfrutar plácidamente y con plena libertad de la lectura de cuantos libros quisiera. En la biblioteca había encontrado su particular refugio, y precisamente por eso, por ser como una segunda casa para ella, le alarmaba tanto la desaparición de los libros.
«Bah… Y al señor Hamura no se le ocurre nada mejor que pedirme que lea las normas de la biblioteca…», seguía protestando Nanami para sus adentros.
Al llegar a la primera planta, se dejó caer sobre una de las sillas del área de lectura y hundió la cabeza entre sus brazos. De entre la hilera de mesas disponibles —aquellas enormes y envejecidas mesas—, había elegido el lugar de siempre, uno con mucha claridad, junto a la ventana.
El libro permanecía abierto ante ella, sobre la mesa, pero los ojos de Nanami no miraban sus páginas. «Ese viejo cascarrabias… Encima de que me tomo la molestia de avisarle…».
—Nanami, ¿te encuentras bien?
La voz procedía de Itsuka Imamura, compañera de clase y amiga, sentada frente a ella. De alta estatura y postura siempre impecable, Itsuka parecía al menos de un curso superior, aunque no lo fuera. Su pelo corto pulcramente peinado le otorgaba un aura de mujer del que Nanami, con el pelo largo recogido en una sencilla coleta, carecía.
Apiadándose de su amiga, Itsuka sonrió amargamente mientras desviaba la mirada al hueco que comunicaba la planta baja con la primera.
—El tío Ham y su cara de perros. Esté de mal o buen humor, siempre tiene la misma cara —resopló.
—Hoy debo de haberle pillado en uno de sus peores días. Supongo que tiene mucho trabajo, porque creo que ni siquiera ha entendido lo que le he dicho —murmuró Nanami con el mentón apoyado sobre el dorso de las manos.
La idea de llamar «tío Ham» al señor Hamura, con un apelativo que sonaba casi cariñoso y que no encajaba en absoluto con el rostro terrible y plagado de arrugas del bibliotecario, había sido de Itsuka, y a Nanami le hacía gracia por el contraste que surgía entre significado y significante.[1]
—Pero, Nanami, ¿estás segura de lo que dices? ¿De verdad crees que los libros están desapareciendo? —Itsuka echó un vistazo alrededor—. A mí me parece que si algo abunda aquí son libros.
Más allá del área de lectura, a ambos lados del pasillo, filas de toscas estanterías de acero se sucedían repletas de volúmenes y más volúmenes: «literatura japonesa», «economía», «filosofía», «folclore»…, rezaban los distintos rótulos adheridos a los bordes de los estantes, designando la temática correspondiente y apuntando a una extensión de libros que se prolongaba infinitamente hacia el fondo, más allá de lo expuesto a primera vista.
Era un espectáculo maravilloso. Sin duda lo era. Desde la claridad solar del área de lectura, aquellas largas hileras de estanterías enormes que se prolongaban en alternante claroscuro, entremezclándose con la penumbra hasta difuminarse, constituían un panorama verdaderamente grandioso.
—¿Entre esa montaña inabarcable de libros crees posible saber si falta alguno? —seguía preguntando Itsuka.
—Es que…, ¿sabes lo que pasa, Itsuka?, que no son ni los volúmenes nuevos ni las obras populares del momento los que desaparecen. Por eso la gente no se da cuenta —insistía Nanami—. Son los libros antiguos los que echo en falta, los clásicos: Crimen y castigo, por ejemplo, o Papá Goriot…
—¿Y resulta que no es el bibliotecario quien se da cuenta, sino una estudiante cualquiera de secundaria…?
—¿Cómo que una estudiante cualquiera?
—Bueno, es él quien debería estar al tanto de todo lo que aquí ocurre, ¿no crees? No los lectores. Nosotras solo estamos aquí de visita, como cualquier otro lector.
Nanami e Itsuka se tenían la confianza suficiente como para permitirse aquel tono burlón. No solo eran vecinas y a menudo iban juntas al instituto, sin