Victorian Psycho

Fragmento

cap-6

Capítulo I

Donde llego a Ensor House

Ensor House se asienta en un páramo, con sus cejas arqueadas y su papada, como un banquero con las manos entrelazadas que está a punto de comunicar una noticia terrible.

Veo sus ojos con parteluces desde el faetón, que avanza por el camino hacia mi destino. Mis pechos se bambolean dentro del corsé.

—Esa es. Ahí está Ensor House —dice el cochero, que va sentado a mi lado, y la señala con la barbilla. Es uno de los sirvientes del señor Pounds: lo han enviado a la estación de Grim Wolds para recoger a la nueva institutriz y llevarla a la casa.

Mi mirada desciende hacia la aterciopelada grupa del caballo, y luego hacia el cochero, que tiene cicatrices de viruela en las mejillas, y una gran nariz caída y abultada como un bocio. Acabamos de conocernos, pero ya adivino una mente decadente y lenta tras esos ojos vacíos. Su boca, entreabierta, alberga un único diente que sobresale.

—¿Conoce bien a los patronos? —me aventuro a preguntarle.

—Eh.

No estoy segura de lo que eso significa, así que insisto:

—¿Cómo son?

Me responde sin más:

—Los he tenido peores.

Es un comienzo prometedor. Los músculos de detrás de mi cara se mueven con furia mientras examino el inhóspito paisaje. El día va llegando a su fin, y las nubes parpadean como si ardieran velas en su interior. Cae una pizca de aguanieve: manos diminutas empuñan cuchillos diminutos que te cortan los dedos y los pómulos. El faetón avanza zarandeándose por el terreno irregular; sus enormes ruedas, desproporcionadas, inclinan a sus dos pasajeros a estribor de forma exagerada y resbalo hacia el cochero, que me da una palmada en el muslo con una mano llena de sabañones mientras con la otra sujeta las agrietadas riendas de cuero.

Sospecho que a mis nuevos patronos se les antojaría excesivo enviar un coche cerrado y más grande, demasiado lujo para mi primer día de trabajo. No debían de querer que abrigara ideas fantasiosas.

Me miro el regazo. La mano del cochero sigue posada ahí. Giro la cabeza y veo que mi baúl se sacude y golpea el portaequipajes; el cuero está desgastado y mis iniciales doradas, parcialmente borradas.

El caballo se para ante la entrada y deja colgar la cabeza en lo que podría interpretarse como una señal de derrota, y, con una agilidad sorprendente, el decrépito cochero se apea de un salto para quitar el pestillo y arrastrar la verja de hierro por la grava. Cuando continuamos, dejamos atrás un par de pilares de piedra desmoronadiza y enfilamos el camino.

Sin decir nada, el cochero detiene el faetón a escasa distancia de la casa. Deduzco que tengo que apearme, así que bajo y, al deslizarme, el vestido se me sube por encima de las rodillas. Mis botas se posan en el fango y hacen un ruido como de vísceras estrujadas con la mano.

Un árbol torcido se inclina ante mí; las puntas de las hojas son de color rojo intenso. Manchas de hiedra enmarcan una de las ventanas superiores, desde donde me observa una mujer de semblante adusto.

La entrada principal de la casa aparece al otro lado de una alfombra de campanillas de invierno que recuerdan a un grupo de mujeres con la cabeza gacha bajo la capota, en actitud sumisa. Me acerco a la puerta de madera tachonada y mis faldas barren las flores con afán de guadaña.

Estamos a principios de otoño, el frío no se ha hecho esperar, y dentro de tres meses todos los habitantes de esta casa estarán muertos.

El ama de llaves, la señora Able, que me recibe en el vestíbulo, da golpecitos en una losa del suelo con el pie. La señora Able no está casada, evidentemente: su título solo es una formalidad propia de su cargo. Bizquea del ojo izquierdo, y me gustaría tener una brújula para determinar en qué dirección apunta con más frecuencia.

Carraspea.

—Espero que haya tenido buen viaje. Hace frío, pero aún hará más —dice, o algo parecido. Habla con voz monótona y en un tono desesperantemente bajo. Me inclino hacia delante para discernir sus palabras, que su boca murmura sin llegar a soltarlas.

—Soporto bien el frío —digo.

Uno de sus ojos se fija en mi vestido. Imagino que lo encuentra deprimente, porque aprieta los labios.

—Voy a enseñarle su habitación —anuncia, y nos zambullimos juntas en la casa.

Por todas partes hay madera de roble oscura, gruesas alfombras turcas y sombras negrísimas. Apenas distingo mi mano sobre la barandilla cuando subimos por una majestuosa escalera, que nos conduce a una larga galería flanqueada por una serie de puertas de dormitorio, todas cerradas.

—En su día, Ensor House fue una casa medieval —me explica la señora Able, y su murmullo se impregna de orgullo—. Se ha ido ampliando a lo largo de los siglos para acomodar a cada nueva generación.

La señora Able camina con el torso ligeramente girado, como si no quisiera darme la espalda del todo. Una vena abultada da la vuelta a su cuello y desciende por el de su vestido.

—He ordenado que le preparen un aposento más pequeño en la parte de atrás —dice—. Supuse que desaprobaría usted las innecesarias galas de las habitaciones delanteras.

—Por supuesto —me apresuro a decir. El lujo y la suntuosidad denotan cierta degradación moral, impropia de una institutriz.

Pasamos por delante de las habitaciones delanteras y torcemos bruscamente para meternos por un estrecho pasillo con suelo de piedra que arranca de la galería principal, donde la señora Able abre una puertecita solitaria. Me invita a entrar con un ademán. Cuando lo hago, la falda de mi vestido le roza una mano fláccida que ella retira al instante. La señora Able, pienso, es una mujer que nunca ha tenido un pene en la mano.

—Se la espera abajo, en el comedor, para conocer a sus señores, que son los míos —dice desde el umbral.

Recuerdo brevemente a mis anteriores patronos. Sus torvas miradas. Sus pulcras uñas. Sus secretos, envueltos en pañuelos de seda o escondidos bajo levitas con cuello de terciopelo, o detrás de cortinas teñidas de púrpura de Tiro.

—El señor Pounds... ¿es una persona gentil? —pregunto mientras me quito la capa de cuadros.

—Es un buen patrón —dice la señora Able, aunque... ¿detecto una levísima pausa en su discurso, una sutil vacilación en su mirada, que se desvía casi imperceptiblemente de la mía?

Se retira tras suplicarme, una vez más, que baje a cenar sin tardanza. Cierro la puerta y me doy la vuelta para inspeccionar el dormitorio, decorado con más madera de roble oscura y pesados cortinajes. Parece más difícil de incendiar que mi alojamiento anterior.

Me acerco a la ventana y contemplo el jardín noreste, que ahora está iluminado por la escasa luz del crepúsculo. Debe de ser el más feo de todos los que hay en Ensor House, aunque sumamente más agradable que la vista desde el dormitorio de mi infancia, que me mostraba el cementerio. Un cementerio marrón, podrido y torcido como la dentadura de un anciano.

Al notar que una mirada se posa en mí, me vuelvo y compongo una sonrisa. El espejo ovalado del lavamanos me muestra mi imagen. Ella también me sonríe, pero me doy cuenta de que es una sonrisa falsa. Sus ojos son dos agujeros de bala.

Me agacho y levanto la tapa del orinal esperando encontrar los excrementos de mi predecesora, pero el cuenco está limpio.

Todavía no han subido mi baúl. Me lamo la palma de una mano, y con ella me aliso el pelo revuelto por el viento y me limpio una mancha que tengo en la mejilla. Este es todo el cuidado que puedo dedicar a mi aspecto de momento. Estoy lista para presentarme a mis patronos.

Capítulo II

Donde conozco a mis patronos, que no me causan una impresión especialmente buena

El comedor presume de un techo ricamente decorado con un artesonado de nogal, y colgado sobre un aparador hay un enorme Rembrandt que representa un cadáver despellejado: El buey desollado, una copia de alguno de sus discípulos.

El señor y la señora Pounds se hallan sentados frente a frente en un extremo de la mesa, más larga que una ballena, y a mí me relegan al extremo opuesto, lo que nos sitúa a una distancia absurda, casi cómica. Mientras me observan a través de los candelabros de plata, me remuevo en la silla fingiendo que intento hacerme más visible, pero consigo lo contrario.

El señor Pounds mira a la señora Pounds en busca de instrucciones. Cuando ella arquea las cejas, él parece decidir, por fin, que ya puede arrojarse al abismo de la conversación.

—Espero que haya tenido un viaje agradable.

—No —digo, tan alegre y radiante que el señor Pounds se limita a asentir.

—Muy bien —añade.

Una vez roto el sello, interviene la señora Pounds.

—En su anuncio mencionaba que su padre es clérigo, ¿verdad?

—Así es —respondo. En realidad, el reverendo no es mi padre, sino más bien un sustituto, pero después de tantos años he aprendido a referirme a él como tal—. Es el cura de nuestra parroquia.

—¿Y su madre?

—Falleció hace diez años —contesto. Me imagino los dientes de mi madre sonriéndome desde su cama.

—Es una lástima —dice la señora Pounds, consternada—. La presencia de una madre en el hogar es vital. Si no, ¿quién va a inculcarles a los hijos el sentido de la moral y el cariño?

Me exprimo el cerebro en busca de una respuesta apropiada.

—Pues, para empezar, la institutriz —dice el señor Pounds, y una risa sarcástica se atasca en su garganta—. O eso espero, porque para eso le voy a pagar.

—Sí. Confiamos en que tenga usted mejor carácter que nuestra anterior institutriz —dice la señora Pounds. La luz de las velas traza franjas marmóreas en sus ojos grisáceos—. Era una desagradecida. Se marchó sin despedirse.

—Olvidémonos de la anterior institutriz, estoy harto de hablar de ella —dice el señor Pounds. Se hace un silencio en la mesa mientras él se sirve un bistec enorme y gris. El sonido de los cubiertos contra la vajilla de porcelana se magnifica en ausencia de otros ruidos—. Y bien, señorita Notty. Ya ha llegado usted —dice, cobijándose en la tranquilidad que ofrecen los hechos.

—Sí.

—Y ha venido desde Hopefernon.

—Sí.

—Hopefernon es un pueblo muy pequeño, ¿verdad? —me pregunta—. ¿Cómo se entretiene uno allí?

—Bueno, hay muchos bailes —digo con tono enigmático.

El señor Pounds me mira fijamente y aparece un pequeño surco en su frente (redonda y despejada, advierto).

—¿Lo dice en broma? —me pregunta con un deje de desagrado.

—Sí.

—¿No fue en Hopefernon donde encontraron asesinados a todos aquellos recién nacidos? —interviene la señora Pounds.

No es inusual que, cuando surge el tema de Hopefernon, la gente me pregunte sobre el caso de los críos. Salió en los periódicos. Fue espantoso. (Había cinco enterrados en el suelo, sin más; otro estaba metido en la letrina).

—Grim Wolds es un pueblo de gente recia —continúa el señor Pounds antes de que yo pueda responder, sorbiendo la grasa de ternera que cubre sus patatas—. Y Ensor House lleva siglos presidiendo Grim Wolds. Es precisamente ese espíritu de fortaleza, de tradición sólida, lo que deseamos que usted les inculque a nuestros hijos.

—Sí, pero no toleraremos ningún tipo de castigo corporal bajo este techo —se apresura a aclarar la señora Pounds.

Asiento con la cabeza. Por lo visto se ha puesto de moda no pegar a los niños.

—Es más, preferiríamos que no tocase a nuestros hijos en absoluto —añade la señora Pounds.

—No los miraré siquiera —digo alegremente. En el anuncio que publiqué en el Times aseguraba que tenía «un carácter simpático».

—Señorita... hmm... —El señor Pounds me señala agitando una mano y chasquea la lengua, como si fuese culpa mía que haya olvidado mi nombre.

—Winifred Notty —digo. (Y te guiño un ojo, querido lector, con ocasión de nuestra presentación formal).

—Señorita Notty, usted es una mujer culta —dice el señor Pounds, y a continuación frunce el ceño, como si sus palabras le hubiesen dejado un regusto amargo—. Bueno, al menos... sabe leer y escribir.

Se lo confirmo con una sonrisa afectada y amigable.

—¿Por ventura conoce la teoría de la frenología? ¿La «ciencia de la mente»? Debo confesar que soy un experto.

—Ahora la frenología impregna toda mi vida —dice la señora Pounds sombríamente mientras contempla el fondo de su taza de té.

—Por un módico precio, uno puede hacerse medir el cráneo —prosigue el señor Pounds—. Es la forma más certera de determinar las facultades mentales y morales. Mi propio cráneo lo analizó hace unos meses el practicante más ilustre de la frenología, sir Reginald Batterson...

—¿El más ilustre no es un tal Lorenzo Fowler? —pregunta la señora Pounds.

—Tienes una cosa en la cara, querida —dice el señor Pounds.

La señora Pounds se da unas palmaditas en las mejillas y el señor Pounds continúa:

—Como iba diciendo, solo mediante esta reveladora ciencia podemos determinar el contenido de nuestra mente, de nuestra alma...

Me imagino mi alma huyendo de mi cuerpo, un lodo glutinoso de color cebada que rezuma de mi entrepierna. Deja una mancha viscosa en la alfombra antes de culebrear por el suelo de la habitación para examinar la porcelana con el escudo del jabalí pintado a mano, el cuadro del buey, al lacayo de cara sudorosa que mira al frente como si fuese ciego. Luego sube deslizándose por la pared y aprieta un rostro sin facciones contra la ventana que da a los setos de hayas rojas.

—¿Por eso te negaste a invitar a mi prima Margaret la primavera pasada?

—Tu prima Margaret posee una cabeza particularmente defectuosa —dice el señor Pounds con desprecio—. Indecorosamente débil y volubl

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