PRÓLOGO
22 de diciembre de 1989
Aquello que hay en mí, que no soy yo, y que busco.
Aquello que hay en mí, y que a veces pienso que también soy yo, y no encuentro.
Aquello que aparece porque sí, brilla un instante y luego
se va por años
y años.
Aquello que yo también olvido.
Aquello
próximo al amor, que no es exactamente amor;
que podría confundirse con la libertad,
con la verdad
con la absoluta identidad del ser
—y que no puede, sin embargo, ser contenido en palabras pensado en conceptos
no puede ser siquiera recordado como es.
Es lo que es, y no es mío, y a veces está en mí
(muy pocas veces); y cuando está,
se acuerda de sí mismo
lo recuerdo y lo pienso y lo conozco.
Es inútil buscarlo; cuanto más se le busca
más remoto parece, más se esconde.
Es preciso olvidarlo por completo,
llegar casi al suicidio
(porque sin ello la vida no vale)
(porque los que no conocieron aquello creen que la vida no vale)
(por eso el mundo rechina cuando gira).
Este es mi mal, y mi razón de ser.
* * *
He visto a Dios
cruzar por la mirada de una puta
hacerme señas con las antenas de una hormiga
hacerse vino en un racimo de uvas olvidado en la parra
visitarme en un sueño con el aspecto repulsivo de una babosa gigantesca;
he visto a Dios en un rayo de sol que oblicuamente animaba
la tarde;
en el buzo violeta de mi amante después de una tormenta; en la luz roja de un semáforo
en una abeja que libaba empecinadamente de una florcita miserable, mustia y pisoteada, en la plaza Congreso;
he visto a Dios incluso en una iglesia.
11 de marzo de 1990
Soñé que era fotógrafo y andaba de un lado a otro con entusiasmo, llevando una cámara. Estaba en un lugar amplio, especie de almacén o depósito, aunque también podría ser el vestíbulo de un gran hotel, y buscaba el ángulo propicio para armar la fotografía de dos lesbianas de modo tal que, aunque una estuviera ubicada a bastante distancia de la otra, dentro del amplio local, y también a una altura diferente (tal vez subida a una escalera), yo hiciera coincidir sus labios para que sugirieran un beso. Ambas tenían los labios pintados de rojo intenso. La más próxima a la cámara estaba de perfil; la otra, en lo alto, de frente.
Más tarde me encuentro sobre un ómnibus inmenso, de dos pisos; estoy en el techo, o en un lugar descubierto en la parte superior. Voy tomando fotos, o filmando, escenas de una gran ciudad. De pronto hay una conmoción, algo que sucede a lo lejos, como olas que saltan por encima de rascacielos. Me dicen que es el fin del mundo. Yo fotografío todo ese caos, impreciso y aún distante, con regocijo, con excitación. Me despierto con taquicardia.
Vuelto a dormirme, alguien relata una historia (y yo veo el relato), o bien veo una película, aunque de algún modo estoy participando de la acción, en la que un conejo de color castaño se encuentra sepultado por la nieve y cava galerías bajo la nieve, moviéndose rápidamente de un lado a otro. Me entra la preocupación de que pueda golpearse contra algo, un árbol o una piedra, porque va a tientas; pero luego me entero de que ha aprendido a comunicarse, mediante un sistema que en el sueño se explicaba detalladamente, con una paloma que volaba por encima de su cabeza, y por encima de la nieve, y lo iba guiando en su recorrido.