El taller de los niños interiores

David Martínez Álvarez

Fragmento

1. Ping pong con

—A la vida se viene a suceder —asegura Seila mientras le arrebata las llaves de la mano para no entregar la iniciativa. El llavero viene con un botón con tecnología RFID para desbloquear la puerta, pero no atina con el sensor mientras recorre la lengua del dueño de la casa. Él asiste y guía su muñeca hasta conseguir que el buzzer suene.

La mujer se ha asegurado previamente de advertirle que tiene la regla de no acostarse con nadie en la primera cita. Sin excepción. Ya pasó la etapa de ser el «secreto inconfesable» de, la «persona puente» entre, la «llamada recurrente» a las tantas para…, de que «Why’d You Only Call Me When You’re High?» de los Arctic hablara de su fructífera vida sexual. Ya se cansó de ser la reafirmación para los inseguros que sufrían disfunción eréctil cuando ella se ponía encima de sus cuerpos con la cama como cuadriga, de sufrir en primera persona todas las prácticas conocidas y por conocer con terminología anglosajona nacidas de las neorrelaciones sociales online: el ghosting, el caspergin (si eran más educados, porque así se van con la conciencia tranquila), el zombieing, el orbiting pero poco concreting, el benching y, si tenían los cojonazos de que se lo dieran todo hecho moviéndose menos que los dientes de arriba, el breadcumbring con likes furtivos… Vamos, que le podrían haber dado una columna como becaria en cualquier medio digital para suplir la época estival como experta en el tema.

Pero con él sería diferente.

Cuando Conrado rompió con ella —tras cinco años de relación y una compañera de trabajo mediante—, lo único que sacó de provecho fue afanar todos los libros de su ex; entre ellos, la primera novela de Tirso Mellado: Gusano de oído, Premio Decide de Novela 2012. Según el jurado, «por la poderosa arenga narrativa con que registra las más sutiles emociones del alma humana, por la sensibilidad con que cuenta la paradoja de las personas retratadas en este espejo roto que es el mundo, por la delicadeza con que reconstruye la dignidad de los hombres y mujeres sometidos al despótico azar de la desdicha, por la mayúscula índole de sus personajes y su ondulante, aguda y deslumbrante conversación…».

Para Seila, esa novela fue poco menos que un orgasmo de celulosa y el calmo abrazo postcoital. Y no era una veinteañera impresionable. Su titulación de filóloga hispánica le acreditaba contar novelas por fiascos ortográficos.

Pero con él fue diferente.

Por fin, alguien había puesto palabras a todo lo que ella no podía o nunca se había atrevido a verbalizar. Se sentía comprendida, escuchada, provocada. Que había un ser capaz de entender su manual en suajili y de volver el duelo menos gélido con toda esa sapiosexualidad. Tenía que hacer un esfuerzo titánico para convencerse de que los blurbs de otros autores en la faja de la novela no eran todas las declaraciones de amor adolescente que ya no recibía y, tras todo ese arsenal de mensajes promocionales, una foto de él. Un rostro rectangular endiablado con una barba cerrada que encapsulaba una sonrisa que no hacía honor a su apellido, un corte pompadour azabache, ojos oscuros como su jersey de cuello alto y la postura relajada del que sabe dominar cualquier situación.

Flechazo, por no llamarlo obsesión con expectativa.

Cada nuevo desengaño amoroso que padecía Seila, coincidía con una nueva novela de Tirso Mellado, un nuevo manuscrito que, parecía, había sido publicado por y para ella avivando así la llama. El escritor no era muy de pregonar su vida por las redes sociales ni de hablar de su vida privada en las entrevistas, por lo que los agradecimientos de las últimas páginas de cada libro se convertían en una escena del crimen donde recabar toda información posible. No fue hasta Las horas alegales (2020), un libro de relatos donde Mellado diseccionaba el tejido social de Madrid con diez historias extremas situadas entre las diez de la noche del último día de toque de queda y las cero cero (donde todo el mundo ya podía salir a la calle con antigua normalidad), que descubrió que Tirso acababa de ser padre, «A Tristán, gracias por enseñarme que tener un hijo no te cambia la vida, te la afila».

Su última obra hasta el momento.

Cualquier otra persona habría visto en ese pequeño detalle un cartel con letras de neón gigantes que decía: «Inaccesible». Ella también lo creía, hasta que entró a trabajar en la misma editorial de la que era autor. Ahora, está subiendo en el ascensor con Tirso Mellado hasta su casa, con la barba cerrada del escritor haciéndole cosquillas en el cuello mientras que ella contempla toda la escena y se recrea con el propio reflejo que les proyecta el espejo. Con el dedo pulgar y corazón de Tirso abriéndole su sujetador tras el vestido; como se aplaude en el billar: con un chasquido.

—¿Puedo ser explícita? —dice Seila recostada sobre el pecho desnudo de Tirso.

—Estamos en un lugar donde suma serlo, así que dime.

—Eres el rey del mundo ahí abajo. Supongo que te lo habrán dicho ya muchas veces.

A Tirso se le escapa una carcajada sonora que retumba en la espalda de ella.

—¿Cómo?

—Sí, pues que tienes un movimiento de lengua extremadamente profesional —responde mientras acaricia con las uñas de gel el pecho de Tirso—. Se me fue la cabeza a otro lugar.

—Es un halago —responde él como si le cobraran por palabras.

Tirso le quiere confesar que el sexo es el único momento en el que la cabeza deja de centrifugar y se va a otro lugar, uno al que agarrarse en plena caída libre, pero imposta un beso en la cabeza de Seila. Un beso de esos que se dan para argumentar silencios.

—Es una realidad. Como dices en uno de tus libros, «has empatado con Dios», y eso es una putada porque, cuando pruebas esto, luego todo lo siguiente te parece una mierda superlativa… ¡Con lo paradito que parecías en la cena!

El escritor no responde. Parece que el comentario le ha resultado indigesto. Seila también lo ha notado, pero para cuando quiere enmendar la frase Tirso hace un ligero movimiento para incorporarse y levantarse de la cama.

—Oye, ¿te importa si me doy un baño? —interrumpe con digresión—. Es que soy ese tipo de personas que lleva regular el calor y si en mayo ya estamos así, ¡no sé qué dejaremos para el verano!

—Cla…, claro, pero, oye…, si quieres que me vaya a mi casita, dímelo; que solo te he dicho que a la hora de follar tienes un don. Si te ha incomodado, dime y recojo los cuchillos y el juego del programa. Sin rencores —responde Seila con una seguridad tal que hace que Tirso vuelva a bajar la guardia.

—No, de verdad. Quiero que te quedes a dormir si te parece bien.

—¿Seguro?

—Que sííí —asegura con retintín—, no voy a decirte si te duchas conmigo, porque estos momentos son los únicos en las primeras citas en los que los hombres aprovechamos para tirarnos ese pedo que llevamos horas aguantando, pero sí…, quiero que te quedes.

La risa de Seila se va difuminando mientras Tirso cierra la puerta del baño y enciende la ducha.

Los peligros que contraen la euforia es que su huésped vive más la fantasía que la vida real. La euforia es una alegría de cristal de azúcar que nos hace depositar nuestro júbilo en manos ajenas, pero que siempre se termina por romper por algún lado. Seila está eufórica y su alegría de cristal de azúcar está en las manos de Tirso, que ahora mismo debe de estar enjabonándose las gónadas. No puede parar quieta en la cama. Mil pensamientos por segundo. Pensándolo bien, han ido del recibidor a la cama. No ha visto todavía nada del resto de la casa. No puede aguantar el comecome, se levanta de su cuadriga viscoelástica y aprovecha la ducha de Tirso para investigar el resto de las habitaciones.

La decoración de la casa parece un catálogo de Maisons du Monde. En el salón, un sofá Chesterfield de tres plazas que inunda toda la estancia, sin televisión. Seila siempre se ha preguntado adónde miran los muebles cuando no hay una tele. Lo acaba de descubrir: a un aparador de vinilos de acacia maciza, custodiado por estanterías vencidas de tanto libro. Del salón, vuelve sobre sus pasos por el recibidor hasta llegar a la cocina, si le pilla husmeando, dirá que ha ido a por un vaso de agua y que si él quería otro. La cocina es otro refugio minimalista de colores blanco, rojo y negro. Una pequeña mesa de comedor Tulip de mármol con sillas a juego y electrodomésticos de color bermellón. Seila no puede evitar fantasear con cómo sería tomar el café todas las mañanas, ahí sentada con una de las camisetas antiguas de Tirso. Llena el vaso de agua por si acaso y sigue con su reconocimiento hasta una de las dos habitaciones que están al lado del dormitorio, abre la puerta y encuentra el despacho de Tirso. Todo lo minimalista que es la casa se rompe aquí: cajas todavía embaladas desde Dios sabe cuándo, marcos de cuadros A3 apilados en una esquina como expedientes en una comisaría por archivar. Nueve tazas sin fregar con cucharillas incrustadas acumuladas sobre el escritorio y, en la pared, un tablón gigante con chinchetas de varios colores. Mucha chincheta para una única tarjeta que anuncia un título: «Relatos verticales de la familia horizontal». Seila se siente extasiada al saber el título de la siguiente obra de Tirso Mellado. Su primera en cuatro largos años. Una obra que desconocen todavía hasta sus compañeros de editorial. El corazón le late a mil por hora. Una taquicardia que solo había sentido al cotillear el teléfono de Conrado en busca de información que confirmara sus sospechas. Solo queda una habitación por inspeccionar, la tiene a su izquierda. Le cuesta mínimamente abrir la puerta, como si llevase tiempo sin que nadie la abriese. Al dar la luz, comprueba que es la habitación de su hijo. Una habitación intacta de color celeste con una cama con forma de cabaña llena de peluches de dinosaurios, dragones y un cojín kawaii con forma de nube. Enfrentado a la cama, un escritorio blanco con fotos de Tirso con el niño al nacer, con el niño en la piscina y con el niño lanzándolo por los aires. Seila descubre en el reflejo del cristal de una de las fotos que se le está cayendo la baba. Entre el escritorio y la cama, una estantería con libros, una caja de piezas Duplo y juguetes. Desliza el dedo por los libros hasta dar con un álbum de fotos. Lo saca de su lugar, deja el vaso sobre la estantería y se sienta en la cama para abrirlo.

No ha retirado la tapa del álbum cuando Tirso aparece en el marco de la puerta completamente desnudo, con la respiración acelerada y la mirada afilada y lija.

—¿¡Qué mierdas estás haciendo!? —pregunta Tirso enfurecido y fuera de sí.

—Perdón, es que como tardabas quería un vaso de agua y ya de paso ver el…

—Vete —musita el escritor sin querer ni mirarla a los ojos, y da dos pasos hacia atrás para indicarle la salida.

—Perdona, Tirso, pero no creo que sea para…

—¡Que te vayas de mi puta casa ahora mismo, coño! —vocifera con una dimensión y distorsión tal que, para cuando cesa el estruendo y vuelve en sus cabales, ya no hay rastro de Seila en la casa ni de sus cosas. Tirso, con toda la delicadeza meticulosa que le ha faltado hace unos minutos, coge el álbum de fotos y lo vuelve a dejar en su lugar de origen, estira la cama para que no haya rastro de que alguien se ha sentado en ella, apaga la luz y vuelve a cerrar la puerta tras de sí. La ansiedad le empuja sin medida, pero como si fuera un vómito aguanta el llanto hasta llegar al cuarto de baño, momento en el que se aprieta la parte superior en la nariz y estalla con un dolor que le oprime el tórax y le deja en posición fetal.

Ha pasado una hora y sigue desnudo, sentado en el suelo del baño. Coge el teléfono y busca una noticia que tiene guardada en su historial. En ella, se habla de John y Hani, una pareja francesa que había muerto en el hostal El Cairo de Sevilla con un suicidio planificado para huir del sufrimiento. Primero somnolencia, luego se pierde la consciencia y, al final, la merecida entrada al coma por insuficiencia respiratoria.

Muerte dulce.

Así se conoce a la muerte por inhalación de monóxido de carbono. La misma que sufren las víctimas de la mala combustión de un brasero y la falta de ventilación. John y Hani habían comprado previamente carbón de barbacoa y pastillas acelerantes para encender. Lo quemaron en el plato de la ducha, en el que se habían encerrado tapando todos los resquicios por los que pudiese entrar el oxígeno. A los quince minutos, la pareja ya había perdido la consciencia.

Tirso sale de la página y se mete en otra para comprar un saco de carbón Caryse para barbacoa y cuarenta y ocho pastillas de encendido Weber. La pasarela de compra le obliga a autentificar el pedido con su banco. Acepta. Compra aceptada. No ha dejado el teléfono cuando una notificación del restaurante donde ha cenado con Seila le pregunta si quiere valorar su experiencia. Sabe que si confesara ahí que se va a suicidar justo cuando termine su próximo libro, no le aprobarían la reseña.

2

En Madrid no hay playa (de Sorolla)

Podéis tener Retiro,

Casa Campo y Ateneo,

podéis tener mil cines,

mil teatros, mil museos,

podéis tener Corrala,

organillos y chulapas,

pero al llegar el agosto,

¡vaya, vaya!

THE REFRESCOS, «Aquí no hay playa»

Mérida no sabe enseñar el museo Sorolla a los turistas si no tiene un boli Bic negro con el capuchón azul entre las manos. Es como si tuviera que subrayar el pasado cada vez que lo desentierra. No sabe cuántas veces lo habrá hecho. ¿Cien? ¿Ciento cincuenta? ¿Doscientas? Pues siempre con el boli Bic negro a mano con el capuchón azul. Bic negro con el capuchón azul como puntero, como palito para terminar de encajar el Invisalign, como recogedor del pelo o como advertencia para los graciosillos de los grupos de instituto cuando se acercan amagando con tocar el espíritu bueno de la mejor pintura y la atmósfera familiar de principios del siglo XX.

La culpa del tic la tuvo Casamayor, su profesor de Literatura Comparada en la Complutense. Un señor con una edad comprendida entre los treinta y pocos y los cincuenta y siete. Un cansaalmas tartaja. De los que preparan las palabras a las que va a poner énfasis como a una procesión de Semana Santa. Con un miedo escénico que se le iba la voz a los veinte minutos de clase. Provisto de unas gafas empañadas de la vergüenza que a lo máximo que alcanzaban era a mirar el pelo del alumnado. Si a la enseñanza se llega por una vocación, para Casamayor era una purga voluntaria.

Mérida nunca quiso ser historiadora del arte. Tuvo una época en la que quiso ser diseñadora de vestuario de una película de sobremesa navideña (porque en todas visten igual), justo después de la etapa en la que quería ser la parte de El padrino cuando el bigote de don Corleone se convertía en árbol. Siempre quiso ser italiana —todos los niños deberían hablar en italiano—, pero no, era de Badajoz y cualquier excusa para salir de casa de sus padres (él un ornitólogo aficionado, y ella, una pájara profesional) era un salvoconducto caído del cielo. Y si tenía que aprenderse de pe a pa a Di-di-dioni-ni-nisio de-de-de Hali-li-licar-carna-na-nasooo, lo haría.

—Tenemos aquí su cuadro, su musa. Es gracias a Clotilde a la que podemos agradecer la fundación de este museo. Porque es ella la que deja en su testamento su casa y todas sus pertenencias para el Estado español, y que se pudiera hacer un museo en honor a su marido. Por no hablar de que es una figura clave para entender la trascendencia de su obra. En esta sala, si os fijáis bien, Joaquín Sorolla ha aunado con maestría las dos cosas que más ama: su familia (ahí tenemos a Clotilde paseando con su hija María) y la playa de Valencia junto al paseo de Villa del mar. Recordad que podéis hacer fotos si queréis, siempre que sean sin flash, ni trípode, ni palo de selfi (para los que vivís todavía en 2006) —describe Mérida con sorna fingida a un grupo de veinticinco personas que asienten al unísono y sacan todo un arsenal de móviles y tablets para amortizar los tres euros de la entrada.

La fauna de los grupos turísticos es muy característica y se podría dividir en cinco subtipos: 1. Familia hetero normativa «si lo sé nos quedamos en casa»: Padres con un número de hijos comprendido entre uno y tres unidades. El número influye. Si es singular, los padres se quejarán de que el niño o la niña no se entera porque no para quieto, le pican las rodillas y se rasca. Si es plural y se incordian entre ellos, los padres amenazarán con quedarse sin ir a ver el musical de El rey león después o al Bernabéu. 2. Pareja «primera cita»: Protorrelación afectiva que recibe con la misma ilusión un concierto candlelight con canciones tributo de Coldplay a chelo y violín, un paseo en barca por el Retiro o hacerse una foto en el suelo de cristal de la terraza del Riu de plaza España, que visitar un museo. Todo les parece idílico. Los podrás distinguir fácilmente porque solo se sueltan la mano sudada para fotografiar al otro. Una de las partes de la protorrelación no es la primera vez que acude y volverá a traer a este lugar a la siguiente pareja. 3. Los «sport botellita» o también conocidos como «el síndrome de Allan Grant y Ellie Sattler»: Pareja que viste de una manera que no haría si no estuviese de turismo en otra ciudad. Pueden llevar la mochila por delante, una boina hacia atrás, calzado de trekking para ir por Chamberí o gafas de sol de interior. Visten con camisas azul celeste (en ellos) y de tono salmón (en ellas) que recuerdan a Allan Grant y Ellie Sattler: la pareja de arqueólogos que protagonizaban el block­buster taquillero de 1993 Parque Jurásico. Especial cuidado con este subtipo porque siempre tienen sed y suelen acudir a los museos provistos con una botella de plástico que no dudarán en apretar una y otra vez como tic cuando esté vacía. 4. Los «estuviste en Madrid y te acordarás de mí»: Persona residente en Madrid que siempre que recibe visitas de amigos de fuera, los lleva al museo. A veces, ni les hacen falta amigos o exposiciones temporales para volver a acudir a ese museo. Este subtipo utiliza cantinelas como «es que cada x tengo que volver al museo Sorolla porque me recarga» o «cuando necesito desconectar, me pierdo en los jardines andaluces de Sorolla. Es un oasis». No hay que perderlos de vista. 5. Y no por ello menos importante. El «yayo eslalon»: Este último grupo es un rara avis porque puede englobar a los otros cuatro, pero además se pega muy muy mucho a las obras impidiendo la visión al resto del grupo, con las manos en la espalda y la bandolera o el bolso cruzado.

—Vemos también muchos cuadros de jardines por todas las paredes. Jardines que frecuenta, sobre todo en Sevilla y en Gran…

Mérida está señalando uno de los retratos de patios andaluces (con su boli Bic negro con capuchón azul), cuando aparece su compañera de piso por la puerta contraria con un top cropped cuello halter de color violeta (que deja el vientre al aire) y un esparadrapo en el ombligo.

—Perdonen la interrupción. Si me dan un minuto, en breve seguiremos con la visita. Mientras tanto, aprovechen para hacer fotos —alega Mérida mientras se acerca a su compañera de piso.

—Hola, amiga mía —saluda con semblante serio.

—Ingrid, ¿qué haces aquí? —pregunta Mérida sin poder quitar la vista del esparadrapo—. ¿Te ha pasado algo? ¿Te has hecho daño? ¿Un piercing?

—Perdón, es un remedio para derrotar a las malas energías —responde Ingrid con tono de tradwife mientras señala con los dos índices lo que hace veintinueve años fue cordón umbilical. Mérida empieza a poner a prueba la resistencia del boli.

—Pero ¡qué me narras Ingrid!

—Pues que cuando la vibra de alguien te deja cabizbaja, triste, jugando con tus energías negativas, o estás en un ambiente pesado donde empiezas a bostezar demasiado, el cuerpo comienza a debilitarse. Cuando esto ocurre, hay que cerrar tu ombligo con una de las manos, discretamente, hasta percibir cómo las sensaciones nocivas de esa persona o lugar que te estaban siendo transferidas, cesan, Mérida. Siempre que desconfíes del lugar o persona que vas de encuentro, siempre tapa tu ombligo con un pedazo de cinta o esparadrapo. Te sentirás mucho más fuerte y cómo las energías negativas de las personas y ambientes no llegarán a ti. Te lo recomiendo —desarrolla Ingrid con una altivez zen.

—Acha…, ante todo, ¡a tope con esto de taparte el ombligo! Que por mí no sea, pero es que ahora no puedo estar para ti. Sé que últimamente te estás trabajando mucho y que estás haciendo un viaje introspectivo, pero, como verás, es que…, je, je, estoy en plena visita. ¿Por qué no te vas a casa y hablamos luego?

Un «yayo eslalon» bosteza. Ingrid asiente. Mérida fulmina con la mirada al anciano, que se pone a silbar y pegar la vista a uno de los cuadros a centímetros de su frente.

—Mérida. Siento invadir así tu lugar de trabajo, créeme que he tenido que ponerme una meditación guiada para enfrentarme a este momento, pero no quería que esta conversación y sus consecuencias impregnaran nuestra casa. Donde convivimos y nos rendimos a nuestra vulnerabilidad.

—¿¡De qué me estás hablando!?

—Pues que… Kylian y yo queremos dar el siguiente paso. Decretamos entre nuestros deseos un hogar donde desarrollarnos y… ¡nos ha llegado!

—Me estás diciendo que te vas a vivir con un novio, con el que llevas siete meses, y ¿¡a mí me van a dar por culo después de seis años viviendo juntas!?

Ingrid le pone la mano a milímetros del corazón a Mérida y con la otra se tapa el ombligo.

—Abre la boca, Mérida. Deja que salga…

—Como me estés haciendo reiki en la casa de Sorolla te parto la crisma con un cuadro. Te lo juro…

—¿Ves, nena? Luego se os llena la boca de que el fútbol saca lo peor de nosotros, ¡ja! En un museo, ¡en un museo! Hoy en el partido no quiero ni una cara larga —contesta con sarcasmo uno de los padres a su mujer mientras los hijos están filmando todo con el móvil.

—Chaval…, no me estarás grabando, ¿no? —pregunta Mérida, y amenaza con el boli. El «yayo eslalon» vuelve a bostezar—. ¡Y usted si tiene tanto sueño váyase a su casa!

—Mérida, estás perdiendo tu centro. Intenta volver a tu alineación —susurra Ingrid con pausa. El bolígrafo de Mérida es un tablao flamenco.

—¡Dame el móvil, niño! —obliga Mérida.

—Yo no le pienso dar una mierda, señora —responde el más pequeño con la camiseta de Bellingham.

—Mérida…

—¿Este medio pedo me acaba de llamar señora? —señala Mérida mientras mira al niño de soslayo—. ¿Con veintinueve años?

Mérida se va a lanzar a por el teléfono del niño cuando dos mujeres aprovechan el quilombo para salir de entre el resto del grupo, pedir disculpas de antemano, rociarse las manos con pegamento y quedarse adheridas a ambos lados del marco de Paseo a orillas del mar mientras la más pequeña saca un bote de plástico de espray para escribir en letras grandes: «1,5 °C». El anciano deja de bostezar, pero no cierra la boca. Ingrid se tapa el ombligo a dos manos. Mérida hace tanta presión con el pulgar sobre el boli Bic negro de capuchón azul que termina por romperlo.

—Estamos aquí porque tenemos pánico al cambio climático. ¡Ni en Múnich ni en Madrid, hay acuerdo de París! —entonan las activistas.

La guía turística de la casa de Joaquín Sorolla se lanza a por las activistas con las manos cubiertas de tinta negra, y no es hasta que queda detenida por los municipales que logran despegarla de las dos que estaban pegadas a los cuadros. Aunque se lleven detenidas a las tres.

3

Las cicatrices nunca se ensucian

Valor, amor,

valor, amor y cicatriz.

ARDE BOGOTÁ, «Los perros»

Las cicatrices nunca se ensucian. Cuando sufrimos algún accidente que nos deja una herida, el cuerpo manda un coágulo de sangre para poder cerrarla y restaurar así el tejido que se ha perdido, con lo que queda una especie de parche de colágeno permanente en la piel. Estas suelen ser más gruesas que el resto de la dermis y tener un color más rosado o brillante que el resto, pero nunca se ensucian. Este tipo de tejido no posee glándulas sudoríparas ni folículos pilosos, por lo que ni el polvo o suciedad pueden adherirse a ellas. En otras palabras: cuando la mierda nos come, es normal que salga a relucir lo que un día fue herida, sobre todo las cicatrices que no se ven a simple vista.

Coral Vivero está sentada en la única silla plegable que cojea de todo el círculo de sillas. Ya estaba nerviosa antes de entrar a la reunión —es la primera vez que acude—, pero el molesto sonido intermitente de la pata trasera derecha sobre el suelo de gres está siendo una penitencia y ya no le quedan uñas que morderse. Calza la pata doblando un panfleto de Adictos en Recuperación Anónimos que le acaban de facilitar en la puerta. En el panfleto, se celebra con júbilo y entre exclamaciones el cuarenta aniversario de la llegada a España de la confraternidad. Ella, entre dientes, solo tiene el aguante suficiente para musitar un eslogan que solo repite el día de la Hispanidad: «Nada que celebrar».

Antes de llegar, temía encontrar una galería de miradas vacías, encías huérfanas y caras cadavéricas que le hiciesen sentir que era un gajo de mandarina intentando encajar entre dientes de ajo. La postal que encuentra no difiere bastante; el resto de los asistentes tienen miradas cómplices y temas de conversación por retomar. Un hombre de mediana edad con una camiseta de los Guns N’ Roses con el que podría haber coreado (hombro con hombro) todo el setlist del concierto que dieron en el Cívitas el año pasado o con el que traía la fotocopia plastificada del ocalimocho a cualquier botellón durante su adolescencia. Una mujer de veintipocos que, de espaldas y con la luz adecuada, era igual que su estilista cuando trabajaba en Campeones de invierno, el programa televisivo líder de la noche deportiva centrado mayoritariamente en el balompié. Y un hombre mayor con una camisa de franela de cuadros al que parece que la temperatura de este 8 de mayo no va con él. Son solo tres ejemplos remarcables entre una docena de personas. Una colección de rotos de las que nadie diría que son carne de este lugar.

Se abre la puerta del salón de actos y aparece un hombre canoso, con una barba mitad negra por arriba y mitad blanca por la zona de la papada, de estatura baja, camiseta negra y vaqueros lavados. Todos le saludan con efusividad como si fuese el que cumple años en la fiesta. Coral no entiende nada, pero el hombre con la camiseta de Guns N’ Roses la saca de dudas.

—Es Darío, el servidor de la reunión.

—¿El servidor?

—Sí, es un orientador para los grupos nuevos de adictos en recuperación —aclara el hombre, y extiende la mano en señal de saludo—. Gerardo.

—Ah, ¡perdón! Encantada. Soy Coral —responde, y le estrecha la mano, a lo que el servidor la analiza de arriba abajo sin prejuicio.

—Es normal que estés nerviosa, tronca, pero que hayas tenido las almendras de venir es el primer paso más necesario que vas a dar en tu vida.

Coral le quiere responder que no está nerviosa, pero se pasa la huella pulgar por la uña del dedo corazón y encuentra otro pico que morder. Darío toma asiento y, como si fuera un apóstol al que seguir con fe ciega, todos le emulan.

—Hola, soy Darío y soy adicto en recuperación. Llevo doce años, once meses y un día sin consumir. Sé que lo primero que habéis sentido antes de cruzar esta puerta ha sido miedo, seguido de la duda de si queréis dejar de consumir. Es normal y lógico. Aquí todos somos iguales, no importa vuestra profesión, si venís de las mejores universidades o tuvisteis que dejar los estudios, de qué lugar venís, aquí lo único realmente importante es sentir la libertad de saber que todos y todas somos iguales. Una red y ayuda para el que tenemos al lado. Puede que sintáis que lo habéis perdido todo: familia, amigos, casas, puestos de trabajo. Que estéis devastados, pero que hayáis pedido ayuda es la primera tabla de salvación a la que os podéis agarrar. Enhorabuena. Yo también estaba a punto de irme a beber y drogarme otra vez antes de venir el primer día. No era raro, lo había hecho durante más de veinte años. Mi vida colapsó durante ese tiempo y empecé a consumir a los catorce años inmediatamente. Sentí que las drogas y el alcohol eran una solución para mí, el único remedio para acallar el ruido emocional que traía. Y eso es lo que ocurrió. Fue una especie de solución precaria. Conocí a mi padre de oídas, y como mi madre no paraba de trabajar, vivía con mi abuela. Crecí con la consideración de que la vida no me dio lo que merecía. No me sentía como un niño normal, mucho menos en la pubertad, imaginaos en la adolescencia. Tenía muchísimos conflictos emocionales, complejos. Me sentía menos que los demás, no me sentía amado. No me sentía. Y… empecé a probar el alcohol. No quería beber para emborracharme, no sabía qué se sentía al hacerlo. Detestaba su olor en el aliento de las personas borrachas, pero empecé a beber por otro motivo: quería pertenecer. Esa misma noche, un grupo de conocidos se convirtieron en amigos, entendí que fue para ser parte de lo que ellos son y me volví parte de ellos. Me aceptaron y, con esa aceptación en mí, surgió una confianza que disfrazaba al niño traumado de triunfador. No me gustó su sabor, pero sí su efecto. Y pasó lo que tenía que pasar. En muy poco tiempo, cuando me quise dar cuenta, ya estaba consumiendo drogas y cuando entraron en mí me alejaron de lo poco que había construido con mis manos. Me metí de todo. Traté de jugar a ser un adicto funcional, pero no resultó, perdí amigos, familia, un matrimonio y tres hogares establecidos. Manipulé, dañé, engañé y usé a lo que un día llamé seres queridos. Porque esa es una marca de esta enfermedad que siempre sale a relucir: dañar lo que se quiere. Estaba perdido y encontré esperanza. Ir a las reuniones me salvó la vida.

Finaliza su testimonio y toda la colección de rotos duda entre

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