Prólogo
El auge del fascismo y la Segunda Guerra Mundial proyectaron una sombra irrevocable en la imaginación de Natalia Ginzburg; se abrió camino en todos los aspectos de las vidas que escenificaba en sus libros, convirtiéndose en algo casi habitual, casi trivial. Cuando la guerra llegó a su fin, Ginzburg se interesó por manifestaciones más mundanas del conflicto: las que surgían en el seno de las familias, entre hombres y mujeres, entre padres e hijos, entre versiones contrapuestas de la realidad, entre narraciones contrapuestas del pasado. Y esos conflictos acabarían siendo el tema de su novela Las palabras de la noche, publicada en 1961.
En esos años, Ginzburg se movía entre la realidad y la ficción, entre lo que recordaba y lo que imaginaba. En 1963, cuando tenía cuarenta y siete años, se publicaron sus memorias, Léxico familiar, su libro más famoso. En él, recordaba con desconcierto las discusiones sobre el fascismo entre su padre y sus hermanos. «No me explico por qué mis padres y mis hermanos discutían con tanto furor, pues, según creo, todos estaban en contra del fascismo».[1] La oposición al fascismo se convierte en parte del tejido habitual de sus memorias; es, simplemente, una de las cuestiones que compiten por la atención de la autora, una parte de la vida familiar, recordada de igual manera que las comidas o las discusiones sobre pisos y ropa.
En su obra, Ginzburg no dramatizaba en exceso la guerra, sino que trataba de integrarla en la vida cotidiana; parecía formar parte de la normalidad, hasta que se volvía más cercana y acababa por destrozar las vidas de sus personajes. «Durante años», escribe en Léxico familiar, «mucha gente se quedó en su casa sin ser molestada, haciendo aquello que había hecho siempre. Pero [...] de pronto comenzaron a explotar bombas y minas por todas partes, las casas se derrumbaron y las calles se llenaron de escombros, de soldados y de prófugos. Ya no había nadie que, haciendo como que no pasaba nada, pudiera cerrar los ojos, taparse los oídos y esconder la cabeza debajo de la almohada».[2]
He ahí cómo se ensombrece la historia de los años de guerra. Las payasadas del padre y sus rabietas fingidas en Léxico familiar se tornan menos cómicas, al igual que las ensoñaciones de la madre y su vida doméstica. A Mario, el hermano de Natalia, lo arrestan en la frontera suiza; la policía italiana retiene durante un tiempo a su padre. Otro hermano no tarda en ser detenido también. Y Turín, donde vive la familia, empieza a cambiar: «Desde hacía algunos años Turín estaba llena de judíos alemanes huidos de Alemania. Incluso mi padre tenía a algunos como asistentes en su laboratorio. Eran unos apátridas. Seguramente, dentro de poco, nosotros figuraríamos entre el gran número de los apátridas, obligados a ir de un país a otro, de una comisaría a otra, sin trabajo ni raíces, sin familia, sin casa».[3]
En 1940, las autoridades desterraron a Ginzburg, su marido y sus tres hijos a un pueblo remoto en los Abruzos. Tras la caída de Mussolini, los nazis detuvieron en Roma al marido y lo torturaron hasta matarlo.
En Las pequeñas virtudes, Ginzburg escribe sobre la profunda huella que dejaron en ella los años de la guerra y los años del fascismo. En «El hijo del hombre», advierte: «Resulta inútil creer que podemos curarnos de veinte años como los que pasamos. Quienes hayan sido perseguidos jamás volverán a estar en paz [...]. Una vez que se ha sufrido, la experiencia del mal no se puede olvidar».[4] La ciudad de Roma, donde vivió escondida cuando la guerra llegaba a su fin, continúa siendo un lugar embrujado para ella, lleno de recuerdos del miedo y la confusión que quebrantaron su espíritu entonces y permanecen vivos en su imaginación.
Su novela Las palabras de la noche se publicó en 1961. En el prólogo de Léxico familiar, comienza afirmando: «Todos los lugares, hechos y personas que aparecen en este libro son reales. Nada es ficticio. Siempre que, debido a mi costumbre de novelista, inventaba algo, me sentía obligada a destruirlo».[5] En la breve nota de la autora al principio de Las palabras de la noche, por otro lado, leemos: «En este relato los lugares y los personajes son imaginarios. Los unos no se encuentran en los mapas y los otros no viven ni han vivido nunca en parte ninguna del mundo. Y ya lo siento, porque he llegado a amarles como si fuesen reales».[6]
Curiosamente, pese a esas advertencias al lector, Léxico familiar más bien parece una novela; la rica textura que lo llena sugiere invención. Una suerte de soltura en su tono indica un mundo totalmente imaginado en mayor medida que uno recordado de forma intermitente. Todo resulta muy vívido y está narrado con desenvoltura.
Las palabras de la noche, en cambio, tiene muchas lagunas; se lee como si la autora hubiera invocado sus detalles desde el pasado, dejando mucho a la imaginación del lector. Donde el libro de memorias parece hecho en tecnicolor, Las palabras de la noche semeja una fotografía en sepia o una serie de fragmentos de una película cuyo relato principal se ha perdido. Su forma misma parece reflejar los recuerdos en toda su vacilante incertidumbre y sus momentos de pura claridad.
Las palabras de la noche es una novela ingeniosamente creada, un mundo ficticio que se enriquece aún más por su estructura narrativa. Al igual que ocurre en las primeras partes de Léxico familiar y en algunos ensayos de Ginzburg, en el libro se palpa la obsesión por la guerra, por quién era fascista o antifascista, quién acabó fusilado, quién fue encarcelado, quién escapó. Es capaz de tratar esos temas a la ligera, como si la afiliación política fuera una cuestión de modales tanto como de moral. Por ejemplo, en lugar de indignarse ante el fascismo de Purillo, su vecino y colega, la gente del pueblo «le [tomaba] el pelo, porque era muy fascista, y le [hacía] coplas cuando recibía a los jerarcas en la fábrica y se le disparaba el brazo con el saludo romano».[7]
La novela está ambientada en el periodo inmediatamente posterior a la guerra, un tiempo de paz, y solo la naturaleza de los propios personajes, sus espíritus quebrantados y sus personalidades polémicas vendrán a romper esa paz.
El comienzo del libro revela el asombroso dominio del tono de que hace gala Ginzburg, cuando la madre de Elsa habla consigo misma en una mezcla de monólogo y diálogo. La escena tiene visos de comedia, pero solo hasta cierto punto; al obligar a la hija a permanecer en silencio, sugiere asimismo el aislamiento de Elsa y quizá su forma de quedar al margen. Hay un trasfondo en la novela que se nos antoja enérgico y algo formal, pero también está empapada de ironía y ambigüedad y plagada de observaciones brillantes, arriesgadas y raudas. Da la impresión de que el mundo de Katherine Mansfield y Elizabeth Bowen, con sus personajes frágiles y llenos de ansiedad, o el tono seco y escueto de Muriel Spark, se hubieran injertado en la vida de un pueblo italiano en tiempos de posguerra.
En Las palabras de la noche, todos los encuentros sirven para crear una atmósfera de distanciamiento y desapego. Es tentador utilizar imágenes de guerra, o términos como «escaramuza» y «asedio», para describir ese mundo tan cerrado. Donde hay amor, por poner el caso, no tarda en brotar el dolor. Cuando Gemmina se enamora de Nebbia, por ejemplo: «Fue una pena, porque se puso, por culpa del amor, mucho más fea y delgada».[8]
Cuando Vincenzino se enamora de una chica brasileña que acude a visitarlo con sus padres y su hermano pequeño, no tarda en percatarse de que «estaba hasta la coronilla de la mamita, del papito, del Fifito y de la chica, pero no sabía cómo librarse de ellos».[9] Poco después, Vincenzino se casa con otra mujer, pero lo hace «sin estar [...] enamorado».[10] Su esposa tampoco siente amor alguno. «[Cuando] se casó con ella, Vincenzino comprendió que no tenía nada que decirle. Pasaban las veladas