Kentukis

Samanta Schweblin

Fragmento

Corporativa

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Penguin Random House

Antes de encender el dispositivo,

verifique que todos los hombres

estén resguardados

de sus partes peligrosas.

Manual de seguridad

Retroexcavadora JCB, 2016

¿Nos contará usted de los otros mundos

allá entre las estrellas,

de los otros hombres,

de las otras vidas?

La mano izquierda de la oscuridad

URSULA K. LE GUIN

Lo primero que hicieron fue mostrar las tetas. Se sentaron las tres en el borde de la cama, frente a la cámara, se sacaron las remeras y, una a una, fueron quitándose los corpiños. Robin casi no tenía qué mostrar, pero lo hizo igual, más atenta a las miradas de Katia y de Amy que al propio juego. Si querés sobrevivir en South Bend, le habían dicho ellas una vez, mejor hacerse amiga de las fuertes.

La cámara estaba instalada en los ojos del peluche, y a veces el peluche giraba sobre las tres ruedas escondidas bajo su base, avanzaba o retrocedía. Alguien lo manejaba desde algún otro lugar, no sabían quién era. Se veía como un osito panda simple y tosco, aunque en realidad se pareciera más a una pelota de rugby con una de las puntas rebanadas, lo que le permitía mantenerse en pie. Quienquiera que fuera el que estaba del otro lado de la cámara intentaba seguirlas sin perderse nada, así que Amy lo levantó y lo puso sobre una banqueta, para que las tetas quedaran a su altura. El peluche era de Robin, pero todo lo que tenía Robin era también de Katia y de Amy: ese era el pacto de sangre que habían hecho el viernes y que las uniría para el resto de sus vidas. Y ahora cada una tenía que hacer su numerito, así que volvieron a vestirse.

Amy regresó el peluche al piso, tomó el balde que ella misma había traído de la cocina y se lo colocó encima, tapándolo completamente. El balde se movió, nervioso y a ciegas por el cuarto. Chocaba con cuadernos, zapatos y ropa tirada, lo que parecía desesperar aún más al peluche. Cuando Amy simuló que su respiración se agitaba y empezó a hacer gemidos de excitación, el balde se detuvo. Katia se unió al juego, y ensayaron juntas un largo y profundo orgasmo simultáneo.

–Eso no cuenta como tu número –le advirtió Amy a Katia, en cuanto lograron dejar de reír.

–Por supuesto que no –dijo Katia, y salió disparada del cuarto–. ¡Prepárense! –gritó, alejándose por el pasillo.

Robin no solía sentirse cómoda con esos juegos, aunque admiraba la soltura con la que Katia y Amy actuaban, la forma en la que hablaban con los chicos, cómo lograban que el pelo siempre les oliera bien y que las uñas se mantuvieran perfectamente pintadas todo el día. Cuando los juegos cruzaban ciertos límites, Robin se preguntaba si no estarían poniéndola a prueba. Había sido la última en entrar al «clan», como lo llamaban ellas, y hacía grandes esfuerzos para estar a la altura.

Katia regresó al cuarto con su mochila. Se sentó frente al balde y liberó al peluche.

–Prestá atención –le dijo, mirando a la cámara, y los ojos la siguieron.

Robin se preguntó si podría entenderlas. Parecía escucharlas perfectamente, y ellas hablaban inglés, que es lo que habla todo el mundo. Quizá hablar inglés era la única cosa buena que tenía haber nacido en una ciudad tan terriblemente aburrida como South Bend, y aun así, siempre cabía la posibilidad de toparse con un extranjero que no sabía ni preguntar la hora.

Katia abrió su mochila y sacó el álbum de fotos de su clase de gimnasia. Amy aplaudió y gritó:

–¿Trajiste a la putita? ¿Vas a mostrársela?

Katia asintió. Pasó las páginas buscando ansiosa, la punta de la lengua asomando entre los labios. Cuando la encontró, abrió el álbum de par en par y sostuvo el libro frente al peluche. Robin se asomó para ver. Era Susan, la chica rara del curso de biología que el clan acosaba por deporte.

–Le dicen «la culogota» –dijo Katia. Frunció los labios un par de veces, como cada vez que estaba a punto de hacer una maldad del más alto nivel, que era lo que el clan exigía–. Voy a mostrarte cómo hacer dinero gratis con ella –dijo Katia a la cámara–. Robin, amorcito, ¿sostenés el libro mientras le muestro al señor su tarea?

Robin se acercó y sostuvo el libro. Amy miraba curiosa, no conocía el guión de Katia, que revisó su teléfono hasta encontrar un video y colocó la pantalla delante del peluche. En el video, Susan se bajaba las medias y la bombacha. Parecía estar grabado desde el piso de los baños de la escuela, detrás del inodoro; quizá habían colocado la cámara entre el tacho de basura y la pared. Se oyeron unos pedos y las tres rieron a carcajadas, y gritaron de placer cuando, antes de tirar la cadena, Susan se quedó mirando su propia mierda.

–Esta tipa está forrada en dinero, querido –dijo Katia–. La mitad para vos y la otra mitad para nosotras. Es que acá el clan no puede volver a extorsionarla, la Dirección ya nos tiene en la mira.

Robin no sabía de qué estaban hablando, y no era la primera vez que el clan no la incluía en sus actividades más ilegales. Pronto el número de Katia acabaría y a ella le tocaría hacer el suyo, y no había pensado en nada. Le sudaban las man

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