El delfín

Mark Haddon

Fragmento

Maia está embarazada de treinta y siete semanas. No le permitirían subir a bordo de un vuelo comercial, pero se alojan en casa de unos amigos, propietarios de viñedos en Bellevue Champillon, y otro invitado, Viktor, tiene una Piper PA-28 Warrior que lo llevará de regreso al aeródromo de Popham a la mañana siguiente. Su Land Rover lo espera allí y dejar a Maia en Winchester de camino a la costa del sur será lo más sencillo del mundo. A Philippe, el marido de Maia, no le gusta ponerla al cuidado de otro hombre, y mucho menos de uno a quien conoce desde hace sólo dos días, pero las piezas del rompecabezas parecen encajar de un modo tan feliz e imprevisto que le es prácticamente imposible negarse. Él conducirá hasta París, dejará el coche en el garaje de su apartamento, cogerá el Eurostar a Londres y llegará a la casa de Winchester un día después.

A Maia, por otro lado, le encantan los aviones pequeños. Viajar se ha vuelto demasiado fácil: te quedas dormido en Estambul y te despiertas en Pekín. A ella le gusta ver cómo van deslizándose los kilómetros: deltas, círculos de regadío, nubes que aparecen devanándose bajo las cumbres. Conserva el vívido recuerdo de sobrevolar el fiordo de Oslo siendo niña: una isla tras otra, cabañas de veraneo, muelles, barcos, los destellos del sol cabrilleando sobre el agua y una revelación difícil de expresar con palabras sobre el vínculo entre la escala, la huida y la superficie de la Tierra. Además, las náuseas matutinas, que persistieron hasta una etapa anormalmente tardía del embarazo, han remitido por fin; ahora siente la famosa dicha de las preñadas y ansía disfrutar de la libertad que ese bienestar conlleva antes de consagrar su vida a un ser humano muy pequeño y exigente.

La aprensión de Philippe está justificada. Viktor tiene la licencia de piloto privado, pero no la habilitación para vuelo instrumental. Eso no tendría importancia si viajase sólo con Rudy, su hijo de nueve años: saldrían temprano, y si el tiempo u otras circunstancias sufrían cambios, siempre podían posponer el vuelo hasta el día siguiente o bien, si estaban ya en el aire, tomar un rumbo alternativo. Pero Maia nunca madruga, se demora en los desayunos, tarda mucho en hacer las maletas y ha perdido un collar de coral que, según reitera, podrán mandarle a Inglaterra cuando lo encuentren, si eso ocurre. Aun así, ese collar es el objeto de una búsqueda tan concienzuda como infructuosa en una casa ciertamente grande. Cuando ella está a punto, el almuerzo ha llegado y ha concluido. Si fuera una mujer menos atractiva, Viktor no tendría ningún reparo en reprochárselo, pero, aunque no lo impresionan demasiado sus actuaciones en la pantalla, sí lo sorprende estar en compañía de una mujer que parece devolverlo a los quince años: espesa melena rubia, ojos azulísimos, una belleza de revista, una simpatía algo alocada y un cuerpo torneado hasta los límites de la exuberancia. Luce una cicatriz en la mejilla, cortesía de un grajo que entró volando por la ventana de su alcoba cuando tenía diez años. La fascinación que siente por ella le resulta muy grata, aunque también algo alarmante, más aún tratándose de un hombre habituado a tener la sala de un tribunal, y de hecho cualquier sala, en la palma de la mano.

Seis meses más tarde, el jardinero, Bruno, encontrará el collar, ya sucio y sin brillo, en una alameda situada junto a la linde de la finca, un lugar donde los Beaufour rara vez se aventuran, y menos aún sus invitados. La única explicación razonable será que un animal, atraído por su vivo color, se lo llevó de los alrededores de la piscina y atravesó el prado hasta los árboles antes de reparar en la inutilidad de su esfuerzo. Considerarán enviarlo a Winchester, pero no darán con las palabras apropiadas para la carta adjunta, de modo que lo abandonarán discretamente en el fondo de un cajón, donde permanecerá durante muchos años.

Antes de emprender el viaje, Viktor llama una última vez al aeródromo para verificar el estado del tiempo. El informe no es tranquilizador, pero él decide que van a volar igualmente. Para su sorpresa, el retraso de Maia, lejos de irritarlo, parece volverla incluso más encantadora. No piensa permitir que ella lo vea nervioso o mal preparado para un vuelo como ése, de modo que se pone esa toga metafórica que le confiere una radiante confianza en la exactitud de sus juicios y decide seguir adelante con el plan: al fin y al cabo, el cielo despejado sugiere que la atmósfera es tan sensible como cualquier jurado a la fuerza de su personalidad.

Salen a la pista y Rudy se encarama a la avioneta de inmediato. Mientras Viktor lleva a cabo las comprobaciones externas, Maia lo observa con evidente interés y eso hace renacer en él parte de la emoción que sentía antes de cada vuelo. Entra en la cabina a través de la única portezuela y se instala en el asiento del piloto; luego ayuda a subir a Maia, se inclina sobre su regazo para comprobar que la puerta está bien cerrada, le enseña cómo funciona el cinturón y le da unos auriculares. Repostan y, a continuación, llevan la avioneta a la pista colocándola contra el viento. Viktor echa los frenos, advierte que la toma de combustible está en el depósito más vacío, la cambia al más lleno y comprueba los componentes eléctricos y los mecanismos internos: magnetos de encendido, carburador, estrangulador, palanca del acelerador, timones, alerones, cierres de cabina y cinturones. Ruedan por la pista y esperan a que un Hawker 600 despegue, gire hacia la derecha y se desvanezca en el cielo azul.

Todavía no han levantado el vuelo y Rudy ya se ha dormido en el asiento de atrás acunado por el ruido y el bamboleo. El chico se siente incómodo con casi todos los niños, pero es por entero autosuficiente, de manera que estas vacaciones han sido para él un pequeño paraíso en el que ha tenido acceso ilimitado a una piscina, una nevera de doble puerta bien abastecida y una caja con treinta y dos lápices de colores Caran d’Ache que le ha permitido continuar escribiendo y dibujando su epopeya en viñetas Los caballeros de Kandor. El recuerdo más preciado de esos días es nadar bajo la lluvia con el área de la piscina sólo para él, el efervescente repiqueteo de las gotas en la superficie y el silencio azul dentro del agua. Estudia en un internado donde los demás niños lo acosan de un modo demasiado indefinido y nebuloso para quejarse al respecto, aunque es algo que lo mortifica por dentro y sólo le quedan tres días de vacaciones, así que les ha sacado todo el partido posible a los días pasados en Bellevue (se acostaba tarde y se levantaba temprano) y ahora está agotado. Pero nunca regresará a la escuela: estará muerto en poco más de dos horas.

—Torre de Prunay, Golf Alpha Sierra en el punto de espera y listo para despegar.

—Golf Alpha Sierra, vía libre para el despegue, pista cero uno. Dirección del viento: cero dos cero grados. Velocidad: cinco nudos.

Viktor anda más descuidado últimamente, pero como lleva a Maia sentada al lado sigue todas las normas de emergencia y recita para sí el mantra de seguridad mientras aceleran por la pista: «Si falla el motor en tierra, cierro el estrangulador y aborto el despegue. Si falla el moto

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