El albergue de las mujeres tristes

Marcela Serrano

Fragmento

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El amor se ha vuelto un objeto esquivo: fue la última ráfaga en la mente de Floreana Fabres mientras leía Bienvenidos en un largo letrero a todo lo ancho del camino. El destartalado autobús cruza la entrada del pueblo y ella mira por la ventanilla: la sorprende el brillo del azul. Floreana había olvidado completamente el cielo.

Desciende y estira las piernas. Sobre su cuerpo pesan demasiadas horas de carretera, sumadas al vaivén del transbordador que la trajo desde Puerto Montt a la isla, y a los innumerables caminos de tierra por los que el bus ha debido internarse para llegar hasta el pueblo donde se encuentra el Albergue. Mide sus fuerzas con la maleta en una mano y la mochila sobre la espalda: sí, piensa, me la puedo todavía. Con los ojos busca la colina anunciada: de modo casi espectral se eleva el Albergue, recortado sobre el fondo del promontorio que mira al mar. El entusiasmo que el verde invernal le produce y las ansias por llegar la obligan a desentenderse del peso de su equipaje, y comienza animosamente el ascenso. Absorta, avanza por la senda polvorienta y apenas da una ojeada a la clásica iglesia de tejuelas, rodeada de casas y boliches. Identifica solamente los rótulos inevitables en la plaza de cualquier pueblo que merezca llamarse así, por muy dejado que esté de la mano de Dios: Municipalidad, Escuela, Bomberos, Policlínico, Retén de Carabineros...

Empinada es la ladera que deja atrás el pueblo.

Atisba en la cima, en medio de una espesa arboleda, esa curiosa construcción de madera a la que su fantasía ha llegado mucho antes que ella, y la excitación le impide oír el llamado del mar, allá abajo...

Aparece de pronto un hombre, o una parodia de tal: su cuerpo encorvado se halla cubierto de sucias lanas blancas y sus pies desnudos saltan como los de un conejo. Con una enorme sonrisa desdentada balbucea algo incomprensible mientras alivia a Floreana del peso de su maleta. Ella lo sigue hasta la puerta misma del Albergue.

–Buenos días, soy Maruja –se presenta una mujer que la recibe allí–. Tenía que habernos avisado a qué hora llegaba... ¡Miren que subiendo sola esa maleta! Si el Curco se la traía en un dos por tres... Porque usted debe ser la señorita Floreana, ¿verdad?

La mujer no espera respuesta, le basta la sonrisa tímida que Floreana le devuelve. Se limpia tres veces seguidas las manos en un delantal que no muestra huella alguna de suciedad.

–La estábamos esperando –continúa–. Bienvenida, bienvenida... Pase, le voy a avisar altiro a la señora Elena.

Maruja, repite para sí misma Floreana, observando la figura gruesa y oscura, plantada en la puerta con su impecable delantal. Y cuando una leve brisa le limpia la fatiga del rostro, ella le agradece y piensa que le habría gustado sentirse siempre así. Y haber sido leve.

–Adelante, Floreana, aquí está tu casa. –Elena abre la puerta de la cabaña tras cruzar un pequeño porche donde se acumula la leña.

Son cinco cabañas, cada una equipada para cuatro habitantes. Voy a vivir por tres meses entre veinte mujeres, más Elena que equivale ella sola a unas diez, medita Floreana mientras curiosea a su alrededor, sintiendo que se la tragan el olor de la madera y la tibieza de una salamandra encendida en la pequeña sala de estar. Al centro ve una mesa con cuatro sillas, y detrás una pequeña cocinilla adosada a la pared. Pero antes de fijarse en el escaso mobiliario, le llama la atención un libro abierto sobre la mesa del desayuno. Lo toma para leer su título: New Economics in the United States.

–¡Por favor...! ¿Quién lee esto? –pregunta con el tono de las que nunca aprendieron matemáticas más allá de las cuatro operaciones básicas.

Elena se acerca con una calma que, Floreana sospecha, nunca la abandona.

–Constanza, no cabe duda.

–¿Constanza?

–Sí, tu compañera de baño.

–¿De baño o de dormitorio?

–No, cada pieza tiene una sola cama.

–¿Y no has pensado aprovechar el espacio con dos camas por pieza?

–No, Floreana. Cualquier reparación posible pasa por dormir sola.

Mira a Elena sintiéndose un poco idiota y no se le ocurre qué decir.

–Tenemos un baño cada dos dormitorios, pero cada una tiene acceso propio. –Elena continúa en su papel de anfitriona–. Cuando tú lo ocupas, cierras por dentro el pestillo de la otra puerta.

Entra al baño y hace la demostración. Floreana observa la cortina. ¿Habrá una simple ducha ahí detrás? Respira tranquila al ver la tina: tengo todo lo que tenía que tener, se dice recordando a Guillén. Como si le adivinara el pensamiento, Elena comenta:

–Tuviste suerte: no hay más que una tina por cabaña, el baño del frente solo tiene ducha.

–Bueno, se la prestaremos a las otras dos cuando les entre el antojo de darse un baño con espuma –contesta Floreana de buen humor–. A propósito, ¿quién es Constanza?

–Ya iremos a mi oficina en cuanto descanses un poco y te explicaré todo lo que necesitas saber. En todo caso, se llama Constanza Guzmán.

–¡Constanza Guzmán! ¿Es ella misma?

–Sí, la economista. ¿La conoces?

–No personalmente, pero todo Chile la ubica. Sale siempre en la tele, en los diarios, es una súper ejecutiva... ¡Qué increíble! Jamás imaginé encontrármela aquí...

La invade una leve timidez ante la idea de convivir estrechamente con una mujer tan famosa. Elena la interrumpe:

–También está en tu cabaña Toña Paris.

Esta vez su asombro es aún mayor.

–¿La actriz?

–Sí, la actriz –sonríe su anfitriona.

–Pero, Elena –exclama Floreana, admirada–, ¡tienes mujeres muy destacadas aquí!

–No es raro –responde Elena–, suelen ser las que están más tristes.

Todo es mínimo, suficiente y preciso.

Floreana se tiende sobre la colcha blanca tejida a crochet, con miles de diseños que alcanzan el suelo en ampulosos pliegues; es el único lujo, se dice tocándola. Observa su austero entorno. El techo es bajo y sobre las paredes de color castaño brilla el barniz que protege la madera. Aparte del ropero, solamente una cómoda, un velador, un estante de libros y la pequeña mesa con su silla. Se imagina sentada allí, escribiendo cartas o, si el ánimo la acompaña, corrigiendo su última investigación, esa que ha devorado largas, eternas horas de su vida.

Desempacar no le tomó mucho tiempo. Le dio un toque personal a su dormitorio ordenando algunos libros en el estante y poniendo dos fotografías sobre la cómoda. Una es pequeña, en blanco y negro: un niño de tonos oscuros y mirada seria, muy parecido a ella. La otra, aprisionada en un antiguo marco de plata, muestra un numeroso grupo familiar: una pareja de cierta edad en un sillón, al centro, rodeada de un considerable número de adultos, hombres y mujeres, y varios niños, muchos en realidad, distribuidos a sus pies en el suelo. Un convencional retrato de familia. Floreana lo contempla; son todos fragmentos de una misma especie, representan la continuidad de tres generaciones. Lo que ella no desea recordar es una tercera fotografía que ha dejado dentro de la maleta. En un principio la extrajo junto a las demás: desde un liviano marco de madera, una mujer cuya edad podría fluctuar entre los treinta y los treinta y cinco años –un poco más joven que ella misma–, de pelo ensombrecido y con una bonita sonrisa de dientes perfectos, observa a Floreana con ojos que la miran y no la ven. Una mirada que ya no es mirada, pero que intenta capturar 1a vida a través de sus pupilas fijas, engañosas como toda fotografía. Son esas pupilas las que Floreana no resiste, y decide guardar el retrato en la maleta.

El aura de Elena inunda ahora el dormitorio, y hacia ella se vuelve Floreana. ¡Cuántas veces se la mencionó su hermana Fernandina! No, no exageraba, un fuerte resplandor emana de ella. Solo una vez la ha visto antes –no lo olvida–, hace tantos años: era un día oscuro, el aeropuerto, Fernandina partiendo al exilio aferrada al brazo del marido que nunca volvió, confundida entre la familia y los amigos que la despedían. Floreana retuvo en su mente esa figura que sus ojos percibieron como majestuosa. Ese momento coincidía con el adiós definitivo de Elena a su actividad política clandestina: la partida de su amiga Fernandina, con quien trabajaba, hizo estallar de una vez las contradicciones entre la mujer comprometida con su tiempo que Elena siempre fue –ayudando a los que estaban en problemas en un momento crucial de la historia del país– y la que sentía, a fin de cuentas, que abusaban de su buena voluntad. Feroz combinación la de los pijes y los ultras, como le dijo Fernandina entonces. Es como si unos existieran gracias a los otros; estos se aprovechan sistemáticamente de aquellos, de sus sentimientos de culpa por venir de donde vienen, y al final los dejan botados.

Elena nunca fue una militante, le había explicado Fernandina a Floreana. Se convirtió solamente en una ayudista –como llamaban a quienes cooperaban con la causa de la resistencia sin realmente pertenecer a ella–, y lo hizo por su espontánea generosidad, por las ganas que tenía de servir y cambiar el mundo, como buena hija de los años sesenta.

Floreana no habría dejado la capital sin conocer la historia de este personaje que excitaba su curiosidad: la formación universitaria de Elena había coincidido con el comienzo de esos años –los benditos o malditos sesenta–, y muy pronto comenzó a sentir su alma partida en dos: por un lado, su interés por la excelencia académico-profesional y, por otro, su vocación social. Estudiar Medicina mitigó por un tiempo esta contradicción. Elena provenía de una familia adinerada y rangosa. No fue extraño, entonces, que se interesara por conocer ese otro mundo, el «Chile real». Para tomar contacto con la gente trabajó en el Departamento de Acción Social de la Federación de Estudiantes. Pero como era una buena alumna, quiso completar su trayectoria académica con un doctorado en el extranjero, y al hacerlo en esa época, inevitablemente se desconectó de la militancia por la que sin duda habría optado de permanecer en su país. Al regresar a principios de los años setenta se encontró con un Chile efervescente y políticamente polarizado. Cuando sobrevino el golpe de Estado, quiso ayudar a sus amigos en desgracia: ella estaba «limpia», podía usar libremente sus infinitos recursos... entre otros, los familiares. En ese momento conoció a Fernandina. Trabajaron un tiempo juntas, y fue esta quien, llegado un cierto punto, la reconvino: aquellos a quienes ayudas te exponen, le dijo, no te dan cobertura, son deshonestos contigo al no informarte de los peligros que corres, se han aprovechado de tu buena fe. Elena terminó por cortar con la izquierda de la resistencia, pero al bajar esa cortina la acometió el vacío. Buscó entonces una salida individual para su propia vocación. Se había especializado en siquiatría y a través de su trabajo clínico, en los consultorios populares, pudo palpar la realidad de las más desamparadas. La comunicación fluía sin problemas entre ella y las mujeres que trataba, y se sorprendió al ver acrecentarse su sensibilidad en el contacto con las de su propio sexo. Según Fernandina, esa experiencia había constituido el turning point de Elena.

Ya está en el Albergue: el tiempo no se escurrirá y Floreana podrá observar a Elena con toda calma. Pasea su vista por el dormitorio y la detiene en una alfombra de lana blanca y gruesa; es típicamente chilota, se dice al recordar aquel mercado en Dalcahue donde había comprado otra idéntica para la primera casa que armó por su cuenta, al casarse. ¿Dónde estará hoy esa alfombra? Muchos años y muchas casas han transcurrido para semejante pregunta. Luego de deslizar suavemente sus manos por el mañío que uniforma los muebles, aspira profundamente el aire: tiene la certeza de habitar al fin en el cuarto que buscaba. Este va a ser su cuarto propio durante los próximos tres meses.

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–¿Dónde está nuestra nueva conviviente?

La puerta de la habitación se abre y Floreana, aún adormilada sobre su cama, mira confundida. Reconoce aquella figura que tanto ha apreciado sobre las tablas y en las pantallas de televisión: una silueta elástica, muy joven, vestida enteramente de negro, el pelo color naranja cortado casi al rape. La miran dos ojos enormes, negros también, y oye una voz áspera que parece no hacer concesiones.

–Hola, yo soy Toña –se acerca a saludar a Floreana y le besa la mejilla–. ¿Ya hablaste con Elena? ¿Lo tienes todo claro?

–Sí –el sueño todavía flota vaporoso alrededor de su conciencia–, estuve en su oficina.

–Bueno, si tienes alguna duda –dice Toña–, aquí estamos nosotras para aclarártela. ¡Angelita, ven! –se vuelve hacia alguien que Floreana no ve–. ¡No seas tímida, si ya se despertó!

–¿Podemos entrar? –pregunta con recato otra mujer, asomándose a la puerta. Su rostro, a contraluz, no se distingue bien.

–Mejor me levanto y nos tomamos un café –sugiere Floreana, incorporándose.

Se alisa el pelo y la ropa, se calza las botas forradas en lana de las que no piensa desprenderse en toda su estadía y camina hacia la sala de estar. La mujer de la puerta ya ha tomado la tetera para hervir el agua.

–Siéntate –le dice Toña a Floreana–, por hoy te atenderemos nosotras. Ella es Angelita Bascuñán. No se conocen, ¿verdad? Nuestras piezas están aquí –las apunta con el dedo–, al frente tuyo, y compartimos baño. Angelita es para mí el equivalente de Constanza para ti, y las dos son... ¡insoportablemente glamorosas! –suelta una risa breve.

Caída del cielo. Esa y no otra es la sensación de Floreana al mirar a Angelita: sus reflejos dorados asoman como si ella misma fuese una hojuela de maíz. Obscena tanta belleza, piensa. A pesar de su aire distinguido, Angelita lleva la más común de las vestimentas: jeans y un suéter azul de cuello subido, lo apropiado para el clima duro del sur. Tiene ojos verdes que recuerdan los de un gato y sus manos se ven suaves, sin asomo de sequedad o aspereza alguna. Se acerca a besarla, con una dulzura casi opuesta a la actitud de Toña.

–Vas a ser feliz aquí, Floreana –le dice–. Muy feliz.

–Si es que se puede ser feliz en alguna parte –dispara Toña con ese dejo de cinismo al que Floreana pronto se acostumbraría.

Angelita saca del mueble de cocina el tarro de Nescafé, un azucarero pintado con flores azul pálido y tres tazas de la misma loza floreada. En un momento todo está dispuesto. Con razón se llama Angelita, piensa Floreana, nadie con esta hermosura podría llamarse Ángela a secas.

–De Toña ya lo sé todo –se dirige a ella con curiosidad–, o al menos lo que todo el mundo sabe. ¿A qué te dedicas tú?

–Técnicamente, soy dueña de casa. –Angelita lo dice con cierta ironía, mientras vierte con cuidado el agua en las tazas y levanta la vista–. Y tú, Floreana, ¿qué haces cuando no estás triste? –esto último lo pregunta con humor, para alivio de la recién llegada que aún no sabe cómo se lo toman las mujeres del Albergue.

–Soy historiadora. Me dedico a la investigación.

–¿Y qué haces después con tus investigaciones? –pregunta Toña.

–Las publico y terminan siendo libros que nadie lee, salvo algunos especialistas.

Toña se ríe y hace unas exageradas muecas de espanto con sus labios pintados de ciruela.

–Como si nadie fuera a ver mis obras de teatro... ¡Qué frustración! O como si mis programas en la tele no tuvieran rating.

–No, no es igual... Los historiadores sabemos desde el principio que la nuestra es una vocación solitaria.

–¿Cuál es tu especialidad? –Toña quiere saberlo todo.

–El siglo XVI chileno. También me he adentrado en el XVII... Pero el XVI es mi fuerte.

–Uy, ¡qué aburrido! ¿Por qué no elegiste algo más vivo? –los gestos de Toña son divertidos, habla con su rostro.

–A mí me parece estupendo –la interrumpe su compañera, muy compuesta en la silla, las manos entrelazadas sobre su falda–. No sé nada de historia, nada, y no me vendrían mal unas lecciones.

–Bueno –se disculpa Floreana–, la gracia está en hacerlo vivo, pero en fin, hace un par de años cambié de tema y he incursionado en otra cosa...

–¿En cuál?

–La extinción de la raza yagana.

–¿Qué es eso? –pregunta Angelita.

Está a punto de hablar del sur austral de Chile, de la Patagonia, cuando se abre la puerta y entra la cuarta integrante de la cabaña. Floreana no desvía ni un poco su mirada: es tal como la recuerda de las fotos en la prensa.

–Tú eres Constanza –le dice de inmediato.

La sonrisa que la otra le devuelve mientras se desprende de su chaqueta entraña siglos de reserva. Es una sonrisa melancólica, aunque su figura irradie un aplomo imposible de ignorar. Floreana aplica sobre ella una especie de radiografía: su porte altivo sobrepasa el de las demás, la espalda se mantiene orgullosamente recta y sus largas piernas se adivinan bien torneadas bajo el pantalón de franela gris. Su colorido es castaño claro, con tenues luces casi amarillas. Pero es sobre sus uñas que Floreana fija su atención: el corte es perfecto, están delicadamente limadas y esmaltadas, y no sobra cutícula alguna. Son las uñas más cuidadas que jamás ha visto.

(Al desempacar, sola, en el dormitorio, Floreana había entrado al baño a dejar sus cosas y encontró las de Constanza. Cómo sospechar que usaba esta crema o que tomaba estas cápsulas cuando la veía en las noticias o en una entrevista, se dijo analizándola a través de sus objetos más íntimos; o que esta es su colonia... Es lo que nunca sabemos de las otras, ni siquiera de las cercanas. ¿Cómo será el botiquín de Isabella, el de Fernandina? No sé qué crema se ponen de noche mis hermanas, y ahora lo sé de Constanza Guzmán.)

Ya son las siete de la tarde; a las siete y media irán a la casa grande, donde se hallan el comedor, la biblioteca, la oficina y el departamento de Elena, y donde se desarrolla la actividad comunitaria. Hoy, a la hora de comida, Floreana será presentada.

Conversando todavía con sus compañeras de cabaña, no deja de sentir un rayo de opacidad cayendo sobre ella. La originalidad y el desenfado de Toña, la belleza y la dulzura de Angelita y la superioridad que emana de Constanza la golpean al mismo tiempo. ¿Por qué tuvo que tocarme esta cabaña? Yo venía a convivir con mis iguales, gente normal, mujeres de carne y hueso... Voy a ser la que desentona, la aburrida, la común y corriente... Seguiré siendo exactamente lo que he sido siempre.

Arropada en su propia tibieza, Floreana no puede conciliar el sueño esa noche, a pesar del cansancio que se ha adueñado de cada uno de sus huesos. Un carrusel de rostros y nombres la confunde. Ha visto mujeres por todos lados. No trates de retener todas las caras, le había advertido Elena, lentamente se te irán grabando las que valgan la pena. Entre palabras cordiales y risas solidarias celebraron su llegada. Por ahora, recuerda a Olguita y a Cherrie, que se sentaron a su lado en la larga mesa del comedor.

Olguita viste de riguroso negro y su cabello, delgado y grisáceo, luce tirante por un moño recogido sobre su nuca. Ella es la que teje las colchas a crochet, como la que Floreana acarició con tanta devoción al tenderse por primera vez en su cama.

–Yo soy de la zona –le dijo Olguita–, de Puerto Montt. Y tengo el orgullo de haber inaugurado el Albergue con Elenita, hace ya más de seis años... y tengo setenta.

Fue la primera en llegar. La envió su yerno, el chofer del Intendente, por recomendación de este, y ella accedió contenta. Una flexibilidad poco común a su edad, reflexiona Floreana.

–Mire, mijita, yo ya estoy vieja, a mis hijos y nietos les sobro. Vine aquí cuando enviudé, segura de que ya nadie más me iba a querer en lo que me quedaba de vida. Pasé los tres meses reglamentarios y volví a la ciudad. Pero allá me sentí tan, tan sola que al poco tiempo me pillé sacando cuentas: mantenerme un mes en Puerto Montt me costaba lo mismo que un mes aquí. Encontré una tontera gastarme la pensión y mantener una casa grande y vacía para la pura soledad. Entonces le escribí a Elenita y le propuse venirme a vivir al Albergue, con la condición, eso sí, de volverme a la ciudad cada vez que ella necesitara un espacio urgente para otra mujer. Y así lo hemos hecho.

A la hora de los postres, saboreando el dulce de mora que cubre el flan de leche, le dijo:

–Aquí yo no sobro, mijita, aquí me quieren. Dios me dio la virtud de tejer y poco a poco he ido haciendo estas colchas que usted ha visto. Me demoro meses en cada una. Ahora me faltan dos no más para las camas de la cabaña del fondo, y listo, quedan todas las piezas completas. Elenita me compra los hilos para el crochet. Y cuando termine las colchas, voy a hacer manteles, cortinas y mantillas... ¡si hasta las podemos vender! Elenita cobra lo justo y necesario, y no le vendría nada de mal una platita extra. Es que ella dice que si cobrara más, esto se repletaría de viejas ricas y ociosas, y quedarían fuera las mujeres que de verdad lo necesitan.

Las arrugas en el semblante de Olguita hablan de alguien que ha debido surcar con esfuerzo cada día de sus largos setenta años.

Cherrie, que comparte cabaña con Olguita, es de otro estilo. Es una mujer joven y al reír muestra unos dientecillos inocentes, como si fuesen de leche. Se enorgullece de su oficio: es artesana y hace muñecas. Nació en Osorno, sus abuelos eran alemanes empobrecidos y ella cuenta que tuvo una infancia muy estrecha. Floreana observa los coquetos vuelos de su blusa bajo el grueso chaleco, mientras ella afirma, tocándose las caderas, que ser «rellenita» no es un mal. A la hora de la «quietud», como llaman al atardecer, cuando se convive escuchando música, leyendo o trabajando en cualquier cosa, ella confecciona sus muñecas. Con manos expertas va formando los cuerpos de trozos de madera –desprecia el plástico–, y luego pinta las cabezas de loza que ha traído consigo. Después les fabrica el pelo con los materiales más diversos y las viste, cosiéndoles amorosamente la ropa, los calcetines, los zapatos. Le habla a Floreana sin darle respiro: su formación consistió en aprender técnicas usadas en la confección de muñecas exclusivas para las niñas ricas de principios de siglo. No sé nada de peluches, le dice, eso no entra en mi rubro, pero algún día te contaré de las muñecas con música y también de las que tienen piezas desmembrables. Su cabaña está llena de estas maravillas que regalará al resto de las mujeres cuando deba partir.

(Son unos mamarrachos, le diría después Toña, parecen del siglo pasado. Pero Angelita la había contradicho: esa es la gracia que tienen, no le hagas caso, Floreana, te van a encantar. Y Floreana pensó que el pelo rubio de Cherrie era igual al de las muñecas.)

Durante la comida observó, repartidas en distintos asientos, a sus compañeras de cabaña. Toña es el alma de la fiesta, la pongan donde la pongan. Imposible que esté calmada o pase inadvertida, y cuenta con que las demás sean sus espectadoras. Angelita, que la sobrepasa al menos por quince años, es su compañera inseparable. Comen también juntas. Constanza, en cambio, está lejos y, aunque se la ve rodeada por tantas, parece comer sola; proyecta una rara distancia intraspasable. Elena la observa a menudo. ¿Será una de sus favoritas? No es que Floreana ponga en duda la ecuanimidad de la anfitriona, sino que la siente –por este detalle– humana, vulnerable. Constanza no se sabe centro de mirada alguna y efectúa cada acción con parsimonia, desde la frase que le dirige a su compañera de asiento hasta el rutinario acto de untar el pan con mantequilla.

Floreana se arropa todavía más. Hace un buen tiempo que no duerme tranquila, y entrega sus esperanzas a la noche. Se siente segura; el cielo de las solitarias hará callada vigilia sobre el Albergue y los cerros.

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–Es que las mujeres, Floreana –dice Elena mientras caminan hacia el pueblo–, ya no quieren ser madres de sus hombres... y tampoco quieren ser sus hijas.

–¿Y qué quieren ser?

–Pares. Aspiran a construir relaciones de igualdad que sean compatibles con el afecto.

–No me parece una aspiración descabellada...

–Tampoco a mí. Pero existe una mitad de la humanidad que lo pone en duda.

–¡Y una mitad más bien poderosa!

–Es raro esto que nos pasa... Hemos crecido, hemos logrado salir hacia el mundo, pero estamos más solas que nunca.

–¿Por qué?

–Porque se nos ha alejado el amor.

–¿Lo sientes así, tan rotundo?

–No es que lo sienta; lo sé. Lo veo todos los días. Creo que la desconfianza y la incomprensión entre hombres y mujeres va agigantándose. Los viejos códigos del amor ya no sirven, y los hombres no han dado, o nosotras mismas no hemos dado, con los nuevos...

Elena se vuelve hacia el mar, verifica el persistente tronar de las olas.

–El sueño –continúa– era que, en la medida en que abarcáramos más espacio y tuviéramos más reconocimiento, seríamos más felices. Pero no me da la impresión de que esté siendo así.

Mierda, piensa Floreana. Reconoce la verdad en el diagnóstico de Elena, pero no tiene ganas de que se lo comprueben. Un dolor aún no anestesiado la impulsa a pronunciar palabras que creía secretas.

–¿Sabes, Elena? Es tan cierto lo que dices, que después de muchas idas y venidas he optado por lo más sano: la castidad.

–No me parece una buena idea, eres muy joven todavía.

–De acuerdo... Se podría juzgar como una renuncia seca, muerta. Pero, en serio, no quiero tener nunca más una pareja.

Mi instinto me acerca a los hombres, se dice atribulada, y mucho, pero solo la absoluta prescindencia me permite ganar la pelea y tener paz. Siente una vez más su cuerpo como un estuche cerrado que no debe abrirse, para que no se desparramen las joyas guardadas allí. Lo pensó aquel día en que resolvió vivir en castidad.

–No puedes torcer la naturaleza –agrega Elena–. Creo que esencialmente es buena, aunque a veces los destinos están mal trazados. Deja la castidad para el día en que no tengas pasión alguna que esconder o confesar. Entonces, créeme, vas a ser libre.

–¿Eso también lo sabes?

–En carne propia. El día en que la libido me abandonó, en que prácticamente desapareció, comprendí que había alcanzado la libertad.

–¿Cuándo te ocurrió?

–Cerca de los cincuenta años. Todo cambió: nunca más un dolor... de esos, al menos.

–Y tampoco un hombre...

–No tengo una posición, digamos, militante. De vez en cuando puede haber un encuentro... pero suave, relajado, sin las connotaciones de antes. Voy por otro riel, definitivamente.

–¿Pero es cierto eso? ¿Se acaba la libido algún día?

–Sí. Bueno, no sé si a todas les pasa, pero esa es al menos mi experiencia.

Elena es un cuento aparte, piensa Floreana, en el amor como en tantas otras cosas.

Evoca a sus hermanas hablando de Elena con indisimulada envidia por los estragos que producía en el sexo opuesto y los muchos enamorados que la rodeaban constantemente. Recuerda los escándalos que le atribuían los que no soportaron la forma en que Elena les dio la espalda a sus orígenes. ¿Y a esta mujer –¡a ella!– la abandonó la libido? Se desconcierta observando esos ojos de aguamarina sin asomo de maquillaje. Sus arrugas están tostadas por el sol y luce el pelo blanco como un desafío, parece orgullosa de mostrar que por ella el tiempo no ha pasado en vano. Aunque parezca contradictorio, piensa Floreana, ese rostro y sus huellas resultan joviales y dignos al no intentar disimulo alguno. Su porte perfecto no amaina con el tiempo, su cuerpo sigue siendo templo, baluarte y gloriosa fortaleza. ¿Cómo iré a ser yo a esa edad? Como ella, aunque pusiera todo mi empeño, ciertameme no.

Llegan al almacén. Pegada a la vitrina, una hoja de cuaderno escrita con lápiz a pasta azul dice: Se vende vaca. Entran donde la anciana señora Carmen, probable protagonista de la vida del pueblo desde antes que este naciera. Su brazo derecho no existe y la manga de su delantal cuelga vacía.

Luego de los saludos, Elena le pide azúcar.

–¿Un kilo o cinco?

–Deme dos no más, señora Carmen, que luego voy a la ciudad.

–¡María! –pega un grito la vieja–. ¡Tráete dos kilos de azúcar!

Floreana supone que María estará en la bodega oscura que se insinúa detrás del mostrador.

–Por mientras, deme un paquete de mantequilla.

Los movimientos de la señora Carmen son lentos como los de un ave herida. Estira su única mano hasta el estante, saca la mantequilla y la envuelve en papel. La operación toma exactamente ocho minutos. Nadie llega con el azúcar.

–¡María! –el segundo grito es igualmente sonoro–. ¡Tráete la azúcar!

Elena pide fósforos: todo el procedimiento tarda casi lo mismo que con la mantequilla. No hay caso, el azúcar no llega.

–¿Cuánto le debo, señora Carmen?

La vieja trata de sujetar una pequeña libreta y al mismo tiempo sumar las tres pequeñas cifras con una máquina calculadora. Que no se preocupe, le dice Elena, ella sumará. Al tercer grito hacia la invisible María, Floreana empieza a taconear el suelo con su bota, enervada.

–Calma –le susurra Elena al oído–. Tienes que olvidarte de la ciudad; estamos en el tiempo del sur.

Se encuentran con un carabinero a la salida del almacén. A Floreana le sorprende la amabilidad de su trato con Elena:

–¿Todo bien, señora Elena? ¿No se le ofrece nada?

–No, gracias, mi cabo, todo bien.

–Estamos preparando la llegada del Ministro.

–¡Qué interesante! ¿Cuándo llega?

–Dentro de diez días. Pero no se preocupe, le avisaremos a tiempo –responde pronunciando con precisión cada s y cada z.

Se lleva una mano a la gorra y se despide. En uno de sus dedos reluce un grueso anillo con una piedra roja al centro.

–El Ministro es amigo mío y ellos saben que yo moví algunos hilos para que viniera –le explica Elena a Floreana; cuando termina la frase, la alcanza un anciano vestido pulcramente–. ¿De nuevo la cuenta de la electricidad, don Cristino? –Elena descifra el papel que el anciano le muestra.

–Es que alguien tiene que explicarme, pues, Elenita. El costo de un kilovatio... ¿dónde dice el costo? ¡Yo no puedo pagar estas cuentas!

–Pregúntele al Ministro, don Cristino. Viene en diez días más. Usted sabe que yo no entiendo de kilovatios...

–Pero si usted entiende de todo, Elenita, no se haga la lesa.

–Le sugiero que hable con el Alcalde para que le fije una audiencia, no vaya a ser que ese día no pueda conversar con el Ministro.

–Buena idea, buena idea...

Parte don Cristino camino a la Alcaldía.

–Siempre la misma historia –se ríe Elena–, vive obsesionado con los kilovatios.

–Se ve que te quieren en el pueblo.

–Al principio me miraban con bastante recelo. Tuve que superar un lento proceso de aceptación... y por fin se hizo claro que a ambos, pueblo y Albergue, nos cundía más si hacíamos alianza. Les trajimos un poco de prosperidad, también. Constituimos una buena fuente de trabajo para ellos, desde la señora que nos hace el pan cada mañana hasta los pequeños agricultores que nos venden los corderos, los patos y los vacunos. Además de los huerteros con sus hortalizas, porque nuestra pequeña huerta no da para abastecernos... ¿Te imaginas la fortuna que se ha hecho con nosotras el tipo de la Telefónica, o el del Correo? También ayudaron las conexiones que tengo en Santiago. Tú sabes, este es un país ch

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