Las reputaciones

Juan Gabriel Vásquez

Fragmento

LasReputaciones-4.xhtml

 

Sentado frente al Parque Santander, dejando que le embetunaran los zapatos mientras esperaba la hora del homenaje, Mallarino tuvo de repente la certeza de haber visto a un caricaturista muerto. Tenía el pie izquierdo sobre la huella de madera del cajón y la cintura apoyada en el cojín del respaldo, para que su hernia vieja no comenzara sus reclamos, y había dejado que se le fuera el tiempo leyendo los tabloides locales, cuyo papel barato ensuciaba los dedos y cuyos titulares de grandes letras rojas le hablaban de crímenes sangrientos, de secretos sexuales, de extraterrestres que raptan niños en los barrios del sur. La lectura de la prensa sensacionalista era una suerte de placer culposo: algo que uno sólo se permitía cuando nadie lo estaba mirando. En eso pensaba Mallarino —en las horas que se le habían escapado aquí, entregado a esta perversión bajo las sombrillas de colores tímidos— cuando levantó la cabeza, apartando la mirada de las letras como se hace para recordar mejor, y al encontrarse con los edificios altos, con el cielo siempre gris, con los árboles que rompen el asfalto desde el comienzo de los tiempos, sintió que veía todo por primera vez. Y entonces sucedió.

Fue una fracción de segundo: la figura cruzó la carrera Séptima con su traje oscuro y su corbatín desordenado y su sombrero de ala ancha, y luego dobló la esquina de la iglesia de San Francisco y desapareció para siempre. En el intento por no perderla de vista, Mallarino se inclinó hacia delante y bajó el pie del cajón justo cuando el embolador acercaba el paño embetunado al cuero del zapato, y en su media quedó una mancha oblonga de betún: un ojo negro que lo miraba desde abajo y lo acusaba, igual que los ojos entrecerrados del hombre. Mallarino, que hasta ahora sólo había visto al embolador desde arriba —los hombros del overol azul constelados de caspa nueva, la coronilla despejada por una calvicie agresiva—, se encontró entonces ante la nariz brotada de venas, las orejas pequeñas y prominentes, el bigote blanco y gris como la mierda de las palomas. «Perdón», le dijo Mallarino, «pensé que había visto a alguien». El hombre volvió a su trabajo, a los roces certeros con que su mano embadurnaba el empeine. «Oiga», añadió, «¿le puedo hacer una pregunta?»

«Diga, jefe.»

«¿Usted ha oído hablar de Ricardo Rendón?»

Le llegó un silencio desde abajo: uno, dos pálpitos.

«No me suena, jefe», dijo el hombre. «Si quiere después preguntamos a los compañeros.»

Los compañeros. Dos o tres de ellos ya comenzaban a empacar sus cosas. Plegaban sillas, doblaban paños y bayetas, metían cepillos de cerdas despeinadas y abolladas latas de betún en sus cajones de madera, y el aire, por debajo del clamor del tráfico vespertino, se llenaba con el picoteo de las chapas que se ajustaban y las tapas de aluminio que se cerraban con firmeza. Eran las cinco menos diez de la tarde: ¿cuándo habían comenzado a tener horarios fijos los emboladores del centro? Mallarino los había dibujado más de una vez, sobre todo en las primeras épocas, cuando venir al centro y dar una vuelta caminando y embolarse los zapatos era una forma de tomarle el pulso a la ciudad eléctrica, de sentir que era testigo directo de sus propios materiales. Todo eso había cambiado: había cambiado Mallarino; habían cambiado los emboladores. Él ya no venía casi nunca a la ciudad, y se había acostumbrado a mirar el mundo a través de las pantallas y las páginas, a dejar que la vida le llegara en lugar de perseguirla hasta sus escondites, como si hubiera comprendido que sus méritos se lo permitían y que ahora, después de tantos años, era la vida la que debía buscarlo a él. Los emboladores, en cuanto a ellos, ya no se hacían dueños de su lugar de trabajo —esos dos metros cuadrados de espacio público— en virtud de un pacto de honor, sino de la pertenencia a un sindicato: el pago de una cuota mensual, la posesión de un carnet bien plastificado que enseñaban a la menor provocación. Sí, la ciudad era otra. Pero no era nostalgia lo que embargaba a Mallarino al constatar los cambios, sino un curioso afán por detener la marcha del caos, como si haciéndolo fuera a detener también su propia entropía interior, la lenta oxidación de sus órganos, la erosión de su memoria reflejada en la memoria erosionada de la ciudad: en el hecho, por ejemplo, de que ya nadie supiera quién era Ricardo Rendón, que acababa de pasar caminando a pesar de llevar setenta y nueve años muerto. El más grande caricaturista político de la historia colombiana había sido devorado, como tantas otras figuras, por el hambre sin fondo del olvido. También de mí se olvidarán un día, pensó Mallarino. Mientras bajaba un pie del cajón y subía el otro, y mientras sacudía el periódico para que una página arrugada regresara a la posición debida (un diestro latigazo de las muñecas), Mallarino pensó: Sí, a mí también me olvidarán. Pensó: pero todavía falta mucho para eso. En ese momento se escuchó decir:

«¿Y Javier Mallarino?»

El embolador tardó un instante en darse cuenta de que la pregunta le estaba dirigida. «¿Jefe?»

«Javier Mallarino. ¿Sabe quién es?»

«El que hace los monos del periódico, sí», dijo el hombre. «Pero ese tipo ya no viene por acá. Se cansó de Bogotá, eso fue lo que me explicaron a mí. Hace rato que vive afuera, en la montaña.»

De manera que aquello todavía se recordaba. No era para sorprenderse: su mudanza a comienzos de los ochenta, cuando no había estallado aún el tiempo del terrorismo y la gente no tenía tantas razones para irse, fue noticia nacional. Esperando a que el embolador dijera algo, una pregunta o una exclamación cualquiera, Mallarino se quedó mirando el claro de piel de la coronilla, ese territorio devastado con algunos pelos irrumpiendo aquí y allá, con manchas que delataban las horas pasadas al sol: potenciales parcelas cancerosas, el lugar por donde comenzaba a extinguirse una vida. Pero el hombre no dijo nada más. No lo había reconocido. En unos minutos Mallarino recibiría la consagración definitiva, el orgasmo correspondiente a un largo coito de cuarenta años con su oficio, y lo haría sin que eso hubiera dejado de resultarle sorprendente: que no lo reconocieran. Sus caricaturas políticas lo habían convertido en lo que era Rendón al comenzar la década de los treinta: una autoridad moral para la mitad del país, el enemigo público número uno para la otra mitad, y para todos un hombre capaz de causar la revocación de una ley, trastornar el fallo de un magistrado, tumbar a un alcalde o amenazar gravemente la estabilidad de un ministerio, y eso con las únicas armas del papel y la tinta china. Y sin embargo en la calle no era nadie, podía seguir siendo nadie, pues las caricaturas, al contrario de las columnas de ahora, no llevaban nunca la foto del responsable: para los lectores de la calle era como si ocurrieran solas, libres de toda autoría, como un aguacero, como un accidente.

El que hace los monos. Sí, ese era Mallarino. El monomaniaco: así lo había llamado una vez, en la sección de cartas al periódico, un político herido en su amor propio. Ahora sus ojos, siempre cansados, se fijaban en los habitantes del centro: el lotero que descansaba en el muro de piedra, el estudiante que buscaba una buseta caminando hacia el norte y mirando por encima del hombro, la pareja que se detenía en medio de la acera, hombre y mujer, los dos oficinistas, los dos vestidos de azul oscuro y camisa blanca, agarrados de ambas manos pero sin mirarse. Todos ellos reaccionarían a la mención de su nombre —con admiración o repulsa, nunca con indiferencia—, pero ninguno sería capaz de identificar su rostro. Si cometiera un crimen, ninguno podría señalarlo en una fila de sospechosos habituales: sí, estoy seguro, es el número cinco, el barbudo, el delgado, el calvo. Mallarino, para ellos, no tenía señas particulares, y los pocos lectores que lo habían conocido en el curso de los años solían hacer comentarios de extrañeza: no me lo imaginaba calvo, ni delgado, ni barbudo. La suya era una de aquellas calvicies que no llaman la atención sobre sí mismas; cuando volvía a encontrarse con alguien que sólo había visto una vez, Mallarino recibía con frecuencia los mismos comentarios de desconcierto: «¿Usted siempre ha sido así?», o también: «Qué raro. No me fijé cuando nos conocimos». Tal vez era su expresión, que devoraba la atención de la gente como devora la luz un hoyo negro: sus ojos de párpados caídos que se asomaban tras las gafas con una suerte de tristeza permanente, o esa barba que le escondía la cara como el pañuelo de un forajido. La barba fue negra una vez; ahora seguía siendo abundante, pero se había agrisado: un poco más en el mentón y bajo las patillas, un poco menos en los lados de la cara. No importaba: lo seguía escondiendo. Y Mallarino seguía siendo irreconocible, un ser anónimo en las calles populosas. Ese anonimato le causaba un placer pueril (un niño escondiéndose en habitaciones prohibidas), y a Magdalena, su mujer en tiempos ya lejanos, la tranquilizaba. «En este país matan a la gente por menos», le decía ella cuando de sus imágenes salía mal parado un militar o un narcotraficante. «Mejor que nadie sepa quién eres, cómo eres. Mejor que puedas ir a comprar leche y yo no me preocupe si te demoras.»

Barrió con la mirada el universo atardecido del Parque Santander. Le bastó un instante para encontrar a tres personas leyendo el periódico, su periódico, y pensó que las tres pasarían en breve o ya habían pasado los ojos por su nombre en letras de imprenta y luego por su firma, esa mayúscula bien dibujada que se transformaba enseguida en un desorden de curvas y acababa desintegrándose en una esquina, triste estela de un avión que se cae. Todos conocían el espacio donde había estado siempre su caricatura: en el centro justo de la primera página de opinión, ese lugar mítico adonde van los colombianos para odiar a sus hombres públicos o para saber por qué los aman, ese gran diván colectivo de un país largamente enfermo. Era lo primero que veían los ojos al llegar a esas páginas. El recuadro negro, los trazos delgados, la línea de texto o el breve diálogo debajo del marco: la escena que cada día salía de su mesa de trabajo y era elogiada, admirada, comentada, malinterpretada, repudiada, en una columna del mismo periódico o de otro, en la carta airada de un airado lector, en un debate cualquiera de cualquier emisora matutina. Era un poder terrible, sí. Hubo un tiempo en que Mallarino lo deseó más que nada en el mundo; trabajó duro para obtenerlo; lo disfrutó y lo explotó a conciencia. Y ahora, a sus sesenta y cinco años, la misma clase política que tanto había atacado y acosado y despreciado desde su trinchera, de la cual se había burlado sin miramientos ni respeto por lazos de amistad o de familia (y bastantes amigos había perdido por hacerlo, e incluso unos cuantos familiares), esa misma clase política había decidido poner la gigantesca maquinaria colombiana de la lambonería al servicio de un homenaje que por primera vez en la historia, y quizá por última, tenía a un caricaturista como destinatario. «Esto no se va a repetir», le dijo Rodrigo Valencia, director del periódico durante las últimas tres décadas, cuando lo llamó, mensajero diligente, para hablarle de la visita oficial que acababa de recibir, de los elogios que acababa de escuchar, de las intenciones que le acababan de comunicar los organizadores. «No se va a repetir, y sería una bobada sacarle el cuerpo.»

«Y quién dijo que yo le iba a sacar el cuerpo», dijo entonces Mallarino.

«Nadie», dijo Valencia. «Bueno, yo. Porque lo conozco, Javier. Y ellos también, la verdad. Si no, para qué me iban a preguntar antes a mí.»

«Ah, ya veo. Usted es el negociador. Usted es el que me convence.»

«Más o menos», dijo Valencia. Su voz era gutural y profunda, una de esas voces que mandan con naturalidad, o cuyas exigencias son aceptadas sin remilgos. Él lo sabía; se había acostumbrado a escoger las palabras que mejor convinieran a esa voz. «Es que lo quieren hacer en el Colón, Javier, imagínese. No lo vaya a dejar pasar, no sea pendejo. No por usted, entiéndame, usted no me importa. Por el periódico.»

Mallarino soltó un bufido de fastidio. «Pues déjeme que lo piense», dijo.

«Por el periódico», dijo Valencia.

«Llámeme mañana y hablamos», dijo Mallarino. Y luego: «¿Sería en la sala Foyer?»

«No, Javier, eso es lo que le estoy diciendo. Lo hacen en la principal.»

«En la principal», dijo Mallarino.

«Es lo que le estoy diciendo, hombre. La cosa va en serio.»

Se lo confirmaron después —Teatro Colón, sala principal, la cosa iba en serio—, y el lugar le pareció apenas apropiado: allí, debajo del fresco de las seis musas, tras el telón donde Ruy Blas y Romeo y Otelo y Julieta compartían el mismo espacio alucinado, en el mismo escenario donde había presenciado tantos hermosos artificios desde que era niño, de Marcel Marceau a La vida es sueño, ahora se disponía a representar un artificio de su propia creación: el hijo predilecto, el ciudadano honorario, el compatriota ilustre con solapas grandes y capaces de acoger cuantas medallas fuera necesario. Por eso había rechazado el transporte que el Ministerio iba a poner a su disposición: un Mercedes negro y blindado de vidrios oscuros, según la descripción telefónica de una secretaria de voz temblorosa, que debía recogerlo en su casa de la montaña y dejarlo en las escaleras de piedra del teatro, justo debajo de la marquesina de hierro, joven damisela llegando al baile donde conocerá a su príncipe. No, esta tarde Mallarino había venido al centro manejando su viejo Land Rover y lo había dejado en un parqueadero de la Quinta con 19: quería llegar a pie a su propia apoteosis, acercarse como cualquier hijo de vecino, aparecer de pronto en una esquina y sentir que su mera presencia sacudía el aire, despertaba las lenguas, hacía que se giraran las cabezas; quería anunciar, con ese único gesto, que no había perdido un gramo de la vieja independencia: seguía teniendo la autoridad para poner a los suyos en el centro de la diana, y eso no lo cambiaban ni el poder ni los homenajes ni los Mercedes blindados con vidrios oscuros. Ahora, en la silla del embolador, mientras el cepillo se movía sobre sus zapatos (tan rápido que se transformaba en una gruesa línea marrón, igual que los ventiladores dejan de tener aspas para convertirse en círculos blancos), Mallarino se descubría haciéndose una pregunta que no estaba en su cabeza antes de llegar al centro: ¿qué habría hecho Rendón en su lugar? Si le hubiera ocurrido lo que a Mallarino, ¿qué habría hecho Rendón? ¿Habría recibido el homenaje con satisfacción, lo habría aceptado con resignación o cinismo? ¿Habría renunciado a él? Ah, pero Rendón renunció a su manera: el 28 de octubre de 1931 entró en la tienda de ultramarinos La Gran Vía, pidió una cerveza, hizo un dibujo y se pegó un tiro en la sien. En setenta y nueve años, nadie había sabido explicar por qué.

«Son tres mil quinientos, jefe», le dijo el embolador. «Es que sumercé tiene los pies bien grandes, oiga.»

«Me lo han dicho», dijo Mallarino.

«Mejor para mí, con perdón», dijo el hombre.

«Eso sí», dijo Mallarino. «Mejor para usted.»

Mallarino hurgó en los bolsillos de los pantalones, los de adelante y los de atrás, antes de pasar a la gabardina gris donde sus dedos encontraron, enredados en varias hebras como peces entre algas, un recibo de compra y un billete verdoso, gastado por el uso y a punto de romperse. «Mire», le dijo al embolador con generosidad calculada, «y quédese con las vueltas». El hombre alisó el billete, sacó de su cajón de madera una vieja billetera de cuero y allí lo guardó, sin doblarlo, metiéndolo con precisión. Luego levantó la cara cansada, cerró los ojos con fuerza, los volvió a abrir: «¿Quiere que preguntemos, jefe?»

«¿Preguntar qué?»

«Por el señor que usté andaba buscando. Le pregunto a los compañeros, no me cuesta nada.»

Mallarino dijo que no, movió la mano en el aire como borrando las últimas palabras, balbuceó un agradecimiento. Pero le gustó el hombre, su natural cortesía, sus buenas maneras: especies en vías de extinción en esta Bogotá inelegante y malencarada y tosca, la Apenas sudamericana. ¿Quién había dicho aquello de que en Bogotá hasta los emboladores citaban a Proust? Un inglés, se dijo Mallarino, sólo un inglés es capaz de perpetrar declaraciones semejantes. Claro, lo había dicho tiempo atrás: lo había dicho en otra ciudad, la ciudad desaparecida, la ciudad fantasma, la ciudad de Ricardo Rendón, la ciudad de La Gran Vía, cuya puerta de entrada Mallarino hubiera podido ver, unas décadas atrás, desde el lugar de la acera donde ahora se detenía distraídamente, a un paso corto de la calzada hostil, la mirada perdida entre las busetas de ventanas iluminadas. Pero la tienda había desaparecido. Muchas tiendas y muchos cafés habían desaparecido, La Gran Vía entre ellos. ¿Habría salido de esa puerta fantasma el fantasma de Rendón? Pero no era un fantasma: alguien vestido como Rendón, alguien parecido a Rendón, con el mismo sombrero de ala ancha, con el mismo corbatín desordenado: eso era todo. Tal vez, pensó Mallarino, era la proximidad de La Gran Vía o de su antiguo emplazamiento lo que había puesto en marcha la visión, o tal vez se había tratado de uno de esos recuerdos falsos que todos tenemos. Qué rara es la memoria: nos permite recordar lo que no hemos vivido. Mallarino recordaba perfectamente a Rendón caminando por el centro, encontrándose con León de Greiff en El Automático, llegando a su casa, borracho y solo y triste, a altas horas de la madrugada… Recuerdos ficticios, recuerdos inventados. No había por qué sorprenderse: era imposible, en un día como hoy, pretender que Rendón no hiciera parte de sus pensamientos. El señor que usté andaba buscando. No, él no lo andaba buscando en realidad: más bien se dirigía a reemplazarlo, a ocupar su solio o a heredar su cetro o cualquier otra metáfora imbécil como las que había leído en dos o tres columnas de opinión de gente tan informada como c

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos