1
Algo salido del fondo del pozo se deslizaba por las sombras en la sofocante noche estival de la Ciudadela. Avanzaba pegado a los muros, donde crecía la hierba más alta, buscando humedad. Se detuvo un momento bajo una ventana, se alzó sobre sus patas traseras y husmeó en el aire, dilatando sus orificios nasales.
La ventana estaba enrejada, pero el hueco entre los barrotes era lo bastante ancho como para que el ser del pozo pudiese utilizarlo para entrar en la habitación.
Allí dormían dos niñas en catres contiguos, destapadas debido al asfixiante calor; la pequeña se removió inquieta, pero la mayor permaneció sumida en un profundo sueño.
Tal vez fue esto lo que hizo que la criatura se decidiese por ella. Caminó sin hacer ruido por la habitación y trepó a su cama, olisqueando su rastro en la penumbra.
La muchacha abrió los ojos de pronto, sobresaltada. Vio ante sí un rostro pálido e hinchado, de enormes ojos saltones sin párpados, enmarcado por algo que parecía un amasijo de plantas acuáticas húmedas y pegajosas.
Quiso chillar, pero una mano fría y viscosa le cubrió la boca. La criatura abrió la suya, ancha y sin labios como la de un sapo, y se relamió con una lengua gruesa y azulada. La niña se debatió, tratando de quitársela de encima, pero el monstruo tiró de ella, se la cargó al hombro sin dificultad y salió corriendo.
Todo fue tan rápido que la muchacha no fue capaz de asimilarlo. Sintió que salían al exterior, no llegó a saber cómo ni por dónde, y un instante después caía al agua con un grito de sorpresa.
Fue entonces cuando comenzó la verdadera pesadilla.
La niña más pequeña se despertó momentos después, con el corazón golpeándole con fuerza en el pecho. Se dio cuenta enseguida de que su hermana no estaba. Y gritó.
Apenas unos minutos más tarde, toda la familia estaba en pie. Buscaron a la muchacha por toda la casa, pero no la encontraron. La madre se había sentado en un taburete, presa de la angustia, y no podía dejar de sollozar, estrechando a su hija menor entre sus brazos. El padre se puso la chaqueta, pálido.
—Voy a buscar a los Guardianes —anunció con voz ronca.
—Por favor, date prisa —gimoteó su esposa.
Tras ellos, la abuela de la niña sacudía la cabeza con pesar. Llamó al hijo mayor del matrimonio, un desgarbado adolescente que se mantenía en un rincón aturdido, y le ordenó en voz baja:
—Trae a la chica de la biblioteca.
Él la miró sin comprender.
—¿La chica...?
—De la biblioteca, sí. Morena, cabello corto, cojea al andar. La habrás visto por el mercado. Vive en el sector oeste del segundo ensanche, ve a buscarla y pídele que venga.
—Pero, abuela..., no tengo permiso para cruzar la muralla...
—Pues le pides a tu amigo que te acompañe... Ese chico pelirrojo, ¿no tiene familiares en el segundo ensanche? Inventaos algo, pero id a buscarla y traedla a casa.
El muchacho salió de la casa detrás de su padre, que ya corría calle arriba en dirección al cuartel más cercano de la Guardia de la Ciudadela.
Un rato más tarde regresó acompañado de una pareja de Guardianes; entraron en la casa con autoridad pero sin aspavientos, imponiendo respeto con su mera presencia e infundiendo a la vez una llama de esperanza en los corazones de la familia. Eran jóvenes, como casi todos los que servían en el cuerpo. Un chico y una chica, ambos altos, fuertes y enérgicos; y, no obstante, caminaban en silencio, casi con elegancia, con la potencia contenida de los grandes felinos. Ambos vestían el mismo uniforme gris y llevaban el pelo muy corto, a la manera de los Guardianes; pero lo que realmente los distinguía como tales era el insólito color de sus ojos, plateados los de ella, dorados los de él.
El padre los guio hasta la habitación donde había desaparecido su hija. Los Guardianes entraron con las armas a punto; el joven echó un breve vistazo y salió enseguida, la chica examinó los rincones con algo más de atención, pero no tardó en seguirlo. Se detuvieron ante el matrimonio y el Guardián sacudió la cabeza.
—No detectamos monstruos aquí —dijo—. ¿Estáis seguros de que no ha sido obra de un criminal común?
El padre pestañeó, desconcertado.
—No... no lo había pensado.
—Es la explicación más probable —prosiguió el Guardián—. Después de todo, vivimos en la Ciudadela.
No necesitaba añadir que, en lo referente a los monstruos, aquel era el lugar más seguro del mundo.
—Examinaremos el resto de la casa de todas formas —añadió su compañera, sin embargo.
Los padres, abrumados, asintieron con un nudo en la garganta.
El edificio era de nueva construcción. La familia se había mudado allí recientemente, de hecho, después de haber pasado casi tres años apuntados en la lista de espera para poder instalarse en las zonas del anillo exterior que se iban urbanizando de forma paulatina. Los Guardianes recorrieron todas las estancias; la joven era algo más meticulosa, pero su compañero entraba y salía sin apenas detenerse, como si estuviese siguiendo un rastro y fuera consciente de estar buscando en el lugar equivocado. Por fin, ambos anunciaron que iban a salir a la calle a inspeccionar los alrededores.
—Especialmente detrás de la casa —añadió él—. Es la zona más cercana a la muralla; si ha sido un monstruo, probablemente habrá llegado desde allí.
La mujer redobló su llanto. El hombre se estremeció y logró preguntar:
—¿Ha sido un... un monstruo?
El Guardián se encogió levemente de hombros.
—Es posible, pero aún no podemos saberlo con certeza. No hay que descartar ninguna posibilidad.
—Volveremos para informar —prometió su compañera.
Los dos salieron de nuevo a la calle y se perdieron en la oscuridad.
—No lo soporto más —declaró el padre—. Voy a salir yo también.
—¡Espera! —lo detuvo su mujer—. ¿Y si el monstruo sigue por ahí fuera?
—Ya has oído al Guardián. No podemos estar seguros de que se trate de un monstruo.
Pero recorrió la estancia con la mirada, inquieto. Y fue entonces cuando se percató de la ausencia de su hijo mayor.
—¿Dónde está...? —empezó, pero no llegó a concluir la frase, porque justo en ese instante entró alguien en la casa.
Corrieron al recibidor pensando que eran los Guardianes, que regresaban. Pero se trataba del muchacho. Venía acompañado por una joven de cabello corto y negro que avanzaba renqueante y llevaba un pesado zurrón colgado al hombro.
El padre se detuvo, perplejo.
—¿Quién eres tú?
—Me llamo Axlin —respondió ella—. Trabajo en la biblioteca.
—La he mandado llamar —intervino la abuela—. Sabe mucho de monstruos.
—Para eso están los Guardianes —objetó el padre cruzándose de brazos—. Y tú no lo eres.
—Los Guardianes saben cómo luchar contra los monstruos, cuando se enfrentan a uno —dijo ella con suavidad—. Yo sé lo que hay que hacer antes de que lleguen. Y después.
El hombre se mostró indeciso un instante. Miró por encima del hombro de la muchacha, pero los Guardianes no regresaban, y se rindió, comido por la angustia.
—Está bien, pasa. Si logras encontrar a mi hija... —Se le quebró la voz antes de concluir la frase.
La anciana guio a Axlin hasta la habitación de sus nietas. Allí, la chica examinó la estancia a la luz de un candil. Se inclinó a los pies del jergón de la niña desaparecida y acercó la lámpara al suelo para estudiarlo con atención.
—¿Y bien? —preguntó el padre sin poder contenerse.
—Un piesmojados ha estado aquí —anunció ella.
Les indicó las marcas del suelo. Hacía ya un buen rato que se habían llevado a la niña y, sin embargo, allí seguían las huellas, charcos de agua con una forma demasiado regular y definida como para haberse creado por azar.
—Piesmojados —repitió el hombre con perplejidad. Tras él, su esposa volvió a estallar en llanto—. Pero... las ventanas están enrejadas. ¿Cómo ha podido entrar?
—Los monstruos allanadores siempre encuentran la manera. Son los que se cuelan en los enclaves, capturan a alguien y se lo llevan a su cubil para... sin que nadie se dé cuenta —se corrigió a tiempo—. Los piesmojados suelen salir fuera del agua en noches de lluvia o especialmente húmedas como esta. —Frunció el ceño, pensativa—. Estamos lejos del canal, ¿no es cierto? ¿Hay algún pozo cerca de aquí?
—Sí, uno, y es nuevo —respondió la abuela.
—Estamos en un área recién urbanizada —murmuró la madre, como si aquel hecho fuera garantía de que ningún tipo de monstruo pudiera rondar por allí.
Axlin fue a decir algo, pero lo pensó mejor.
—Hay que mirar dentro del pozo —resolvió.
—No vas a ir a ninguna parte, ciudadana —dijo de pronto una voz tras ella; una voz que Axlin conocía muy bien, y que la hizo estremecer—. Es demasiado peligroso.
Inspiró hondo para recobrar la compostura antes de darse la vuelta. Y allí estaba Xein, en la puerta, mirándola con expresión ceñuda. Llevaba el uniforme de verano de los Guardianes, con una camisa gris sin mangas que dejaba sus brazos al descubierto. Axlin no pudo evitar fijarse en las cuatro cicatrices paralelas, ya blanquecinas por el paso del tiempo, que se había llevado como recuerdo de su enfrentamiento con un velludo al que había capturado solo para impresionarla.
En otro lugar. En otra época. Antes del Bastión.
Se habían visto de lejos en varias ocasiones desde aquella mañana en que Xein había fingido que no la conocía. Por las calles de la Ciudadela, en el mercado, al atravesar alguna puerta que él custodiaba. Los Guardianes siempre estaban allí, vigilantes, protegiendo a los ciudadanos, correctos y distantes al mismo tiempo.
Hasta aquel momento, sin embargo, Xein no había tenido necesidad de dirigirse a ella, ni lo había intentado tampoco. Para él, Axlin era una ciudadana más. Y así la miraba, con total indiferencia, aunque la joven tenía la sensación de que había un ligero tono irritado en sus palabras, como si estuviese enfadado con ella por alguna razón que todavía se le escapaba.
—¿Habéis buscado en el pozo? —insistió—. A la muchacha se la ha llevado un piesmojados.
—Esto no es asunto tuyo, ciudadana. De los monstruos nos ocupamos los Guardianes.
Ella clavó su mirada en los ojos dorados de él, firme y serena.
—Entonces ve y ocúpate, Guardián, antes de que sea demasiado tarde.
—¿Creéis que... aún podemos salvar a mi hija? —se atrevió a preguntar el padre.
Xein fue a responder, pero Axlin se le adelantó:
—No lo sabremos hasta que no lo intentemos.
—No perdamos más tiempo, Xein —intervino la otra Guardiana, que había llegado en silencio y aguardaba tras él—. Si hay algo en ese pozo, debemos eliminarlo antes de que haga más daño.
Él dirigió una última mirada a Axlin y salió de la habitación tras su compañera. Instantes después, los dos se perdían de nuevo en la oscuridad de la noche.
Axlin sabía que era muy poco probable que encontrasen a la niña con vida. Pero no quería angustiar a la familia con pensamientos ominosos, por lo que se centró en cuestiones prácticas. Miró de nuevo a su alrededor.
—Lo mejor para ahuyentar a los piesmojados es una buena lumbre —señaló—. Esta habitación no tiene chimenea, pero un brasero debería bastar.
—No los usamos ahora porque hace mucho calor... —murmuró la madre, y Axlin leyó en sus ojos que se sentía profundamente culpable.
—Es natural —la tranquilizó—. Y no debería ser necesario, si los pozos se construyesen de forma adecuada.
El padre frunció el ceño.
—¿Qué quieres decir?
—Los piesmojados intentan entrar en la Ciudadela a través del canal, los pozos y el sistema de alcantarillado. Por eso todos los conductos están asegurados con rejillas especiales que les impiden el paso. Los Guardianes las revisan todas las semanas, y a veces encuentran alguno atrapado en ellas. Si en efecto se ha colado un piesmojados por el pozo que tenéis cerca de casa, es porque ese en concreto no estaba bien asegurado.
—Eso significa que podrían entrar más —dedujo la anciana—. Pondremos braseros, aunque pasemos calor. ¿Qué más podemos hacer?
—Podéis rodear las camas con un círculo de harina o serrín.
—¿Detendrá eso al piesmojados? —se sorprendió el hermano mayor.
—No del todo, pero sí lo retrasará. Si la harina se le queda pegada a las plantas de los pies, tratará de quitársela antes que nada, y es muy posible que se ponga nervioso y empiece a dar patadas en el suelo. Eso servirá para despertaros y tratar de ahuyentarlo. A los monstruos allanadores no les gustan los enfrentamientos directos, prefieren llevarse a sus víctimas sin testigos.
El hombre sacudía la cabeza, perplejo.
—Todo esto... suena absurdo —logró decir por fin—. ¿Por qué los Guardianes no nos cuentan estas cosas?
—Porque a ningún Guardián lo ha sorprendido jamás un piesmojados —respondió Axlin con sencillez.
Aquellos guerreros de ojos metálicos percibían la presencia de los monstruos mediante un extraño sexto sentido del que la gente corriente carecía. Probablemente por esa razón habían pasado por alto las huellas húmedas junto a la cama. Los Guardianes buscaban monstruos y los destruían; si no encontraban ninguno, los buscaban en otra parte.
Axlin sospechaba que hallarían al piesmojados donde ella les había indicado, y no quería estar presente cuando regresasen para confirmarlo. Ya no tenía nada más que hacer allí, de modo que se despidió de la familia, deseándoles de corazón que la búsqueda de su hija concluyese con buenas noticias.
Pese a que sabía en el fondo que no sería así.
En el exterior se cruzó con Xein y su compañera. Trató de evitarlos, pero la calle era estrecha y no tuvo más remedio que detenerse junto a ellos. Vio las salpicaduras de agua en sus uniformes y la sangre viscosa del piesmojados que impregnaba la lanza de Xein. Suspiró para sus adentros. Había demostrado que estaba en lo cierto, pero eso no la hacía feliz.
—¿Y la niña...? —se atrevió a preguntar.
La Guardiana negó con la cabeza.
—Hemos avisado para que saquen su cuerpo del fondo del pozo. Vamos a informar ahora a la familia.
Axlin inclinó la cabeza, pesarosa.
—Lo siento mucho.
Xein la miró fijamente.
—No deberías interferir en la labor de los Guardianes, ciudadana. Lo que ha pasado aquí esta noche no es asunto tuyo.
—He venido porque ellos me llamaron para pedirme consejo —se defendió ella.
—¿Insinúas que tú sabes más de monstruos que los Guardianes de la Ciudadela, que llevan siglos enfrentándose a ellos?
Axlin le devolvió la mirada. Aquella pregunta habría resultado totalmente lógica procedente de cualquier otra persona. Pero Xein sabía que ella había dedicado varios años de su vida a estudiar a los monstruos y que continuaba haciéndolo. Que había viajado desde muy lejos y visitado docenas de aldeas por el camino, recabando información para completar su trabajo. Se preguntó si pretendía herirla o simplemente burlarse de ella. Pero no permitió que sus palabras la afectaran.
—Nadie sabe más que los Guardianes acerca de cómo matar monstruos —respondió—. Pero las personas corrientes no podemos hacer lo mismo, y por eso debemos aprender a protegernos de ellos en la medida de lo posible, de otras maneras más creativas y menos convencionales.
Xein fue a replicar, pero su compañera se le adelantó:
—Gracias por tu ayuda, ciudadana. Ahora regresa a casa y déjalo todo en nuestras manos.
Axlin podría haberle dicho que «todo» no incluía, al parecer, consejos básicos de protección para la gente corriente. Pero no se lo tuvo en cuenta. Al fin y al cabo sabía que, cuando los Guardianes afirmaban que ellos eran lo único verdaderamente eficaz contra los monstruos, lo creían de verdad.
Y tenían razón, en cierto modo. Pero no podían apostar un Guardián en cada casa. Cuando ellos no estaban cerca, la gente corriente debía arreglárselas para defenderse a su manera.
A los habitantes de la Ciudadela no les hacía falta, por lo general. Y quizá por eso cualquier piesmojados podía cogerlos completamente por sorpresa.
Eso le recordó el asunto del pozo.
—Guardiana —llamó, cuando ella y Xein ya se alejaban calle abajo.
La joven se detuvo y aguardó a que Axlin la alcanzara.
—Hay que revisar ese pozo —le dijo.
—No había más monstruos, te lo aseguro —respondió ella.
Pero Axlin negó con la cabeza.
—Las protecciones han fallado. No debería haber entrado ningún monstruo en primer lugar. Quizá la rejilla no esté bien ajustada o tal vez el pozo ni siquiera disponga de ella. Hay que arreglarlo, o vendrán más.
—Entiendo. Pero ¿por qué me lo dices a mí? Habla con el Delegado para exponerle tu demanda. El trabajo de los Guardianes es matar monstruos, no arreglar pozos.
—Lo sé. Pero a mí no me harán caso, no soy más que una ciudadana corriente. Si el aviso viene de parte de los Guardianes, tal vez se den más prisa en revisarlo.
La joven inclinó la cabeza.
—Entiendo —repitió—. Veré qué puedo hacer.
Axlin asintió, agradecida, y prosiguió su camino. No se dio la vuelta para ver cómo la Guardiana se reunía con Xein al final de la calle.
—No deberías hablar tanto con esa chica, Rox —opinó él cuando reanudaron la marcha.
—¿Por qué? No tengo nada contra ella, para mí es una ciudadana más. Pero no se puede decir lo mismo de ti, por lo que veo —añadió antes de que Xein abriese la boca—. Sé que esa muchacha forma parte de tu pasado; de una época anterior al Bastión. —Él quiso protestar, pero ella no había terminado—. Todos tenemos un pasado, Xein. Pero lo dejamos atrás cuando nos convertimos en Guardianes. Y eso va también por ti.
Él desvió la mirada y apretó los labios.
—Ella no significa nada para mí.
—Demuéstralo entonces, y deja de actuar ante ella como un crío despechado.
Xein se envainó la crítica y logró esbozar una sonrisa.
—No me gusta que se entrometa en nuestro trabajo, eso es todo.
—No te preocupes tanto por eso. Si supone un inconveniente o un peligro para la seguridad pública, las autoridades intervendrán tarde o temprano. Pero no nos corresponde a nosotros juzgarlo.
2
El Mercado de la Muralla, a diferencia de los que se celebraban en otros lugares, era permanente. Había mercaderes y buhoneros que iban y venían, por lo que los puestos no eran siempre los mismos; pero algunos comerciantes de la Ciudadela, además de las tiendas que poseían en los barrios correspondientes, mantenían también pequeñas sucursales en el mercado.
Axlin acudía allí siempre que podía. La mayor parte de las veces no tenía nada que comprar, pero le gustaba hablar con los recién llegados, preguntar a los buhoneros por los lugares que habían visitado en sus viajes y recabar información sobre las aldeas de origen de los nuevos habitantes de la Ciudadela.
Así iba, poco a poco, ampliando su investigación. Durante los meses anteriores, además, se las había arreglado para interrogar a algunos Guardianes sobre los monstruos que conocían. La mayoría de ellos no eran muy habladores, pero siempre había alguno más amable que los demás. Cuando los llamaban para que se encargasen de algún monstruo, Axlin trataba de presentarse en el lugar para examinarlo una vez que ellos concluían su trabajo. Que le permitieran o no acercarse dependía mucho también de los Guardianes que se hubiesen ocupado del asunto en cada caso. Había algunos que no veían inconveniente en ello, siempre que el monstruo hubiese sido ya debidamente neutralizado. Otros, por el contrario, la enviaban a su casa con amabilidad, pero con firmeza.
En los últimos tiempos, sin embargo, Axlin tenía la sensación de que los Guardianes cordiales escaseaban cada vez más. La gente corriente, por el contrario, acudía a ella más a menudo en busca de consejo. Y así fue como descubrió que, pese a los esfuerzos de los Guardianes, el número de ataques de monstruos iba aumentando poco a poco.
Fue una mañana en el mercado, días después de su encontronazo con Xein a causa del piesmojados. Axlin recorría los puestos sin prisa, disfrutando de su día libre. Se detenía especialmente en los herbolarios porque estaba tratando de recuperar la colección de venenos que había tenido que vender a su llegada a la Ciudadela. Las autoridades le permitían poseer una ballesta porque había demostrado que sabía utilizarla, pero el asunto de los venenos les generaba cierta desconfianza. Ella sabía que podía tener problemas si se corría la voz de que adquiría sustancias peligrosas en el mercado, de modo que iba poco a poco comprando los ingredientes por separado y en pequeñas cantidades.
Aquel día le salió al paso una mujer cuando estaba ya a punto de marcharse.
—Disculpa..., ¿eres la joven que trabaja en la biblioteca? —le preguntó. Axlin se detuvo y asintió—. He oído que la otra noche los Guardianes mataron a un piesmojados en el pozo de la zona nueva, ¿es cierto?
Ella dudó. Tiempo atrás habría respondido sin problemas, pero últimamente algunos Guardianes se molestaban si contaba detalles de lo que hacían. Axlin opinaba que toda información sobre los monstruos debía ser compartida y difundida, pero no deseaba enemistarse con ellos ni darles motivos para que le impidiesen seguir asistiendo a sus cacerías.
—Mi familia y yo vamos a mudarnos allí la próxima semana —insistió la mujer—. Necesito saber si es verdad que hay monstruos.
Axlin suspiró. No podía negarle aquello.
—Había un piesmojados, pero ya no lo hay —respondió—. Entró en la ciudad a través del pozo, pero ya han dado aviso de que lo reparen.
Ella no parecía muy convencida.
—Se llevó a una niña, ¿no es así? —preguntó en voz baja.
—Sí. Pero ya está muerto y no va a llevarse a nadie más.
La mujer sacudió la cabeza.
—Mi familia y yo vinimos a la Ciudadela huyendo de los monstruos que atacaban nuestra aldea —murmuró—. Llevamos dos años aquí; mi marido y mi hijo mayor han trabajado en la construcción del barrio nuevo, todos los días levantando muros de sol a sol, para que tuviésemos preferencia en las listas. Por fin había llegado nuestro turno; nos han concedido una de las casas que ellos mismos construyeron, pero, si hay monstruos..., ¿qué sentido tiene?
Axlin quiso decirle que en la Ciudadela no había monstruos; no obstante, aún recordaba las huellas del piesmojados junto a la cama de la niña desaparecida, y no fue capaz de mentirle. Le ofreció el único argumento que podía consolarla:
—Puede que haya monstruos, pero son muchos menos que en cualquier enclave al otro lado de la muralla. La Ciudadela está mucho más protegida que la aldea de la que os marchasteis. Y están los Guardianes.
La mujer suspiró.
—A veces ni siquiera los Guardianes llegan a tiempo. El mes pasado abatieron a un malsueño en el sector sur..., pero no antes de que devorara a tres personas mientras dormían.
—¿De veras? —se sorprendió Axlin—. No me había enterado. Quizá sean solo rumores.
—Son más que rumores. Uno de los muchachos que murieron era amigo de mi hijo. Y eso no es todo —añadió—. Cuentan que han desaparecido niños pequeños en el segundo ensanche. A causa de las pelusas.
Axlin palideció. Mucho tiempo atrás, en su aldea natal, las pelusas habían devorado también a un chiquillo que estaba bajo su cuidado. Ella no había podido hacer nada por evitarlo, y los gritos de Pax todavía resonaban a veces en sus peores pesadillas.
—... y se comenta que hay escupidores y nudosos en los jardines del primer ensanche —seguía diciendo la mujer.
La joven se repuso.
—Eso no puede ser verdad —replicó—. Existe la posibilidad de que algún monstruo logre entrar en el anillo exterior superando las murallas y a los Guardianes, pero tanto el primer como el segundo ensanche son completamente seguros.
—La primavera pasada, el dueño de una taberna del sector oeste encontró un crestado en su sótano, entre los barriles de cerveza. Pudo huir a tiempo, cerrar la puerta y avisar a los Guardianes, pero...
Axlin asintió. Conocía la historia y sabía que esa sí era cierta.
—En cualquier caso, son ataques puntuales —le recordó—. Y la mitad de ellos no han sucedido en realidad. Siempre que los Guardianes cazan algún monstruo, la gente se pone nerviosa y empieza a imaginar que los ve por todas partes, pero eso no es así. A pesar de todo, la Ciudadela es el lugar más seguro del mundo.
La mujer la miró con cierta suspicacia, pero Axlin hablaba muy en serio. Había viajado mucho y había visto muchas cosas, y sabía lo que decía.
Su interlocutora suspiró y dejó caer los hombros.
—De acuerdo —admitió—. Entonces ¿podemos instalarnos en el barrio nuevo?
—Hasta donde yo sé, sí. —Axlin dudó un momento antes de añadir—: No obstante, mientras no se arregle el pozo, sería conveniente mantener la chimenea encendida por las noches y prender braseros en los dormitorios.
La mujer alzó la mirada hacia el sol abrasador que relucía sobre la Ciudadela, pero no discutió. Le dio las gracias y se alejó calle abajo.
Axlin comprobó que se le estaba haciendo tarde y echó a andar con su paso renqueante, buscando siempre la sombra de la alta muralla, que en invierno convertía aquel barrio en un lugar frío, húmedo y oscuro, pero que en verano suponía una auténtica bendición. Cuando se vio obligada a caminar de nuevo a pleno sol, pensó en los Guardianes que patrullaban en las almenas. Alzó la mirada y localizó la silueta de uno de ellos en lo alto de la muralla, erguido como un poste, como si el intenso calor no lo afectara. Llevaba una lanza, y Axlin pensó inmediatamente en Xein; pero desde aquella distancia no podía identificarlo con seguridad, y de todas formas no tenía por qué ser él. Muchos Guardianes portaban lanzas; por lo que ella sabía, en el Bastión los entrenaban para pelear con toda clase de armas, pero después ellos escogían una o dos en concreto para utilizarlas de forma habitual. Casi todos eran expertos en el manejo de las dagas y también había numerosos arqueros.
Sacudió la cabeza y prosiguió su camino. Debía dejar de pensar en Xein. Durante un tiempo había creído que podían volver a estar juntos o, al menos, ser amigos; pero, con el paso de los meses, iba asimilando que él quería dejar su pasado atrás, y que eso la incluía a ella. Le hubiese gustado, sin embargo, que su corazón dejase de acelerarse cuando lo veía por la calle o junto a la puerta de la muralla. Habría deseado que sus ojos no lo buscaran en los rasgos de todos los Guardianes con los que se cruzaba. Una parte de ella incluso anhelaba que su mente dejara de soñar con él por las noches. Después de todo, era Axlin quien se había marchado y lo había dejado atrás para seguir viajando. Habían prometido que volverían a encontrarse, y después ella había pasado un año entero angustiada porque los Guardianes de la Ciudadela se lo habían llevado al Bastión a la fuerza y no tenía noticias de él.
Pero Xein estaba vivo, estaba bien, y parecía haber encontrado su lugar entre los Guardianes. Había iniciado una nueva vida en la que no había espacio para Axlin. Ella tenía la sensación de que él había cambiado, o tal vez lo habían obligado a cambiar de alguna manera. Pero había pasado mucho tiempo después de todo, y no podía asegurarlo.
Quizá él la había olvidado voluntariamente. Y, si era así, ¿acaso tenía ella derecho a tratar de hacerle cambiar de opinión?
Suspiró. No tenía sentido seguir dándole vueltas. Después de todo, había otros asuntos que reclamaban su atención.
Estaba, por ejemplo, todo lo que le había contado la mujer del mercado. Axlin vivía en el segundo ensanche y le inquietaba mucho la posibilidad de que los monstruos hubiesen podido llegar hasta allí. Resultaba poco probable: podían superar una muralla y burlar a los Guardianes en el anillo exterior, porque era el barrio más caótico de la Ciudadela y porque recibía muchísimos visitantes de fuera, pero era prácticamente imposible que lograsen superar la segunda muralla sin que los Guardianes los detectasen. Podía hablar con ellos al respecto, aunque tenía la intuición de que no estarían muy dispuestos a responder a sus preguntas.
Pero quedaba la gente del barrio. Si se habían producido ataques de monstruos en el segundo ensanche, o incluso en el primero, alguien lo sabría.
Decidida a averiguarlo, se internó por las calles de la Ciudadela, desafiando al calor, en dirección a la puerta que comunicaba el anillo exterior con el segundo ensanche.
Desde lo alto de la muralla, Xein la observaba.
Le había tocado guardia de almenas aquella mañana. No era un cometido agradable; los Guardianes pasaban calor en verano, se congelaban de frío en invierno y se aburrían profundamente en cualquier época del año. Pero, como ellos mismos solían decir, alguien tenía que hacerlo.
Había muchas y muy variadas tareas para un Guardián recién graduado como Xein. Todos los días hacía un turno de patrulla, ya fuese por las calles, en las puertas o en lo alto de la muralla. Pero, además de eso, continuaba su formación en el cuartel general de los Guardianes, donde se le había asignado una habitación sencilla y austera, como las de todos los miembros del cuerpo, incluidos los altos mandos. En alguna ocasión lo habían enviado también en misión a las Tierras Salvajes para cazar monstruos o a algún enclave cercano para solucionar problemas puntuales ocasionados por ellos. Xein agradecía aquellas escapadas porque le permitían poner a prueba sus habilidades, pero, sobre todo, porque podía salir de la Ciudadela.
No se encontraba mal allí en realidad. Tenía una vida ocupada y ordenada que compartía con compañeros que habían seguido el mismo adiestramiento que él y poseían sus mismas capacidades. Comparado con su experiencia en el Bastión, su destino en la Ciudadela era algo parecido a unas relajantes vacaciones.
Pero había enormes murallas y cientos de edificios. Y gente, mucha gente por todas partes. Y no podía salir al exterior cuando lo deseaba. Xein se había criado con la única compañía de su madre en una aldea que ni siquiera tenía una empalizada en condiciones. La Ciudadela lo abrumaba en muchos sentidos.
Cuando le tocaba guardia de almenas, podía contemplar el horizonte y recordar lo grande que era el mundo en realidad. Su adiestramiento en el Bastión se había centrado sobre todo en la caza de monstruos, pero allí, en la Ciudadela, continuaba complementando su formación con otro tipo de conocimientos. Había visto por primera vez mapas que incluían todo el mundo conocido, con la Ciudadela justo en el centro. Ahora, cuando miraba a lo lejos desde lo alto de la muralla, podía poner nombre a los territorios que divisaba. Al norte estaban las Tierras Salvajes, donde solo había monstruos y lo único que quedaba del mundo civilizado era el Bastión, en el que se entrenaban los futuros Guardianes. Le habían contado que, en los días claros, se podía ver su silueta en el horizonte desde las almenas, pero, por mucho que se esforzara, solo lograba distinguir los picos de las montañas.
Hacia el sur, en cambio, las cosas eran muy diferentes. Xein había aprendido que en aquella dirección se extendían las Tierras Civilizadas, un entramado de aldeas fortificadas bien comunicadas entre sí, que se habían desarrollado bajo la influencia de la Ciudadela y la protección de los Guardianes. Las más grandes tenían, de hecho, pequeños acuartelamientos permanentes. Él deseaba que algún día lo destinasen a uno de ellos. Decían que la vida allí era más tranquila y apacible, pero aún sufrían ataques de monstruos y, por tanto, la presencia de los Guardianes seguía siendo imprescindible.
En el horizonte oriental se alzaba una inmensa cadena montañosa que los Guardianes conocían como «la Última Frontera». Xein no tenía mucha información sobre lo que había más allá; solo sabía que al otro lado de la cordillera habitaban los monstruos más aterradores a los que se habían enfrentado, y que los Guardianes custodiaban los pasos y los desfiladeros para evitar que atravesasen las montañas y llegasen hasta la Ciudadela. Tenía entendido que solo enviaban allí a los más curtidos porque era un territorio demasiado peligroso para los jóvenes recién graduados como él.
Aquella mañana, sin embargo, lo habían mandado a patrullar la muralla exterior en el sector oeste. De allí partía una larguísima calzada que se transformaba en camino a partir de la Jaula, y que en algún lugar, mucho más lejos, comunicaba con las aldeas perdidas. Desde la Ciudadela se estaba poniendo mucho empeño en transformar aquella región en algo parecido a las Tierras Civilizadas del sur, y poco a poco lo estaban consiguiendo. Los territorios que se extendían entre la Jaula y la Ciudadela eran más prósperos y estaban mejor defendidos que los enclaves más alejados, y los Guardianes, de hecho, estaban estableciendo ya acantonamientos en algunas aldeas. Más allá de la Jaula, sin embargo, la vida era un poco más difícil. Xein procedía de aquella región y sabía por experiencia que allí los monstruos todavía destruían aldeas enteras a veces. Debido a ello, los enclaves más alejados se estaban quedando aislados, y cada vez llegaba menos gente desde tierras lejanas. Cada cierto tiempo, en la Ciudadela se daba por hecho que los últimos enclaves occidentales habían caído por fin, pero entonces llegaba alguien procedente del oeste e informaba de que algunos resistían todavía en condiciones muy precarias. Algún día, le habían explicado a Xein, los Guardianes de la Ciudadela viajarían al oeste para ayudar a aquellas personas a luchar contra los monstruos; no obstante, primero había que asegurar la capital, proteger debidamente los enclaves cercanos y consolidar la defensa de la Última Frontera en oriente.
Así que con toda probabilidad las aldeas perdidas del oeste caerían mucho antes de que los Guardianes acudiesen a rescatarlas, cavilaba Xein. Axlin procedía de allí, y le había contado historias verdaderamente sobrecogedoras.
Sacudió la cabeza para no pensar en ella. A menudo, su mirada se perdía en la larga calzada que conducía al oeste, el mismo camino que había llevado a Axlin desde su remota aldea hasta la Jaula, y de allí a la Ciudadela. La había admirado mucho al principio por haber viajado desde tan lejos; porque era bella, inteligente y valiente. Se había enamorado de ella como un estúpido.
Pero eso había sucedido mucho tiempo atrás, antes de que él comprendiera cómo funcionaba el mundo en realidad. Antes de que conociera lo que había en el fondo del corazón de Axlin.
El camino del oeste siempre estaba muy transitado, y tal vez por eso el Mercado de la Muralla se había desarrollado en aquel sector de la ciudad, el que recibía un mayor flujo de visitantes. De las aldeas occidentales venían buhoneros y comerciantes de todo tipo, pero también mucha gente que emigraba a la Ciudadela en busca de un futuro mejor. Era más entretenido, por tanto, hacer la guardia de almenas en aquel sector. Desde allí debía vigilar no solo el camino y los terrenos fuera de las murallas, sino también lo que sucedía en el interior. Y el mercado solía estar muy animado todas las mañanas.
Mientras observaba los puestos desde su atalaya, Xein la vio. La reconoció por su forma de caminar; la vio detenerse a conversar con una mujer y proseguir después su camino. Se irguió de forma inconsciente cuando ella alzó la cabeza para mirar a lo alto de las almenas. Pero era poco probable que lo identificara desde allí. Cuando por fin Axlin se puso en marcha de nuevo y se alejó hacia el corazón de la urbe, Xein se quedó mirándola unos instantes y después apartó la vista.
Rox tenía razón, pensó. Debía dejar aquella historia atrás y no permitir que la presencia de Axlin lo perturbase. Tiempo atrás, durante sus primeras semanas en el Bastión, habría dado lo que fuera por volver a verla, por tenerla cerca..., y ahora lo único que deseaba era perderla de vista de una vez por todas. Se había resignado a encontrársela de vez en cuando por la calle; al fin y al cabo, era una ciudadana más. Pero no soportaba que se entrometiera en los asuntos de la Guardia de la Ciudadela. Hubo una época en que el interés de Axlin por los monstruos le había resultado cautivador, un rasgo de su carácter que la hacía más especial y atractiva a sus ojos. Pero, ahora que Xein se dedicaba en cuerpo y alma a luchar contra los monstruos, la insaciable curiosidad de la joven lo irritaba profundamente. Y se sentía también molesto consigo mismo por permitir que lo afectara cualquier asunto relacionado con ella.
Por fin dio la espalda a la Ciudadela y clavó su mirada en el horizonte, decidido a no pensar más en ello. Su historia con Axlin pertenecía al pasado y allí debía quedarse; él, por su parte, no sentía el menor deseo de reavivarla.
Al llegar a la biblioteca, Axlin miró de reojo las grandes puertas enrejadas del cuartel general de los Guardianes, que se alzaba al otro lado de la calle, con la esperanza de vislumbrar a Xein. Se estremeció un momento ante el enorme escudo grabado en piedra sobre la entrada; tenía forma de ojo, y su laberíntico diseño simbolizaba la mirada vigilante de los Guardianes sobre todos los rincones de la Ciudadela. Pero ella tuvo la inquietante sensación de que la observaba con reprobación, de modo que apartó la vista, sacudió la cabeza y se obligó a centrarse en otros asuntos.
Cuando estaba a punto de subir por la escalinata, le llamó la atención una joven que aguardaba en la esquina, a la sombra del edificio, como si estuviese esperando a alguien. Lucía un peinado muy elaborado y vestía ropas coloridas y ostentosas que no eran habituales en aquel barrio, por lo que Axlin se preguntó si acaso residiría en la ciudad vieja. En la biblioteca no solían recibir visitantes tan distinguidos. Todos sabían leer, naturalmente, ya que el centro de la Ciudadela era el lugar más próspero y cultivado del mundo conocido. Pero los residentes nunca acudían personalmente a consultar los libros. Si tenían interés en alguno en particular, enviaban a un asistente a buscarlo en su nombre.
La joven se dio cuenta de que Axlin la observaba; vaciló un instante, como si quisiera dirigirle la palabra, pero finalmente desistió y dio media vuelta. Axlin apreció entonces la abultada curva de su vientre y se apresuró a acercarse a ella.
—¿Buscas a alguien, ciudadana? —le preguntó—. ¿Te puedo ayudar?
Ella dudó unos segundos, pero por fin negó con la cabeza.
—No, yo solo... estaba paseando.
Axlin se quedó mirándola. Había un buen paseo desde la ciudad vieja, sobre todo para una mujer en avanzado estado de gestación como ella, que además calzaba unos zapatos pequeños e incómodos. Aunque tal vez se hubiese desplazado hasta allí en carruaje, lo cual seguía sin tener sentido. En el centro había amplios jardines mucho más agradables que la avenida en la que estaba situada la biblioteca.
—¿Quieres pasar a descansar dentro? Hace calor. Podemos ofrecerte agua fresca.
Ella pareció sentirse seriamente tentada por la oferta, pero acabó declinándola.
—No, muchas gracias. Seguiré paseando por aquí.
Axlin abrió la boca para insistir, pero al final desistió. Después de todo, tenía entendido que la gente de la ciudad vieja era un tanto extravagante.
Entró en la biblioteca y respiró hondo, sintiéndose como en casa. Había pocas personas en la sala; muchas de ellas eran escribas contratados por otras personas, por lo general residentes del centro o del primer ensanche, para que realizaran copias de libros que deseaban añadir a sus colecciones privadas. Axlin saludó con un gesto y una sonrisa a uno de los habituales, un joven pelirrojo que acudía regularmente a consultar tratados filosóficos, y buscó a Dex con la mirada, pero no lo encontró. Sí vio a la maestra Prixia, sumida, como de costumbre, en la lectura de un grueso volumen. Se acercó a ella y carraspeó para llamar su atención. La bibliotecaria alzó la cabeza y la miró por encima de sus anteojos.
—Perdona que te moleste, maestra —dijo Axlin—. ¿Hoy no ha venido Dex? Me había dicho que me traería un nuevo bestiario.
Ella se mostró algo desconcertada.
—Sí, por supuesto. ¿No lo has visto? —Axlin negó con la cabeza—. Hoy ha llegado incluso antes que yo —prosiguió la bibliotecaria—, y me ha dicho que se quedaría hasta tarde porque tenía mucho trabajo. Búscalo, no puede andar muy lejos.
Pero Axlin no lo encontró. Preguntó al portero si había visto salir a su compañero, y él le respondió negativamente. Aquello no quería decir gran cosa en realidad; ella sabía que el hombre tendía a echar cabezadas ocasionales.
—Le habrá surgido algún asunto urgente —dijo la maestra Prixia cuando la joven le comentó que no había localizado a Dex.
Era una posibilidad, pero a ella le extrañaba que se hubiese ido sin dejar en la biblioteca el bestiario que había prometido llevarle. Aquello no era propio de él.
Se dedicó, por tanto, a otros quehaceres. Ordenó las estanterías, atendió a un escriba que buscaba un volumen en particular y después se sentó para continuar con su trabajo. El libro que había redactado durante su viaje se había quedado pequeño en comparación con todo lo que había aprendido con la lectura de los bestiarios de la Ciudadela. Todos los días dedicaba un tiempo a tomar notas y a realizar nuevos bocetos e ilustraciones con la intención de pasar a limpio todo aquel material en cuanto hubiese acabado de compilarlo. Tiempo atrás, había descubierto que la maestra Prixia tenía razón con respecto a su propia obra: durante su viaje, Axlin había aprendido muchos detalles sobre los monstruos que no había visto recogidos en ninguno de los bestiarios de la biblioteca. De modo que ahora estaba trabajando en una obra mucho más completa y ambiciosa, que recogiese tanto el conocimiento de los Guardianes como la antigua sabiduría de las aldeas, todo en el mismo volumen.
Cuando llegó la hora de marcharse a casa, Dex todavía no había regresado, y ella se preguntó qué andaría haciendo. Su amigo podía parecer despreocupado a veces, pero adoraba su trabajo en la biblioteca y rara vez faltaba. Quizá se había sentido indispuesto, pensó Axlin mientras salía del edificio.
Pero a la mañana siguiente lo vio de nuevo en la biblioteca, puntual y sonriente como de costumbre; se había acordado de llevar el libro para Axlin y parecía encontrarse en perfecto estado de salud, de manera que ella optó por no conceder mayor importancia a su repentina desaparición del día anterior.
3
Rox cargó otra flecha más. Xein sabía que ella prefería la lucha cuerpo a cuerpo con armas contundentes como el hacha o el machete, pero a los verrugosos era mejor atacarlos a distancia. Y a Rox tampoco se le daba mal el arco.
Controlaba los movimientos del monstruo desde lo alto de un edificio en construcción al que se había encaramado sin la menor dificultad. El verrugoso alzó la cabeza hacia ella y enseñó los colmillos. Tenía el tamaño aproximado de un perro grande, y su pelaje presentaba un diseño moteado que combinaba cinco colores diferentes, vivos y brillantes. No era precisamente una criatura que pasara desapercibida.
Xein obligó a retroceder a los obreros, que contemplaban la escena a cierta distancia, sobrecogidos.
—Atrás, atrás... El veneno de los verrugosos puede proyectarse bastante lejos —les advirtió.
Desde allí podía distinguir las pústulas que cubrían el cuerpo del monstruo y que quedaban ocultas por su llamativo pelaje. Probablemente, los obreros no las habían visto, pero para un Guardián como Xein resultaban muy evidentes. De lejos parecían simples bultos inofensivos..., pero, cuando se inflamaban, podían disparar chorros de una sustancia tan corrosiva que devoraba la carne de sus víctimas y les producía espantosas laceraciones. Pocas personas corrientes sobrevivían a un encuentro con un verrugoso, y muchas de las que lo hacían quedaban marc