La visita de un fantasma
Aquel estaba siendo el almuerzo más incómodo al que la princesa Felicia de Vestur había asistido en toda su vida.
Tampoco puede decirse que ella fuera una gran experta en reuniones sociales. Después de todo, había pasado quince años recluida en un castillo encantado, bajo el cuidado de su hada madrina, y, por tanto, no había tenido muchas ocasiones de alternar con otros miembros de la realeza.
No obstante, siempre había imaginado que su relación con su futura familia política se desarrollaría de una forma muy diferente.
Los reyes de Gringalot habían recibido a la pareja con perplejidad y cierta desconfianza. Habían hecho gala en todo momento de unos modales exquisitos, pero se notaba tanta frialdad en el ambiente que Felicia no podía evitar estremecerse, como si la hubiesen alojado en una caverna muy oscura y muy profunda, y aún no terminaba de comprender por qué. Dado que nadie había tenido noticias de Cornelio de Gringalot desde que un hechizo lo había transformado en piedra cien años atrás, Felicia había supuesto que la familia del joven lo acogería con la alegría de quien recibe un regalo inesperado, pero estaba claro que había algo que se le escapaba. El rey Petronio se mostraba confuso, y su esposa, la reina Brígida, parecía una estatua de hielo. A los tres príncipes tampoco los entusiasmaba especialmente la visita.
Cornelio carraspeó.
—He notado que se han hecho reformas en la torre oeste —comentó—. El nuevo tejado cónico es muy… moderno. Y coqueto, y estilizado —añadió—. Pero, sobre todo…, moderno.
—La torre original fue destruida por un rayo hace más de sesenta años —informó el rey, aún un poco desconcertado.
—Ah…, comprendo —murmuró Cornelio—. En ese caso, es lógico…
Felicia le tomó la mano por debajo de la mesa para infundirle ánimos.
Sobrevino otro largo silencio. La princesa se estaba preguntando si sería pertinente reanudar la conversación con algún comentario acerca del tiempo cuando la reina depositó la cuchara junto al plato, alzó la cabeza y miró con fijeza a su invitado.
—Hablad de una vez —le espetó—. ¿Qué habéis venido a hacer aquí?
Todos se mostraron sorprendidos ante el exabrupto, salvo el príncipe Donato, el mayor de los tres hermanos, que entornó los ojos y asintió con firmeza ante las palabras de su madre.
Cornelio le devolvió una mirada repleta de confusión.
—¿Acaso no es evidente? —respondió—. He vuelto a casa para reencontrarme con mi familia… y para presentar a mi prometida, como es costumbre.
—Habéis vuelto a casa después de cien años —puntualizó la reina—. Coincidiréis conmigo en que este ya no es exactamente el hogar que abandonasteis. Y no me refiero a la torre oeste —puntualizó, antes de que Cornelio pudiera replicar.
El joven reflexionó un momento antes de responder.
—Es cierto que todo ha cambiado mucho, y me doy cuenta de que ya nadie me esperaba, pero… aún somos familia, ¿no es cierto? Vos —añadió, dirigiéndose al rey— sois descendiente directo de mi hermana Viviana, que, según tengo entendido…
—Viviana de Gringalot fue vuestra hermana menor —interrumpió el príncipe Donato—. Vos erais, por tanto, el heredero al trono. Pero resulta… que ahora lo soy yo —soltó por fin, alzando la barbilla con gesto desafiante.
—Donato, por favor, no es el momento… —farfulló el rey, abochornado.
Felicia entendió de pronto cuál era el problema. No se le había ocurrido que la familia real de Gringalot pudiese considerar el asunto desde aquella perspectiva.
Cornelio inclinó la cabeza.
—Ya veo —murmuró.
—¿Acaso no vais a reclamar vuestro derecho a reinar después de mi padre… o incluso en su lugar? —prosiguió el príncipe Donato—. Después de todo, y aunque parezca que él os dobla la edad, en realidad vos sois cien años mayor.
Cornelio no dijo nada.
—No intentéis hacernos creer que no lo habíais pensado —acusó el príncipe.
Felicia sabía que Donato tenía razón. Durante el viaje hasta allí, su prometido no había dejado de parlotear sobre lo bien que iban a recibirlo en su reino cuando lo viesen regresar con vida, y todo lo que haría para compensar a sus súbditos por su larga ausencia en cuanto ascendiera al trono. Estaba claro que, a pesar de que él sabía que habían transcurrido cien años, en el fondo le costaba asimilarlo. Y tampoco había previsto que sus descendientes lo considerarían una amenaza a sus intereses.
—Y os presentáis aquí como si nada hubiese sucedido —continuó Donato—, y esperáis que os recibamos como si solo hubieseis estado un par de años ausente y todo siguiera tal cual lo dejasteis. Pero lo cierto es que no sois mi hermano mayor, aunque lo parezcáis, sino más bien… mi tatarabuelo, que a estas alturas debería llevar un siglo muerto.
Cornelio había ido palideciendo más y más con cada palabra de su descendiente. Pero fue lo que dijo el rey a continuación, tratando de parecer conciliador, lo que más lo impresionó:
—Tenéis que entender que, para nosotros, es como si hubiésemos recibido la visita de un fantasma.
—Pero yo… no soy un fantasma —musitó el joven—. Estoy vivo… y estoy aquí.
—Y he de añadir que Cornelio nunca ha sido particularmente inmaterial, a decir verdad —intervino Felicia, tratando de ayudar—. Por el contrario, cien años transformado en piedra lo han vuelto un tanto… rígido, podríamos decir. Definitivamente sólido —les aseguró.
Su prometido le dirigió una mirada apesadumbrada.
—Gracias, querida —murmuró, no muy convencido.
Donato volvió a tomar la palabra:
—Por otro lado, resulta muy extraño que nuestro antepasado perdido haya regresado cuando ya nadie lo esperaba, ¿verdad? Por lo que sabemos, bien podría ser un impostor.
El rey se apresuró a intervenir:
—La identidad de Cornelio está fuera de toda duda. No sé si te has fijado, pero es exactamente igual al retrato suyo que conservamos en la galería norte desde hace varias generaciones.
—Ah, sí —comentó Cornelio, alicaído—. Recuerdo ese retrato. Para mí, es como si lo hubiesen pintado el año pasado.
Pero no era así, pensó Felicia. Ella había regresado a casa después de quince años bajo la tutela de su hada madrina para reencontrarse con una familia a la que no conocía, pero que sin duda la recordaba y la había añorado todos y cada uno de los días de su retiro en el castillo encantado. A Cornelio, en cambio, no le quedaba nadie. Toda la gente que había conocido, desde su propia familia hasta el pintor de la corte, había muerto mucho tiempo atrás.
Felicia sintió que se mareaba.
—Disculpadme —musitó—, necesito tomar el aire.
Se levantó de la mesa, sin preguntarse si era o no adecuado, y se apresuró fuera del comedor.
Y seremos felices y comeremos perdices
Una vez en el pasillo, se asomó al primer balcón que encontró. Apoyó las manos sobre la balaustrada e inspiró hondo, preguntándose qué le aconsejaría Camelia si se hallase a su lado. Su hada madrina siempre parecía tener la respuesta a todas las preguntas y la solución a todos los problemas.
—¿Es verdad que Cornelio tiene más de cien años? —preguntó de pronto una voz infantil a su lado, sobresaltándola.
Felicia descubrió entonces que el menor de los príncipes de Gringalot la había seguido hasta allí sin hacer ruido. Recordó oportunamente que se llamaba Florián.
—Sí —le respondió con una sonrisa.
El niño frunció el ceño, pensativo.
—Pero te vas a casar con él. ¿No es muy viejo para ti? —siguió preguntando.
Felicia reprimió una carcajada.
—Que naciera hace más de cien años no implica que haya vivido todo ese tiempo —precisó.
Al comprobar que Florián seguía sin entenderlo, optó por empezar desde el principio:
—Hace un siglo, lustro arriba, lustro abajo, el valiente príncipe Cornelio de Gringalot acudió al castillo de una bruja malvada para salvar a todos los jóvenes que ella había encantado durante su reinado de terror. Pero falló en su empeño, y la bruja lo convirtió en una estatua de piedra.
»Pasaron los años, y todo el mundo dio por muerto a Cornelio. Sin embargo, no lo estaba: permanecía hechizado en el sótano del castillo, junto con el resto de las estatuas de la colección de la bruja, que también eran personas encantadas. Hasta que, mucho tiempo después, la bruja fue derrotada…
—… ¡Y Cornelio volvió a ser una persona de carne y hueso!
—Todavía no —replicó Felicia, imitando sin darse cuenta el tono irritado que empleaba su madrina cada vez que alguien la interrumpía cuando estaba contando una historia—. Las personas hechizadas no dejaron de ser estatuas tras la muerte de la bruja. Pero sucedió que, poco después, un hada decidió instalarse en aquel castillo abandonado para criar a su ahijada… —Hizo una pausa, esperando, esta vez sí, que el niño interviniera para decir algo como: «¡Y esa eras tú!». Pero Florián permaneció en silencio, de modo que Felicia continuó, un poco decepcionada—: Y esa era yo.
—¿El hada? —preguntó el príncipe, de nuevo a destiempo.
Felicia suspiró para sus adentros.
—No, el bebé. Mi madrina y yo vivimos en aquel castillo durante quince años. Siempre supe de la existencia de las estatuas del sótano, pero no me atrevía a entrar allí, porque sabía que una vez habían sido personas de carne y hueso. No obstante, cuando me hice mayor, perdí el miedo y empecé a visitarlas. Y allí descubrí a Cornelio, que llevaba cien años transformado en piedra, y… —Se detuvo de golpe, preguntándose si era necesario que Florián conociese todos los detalles. Decidió que no—. Y lo desencanté —concluyó—, y para él fue como si no hubiese pasado el tiempo. Y salimos del castillo juntos, y ahora vamos a casarnos. Y seremos felices y comeremos perdices —finalizó con una amplia sonrisa.
Pero el príncipe no se había quedado satisfecho con el final.
—¿Y qué pasó con el resto de las estatuas? —quiso saber—. ¿Las desencantaste también?
—Pues… lo cierto es que no.
—¿Y por qué no?
Felicia se sonrojó, evocando la colección de apuestos héroes de piedra del sótano del castillo.
—Ah, porque…, porque el hechizo no funcionaba con ellas —farfulló por fin.
Florián frunció el ceño, no muy convencido.
—Pero ¿cómo escapasteis de la bruja malvada? —siguió preguntando.
—No era una bruja malvada —puntualizó ella—. La bruja murió hace mucho tiempo, ya te lo he dicho. Mi hada madrina es ahora la dueña del castillo, y ella…
Dejó la frase a mitad, pensativa. Lo cierto era que Camelia no se había tomado muy bien la noticia de que su ahijada pretendía marcharse con el príncipe que acababa de desencantar. Enfrentarse a ella había sido una de las cosas más difíciles que había hecho en su vida, pero Felicia seguía pensando que, pese a todo, su madrina no era una mala persona.
—Pero mis hermanos dicen que los reyes de Vestur… —empezó el niño.
En aquel momento, la voz de Cornelio interrumpió la conversación:
—¡Felicia!
La princesa se volvió hacia él. Su prometido avanzaba a grandes zancadas por el corredor, pálido y con gesto descompuesto, como si le hubiese sentado mal el almuerzo.
—Cornelio, ¿qué…?
—Volvemos a Vestur —cortó él—. Ahora mismo.
—¿Qué? Pero ¿por qué?
—Te lo contaré por el camino.
La única manera de tratar con las brujas
El pequeño reino de Gringalot estaba a tres días de viaje de Vestur. Aunque Felicia sentía un gran respeto por los espacios abiertos debido a que había pasado toda su vida encerrada en un castillo encantado, había disfrutado del trayecto de ida, puesto que por primera vez se le presentaba la oportunidad de visitar otros lugares, de conocer otras gentes y de contemplar otros paisajes. Quizá debería haberse preguntado por qué sus padres los habían animado a viajar a Gringalot en primer lugar, antes incluso de que tuviese ocasión de recorrer a fondo su propio reino, pero dio por sentado que ellos entendían que el pobre Cornelio había esperado ya demasiado tiempo para resolver sus asuntos familiares.
El viaje de regreso, no obstante, se desarrolló en un ambiente muy distinto. Por lo que Felicia logró arrancarle a su taciturno prometido, al parecer las cosas se habían puesto tremendamente tensas entre él y el príncipe Donato, hasta el punto de que Cornelio había optado por abandonar el castillo antes de que los dos jóvenes acabasen enzarzados en un duelo de espadas para dirimir la cuestión dinástica.
—Seguiremos intentándolo por la vía diplomática —concluyó él con cierta brusquedad—. A distancia, por el momento.
El capitán de la guardia, que los había estado escuchando, sacudió la cabeza con pesar, pero no dijo nada. Felicia los había visto mantener una tirante conversación en voz baja, poco antes de partir de Gringalot. No sabía de qué habían estado hablando, pero tenía la sensación de que el capitán, que tenía la misión de escoltarla y protegerla durante su viaje, no estaba de acuerdo con el cambio de planes.
De modo que, durante el trayecto de regreso, todos estuvieron serios y silenciosos.
Por fin alcanzaron las fronteras de Vestur, al atardecer de la tercera jornada. Se detuvieron para pernoctar en una posada del camino, y el capitán sugirió alargar la estancia uno o dos días para que Felicia pudiese visitar con calma la región. Pero, a aquellas alturas, la joven estaba ya cansada de caras largas y silencios incómodos, y lo único que deseaba era llegar a su destino para poder consultar con sus padres el asunto de la herencia de Cornelio.
Reanudaron la marcha a la mañana siguiente, nada más salir el sol. Llegaron a la capital poco después del mediodía, pero el carruaje se vio detenido en la avenida principal por un gran flujo de gente que salía de la ciudad.
Felicia se asomó a la ventana y le preguntó a un campesino que pasaba:
—¿Qué sucede, buen hombre? ¿Es día de fiesta hoy?
—¡Han ajusticiado a una bruja, señorita! —respondió el aldeano alegremente—. Pero llegáis un poco tarde para verlo. ¡La muy malvada ya ha ardido hasta los huesos!
—No hables así —lo riñó su mujer—. No es un espectáculo edificante para una muchacha; seguro que la impresionaría mucho.
A la tierna edad de seis años, Felicia había sobrevivido al voraz apetito de otra bruja. La niña la había arrojado a un horno en llamas y había oído sus gritos de agonía a través de la puerta cerrada… hasta que dejó de emitirlos. Sabía que, a veces, el fuego era la única manera de tratar con las brujas.
Pero la aldeana tenía razón: no era algo agradable de ver.
Apartó la mirada con un estremecimiento.
—Corred la cortina, alteza —le aconsejó el capitán, tenso—. Cuanta menos gente os vea por el momento, mejor.
Felicia comprendió de pronto que aquellas personas no la habían reconocido como la princesa de Vestur.
Obedeció y se volvió hacia su prometido. Pero él también se mostraba extraordinariamente serio.
La joven oyó al capitán ordenando al cochero que diera un rodeo para evitar la multitud. El vehículo se puso en marcha de nuevo, con lentitud al principio, y fue ganando velocidad a medida que dejaban atrás el gentío.
En casa otra vez
Cuando, un rato más tarde, franquearon las puertas del palacio real de Vestur, Felicia ya se había olvidado de la bruja ajusticiada. El carruaje se detuvo en el patio delantero, y la muchacha bajó a tierra, aceptando la mano que le tendía el capitán.
Miró a su alrededor. El palacio de su familia era más grande e imponente que el castillo encantado en el que había pasado su niñez. También estaba mucho más aseado, rodeado de hermosos y pulcros jardines en los que, a diferencia del refugio de Camelia, no crecía ni un solo espino. Sin embargo, a ella aún le costaba asimilar que aquel era su verdadero hogar.
El rey Simón salió a recibirlos con paso apresurado.
—¡Felicia! —exclamó—. ¿Cómo habéis vuelto tan pronto? No os esperábamos hasta la semana que viene, por lo menos.
Sonreía, pero a ella no se le escapó la mirada interrogante que dirigió a Cornelio ni la forma en que este negó casi imperceptiblemente con la cabeza.
No obstante, malinterpretó el gesto y supuso que a su prometido le resultaba difícil confesar a su futuro suegro que su propia familia habría preferido que no lo desencantaran.
—Las cosas… no han salido como planeamos —murmuró.
El rey la miró un momento y la envolvió en un fuerte abrazo que la dejó sin respiración.
—Lo importante es que estás en casa otra vez —le dijo.
Felicia no supo qué responder. Era consciente de que sus padres la habían echado mucho de menos mientras había estado bajo la tutela de su madrina. Pero ella apenas los conocía.
Abrió la boca para decir algo, cualquier cosa, pero justo entonces el rey se volvió hacia su esposa, que acababa de salir también al patio.
La sonrisa de Felicia se debilitó un poco. La reina Asteria, una mujer de gran belleza y elegancia, avanzaba hacia ellos como si levitara sobre las baldosas del suelo. Comparada con ella, y a pesar de que había convivido desde pequeña con una criatura sobrenatural como Camelia, la princesa se sentía torpe y mundana.
—Felicia —la saludó la reina; le dio un abrazo rápido y ligero, muy diferente de la cálida bienvenida de su esposo—. ¿Qué ha sucedido? ¿No os han recibido bien en Gringalot?
La joven cruzó una rápida mirada con Cornelio, sorprendida de que su madre hubiese entendido cuál era la situación antes de que ninguno de los dos hubiese tenido la oportunidad de hablar siquiera. El príncipe frunció el ceño, un poco ruborizado. Felicia se preguntó cómo hablar de lo que había pasado sin humillarlo todavía más.
—Ya había… un príncipe heredero en el reino —empezó a explicar, con precaución—. Y otros dos de repuesto, por si acaso —añadió tras un instante de reflexión.
Al fin y al cabo, a un príncipe heredero podía pasarle cualquier cosa: una mala caída del caballo, una copa de vino envenenado, una bruja aficionada a transformar a la gente en piedra…
La reina alzó una ceja.
—Estaba al tanto, sí —asintió.
Cornelio se irguió para mirarla a los ojos.
—¿Vos… sabíais que mi propia familia me…?
«Rechazaría», adivinó Felicia que iba a decir. Pero el joven no completó la frase, y la reina tuvo la delicadeza de no hacerlo tampoco.
—Sabía que existía esa posibilidad —reconoció.
El rey, no obstante, se mostraba perplejo. Felicia comprendió que a él no se le había ocurrido en ningún momento.
—Pero… seguís siendo familia, después de todo. Esto no es muy diferente a cuando regresa un pariente tras un largo viaje por tierras lejanas, ¿no es así?
—Es diferente —replicó la reina, con un ligero tono irritado en su voz— porque, según las leyes de Gringalot y de todos los reinos civilizados, cuando un monarca muere, su corona pasa a su primogénito, salvo que este fallezca también antes de poder heredarla. Cuando Cornelio desapareció, su hermana sucedió a su padre en el trono. Los reyes actuales son sus descendientes. Pero se da el caso —concluyó, hablando despacio, como si su esposo fuera corto de entendederas— de que Cornelio no estaba muerto en realidad. Así que podría reclamar el trono si quisiera. Es lógico que tanto los reyes como sus hijos se sientan amenazados.
—Todo eso lo he comprendido —respondió el rey con impaciencia—. Pero sigo sin ver dónde está el problema. Cornelio solo ha de asegurarles que no tiene la menor intención de reclamar la corona y asunto arreglado. —Se dio cuenta de que tanto la reina como el príncipe lo miraban horrorizados, y añadió—: Podemos firmarlo en un tratado, si es necesario. Lo ratificaremos nosotros también, como valedores.
—¿Renunciar… a la corona de Gringalot? —farfulló Cornelio, pálido—. ¿De verdad… es eso lo que esperáis de mí?
—Por supuesto que no —se apresuró a aclarar la reina.
—Pero él no necesita el trono de Gringalot —replicó el rey, desconcertado—. Va a casarse con Felicia, ambos heredarán la corona de Vestur.
—¿Necesito recordarte lo importante que es la alcurnia del pretendiente de la princesa? —siseó su esposa—. ¿Precisamente a ti? ¿Después de todo lo que pasó?
—Precisamente yo sé muy bien lo que implica todo eso. Por todo lo que pasó.
Se quedaron mirándose un momento a los ojos, desafiantes, mientras Felicia y Cornelio los contemplaban con estupor. Por fin, el rey Simón carraspeó, incómodo, y apartó la mirada.
—Pero podemos hablar de todo eso después…, durante la cena…, cuando hayáis descansado un poco.
—Sí —añadió la reina, aún con la mandíbula tensa—. Tenemos que discutir todo este asunto con calma.
Una estrategia a largo plazo
Lo lamento mucho —dijo Felicia, afligida—. No conozco muy bien a mis padres, así que no sabía cómo iban a reaccionar.
Cornelio sacudió la cabeza con un suspiro. Se había acodado en el alféizar de la ventana y contemplaba con gesto abatido los jardines que se extendían a sus pies. Lo habían alojado en una habitación convenientemente separada de la de la princesa, dado que no estaban casados todavía, pero ella había ido a visitarlo de todas maneras, para poder hablar con él a solas antes de la cena.
—¿Crees que podríamos hacer lo que sugiere mi padre? —prosiguió Felicia—. ¿Lo del… tratado?
Él se volvió para mirarla.
—¿Crees que tu madre me apoyaría si reclamo el trono de Gringalot? —preguntó a su vez.
Ella avanzó unos pasos hasta situarse a su lado y apoyó la cabeza sobre su hombro.
—No necesitas la corona de Gringalot para ser mi esposo, Cornelio —le recordó—. No voy a rechazarte solo porque no puedas heredar un reino.
Él desvió la mirada, pero no respondió.
—Me han contado —prosiguió Felicia— que mi padre, el rey Simón de Vestur, fue una vez un simple mozo de cuadra, el hijo de un humilde porquero. Pero se enamoró de mi madre, que era una princesa, y tuvo que superar una serie de pruebas heroicas para demostrar que era digno de ella y, sobre todo, para compensar su origen humilde.
Se detuvo un momento, pensativa. Camelia había sido también el hada madrina de su padre, y lo había ayudado a triunfar en aquellos lances. Sin embargo, aquella historia había sido una de las pocas que nunca le había relatado a su ahijada. Durante el tiempo que la había mantenido recluida junto a ella en su castillo, de hecho, el hada había evitado hablarle de sus padres. Ahora que podía percibir por sí misma la tensión que existía entre ellos, Felicia no podía evitar preguntarse si, a diferencia de aquellas historias de amor que solía leer en los cuentos, la de los reyes de Vestur no tendría un final feliz.
Trató de no pensar en ello.
—Pero no es tu caso —concluyó—, porque, heredes o no la corona de Gringalot, perteneces a un linaje de reyes, así que no hay ningún motivo por el que no puedas casarte conmigo. Yo te aceptaría de todos modos —añadió en voz baja, con timidez—, aunque fueses el hijo de un porquero, como mi padre.
Cornelio, no obstante, arrugó la nariz con desagrado. Abrió la boca para responder, pero en aquel mismo momento un sirviente llamó con suavidad a la puerta para anunciarles que había llegado la hora de la cena.
Cuando los dos jóvenes entraron en el salón principal, se dieron cuenta enseguida de que el ambiente entre los reyes se había relajado un tanto. Parecía que ellos habían estado hablando en privado también y habían llegado a una especie de acuerdo.
Pero, pese a la obvia impaciencia del rey, su esposa no abordó el asunto hasta los postres.
—Tenemos una propuesta —empezó ella por fin—. Esperamos que el príncipe Cornelio la encuentre adecuada.
—¿Me apoyaréis en mi reclamación, pues? —preguntó el joven, esperanzado.
La reina desvió la mirada hacia el rey, que carraspeó con cierta incomodidad.
—Sin duda es legítima —respondió este—, pero tiene difícil solución. Los actuales reyes de Gringalot no cederán el trono sin más. Y, entonces, ¿qué haréis vos? ¿Iniciar una guerra?
Cornelio palideció.
—Si es necesario… —murmuró.
Felicia ahogó una exclamación y se volvió para mirarlo, sin poder creer lo que acababa de oír. La reina Asteria sacudió la cabeza con desaprobación.
—¿De verdad estáis dispuesto a ir a la guerra, príncipe Cornelio? ¿Con qué ejército? —Él no respondió, y ella prosiguió—: Vestur puede apoyar vuestra demanda, es cierto. Y quizá pudiésemos ganar. ¿Y luego? ¿Ordenaríais ejecutar a vuestra familia? ¿A los reyes? ¿A esos tres muchachos que se consideran a sí mismos herederos de Gringalot? —El príncipe desvió la mirada—. Y si hacéis todo eso, ¿qué sucederá después? ¿Creéis que el pueblo os aclamará como a su legítimo gobernante? ¿La misma gente que no os conoce, porque ni siquiera había nacido el día que desaparecisteis?
Cornelio alzó la cabeza hacia la reina, abrumado.
—Entonces, ¿qué proponéis? ¿Que renuncie al trono?
Ella arrugó un poco el entrecejo; estaba claro que la idea le disgustaba también. Tal vez por eso prefirió que fuese su esposo quien plantease la alternativa.
—Estamos pensando en una estrategia a largo plazo —empezó él—. Quizá vos no podáis ceñiros la corona de Gringalot, pero sí vuestro primogénito… si, cuando sea mayor, lo desposamos con alguna de las hijas del príncipe Donato.
—Esto se puede definir en los tratados —agregó la reina—. Podemos comprometernos a una futura alianza entre ambos reinos, antes incluso de que empiece a nacer la siguiente generación. De este modo, nos aseguraremos de que alguno de vuestros hijos heredará el trono de Gringalot.
—Pero… ¿Donato y Cornelio no son familia? —preguntó Felicia.
—Técnicamente, el primero es descendiente de la hermana del segundo —explicó su madre—. Por lo que los hijos de ambos serían más bien primos. Lejanos, añadiría yo, puesto que han pasado tres generaciones desde la reina Viviana.
—Pero, si renuncio a la corona, aunque sea en favor de mi futuro hijo —musitó Cornelio—, no seré nada. Ni rey de Gringalot ni príncipe heredero…
Felicia alargó la mano por debajo de la mesa para tomar la de su prometido, pero él rehuyó el contacto.
Los reyes de Vestur cruzaron una mirada.
—También tenemos una solución para eso —dijo el rey—. Se da la circunstancia de que tenemos vacante el título de Duque Blanco.
Cornelio hizo un esfuerzo por alzar la cabeza para escuchar con cortesía, pero Felicia tuvo la sensación de que en realidad no le interesaba mucho la propuesta.
—No está exactamente vacante —puntualizó la reina—. El Duque Blanco actual es mi esposo; pero, desde que subió al trono tras la muerte de mi padre, no ha podido dedicarse al ducado como antes.
—Lo tengo un poco abandonado —reconoció el rey, avergonzado—. El gobierno del reino nos mantiene ocupados.
—Las tierras del Duque Blanco son extensas y fértiles —prosiguió la reina—. Están situadas en la parte norte del reino, en la frontera con el Bosque Ancestral.
Cornelio entornó los ojos.
—He oído hablar de ese sitio.
—Ha cambiado mucho desde vuestra época —le aseguró ella—. Según la tradición, la misión del Duque Blanco consiste en mantener a raya a las criaturas del bosque para que no supongan una amenaza para el reino. Pero el más temible de aquellos monstruos fue… derrotado. —Felicia se dio cuenta de que su padre desviaba la mirada, como si aquella historia lo turbase profundamente—. Y ahora el ducado es un lugar seguro y pacífico, ideal para criar a futuros príncipes —añadió la reina, guiñándoles un ojo con picardía.
Su hija se sobresaltó y se sonrojó al mismo tiempo.
—¿Estás diciendo…?
El rey adoptó un gesto solemne.
—Os ofrecemos, príncipe Cornelio —anunció—, el título de Duque Blanco, con todas las tierras y riquezas que acarrea. Lo ostentaréis hasta que llegue la hora de que vos y mi hija Felicia heredéis la corona de Vestur.
La princesa se volvió hacia su prometido. Era un regalo espléndido, y ambos lo sabían. Cornelio inclinó la cabeza.
—Os agradezco vuestra generosidad, majestad, pero… no sé si puedo aceptar.
—¡Por supuesto que sí! —replicó el rey—. Tanto la reina como yo nos sentimos en deuda con vos por haber rescatado a nuestra hija.
—En realidad, fui yo quien lo rescató a él… —empezó Felicia; pero se dio cuenta enseguida de que aquella información no beneficiaba la causa de su prometido, por lo que se corrigió—: Bueno, nos rescatamos el uno al otro.
Cornelio permaneció en silencio durante un largo rato.
—En tal caso —dijo por fin—, será un honor para mí serviros como nuevo Duque Blanco de Vestur.
—¡Perfecto! —exclamó el rey Simón con una amplia sonrisa—. Mañana por la mañana celebraremos la ceremonia de nombramiento.
—Así podréis partir hacia el ducado después del almuerzo —añadió la reina Asteria.
—¿Partir? —repitió Felicia, alarmada.
—¡Por supuesto! Tenéis que presentaros ante los ciudadanos, para que conozcan a su nuevo duque y a su princesa, que estuvo tanto tiempo perdida. Además, la Torre Blanca es un bastión viejo y lúgubre que tiene serios problemas de humedad, por lo que tu padre y yo hemos pensado que lo mejor será que mandéis construir un palacio a vuestro gusto. Y eso lleva tiempo, ¿sabes? Así que, cuanto antes iniciéis las obras, mejor.
—¿Un… palacio? Pero…
—Necesitáis un lugar donde vivir cuando estéis casados, ¿no es así? —intervino el rey.
—Conozco un constructor muy competente —prosiguió la reina—. Ya he enviado un mensajero para avisarle de que iréis a visitarlo en cuanto lleguéis al ducado.
—Pero… yo no sé si… quizá… —balbuceó Felicia, abrumada.
—¡Maravilloso! —la cortó su madre, juntando las manos en un gesto que no admitía discusión—. La gente del ducado es algo peculiar… Se debe a la proximidad del Bosque Ancestral, me temo… Pero son buenos súbditos, en su mayoría. Disfrutad mucho del viaje. ¡El norte de Vestur está precioso en esta época del año!
Cornelio y Felicia cruzaron una mirada desconcertada. Si no fuera porque le parecía algo muy absurdo, la joven habría jurado que sus padres estaban deseando perderlos de vista cuanto antes.
Dime que no es verdad
El constructor que les había recomendado la reina Asteria resultó ser un individuo bajito y orondo que se balanceaba de una forma curiosa al caminar. Tenía unos ojillos pequeños y oscuros y una nariz ancha y ligeramente respingona.
Los recibió a la entrada de una sólida casa de ladrillo rojo con puertas y contraventanas pintadas de blanco. La fachada principal lucía un cartel que anunciaba, en letras trazadas con pulcritud: CONSTRUCCIONES LOS TRES HERMANOS. Felicia se dio cuenta de que su anfitrión parecía nervioso, por lo que se adelantó unos pasos para saludarlo con amabilidad:
—Buenos días; soy la princesa Felicia, y este es mi prometido, el príncipe Cornelio de Gringalot, nuevo Duque Blanco de Vestur. Hemos venido por indicación de la reina Asteria.
—Oooh, sí, sí, os esperábamos —respondió el hombrecillo—. Es solo que… quizá es algo temprano…
—Oh —murmuró ella. Lo cierto era que la Torre Blanca había resultado ser tan deprimente como le había advertido su madre, por lo que, después de pasar una única noche allí, la princesa le había insistido a Cornelio para que fuesen a visitar al constructor a primera hora de la mañana—. ¿Prefieres que volvamos más tarde?
—¡No, no, no, está bien! Pasad, altezas. Hablaremos con calma en mi taller.
Dio media vuelta y entró dando saltitos en el edificio. Cornelio y Felicia lo siguieron por un patio interior donde se oían unos fuertes ronquidos. La princesa detectó a otro individuo panzudo durmiendo a pierna suelta sobre un montón de paja. El constructor se ruborizó hasta las orejas.
—Es mi hermano menor, Gandulfo —les explicó—. En fin…, no le gusta mucho trabajar.
—Salta a la vista —comentó Cornelio.
Su anfitrión los condujo hasta una amplia sala de trabajo repleta de tablones de madera de diferentes clases.
—Disculpad si está un poco desordenado. Me han traído nuevo material de los bosques del oeste y aún no he tenido ocasión de organizarlo todo —se justificó—. No obstante, dispongo de algunas maderas nobles que serán perfectas para vuestro futuro hogar.
—¿Maderas nobles? —repitió Felicia sin entender.
El constructor asintió con energía.
—Para las paredes, recomiendo roble o nogal. Ambas son maderas muy sólidas, aunque quizá sus altezas las consideren poco distinguidas. Por eso, si me permitís la sugerencia, propondría forrar los interiores con tablones de caoba…
—Pero… ¿no deberíamos empezar por trazar los planos de la casa? —preguntó Cornelio, confuso.
—Y por elegir una ubicación, en primer lugar —añadió su prometida.
El constructor se volvió para mirarlos. Sus ojillos parpadearon con desconcierto.
—Bueno…
—Además —prosiguió Felicia—, no sé si la madera será un material apropiado para un palacio, o incluso para una casa señorial. ¿No es un poco… endeble? ¿No arde con facilidad?
Su anfitrión inspiró hondo. Parecía que las últimas palabras de la princesa lo habían herido, porque abrió la boca para replicar con gesto ofendido…, pero una voz lo interrumpió:
—¡Ranulfo! ¿Qué estáis haciendo aquí?
Los tres se volvieron para descubrir a un tercer hombrecillo que entraba con paso apresurado en el taller. Era muy similar al constructor y a su perezoso hermano, pero vestía de forma algo más pulcra y formal. Se detuvo nada más ver a los príncipes.
—¡Oh! ¡Altezas! —exclamó—. Disculpad el retraso. Soy Odulfo, el maestro constructor. He tenido que visitar una obra a primera hora de la mañana y no os esperaba tan temprano… ¿Os ha ofrecido mi hermano alguna clase de refrigerio mientras aguardabais?
Ranulfo gruñó por lo bajo de forma sorprendentemente parecida a como lo habría hecho un cerdo.
—Nosotros… estábamos hablando de maderas nobles —respondió Felicia, perpleja.
El recién llegado resopló con desdén.
—Maderas, por supuesto. —Le disparó una mirada irritada a su hermano—. No digo que no se puedan crear muebles bonitos con ellas, pero las casas…
—¿¡Muebles!? —estalló Ranulfo, ofendidísimo—. ¡No hay construcción más bella y elegante que una casa de madera!
—Madera, bah —replicó Odulfo con indiferencia—. ¡Unos buenos muros de piedra es lo que necesita cualquier castillo digno de tal nombre! ¡Sólido, firme y a prueba de lobos, ogros y brujas!
Cornelio y Felicia tuvieron la sensación de que no era ni mucho menos la primera vez que los dos hermanos mantenían aquella conversación.
—Pero no hagamos perder más el tiempo a sus altezas —concluyó el maestro constructor—. Acompañadme hasta mi despacho, si tenéis la bondad, y hablaremos de vuestro futuro castillo —les dijo a sus invitados.
Después trotó hacia la puerta con paso rápido y enérgico. Felicia se apresuró a seguirlo, aliviada. Odulfo parecía bastante más competente que sus dos hermanos juntos.
Durante el trayecto, el hombrecillo no dejó de parlotear:
—¡Es un inmenso honor para nuestra pequeña empresa familiar! Aquí, en el ducado, todos nos sentimos en deuda con vuestro padre, princesa Felicia. ¡Un gran hombre, un héroe sin igual y un magnífico soberano para Vestur!
—¿De verdad? —murmuró ella, un tanto sorprendida.
—¡Oooh, desde luego! El rey Simón acabó con el último Lobo del Bosque Ancestral, que había sembrado el terror en la región durante generaciones. Innumerables héroes y caballeros trataron de abatirlo a lo largo de los siglos, y todos hallaron la muerte entre sus fauces. Pero vuestro padre triunfó allí donde muchos otros habían fracasado —concluyó Odulfo, dejando escapar un suspiro de rendida admiración.
—Yo… no lo sabía —reconoció Felicia, impresionada.
—¿Cómo, no os lo han contado? —se sorprendió el constructor—. Bueno, esto sucedió hace años, antes incluso de que vos nacierais —prosiguió—. Pero el brazo de hierro del rey de Vestur nunca ha titubeado a la hora de luchar contra los monstruos que amenazan el reino, y eso es algo que las criaturas como nosotros nunca podremos agradecerle bastante. Sin ir más lejos, ha llegado a nuestros oídos que hace apenas un par de días se ejecutó en la capital a la malvada bruja del castillo de los espinos… ¿Os encontráis bien? —preguntó de pronto, observando a Cornelio con extrañeza.
Felicia se volvió hacia su prometido, que dejó de hacer aspavientos en cuanto ella lo miró.
—Sí, ¡ejem! —carraspeó él—. Solo estaba… espantando una avispa. ¿Podemos hablar de nuestro futuro castillo, por favor?
Pero Felicia había centrado de nuevo su atención en Odulfo.
—¿Has dicho que la bruja vivía en un castillo con espinos?
—¡No ha dicho eso! —se apresuró a intervenir Cornelio.
El constructor, sin captar las indirectas, siguió parloteando mientras sus sonrosadas mejillas resplandecían con una sonrisa de felicidad:
—¡Oooh, pero, por supuesto, vos debéis de saberlo mejor que nadie, alteza! Después de todo, estuvisteis secuestrada durante muchos años en ese horrible lugar.
El corazón de Felicia dejó de latir un breve instante mientras todo el mundo parecía paralizarse a su alrededor.
—La bruja… que quemaron en la hoguera… —musitó, casi sin aliento.
—… Era una horrible bruja malvada que capturaron en otro castillo con espinos… muy muy muy lejos de aquí —completó Cornelio.
—¿Qué decís? —replicó Odulfo, desconcertado—. ¡Todo el mundo sabe que se trataba de la misma perversa criatura que mantuvo prisionera a la princesa durante quince largos años! Incluso se celebró un juicio…, al que yo no pude asistir, por motivos de trabajo…
—Pero… no era una bruja —susurró Felicia, muy pálida—. Era mi hada madrina.
—Querida… —empezó Cornelio.
Ella se volvió con brusquedad hacia su prometido.
—Dime que no es verdad —le suplicó.
Él tragó saliva.
—No es… no es algo que deba preocuparte, Felicia —logró articular por fin.
Ella estaba ya muy asustada.
—No pueden… no pueden haberla quemado en la hoguera… Es algo… cruel e inhumano…
Cornelio carraspeó antes de responder:
—Hubo un juicio…
—Pero era mi madrina. Cuidó de mí durante toda mi vida.
—También fue mi hada madrina, hace mucho tiempo —replicó él—. Y por aquel entonces no tenía por costumbre secuestrar princesas ni cultivar zarzales asesinos, que yo recuerde. La gente cambia, Felicia. Y no siempre para bien. E incluso las hadas deben someterse a la justicia cuando utilizan sus poderes para el mal.
De pronto, ella cayó en la cuenta de lo que implicaba que aquella información no fuese nueva para su prometido.
—¡Tú…! Tú lo sabías desde el principio, ¿verdad? —susurró, mirándolo con los ojos muy abiertos.
Cornelio desvió la vista con un carraspeo, como solía hacer siempre que quería esquivar una pregunta a la que no deseaba responder.
—¿Cornelio? —insistió ella.
Él se aclaró la garganta de nuevo antes de contestar:
—Sí, estaba al tanto, pero…
—¿¡Y no me dijiste nada!? —casi gritó ella—. Espera —se le ocurrió entonces—: por eso nos fuimos a Gringalot con tantas prisas, ¿verdad? ¡Para que yo no pudiese asistir al juicio! Porque habría hablado en su favor, y ellos lo sabían.
Cornelio no lo negó.
—Lo cierto es que… tus padres pensaron… que, después de todo lo que has sufrido…, lo mejor para ti sería alejarte todo lo posible de esa mujer, para que, cuando volvieras…
—¿«Esa mujer»? —repitió ella—. ¡Fue tu hada madrina también!
—Sí, la misma que permitió que pasase cien años convertido en piedra en un oscuro sótano —señaló él con frialdad.
—¡No podía deshacer el conjuro de la bruja, ya te lo he dicho! Su magia…
—Su magia no servía para salvar a sus ahijados de hechizos malvados, pero sí para recluirlos toda su vida en un castillo encantado —concluyó Cornelio—. Comprendo.
—¡No comprendes nada! —gritó Felicia—. ¡Solo ella y yo sabíamos lo que pasó en el castillo! ¡Y ni siquiera me han permitido contarlo en el juicio!
—¿Sabes tú acaso lo que pasó fuera del castillo? ¿Lo que les sucedió a todas las personas que intentaron rescatarte y fueron atacadas por ese siniestro muro de espinos?
—Tú tampoco lo sabes porque, como muy bien me has recordado, estabas petrificado en el sótano —replicó ella con acidez.
—¡Pero me lo han contado!
—¡Por todos los…! —se impacientó Felicia—. ¿Sabes qué? No voy a perder el tiempo discutiendo contigo: me vuelvo a casa.
—¿A… casa?
—Con… mis padres. —Le costó un poco, sin embargo, procesar aquel pensamiento. Aún no terminaba de asimilar el hecho de que el castillo real de Vestur era ahora su nuevo hogar—. Y cuanto antes —reiteró.
Se volvió hacia el constructor, que asistía a la discusión con horrorizada perplejidad, sin terminar de comprender lo que estaba sucediendo.
—¿Podría usar vuestro espejo de viaje? —le preguntó ella.
—¿Espejo… de viaje? —repitió Odulfo—. ¿Os referís a uno de mano?
—No, no. Pregunto por un espejo mágico para viajar a lugares lejanos. En casa de mi madrina…
Recordó entonces que el castillo donde ella había crecido estaba habitado por un hada y había pertenecido anteriormente a una malvada bruja con cierta obsesión por los espejos mágicos. Era lógico pensar que no todo el mundo podía contar con objetos encantados como aquellos.
—¿Tenéis al menos una alfombra voladora? ¿Unas botas de siete leguas, quizá? —preguntó, cada vez menos esperanzada.
El maestro constructor parecía tan desconsolado que Felicia decidió no presionarlo más.
—No importa —decidió por fin—. Volveré en el carruaje, tal como he venido.
—Pero… ¿y la ceremonia de proclamación? —preguntó Cornelio con desconcierto.
Felicia se volvió hacia él, sin poder creer lo que acababa de escuchar.
—¿Cómo dices?
—La ceremonia de proclamación del nuevo Duque Blanco. Se va a celebrar esta misma tarde, querida. Todo el ducado ha sido invitado. Eres la princesa, y mi prometida: no puedes faltar.
Ella se quedó mirándolo, y tuvo la sensación de que por fin lo veía como realmente era: un príncipe egocéntrico al que le preocupaba más su posición social que ninguna otra cosa…, incluida ella misma.
Pestañeó, un tanto confundida, como si acabase de despertar de un hechizo. Se preguntó por primera vez, anonadada, si Cornelio la quería de verdad… o si iba a casarse con ella únicamente debido a su condición de princesa.
—¿Sabes? —murmuró, como si le hablara desde muy lejos—. Creo que ya no quiero ser tu prometida.
Cornelio sonrió, convencido de que se trataba de alguna clase de broma. Pero, cuando ella le dio la espalda y comenzó a alejarse sin más, su sonrisa empezó a desvanecerse.
—¿Felicia? ¡¿A dónde vas?! —le gritó, con una nota de pánico en su voz.
Ella no se molestó en explicárselo dos veces.
Un obstáculo en el camino
Felicia mantuvo la compostura hasta que se encontró por fin a solas en el interior del carruaje, de regreso a la capital del reino. Entonces hundió la cara entre las manos y se echó a llorar.
No había hablado con Camelia desde que se había enfrentado a ella para huir junto con Cornelio del castillo encantado. Pero estaba segura de que volvería a verla algún día; de que su madrina comprendería en algún momento que su joven ahijada necesitaba ver mundo y vivir su propia vida, y las dos harían las paces por fin. Nunca se le había ocurrido pensar, ni en sus más horribles pesadillas, que sus padres la prenderían, la juzgarían y la condenarían a morir en la hoguera, como una bruja cualquiera.
«Ella no era una bruja», pensó de pronto. «Era un hada de grandes poderes». Era imposible que unos simples mortales hubiesen sido capaces de acabar con su vida.
Quizá el maestro constructor estaba equivocado. Quizá sus padres habían hecho creer a todo el mundo que habían ejecutado a la criatura del castillo de los espinos para que sus súbditos respirasen tranquilos. Quizá Camelia estaba a salvo en algún otro lugar y Cornelio no lo sabía.
Se aferró a aquella esperanza.
Alzó la cabeza. Necesitaba interrogar a sus padres sobre el destino de su madrina. Y si era cierto que la habían hecho arder en la pira…, tenía que mirarlos a los ojos y preguntarles por qué.
Se dio cuenta entonces de que el carruaje aminoraba la velocidad. Oyó que el cochero y el capitán hablaban entre ellos, pero no entendió lo que decían. De modo que asomó la cabeza por la ventana.
—Capitán, ¿qué sucede? ¿Por qué vamos tan despacio?
El hombre se inclinó sobre su montura para responderle:
—Parece que hay un obstáculo en el camino, alteza. Todavía no sabemos…
—¡No es más que un gato! —exclamó en aquel momento el cochero, aliviado.
Arreó de nuevo a los caballos para recuperar velocidad.
—¿Un gato? —repitió Felicia, estirando el cuello a través de la ventana.
—Sí, ahora lo veo —dijo el capitán—. Se ha tumbado a dormir en medio del camino.
—Pero… ¿lo vamos a arrollar?
—Ya se apartará, alteza. Y, si no, peor para él.
—¿Qué? ¡De ningún modo! —Felicia se incorporó para sacar medio cuerpo por la ventanilla—. ¡Cochero! ¡Cochero, detén el carruaje!
—¿Qué? Bueno… —murmuró el hombre, tirando de las riendas otra vez.
El vehículo se detuvo con tanta brusquedad que la princesa estuvo a punto de precipitarse por la ventana. Se aferró a la cortinilla en el último momento.
El capitán acudió al rescate, bajando de un salto de su caballo, y le tendió la mano para ayudarla a descender del carruaje. Ella la tomó, aliviada.
—Solo es un gato —refunfuñó el cochero, aún contrariado.
Felicia, sin prestarle atención, avanzó hasta la bola de pelo que dormía profundamente justo en medio del camino. Los cascos de los caballos habían estado a punto de aplastarlo, pero el felino ni siquiera se había inmutado. La muchacha se inclinó junto a él, preguntándose si estaría enfermo, y alargó la mano para acariciar su sedoso pelaje gris. Era la primera vez que veía un gato, salvo en las ilustraciones de los libros de cuentos.
Pero, antes de que llegara a rozarlo, el animal despertó, alzó la cabeza y clavó en ella sus enormes ojos verdes.
—¡Oh! —exclamó ella—. Minino, ¿estás bien? ¿Qué haces aquí, en medio del camino? Por poco te atropellamos, ¿sabes?
Como ya suponía, el gato no le respondió. Se limitó a alzarse sobre sus patas y a estirarse con un enorme bostezo. Felicia se dio cuenta de que era mucho más grande de lo que le había parecido en un principio. Trató de espantarlo con un gesto.
—Vamos, vete —le dijo—. Este sitio es peligroso; no es un buen lugar para echarse una siesta.
El gato le dirigió una larga mirada, y a Felicia se le detuvo un momento el corazón. Porque fue una mirada pensativa, extraordinariamente inteligente para tratarse de un animal. Cuando el felino abrió la boca, ella estuvo segura de que, esta vez sí, le hablaría de verdad. Pero él se limitó a bostezar de nuevo y a darle la espalda sin más.
—¡De nada! —le gritó la princesa, un poco molesta, mientras el gato se alejaba con el rabo en alto, sin dignarse a mirar atrás.
Se levantó, se sacudió un poco la falda y se dio la vuelta para regresar al carruaje, ignorando las miradas divertidas de los dos hombres.
—Ya habéis hecho vuestra buena acción de hoy —comentó el capitán con una sonrisa.
Felicia se mordió la lengua para no replicar y se encogió de hombros.
—Me gustan los gatos —se limitó a responder.
«Me gustan más que algunas personas», pensó alicaída, mientras volvía a acomodarse en el interior del carruaje. Sus pensamientos retornaron a Cornelio. Aún le costaba asimilar que había roto su compromiso con él, que ya no iban a casarse. Pero…, si era cierto lo que le había contado sobre Camelia…, si él lo sabía, lo había consentido y se lo había ocultado todo aquel tiempo…
Se estremeció y sacudió la cabeza. Durante mucho tiempo había fantaseado con la apuesta estatua de piedra del sótano, le había dado un nombre, había inventado una historia para él. Después, el príncipe petrificado había vuelto a la vida. Por descontado, era muy diferente a como ella lo había imaginado. Pero Felicia se las había arreglado para que, de alguna manera, todo eso no le importara. Porque él la quería, o, al menos, eso decía.
Ahora, ya no estaba segura de nada. Salvo que de ninguna manera podría casarse con el hombre que había conspirado para asesinar a su madrina.
Lo que debía hacerse
De nuevo, sus padres se mostraron sorprendidos y visiblemente incómodos al verla llegar al castillo a destiempo. Pero, en esta ocasión, Felicia sabía muy bien por qué.
Los encontró en el salón del trono, reunidos con una delegación de comerciantes de otros reinos. A ella no le importó interrumpirlos. Ignorando las atribuladas protestas del chambelán, cerró las puertas del salón tras de sí, empujándolas con fuerza para dejar constancia de su indignación. Sin embargo, eran demasiado pesadas y se movieron con exasperante lentitud, para acabar cerrándose con un suave chasquido, sin generar el sonoro golpe de efecto que buscaba la muchacha.
Bastó, no obstante, para que todos fueran conscientes de su presencia.
—¿Felicia? —exclamó el rey Simón con desconcierto—. ¿Qué haces aquí? ¿Dónde está Cornelio?
Los comerciantes murmuraban entre ellos y estiraban el cuello para observar a la recién llegada con curiosidad. Todo el mundo sabía a aquellas alturas que la princesa perdida de Vestur había sido rescatada de su cautiverio, pero muy pocos habían tenido ocasión de verla con sus propios ojos.
Ella los ignoró y avanzó con paso seguro. Se detuvo ante sus padres, inspiró hondo y soltó:
—¿Habéis asesinado a mi madrina?
Hubo exclamaciones ahogadas entre los presentes. La reina palideció y se llevó una mano al pecho, muy afectada. El rey se puso en pie de un salto.
—¿Cómo te atreves…? —empezó. Pero la princesa lo interrumpió:
—¿Sí o no, padre?
Aunque el soberano abrió la boca para replicar, finalmente no fue capaz. Sacudió la cabeza, dejó caer los hombros y suspiró.
—Tenemos que hablar de esto con calma —dijo—. A solas.
Condujo a su hija hasta una salita contigua al salón del trono, mientras su esposa se quedaba a atender a los comerciantes.
—¿Qué significa esto? —la interpeló en cuanto estuvieron a solas.
Ella se volvió para mirarlo. Se esforzaba por mantener una actitud seria e indignada, pero en el fondo estaba llena de miedo y preocupación.
—¿Qué ha pasado con Camelia, padre? —preguntó—. ¿Es verdad que la bruja que ajusticiaron anteayer era… era ella?
El rey suspiró de nuevo.
—Celebramos un juicio… —empezó, pero su voz murió antes de que pudiese terminar la frase.
Los ojos azules de Felicia se llenaron de lágrimas.
—Entonces… apresasteis a mi madrina… —musitó—. La juzgasteis… y la condenasteis a morir en la hoguera.
—No fuimos exactamente nosotros —puntualizó su padre—. Las leyes del reino…
—Y me enviasteis lejos —prosiguió ella sin escucharlo— para que no me enterara. Porque sabíais que jamás lo habría consentido.
—Estábamos seguros de que sería duro para ti y, de todas formas, no tenías que saberlo. ¿Quién te lo ha contado? Ha sido Cornelio, ¿verdad?
La princesa negó con la cabeza.
—¿Qué importa eso? Me habría enterado de todas maneras. ¿En serio pensabais que podríais ocultármelo para siempre?
El rey no supo qué decir. Se limitó a seguir contemplando a su hija, desolado.
—Así que es verdad —concluyó Felicia en un susurro—. Camelia está muerta. Y de todos los finales que podría haber tenido… —se le quebró la voz y tuvo que tragar saliva para poder continuar—, habéis elegido para ella una de las muertes más crueles y horribles.
—Era… lo que debía hacerse —murmuró su padre—. La ley dice muy claro que las brujas…
—¡Camelia no era una bruja! —estalló ella.
La puerta se abrió entonces y la reina entró con paso resuelto. Cerró tras de sí antes de dirigir una mirada crítica a su esposo y a su hija.
—¿Qué se supone que es todo este escándalo? —los regañó—. Felicia, debes aprender a comportarte en la corte. No es apropiado que una princesa irrumpa de esa forma en el salón del trono. ¡Y mucho menos cuando estamos celebrando una audiencia! Pensaba que tu madrina se había encargado de enseñarte buenos modales, pero en vista de…
—¡No te atrevas a volver a mencionarla! —gritó la muchacha, fuera de sí.
La reina Asteria replicó con tono gélido:
—Felicia, no te consiento que me hables así.
—Perfecto —respondió ella—, porque no voy a hablarte nunca más. Ni de esta ni de ninguna otra manera.
—Calmaos las dos —trató de interceder el rey—. Sé que estáis muy disgustadas, pero seguro que podemos hablarlo como personas civilizadas…
—Habéis asesinado a mi madrina —cortó Felicia—. No tengo nada que hablar con vosotros.
Les dio la espalda para dirigirse a la puerta.
—Pero… ¿qué pasa con Cornelio? —dijo el rey, confundido—. ¿Y vuestra casa? ¿Y la boda?
—No habrá boda —respondió ella, con la mano ya en el picaporte. Hizo una pausa y añadió en voz baja—: No tendría que haberla dejado sola. Jamás debí haberme marchado del castillo. Si me hubiese quedado…, Camelia seguiría viva todavía.
Los reyes no respondieron a eso. Con un suspiro, Felicia abrió la puerta y salió de la estancia sin mirar atrás.
Las que faltan
El país de las hadas estaba fuera del espacio y del tiempo, y sus habitantes eran, por tanto, inmortales. Los pocos humanos que tenían la suerte o la desgracia de hallar un camino hasta allí probaban un sorbo de la eternidad feérica…, pero solo hasta que regresaban a casa. Entonces se encontraban con la desagradable sorpresa de que lo que para ellos habían sido apenas unos días de magia y maravilla, en el mundo de los mortales habían supuesto largos siglos, y no quedaba ya nadie en su hogar que pudiese recordarlos.
Las hadas vivían cientos de años sin apenas cambiar de aspecto. Parecían siempre jóvenes, casi niñas, y, por mucho que visitasen el mundo de los humanos, les costaba asimilar que estos crecían, envejecían y morían con desconcertante celeridad.
La excepción eran las hadas madrinas: siete almas bondadosas que habían consagrado su vida a hacer realidad los deseos de los mortales. Ellas habían renunciado al mundo feérico por propia voluntad para instalarse entre los humanos, y por eso, aunque en teoría seguían siendo inmortales, eran mucho más conscientes del paso del tiempo.
Y, por descontado, el peso de los años había acabado afectándolas también, de una manera o de otra.
Aquella mañana se habían reunido en el Salón de la Reina, un espacio cuyo aspecto dependía siempre del humor de la soberana de las hadas: un claro en lo más profundo del bosque, un templo en lo alto de un pico montañoso, una cueva de bóveda salpicada de centelleantes estalactitas, una estancia submarina de paredes de coral adornadas con miles de perlas, un jardín de flores perfumadas. Ahora era la sala principal de un deslumbrante palacio de cristal coloreado, cuyas facetas reflejaban los rostros curiosos de la multitud que había acudido a la recepción.
La reina Crisantemo observó con atención a las tres hadas que se postraban ante ella: Orquídea, siempre bella y elegante, el alma de los festejos más frívolos de la realeza. La pequeña Lila, dulce y tímida, que escondía parcialmente su rostro sonrojado tras su melena pelirroja. Y, por último, Gardenia, cuyas facciones se habían arrugado, enmarcadas por su cabello blanco como la nieve, que llevaba recogido en un moño flojo sobre la nuca.
Las otras hadas evitaban mirar a Gardenia, porque el mundo de los humanos le había hecho algo horrible e inimaginable: le había permitido envejecer como una mortal cualquiera. Por eso también se apartaban a su paso, como si su ancianidad fuese alguna clase de enfermedad que pudiera contagiarles.
Pero la reina de las hadas no se sintió impresionada. A pesar de su eterno aspecto juvenil, Crisantemo había vivido miles de años. Y conocía muy bien el mundo mortal y a sus habitantes.
—¿Dónde están las que faltan? —preguntó.
Gardenia dejó escapar un suspiro.
—Dejaron de venir a las reuniones hace tiempo, majestad —respondió con tono apacible—. Y por eso ahora siempre nos sobra pastel.
Crisantemo alzó las cejas con perplejidad. Lila y Orquídea cruzaron una mirada apurada.
—Lo que Gardenia quiere decir —se apresuró a explicar la primera, tras un breve carraspeo— es que las tres hadas que faltan… no van a volver.
La reina inclinó la cabeza.
—Me habían hablado de Magnolia y Azalea —comentó. Buscó con la mirada a alguien entre la multitud—. ¿Dalia? Ten la bondad de reunirte con tus compañeras.
Un hada de rostro pálido y cabello de color añil avanzó hasta situarse ante ella.
—Majestad —la saludó con una reverencia.
—¡Pero, querida, qué agradable sorpresa! —exclamó Gardenia al verla—. Hacía mucho que no teníamos noticias tuyas. Temíamos que te hubieses convertido en una bruja tú también.
Dalia frunció el ceño, y las hadas reunidas en el salón murmuraron entre ellas.
—Salta a la vista que Dalia no es una bruja, Gardenia —aclaró Orquídea rápidamente—. Quizá no lo recuerdes, porque tu memoria ya no es lo que era, pero se despidió de nosotras hace ya algunos años porque deseaba abandonar el mundo de los humanos para regresar al país de las hadas.
Tanto ella como Lila observaban a su antigua compañera con curiosidad. En teoría no les estaba permitido renunciar a su sagrado deber como hadas madrinas, pero Dalia lo había hecho, y ellas siempre se habían preguntado cómo se lo habría tomado la reina Crisantemo. Esta no parecía haberla castigado por ello, sin embargo. Por el contrario, Dalia tenía mejor aspecto que nunca. Estaba más relajada, incluso radiante, y parecía haber rejuvenecido, si es que eso era posible. A decir verdad, nunca había tenido demasiada paciencia con los humanos. No era de extrañar que le hubiese sentado tan bien perderlos de vista para siempre.
—Cuando Dalia regresó del mundo mortal —dijo la reina—, me contó que tanto Magnolia como Azalea estaban usando sus poderes para el mal y se habían convertido en lo que los humanos llaman… «brujas».
De nuevo, hubo murmullos entre la multitud. Lila y Orquídea agacharon la cabeza, avergonzadas. No podían evitar sentirse culpables, porque durante mucho tiempo habían ignorado todas las señales, y habían permitido que sus compañeras se fueran hundiendo lentamente en la oscuridad…, hasta que fue demasiado tarde para rescatarlas.
—Comprendí que, si el mundo de los humanos podía transformar a un hada de esa forma —prosiguió Crisantemo—, Dalia había hecho muy bien en regresar a nuestro lado antes de que fuese demasiado tarde. —Hizo una pausa y añadió—: Confieso que estaba convencida de que vosotras no tardaríais en seguirla.
Las tres hadas madrinas contemplaron a su soberana con sorpresa.
—Si es así, ¿por qué nadie nos lo dijo? —se atrevió a cuestionar Orquídea—. ¿Por qué no enviasteis una emisaria a buscarnos?
Las finas cejas de la reina de las hadas se alzaron con desconcierto.
—Pero sí que lo hice —respondió. Reflexionó un momento y prosiguió, algo menos convencida—: ¿O tal vez no? ¡Oh! Bueno, en todo caso, pensaba hacerlo… Aunque supongo que di por sentado que, si no habíais regresado por voluntad propia, era porque deseabais quedaros en el mundo de los humanos. Es evidente, ¿no?
Lila abrió la boca, anonadada. Orquídea inspiró hondo, tratando de contener su irritación. Gardenia, por su parte, sonrió con placidez, como si lo que acababa de decir Crisantemo tuviese todo el sentido del mundo.
—Pero eso ya no importa, dado que estáis aquí —continuó la reina, juntando las manos con entusiasmo—. Os doy la bienvenida al país de las hadas, queridas súbditas. Y os ruego que me pongáis al día de todo lo que ha sucedido desde el regreso de Dalia. Contadme, por ejemplo, qué ha sido de Magnolia y Azalea. ¿Son realmente tan malvadas como dicen? ¿O solo… un poco traviesas?
Lila y Orquídea cruzaron una mirada. La pelirroja desvió la vista, turbada. Orquídea suspiró. «Como siempre, me toca a mí dar las malas noticias», pensó.
—Magnolia se dedicaba a transformar a las personas en animales —empezó—. Muchos héroes trataron de vencerla para desencantar a sus víctimas, pero ella se limitaba a convertirlos en estatuas de piedra que coleccionaba en el sótano de su castillo. También le gustaban los espejos mágicos —añadió—, y eso fue su perdición: uno de sus hechizos petrificadores rebotó en un espejo y la alcanzó de pleno. Así que ahora es una estatua más y ya no puede hacer daño a nadie.
Las hadas murmuraron entre ellas, consternadas. Dalia miró a sus compañeras con sorpresa, porque aquella información era nueva para ella.
—Es una larga historia —le dijo Lila.
—Larga y triste, sí —suspiró Gardenia.
—Pues la de Azalea es aún peor —prosiguió Orquídea sin piedad—. Después de tanto tiempo como hada madrina, desarrolló una enfermiza aversión hacia los niños… Construyó una casita de dulce para atraerlos y, una vez los atrapaba, los cebaba para engordarlos y… se los comía.
La sala se llenó de exclamaciones de espanto. Dalia se estremeció y carraspeó antes de comentar:
—Está bien que por fin os atreváis a hablar del tema abiertamente. Tal vez aún estemos a tiempo…
Pero Orquídea negó con la cabeza.
—Una de las niñas raptadas por Azalea se las arregló para arrojarla a su propio horno encendido —relató en voz baja—. Y, aunque no hubiese sido así…, aunque Azalea siguiese viva…, ¿acaso habría redención posible para ella, después de todo lo que hizo?
Sobrevino un silencio sepulcral en la sala.
—No. Por supuesto que no —declaró al fin la reina Crisantemo. Observaba a las hadas madrinas con el rostro pálido y los ojos muy abiertos—. Si hubiese sabido… —musitó.
Lila se volvió para mirar a Dalia.
—Pero tú sí lo sabías —recordó—. ¿No informaste de lo que estaba pasando?
Ella desvió la mirada.
—No di demasiados detalles —reconoció de mala gana—. No era un tema agradable para mí tampoco. Es decir, había oído los rumores sobre los… niños…, pero, en el fondo, nunca quise creer…
—Tiene gracia, porque tú siempre nos reprochabas que éramos nosotras las que no queríamos enfrentarnos a la realidad —comentó Orquídea con acidez.