NOTA DE LA AUTORA
Este libro tuvo dos autores;
ambos fueron la misma persona.
TERRY PRATCHETT,
The Carpet People
Hace quince años, cuando acababa de enamorarme del siglo XIX, escribí una historia acerca de un cementerio, una muchacha con el don de ver a los espíritus, un fantasma cuyos ojos se cruzaron con los suyos y un amor más poderoso que la muerte.
La escribí cuando la posibilidad de ver mis novelas publicadas, convertidas en libros de verdad, parecía un sueño inalcanzable, algo que nunca me ocurriría a mí. Llevaba seis años enviando manuscritos a todas las editoriales que conocía sin recibir más que negativas. Hojas de dedalera fue la novela que lo cambió todo, el punto de partida de una travesía inolvidable: quince años de historias que, probablemente, no habrían visto la luz como lo hicieron de no haber sido por esa puerta que Annabel Lovelace abrió para mí. De hecho, puede que ni siquiera hubieran llegado a existir.
Quince años, desde luego, son muchos años. Y la escritora que regresó a Hojas de dedalera cuando surgió la posibilidad de reeditarla era una persona muy distinta de la que le dio vida por primera vez. Tanto como para preguntarse cómo habría sido la historia que la enamoró en su momento de habérsele ocurrido ahora y decidir que merecía la pena escribirla de nuevo. Regresar otra vez a Highgate, a los neblinosos callejones de Whitechapel, a los salones de baile de Mayfair, a Rosenfield Park. Darle una segunda vida a esta historia, convertirla en su mejor versión. Devolverla al mundo.
Es curioso que, de todas las que he escrito, la novela más relacionada con la muerte fuera precisamente la que… no quería morir. La que seguía tan dentro de mí que no me permitió descansar hasta que, después de ocho meses de trabajo intensivo, puse punto final al manuscrito que ahora tienes entre las manos, convertido en otro de esos libros de verdad que la Victoria de 2009 soñaba con ser capaz de crear.
Resucitar Hojas de dedalera ha sido uno de los mayores actos de amor que he llevado a cabo nunca, una experiencia que nunca olvidaré. Espero que, cuando acabes de leerla, también te hayas enamorado de Annabel, de Victor y de su historia.
«Volveremos a encontrarnos», se leía encima de cierta puerta. Era verdad.
PRÓLOGO
La muerte no le pisaba los talones: se encontraba ya sobre ella.
La perseguía desde que abrió la puerta de su cuartucho aquella noche. Desde que decidió ponerse su vestido más escotado, ese tan remendado que casi se caía a pedazos. Probablemente, desde el día en que sus pasos la condujeron hasta aquel agujero, cuando aún no sospechaba que en Whitechapel pudiera haber demonios peores que aquellos a los que debía vender su alma cada día.
Ahora, mientras corría bajo una lluvia teñida de hollín, le costaba creer que no siempre hubiera sido así. Que en las callejuelas que atravesaba casi sin aliento hubiera brillado alguna vez el sol, que Londres hubiera sido algo más que un gigantesco infierno que amenazaba con tragárselas a todas.
Las paredes que la rodeaban, con los ladrillos medio deshechos por la humedad, parecían estrecharse tanto que se detuvo en una encrucijada. Jadeando sin parar, giró sobre sí misma varias veces, presa de un pánico cada vez mayor, antes de correr hacia otra callejuela tan angosta que la luz de un farol apenas se colaba en ella.
Si la memoria no le fallaba, The Ten Bells estaba a la vuelta de la esquina. Una vez en la taberna, podría pedir ayuda a sus compañeras, a alguno de sus clientes, a…
Nada más pensar en ello, una sombra pareció embestirla con tanta fuerza que su cabeza impactó contra la mugrienta pared de la izquierda.
—Deberías haber imaginado que terminaría así.
La joven sintió cómo se le aflojaban las piernas, pero no le dio tiempo a caerse: antes de que pudiera hacerlo, unas manos la agarraron por los hombros. Unas manos tan frías, pese a lo que parecían unos guantes de cuero, como las de un cadáver.
—Tanto esfuerzo para nada —oyó sisear mientras la estampaban de nuevo contra el muro—, tanto instinto de supervivencia para acabar así…, olvidada como si nunca hubieras existido. —Su aliento también era helado—. Nadie se acordará de ti.
Algo más siseó entre la lluvia, demasiado cerca de su rostro. Algo metálico.
Cuando la hoja se deslizó por su garganta, lo hizo casi como una caricia. Dibujó un arco perfecto, digno de un calígrafo, sobre sus pronunciadas clavículas y, al agachar la cabeza sin dejar de temblar, vio cómo la luz del farol se deshacía sobre el filo.
La lluvia, de repente, se había vuelto roja. Llovía sobre su pecho, sobre sus pies…
—Ella no se acordará de ti. —La soltó dejándola de pie contra el muro y la muchacha se tambaleó. También sus propios dedos estaban manchándose de rojo—. Pero descuida —le escuchó añadir—, yo sí que lo haré.
Esta vez, cuando las piernas volvieron a fallarle, nadie detuvo su caída.
De repente estaba sobre los adoquines, arrodillada en medio de un charco rojo. Incluso las dos o tres estrellas que distinguió entre la lluvia, cuando se desplomó sin pronunciar palabra, eran rojas. «Como si quisieran advertirme de algo», pensó mientras su sien golpeaba el suelo, como si no entendieran que ya era demasiado tarde.
«Ella no se acordará de ti», recordó mientras la sombra, tan oscura que parecía cubrir todo el cielo, la observaba desde lo alto. No pudo distinguir sus rasgos, solo un abrigo de cuero, tan reluciente por el agua como los guantes, y el contorno de un sombrero.
«Ella no se acordará de ti», escuchó de nuevo cuando se dio la vuelta, sin hacer más ruido que un fantasma, para perderse entre las sombras. Whitechapel la devoró como hacía con todos los que lo habitaban: como algo que nunca debió existir.
«Ella no se acordará de ti», sonó otra vez en su cabeza al quedarse sola. «Ella no se acordará de ti», se repitió mientras la sangre, poco a poco, dejaba de manar de su garganta. «Ella no se acordará de ti», pensó mientras el hilo que resbalaba de sus labios, cada vez más helados, también desaparecía.
Su pelo, sin embargo, siguió siendo rojo. Tanto como su dolor.
«Ella no se acordará de ti».
CAPÍTULO 1
Annabel no se había movido en los últimos dos días. Se había quedado tan pálida y helada que podría haber pasado por un cadáver, una inquietante similitud acentuada por el hecho de dormir dentro de un ataúd.
—¿Cuánto tiempo dice que lleva así? —Como de costumbre, el doctor Toole había fruncido el ceño al visitarla, incapaz de entender cómo una familia, por muchas dificultades que estuviera atravesando, no podía comprarle una cama a una niña agonizante—. ¿No han conseguido que coma nada?
—Nada —se lamentó la tía de Annabel, de pie en la buhardilla—, y no sabe las veces que lo he intentado. Es cabezota como ella sola incluso estando enferma.
Nadie sabía a ciencia cierta cuál era el origen de sus males, aunque no procedían del vampirismo, sino del hecho de padecer del corazón desde que tenía memoria, lo cual no era demasiado dado que acababa de cumplir seis años. Y, en cuanto a lo de pernoctar en un ataúd, no se debía a que estuviera a punto de morir, sino a que, como sobrina del guarda de Highgate, vivía en un cementerio. El doctor Toole solía pensar en lo mucho que se parecía a sus ángeles de piedra, con aquel rostro redondo rematado en punta, esos ojos de un verde casi irreal y una melena tan revuelta como si la hubiera alcanzado un tifón.
Esa tarde, sin embargo, Toole casi deseó ser también de piedra cuando tuvo que darle su diagnóstico a Heather, la tía de Annabel.
—Lo lamento, señora Lovelace, pero… —Se aclaró la garganta—: Me temo que la situación es irreversible.
—Pero no lo entiendo. Una niña tan pequeña… ¿Qué puede haberle pasado?
—No se trata de ninguna enfermedad que haya contraído: es una malformación cardiaca que la acompaña desde siempre. Es como… que tenga el pelo rojo o los ojos claros. Nació con ello, morirá con ello… y, con toda probabilidad, debido a ello.
Annabel solo atendía a medias. Las palabras se colaban en sus oídos como si hablaran en otro idioma.
—Entonces ¿no hay nada que podamos hacer por nuestra Annie?
—Esperar que el cielo le conceda algo más de tiempo —contestó el doctor— y rezar para que el final no sea demasiado doloroso. Esta afección resulta devastadora incluso en hombres hechos y derechos. —Sacudiendo la cabeza, el doctor recogió su estetoscopio—. Lo siento mucho, señora Lovelace.
Annabel asomó un ojo por encima del borde del ataúd. Vio cómo Toole depositaba un frasquito rojo en la temblorosa mano de Heather.
—Digitalina —informó el doctor—. Denle media docena de gotas cada mañana con un vaso de agua. Será suficiente para retrasarlo unos meses…, o eso espero.
«Ese Tom Lovelace es un malnacido», se quejaría el doctor esa noche a su mujer a la hora de la cena. «¡Dejarla morir como si no tuviera su sangre por puro desinterés!».
Lo cierto era que Toole no estaba muy alejado de la realidad. Cuando Heather le comunicó, hecha un mar de lágrimas, lo que el doctor le había explicado, el tío de Annabel se conformó con pegar un trago a su inseparable botella de ginebra.
—Era de esperar. —Tom no se parecía nada a ella: tenía el pelo y la barba de un castaño oscuro en lugar de rojo—. Es hija de la loca de mi hermana, por si lo has olvidado. ¿A qué puede aspirar una cría nacida en ese vertedero de Whitechapel?
—No sé cómo puedes ser tan cruel, Tom. Annie solo es una niña…
—¿Y eso qué más da? ¿Crees que tendrán mayor esperanza de vida las hijas de las otras putas? —Tom sacudió la cabeza ante la expresión acongojada de Heather—. No te lo tomes de ese modo, mujer. A veces se te olvida que no es nuestra.
Aquella noche, Heather le aseguró que algún día se arrepentiría, pero a Annabel, mientras los escuchaba a través de una ranura del suelo, ni siquiera le dolía el desdén de su tío. Había cosas más graves que le quitaban el sueño.
«Me voy a morir», pensaba con las manos cruzadas sobre el pecho. Era como estar entrenando para lo que acabaría ocurriendo, el momento en que su ataúd dejara de ser solo una cama. «Me voy a morir y, a lo mejor, mamá nunca se entera».
No se acordaba de casi nada que tuviera que ver con Rosalie Lovelace, solo de los alborotados cabellos que había heredado de ella, de cómo le cantaba las noches que los clientes no la agotaban demasiado…, y poco más. Nada sobre lo que había significado en su vida ni, por supuesto, en la de un padre al que nunca conocería.
Últimamente, no obstante, Annabel pensaba mucho más en su madre. Había escuchado cosas terribles de labios de los sepultureros, rumores sobre un monstruo sediento de sangre que se movía entre las tinieblas del barrio en el que había nacido. Armado con instrumentos quirúrgicos, se precipitaba sobre las damas de la noche cuando estaban solas sin que ninguna, en aquel otoño de 1888, hubiera sobrevivido a sus acometidas.
En Londres no se hablaba de otra cosa desde que comenzaron los asesinatos y Highgate no era una excepción. Heather estaba tan angustiada como la que más.
—¿Por qué no dejas que Rosalie se quede con nosotros? —insistió una mañana a Tom mientras este hojeaba el periódico—. Ya sé que no tenemos mucho sitio, pero podría dormir en un rincón de la cocina o en la buhardilla con Annie…
—Sí, y que se traiga a un par de amiguitas —replicó su marido—. Nos haríamos de oro abriendo un burdel para los viudos.
—Santo Dios, no tienes corazón. Tu hermana tuvo que nacer con el tuyo.
Habían pasado dos años desde que Rosalie la dejó al cuidado de sus tíos y la niña ya conocía de memoria cada rincón del cementerio convertido en su patio de recreo. Corría sobre las tumbas y se acurrucaba a los pies de los ángeles que alzaban la mirada al cielo, acariciando sus dedos mientras imaginaba que acudían a buscarla en el momento en que diera el paso final. Desplegando sus grandes alas, con los labios curvados en una sonrisa, la tomarían en brazos para conducirla a un lugar en el que no tendría que preocuparse por su pequeño corazón hecho añicos. Y en el que no habría nadie que la obligara a tomar un sorbo más de aquel repugnante jarabe de hojas de dedalera.
Aún no podía imaginar cómo cambiaría las cosas (incluso en un enclave congelado en el tiempo como Highgate) una visita que recibiría poco después de la del doctor Toole. Ese día, el atardecer sorprendió a Annabel tumbada en su ataúd con un libro de cuentos entre las manos.
—Esto nunca pasaría de verdad —le aseguró a su tía en voz alta—. Si todos se quedaran dormidos en el castillo de la Bella Durmiente, los malos aprovecharían para saquearlo. Le robarían los tesoros y las joyas y los libros… y hasta la rueca.
En la ilustración que estaba observando, la princesa aparecía enjoyada en su cama y el príncipe, con un sombrero adornado con una pluma, se inclinaba para besarla.
—Nadie podría atravesar un bosque con esa ropa —continuó—. Parece vestido para un baile, no para rescatarla. Seguro que a ella le iría mejor rescatándose sola.
Tardó en darse cuenta de que Heather no le prestaba atención. La había oído dar vueltas por la cocina durante un rato, pero todo se había quedado en silencio.
—¿Heather? —la llamó Annabel desde el ataúd—. ¿Sigues ahí?
No le daba miedo quedarse sola, pero quería saber dónde estaba su tía. La volvió a llamar con los mismos resultados, hasta que, sin hacer más ruido que un gato, asomó la nariz en la escalera para encontrarse con la última persona que esperaba ver en Highgate.
En el primer peldaño se había sentado una mujer con un escote que, si Annabel hubiera tenido unos años más, habría reconocido como la marca de las prostitutas de Whitechapel. Llevaba un pañuelo alrededor de la garganta, tan rojo como su vestido cuajado de remiendos… y como la melena que caía por su espalda.
Fue esa melena lo que le hizo reconocerla. Cuando se le escapó un jadeo, la mujer alzó los ojos, de un marrón oscuro, hacia los verdes de Annabel.
—Mamá… —Los dedos le temblaban sobre la barandilla, pero consiguió dar un paso hacia ella, y después otro—. Mamá… ¡Has venido a buscarme!
Rosalie se incorporó sin decir nada. Tenía las manos enfundadas en unos mitones deshilachados, un pie desnudo y el otro metido en una bota con tachuelas.
—¡Te he estado esperando! —gritó Annabel y echó a correr escalera abajo—. ¡Sabía que no me dejarías morir aquí sola!
Se había emocionado demasiado para reparar en que Rosalie no le devolvía la sonrisa…, ni se movía siquiera. Solo continuó de pie, quieta como otro ángel de Highgate, mientras la pequeña saltaba los últimos peldaños para arrojarse en sus brazos… y se daba de bruces contra el suelo al atravesar su cuerpo.
El porrazo hizo que se le enturbiaran los ojos. Gritando por la sorpresa más que por el dolor, Annabel palpó la sangre que le goteaba por la cara antes de volverse hacia su madre, que se acercaba sin hacer ruido. Sus pasos no resonaban contra la madera, pero sus cejas se arqueaban como si sintiera sus heridas. «Es un fantasma…».
La niña se horrorizó tanto que ni siquiera pudo volver a gritar. «Está muerta, se ha vuelto transparente y yo… yo la acabo de atravesar».
Visto de cerca, su cuerpo no se parecía tanto a lo que Annabel recordaba: sus contornos oscilaban permitiéndole distinguir las sartenes que Heather colgaba de la pared de la cocina. Era como si la niebla londinense se hubiera condensado para adoptar la fisonomía de una mujer, una mujer que, de repente, rompió a sollozar llevándose una mano a la garganta.
Sin saber cómo, Annabel se puso en pie y salió a todo correr de la casa.
—¡Heather! —vociferó con todas sus fuerzas.
Casi se la llevó por delante en la plaza semicircular que servía como punto de partida de los sepelios. Su tía, que había agachado la cabeza cuando la rodeó con los brazos, se sobresaltó al descubrir el estado en que se encontraba.
—¡Por Dios, Annie! —Se puso de rodillas para limpiar con un pañuelo la sangre que chorreaba sobre su vestido—. ¿Se puede saber qué ha pasado?
—Me he caído en la escalera —gimió Annabel—. Me duele aquí…
Su tío también estaba en la plaza acompañado por dos hombres: uno era alto, con un bigote muy fino; el otro, corpulento y calvo como una bola de billar.
—Pero ¿cómo ha sido? ¿Te has vuelto a marear como el otro día?
La pequeña negó con la cabeza.
—Estaba arriba, en la buhardilla… hablando contigo…
—Eso no puede ser, Annie. Salí de casa hace un buen rato.
—No lo sabía —sollozó Annabel—. Creí que estabas en la cocina… y, como no me contestabas, me asomé a la escalera, pero entonces vi… vi…
No le dio tiempo a seguir: uno de los desconocidos se aclaró la garganta.
—Estoy seguro, señora Lovelace, de que la curación de su sobrina podrá esperar. Me temo que lo que nos ha traído a Highgate le resultará más doloroso.
—Solo es una cría, Barrington —dijo Tom—. No pierda el tiempo con ella.
Por algún motivo, no parecía atreverse a mirar a Annabel a la cara.
—Pero no irá a decirme que nunca ha tenido… ¿Cuántos años, pequeña?
—Seis —contestó Heather por ella—. Los cumplió en marzo.
—Seis no son demasiados —comentó el tal Barrington—. Si se pone en su piel, Lovelace, entenderá que también merece una explicación.
—Usted no puede haber olvidado el momento en que perdió a su madre —dijo el otro hombre—. Todos hemos sido niños…
—No me venga con esas, Higgs… ¿Insinúa que la mía también era una puta?
Heather soltó un gemido mientras apretaba contra sí a Annabel.
—Entonces… ¿es verdad? —balbuceó esta—. ¿Mi madre…?
—Todavía no sabemos qué pudo ocurrir —murmuró Heather—. Estos señores son de Scotland Yard, ¿sabes lo que es?
Claro que lo sabía. Desde que su tía le enseñó el abecedario con las lápidas del cementerio, Annabel leía todo lo que se ponía a su alcance, incluidos los periódicos.
—Nos acaban de contar que la atacaron esta madrugada en… una callejuela de Whitechapel —continuó Heather—. La persiguieron desde la casa en la que vivíais…
—George Yard Buildings —precisó Higgs—. Alguien se presentó en su cuarto.
—¿Alguien…? —dijo Annabel, temiendo y adivinando la respuesta.
Mientras los adultos la observaban, los labios de la niña articularon: «Jack el Destripador».
—Aún no estamos seguros —dijo Barrington—. No conviene precipitarse.
—Scotland Yard no va a escatimar esfuerzos —secundó Higgs—. En cuanto nos avisaron de que la habían encontrado en la trasera de la taberna The Ten Bells, el inspector Abberline se hizo cargo de la situación.
—Ah, sí, el fulano del que hablan todos los periódicos —dijo Tom—. Venía una fotografía suya en The Star la semana pasada después de que se cargaran a Kelly.
—Mismo modus operandi, misma edad… —Higgs se volvió hacia Barrington—. Hasta el mismo pelo rojo.
—Todas esas mujeres tenían que conocerse a la fuerza. —Tom escupió sobre la hierba—. Whitechapel se ha convertido en un vertedero. Tarde o temprano, todas las inmundicias pasan por ellas.
—En eso tampoco le falta razón. El crimen siempre ha atraído al crimen.
—Sí, supongo que Nichols, Eddowes, Chapman, Stride y Kelly… y ahora también Lovelace… sabían a lo que se exponían escogiendo ese camino…
Parecían haberse olvidado de que Annabel continuaba mirándolos con los ojos llenos de lágrimas. Resoplando, Heather la agarró de la mano para regresar con ella a la casa del guarda, sin darse cuenta del horror que se pintó en la cara de la niña al ver la puerta por la que acababa de salir.
—Ay, Annie…, no sabes cómo lo siento…
El amplio pecho de su tía temblaba por los sollozos.
—¡Tu pobre madre, Rosalie! —Se secó la cara—. ¡Con lo que yo la quería!
—Heather, dime la verdad —dijo Annabel. Seguía sin poder apartar la mirada de la puerta—. Ese hombre… ¿la ha destripado como a las demás?
Hacía poco que, gracias a los periódicos, había aprendido esa palabra, pero no creía que pudiera olvidar su significado.
—Según los inspectores, lo ha hecho de una manera más precipitada…
—Fue un corte en el cuello. —Aquello hizo que su tía dejara de tirar de ella—. La he visto —susurró la niña—. Mamá acaba de estar ahí dentro.
Cuando señaló la casa, Heather boqueó como un pez.
—Annabel, esto no tiene gracia…
—¡He visto su herida! —insistió Annabel, señalando su propio cuello—. La tenía aquí, medio tapada con un pañuelo. Era muy grande, con mucha sangre, como…
—¿Como la que haría un cortaplumas? —concluyó Heather. Se había quedado paralizada—. No me lo puedo creer… Ese tipo, Barrington…
—¿Qué es un cortaplumas? —quiso saber la pequeña.
—Barrington dijo que lo encontraron en una alcantarilla cercana. Pero no me explico cómo pudiste escucharlo… desde dentro de la casa…
—¡No he escuchado nada! ¿Qué es un cortaplumas?
—Una especie de cuchillo con el que se saca punta a las plumas de escribir. Los ricos los suelen utilizar, los condes y lores y gente de postín.
Aquello dejó a Annabel sin palabras. A su tía le encantaba contarle los cotilleos de las crónicas de sociedad, pero lo más escandaloso de lo que solían hablar era de que lord No Sé Cuántos había sido sorprendido detrás de las cortinas de un salón en compañía de lady No Sé Qué. El mundo al que pertenecía esa gente no podía parecerse menos al suyo…
—¿Y si no ha sido Jack el Destripador? ¿Y si ha sido un aros… un aristoma…?
—¿Un aristócrata? —Heather arrugó la frente—. No creo que hayan tenido nada que ver, Annie. En The Star aseguran que el Destripador es alguien acostumbrado a manejar cuchillos. Como un cirujano, un barbero…, un carnicero…
Annabel no lo tenía tan claro, pero seguía tan sobrecogida que no le quedaban fuerzas para protestar. «Ven aquí», susurró Heather, y la niña hundió una mejilla en su delantal sin dejar de contemplar la casucha.
Ahora que el sol empezaba a ponerse, recordaba a una calavera deslustrada en medio de una congregación de lápidas. Se parecía tanto al aspecto que tendría Rosalie dentro de poco que Annabel sintió una punzada en el corazón. Una que ya no estaba relacionada con su dolencia.
Al final, después de todo, su madre había sido la primera en marcharse.
CAPÍTULO 2
La muerte no fue con Rosalie Lovelace más generosa que la vida.
No tuvo una sepultura en Highgate cerca de los mausoleos de los aristócratas como tampoco tuvo una casa en Covent Garden o Berkeley Square. Lo único que marcó su lugar de descanso fue una cruz de madera con la inscripción 15510 en el cementerio de Plaistow. No recibió más visitas que las de sus antiguas compañeras y su cuñada Heather, aunque esta nunca permitió que Annabel la acompañara. Se había quedado tan aterrorizada que apenas se atrevía a poner un pie fuera de la casa.
El doctor Toole volvió a visitarla cuatro días después de que enterraran a su madre. La niña volvía a estar acurrucada dentro de su ataúd con los ojos clavados en los cuervos que había pintado, con una ramita carbonizada, en el forro del interior.
—Al menos me han asegurado que te tomas la digitalina —le oyó decir como si hablara desde muy lejos—. Pero me he enterado de que haces muchos aspavientos. Por si lo has olvidado, señorita, lo que te he recetado no es un dulce…
Los cuervos tenían las alas extendidas, rematadas por una especie de púas con las que había querido plasmar sus plumas, y Annabel los rozó con un dedo.
—Ya veo que no quieres hablar. ¿Prefieres que te deje sola para seguir llorando?
A uno de los cuervos casi se le había borrado un ala. «Tengo que pintarla otra vez —pensó la niña—, porque es el cuervo mamá… Se perderán si no».
—Tu tía me ha dicho que casi no pruebas bocado. —Eso no importaba. Annabel siempre había comido poco—. Entiendo que quieras guardar luto por tu madre, pero si no cuidamos ese corazón…
—No guardo luto —contestó Annabel—. No tengo nada negro.
A escasos metros de la casa, unos sepultureros cantaban Una violeta de la tumba de mi madre. Sintió tanto dolor al escucharlos que se encogió sobre sí misma.
—Annabel, tengo que reconocerte te guste o no —suspiró el doctor y le puso una mano en el hombro—. Has pasado por una experiencia muy dura y no tendría nada de raro que tu corazón… En fin, estoy seguro de que tu madre no querría que te reunieras tan pronto con ella.
A Annabel no le quedó más remedio que acomodarse mejor en el ataúd mientras el doctor apoyaba el estetoscopio sobre su pecho.
—¿Puedo escuchar yo también? —preguntó.
—No creo que te tranquilizara demasiado —murmuró Toole.
Tras quitarse el aparato de las orejas, se quedó mirándola con tanta atención que la niña temió que fuera a quedarse de brazos cruzados hasta ver cómo se moría.
—Sorprendentemente, tus pulsaciones siguen siendo las mismas. No noto nada raro… dentro de tu estado. Supongo que, si continuamos con la digitalina… No pongas esa cara —se rio el doctor cuando Annabel arrugó la nariz—. Dile a tu tía que te prepare tostadas con miel después de cada dosis y listo.
—Seguirá sabiendo igual de asquerosa. —La pequeña dudó antes de atreverse a preguntar—: ¿Usted cree en los fantasmas, doctor?
Las cejas de Toole se enarcaron.
—Creo en los fantasmas… de cada uno.
—¿Qué quiere decir? —se sorprendió Annabel.
—Cada persona tiene sus propias preocupaciones —explicó el médico mientras enrollaba los cables alrededor del estetoscopio—, sus propias obsesiones, sus temores y sus sueños. Y la mente humana resulta… sumamente caprichosa. No tiene nada de extraño —guardó el aparato dentro de su maletín— que proyectemos nuestros miedos a través de personas que ya no están con nosotros y que, sin embargo, parecen tan corpóreas como las vivas. No son fantasmas, Annabel. Son nuestras locuras.
Aquello, aunque no fuera lo que el doctor pretendía, la inquietó aún más. Si ver fantasmas equivalía a perder la cabeza, ¿habría enloquecido la mitad de la humanidad teniendo en cuenta la cantidad de historias de miedo que se habían escrito?
—¿A usted le parece que me estoy volviendo loca?
—Claro que no —sonrió él, aunque sus comisuras no tardaron en descender—. Me temo que el estado de tu cerebro no es lo más preocupante.
Cuando el médico se marchó, Annabel seguía tan angustiada que volvió a hacerse un ovillo. Lo único que le apetecía era quedarse así hasta que el recuerdo de la cruz de su madre, marcada con el número 15510, dejara de atormentarla. Y estaba a punto de cerrar los ojos cuando la vio.
Rosalie estaba sentada en el alféizar de la ventana que daba al jardín. Tenía los ojos inundados de pesar mientras observaba a Annabel, que se había quedado paralizada.
—Ma… mamá —consiguió decir.
Se le había aflojado el pañuelo alrededor de la garganta y su sanguinolenta herida se confundía con los mechones rojos de su pelo.
—¡Mamá! —exclamó la niña sentándose en el ataúd—. ¡Soy yo!
El espíritu de Rosalie persistió en su mutismo.
—¡Dime algo! —suplicó Annabel mientras se incorporaba—. ¡No sé por qué solo te veo yo, pero no puedo ayudarte así, mamá!
Nada más dar un paso hacia el alféizar, Rosalie se dejó caer sobre el jardín.
Annabel no pudo contener un grito. Corrió para abrir la ventana, pero lo único que encontró en el exterior fue a una cuadrilla de sepultureros que regresaba de cavar una tumba.
«¿De verdad estaré mal de la cabeza?», se preguntó antes de captar, con el rabillo del ojo, cómo desaparecía algo blanco tras la esquina de la casa. Sabía que Rosalie llevaba un vestido marrón, pero eso no le impidió apartarse de la ventana para correr al piso de abajo.
Dejó atrás al doctor Toole, que la miró con sorpresa cuando estuvo a punto de empujarlo, y salió de la casa con la velocidad de un obús. Jadeando, se quedó de pie en el minúsculo jardín de atrás, donde no crecían rosas ni violetas, sino las primeras sepulturas cavadas mucho antes de que los Lovelace se instalaran en Highgate. Allí las lápidas surgían de la hierba como setas y unas cruces recubiertas de musgo se inclinaban como si las hubiera derribado un vendaval.
De Rosalie no había ni rastro, pero a Annabel no le dio tiempo a extrañarse. Cuando reparó en la cantidad de personas que la aguardaban, se quedó sin aire.
Hombres y mujeres, niños, jóvenes y ancianos, vestidos tanto con sedas negras como con sudarios deshilachados, la observaron en un silencio expectante antes de sonreír.
—Hola —saludaron dos niñas sentadas sobre unos tocones.
—Es más pequeña de lo que nos habían asegurado, Elizabeth —oyó susurrar a una dama vestida de novia—. Y qué carita, ¡si parece una muñeca!
Annabel seguía sin saber si su jardín estaba repleto de desconocidos (con aspecto más de muertos que de vivos) o si había enloquecido. Cuando creía que no podría estar más asustada, una señora mayor se abrió camino hacia ella y supo que, en efecto, todos eran fantasmas: sus codos atravesaron los costados de unos marineros como si estuvieran hechos de aire.
—Annabel Lovelace —dijo con solemnidad. Tenía el pelo blanco y recogido en un moño—. Te estábamos esperando. Hemos escuchado tantas cosas sobre ti que temíamos que no fueras más que un sueño.
La niña, descalza sobre la hierba, tembló de los pies a la cabeza.
—Yo no soy un sueño —susurró—. Estoy viva, pero ustedes…
Para su sorpresa, la mayoría se echó a reír. Una de las niñas sujetaba un peluche y Annabel se preguntó si podría agarrarlo porque había muerto con él en brazos.
Antes de que consiguiera decir nada, se encontró con el rostro de la anciana a escasos centímetros del suyo.
—No nos tengas miedo —pidió mientras levantaba un dedo. La niña jadeó al notar cómo le atravesaba la nariz—. Cualquiera de los que nos encontramos aquí moriría por segunda vez antes que hacerte daño.
—¿Dónde está mi mamá? —susurró Annabel—. ¿Ya no quiere verme?
Los ojos de la anciana relucieron con una tristeza inconfundible.
—Ella no… Rosalie Lovelace no puede quedarse con nosotros, Annabel. No tiene permitido reunirse contigo… No en Highgate, al menos, ni en este plano.
La pequeña se quedó perpleja, pero ninguno de los espíritus pareció dispuesto a añadir nada más.
—Ven con nosotros. —Le tendió una mano pese a saber que no podría tocarla—. Te contaremos quiénes somos y por qué eres la única que nos puede ver. Tus ojos se han abierto para siempre.
Y Annabel dejó de cuestionarse si lo que se disponía a hacer sería peligroso.
No se paró a pensar en la cara que pondría Heather si se enteraba de que había vuelto a ver fantasmas. Tampoco en lo que diría su tío acerca de la locura de una hermana que, como había sospechado, se mantenía latente en las venas de Annabel. Mientras acompañaba a los espíritus hasta la espesura, olvidó la cruz que presidía la tumba de Rosalie, su garganta rodeada por un pañuelo ensangrentado e incluso el dolor que la consumía desde hacía meses.
Puede que hubiera perdido a una madre, pero acababa de encontrar una familia.
CAPÍTULO 3
Con el paso de las semanas, Annabel comprendió que su nuevo círculo de conocidos era mucho más vivaracho que el anterior. Daba lo mismo que estuvieran muertos si, cada vez que se reunía con ellos, el mundo parecía reverdecer como si trajeran consigo la vida que a ella le faltaba.
Las dos niñas que había encontrado en el jardín, Marian y Laura Collins, se hicieron sus amigas y Annabel se dedicó a enseñarles sus rincones favoritos del cementerio, donde jugaban al escondite y a mil pasatiempos más. Se perseguían entre risas por la Avenida Egipcia, pasaban ante las puertas de los panteones alineados a ambos lados y desembocaban, como por arte de magia, a los pies de un gigantesco cedro plantado en lo más alto de Highgate. Los mausoleos más elegantes se concentraban a su alrededor, organizados alrededor del nudoso tronco en dos niveles, y cuando las niñas levantaban los ojos hacia el azul del cielo, apenas distinguible entre las ramas, se sentían diminutas como hormigas.
A Tom, por su parte, le traían sin cuidado los comentarios acerca de la cordura de su sobrina. Muchos sepultureros la habían visto hablando y riéndose sola y no tardó en circular el rumor de que las medicinas del doctor Toole la hacían delirar.
—Anda que no hay críos que se inventan amigos invisibles —le dijo a Heather—. Demasiados problemas tenemos para preocuparnos también por eso.
Hasta que una mañana, cuando Annabel salió al jardín después de desayunar, no encontró a las Collins esperándola al lado de la capilla sino a la señora Murphy, la anciana que le había atravesado la nariz con un dedo. Lo que le reveló aquel día la descolocó por completo: al parecer, los padres de Marian y Laura se habían reunido con una médium, una palabra que Annabel no conocía, para que las ayudara a marcharse del plano en el que permanecían ancladas.
—¿Qué quiere decir? —Annabel se alegraba de que sus amigas fueran felices, pero no entendía por qué no podían volver a visitarla—. ¿A qué se le llama «permanecer anclado»?
—A quedarse a medio camino entre el Otro Lado, el mundo de los muertos, y la Tierra, el de los vivos —dijo la anciana—. Eso, Annabel, es estar anclado.
La expresión le hizo pensar, horrorizada, en las dos pequeñas hundiéndose en las profundidades del océano con un par de anclas atadas a los pies.
—¿Qué les ha hecho esa med… esa media? ¿Las ha matado otra vez?
—No —se rio la señora Murphy—, todo lo contrario. Ha ayudado a Marian y a Laura a vivir para siempre. El Asfódelo es… Ay, aún te falta mucho por saber.
Señaló el banco adosado al muro de la capilla en el que se había sentado.
—El plano por el que vagamos cuando no nos ves —explicó mientras Annabel se deslizaba a su lado— es una tierra de nadie en la que el tiempo da la impresión de haberse detenido. Una niebla lo envuelve todo hasta volverlo casi invisible…
—Como en Londres —susurró la niña—. Mi tía dice que es por las fábricas.
—Pero las luces del mundo de los vivos siguen brillando incluso allí. En nuestra dimensión, solo existe algo capaz de disipar las sombras: el poder de las médiums.
Hasta los cuervos, pensó Annabel, parecían haberse callado para atender.
—Ellas son las luces en nuestra niebla. Los faros que nos ayudan a alcanzar el puerto seguro, el definitivo. Algún día, tú serás la luz más brillante que hayamos visto.
Aquello dejó a Annabel desconcertada durante un tiempo, aunque no tanto como para hacerla olvidar que se había quedado sin sus amigas. Cariacontecida, continuó paseando por las mismas avenidas, acariciando los mismos ángeles de piedra, sola o en compañía de la señora Murphy, hasta que la noche se derrumbaba sobre Londres y la voz de Heather la hacía regresar a casa. Una situación que tampoco cambió durante los dos años siguientes: unos espíritus se marchaban, otros se sumaban a la gran familia de ultratumba de Highgate y el ciclo de la vida y la muerte seguía para todos…, menos para Annabel.
Hasta que una tarde de 1890, mientras permanecía sentada contra el muro del cementerio, le llegaron unos susurros procedentes de la carretera.
—No se trata de que no quiera ayudarles, Dios me libre, señor Harris. —Se llevó una sorpresa al descubrir que era su tío, aunque su tono no podía parecerse menos al que empleaba en casa—. Es solo que… no se trata de la primera vez que nos encargan algo así. Ocurrió lo mismo hace unos años.
—Supongo que se referirá a ese asunto de los Rossetti —respondió uno de sus acompañantes. La intriga de Annabel creció al reparar en lo elegante que era.
—Yo trabajaba de sepulturero, ¿sabe usted?, y recuerdo el revuelo que se armó, las visitas de la policía y los interrogatorios. Los periódicos hablaron de ello durante meses…
—Pero eso fue porque resultó vergonzoso —dijo otro hombre.
—Y chapucero —añadió el segundo—, sobre todo, chapucero. Nada que ver con cómo mi cliente piensa llevarlo a cabo. De todos modos, Lovelace, si mal no recuerdo…, a su esposa y a usted no les vendría mal un dinerillo.
Annabel, asegurándose de que la hojarasca no crujía bajo sus pies, los siguió con la espalda encorvada.
—He oído además que su hermana, antes de morir —continuó escuchando—, les colocó a su hija, una criatura que se pasa el día medicándose.
—No me lo recuerde —rezongó Tom—. Menudo coladero de dinero.
A Annabel le entraron ganas de lanzarle una castaña pilonga a la cara.
—Pues piense en lo que sacaría de esto. Las exhumaciones solo resultan turbias cuando se realizan a hurtadillas. Si uno tiene los papeles en regla…
Estaban a punto de alcanzar la entrada del recinto y no había modo de acercarse sin que lo notaran, de modo que echó a correr en la dirección contraria. Pasó por delante de la ruidosa marmolería, en cuya puerta se amontonaban esculturas de ángeles, urnas funerarias y obeliscos y, un momento después, estaba ante el arco de la capilla.
Olía mucho a incienso en el interior, atravesado por los haces de colores de las vidrieras, y Annabel se acurrucó detrás de un banco. La capilla entraba dentro de los límites que Tom había marcado y sabía que, para conducir a esos hombres a su hogar, tenían que cruzar una de las puertas del edificio y salir por la de enfrente.
No se había equivocado: medio minuto después vio aparecer la gorra de su tío.
—… ningún permiso del ministro del Interior, pero eso no importa —decía el caballero al que se había referido como Harris—. La dinastía Devereaux siempre ha sido un modelo de respetabilidad. No ordenaría acometer una exhumación porque sí.
Otra vez aquella palabra: «exhumación». Annabel no recordaba que saliera en sus cuentos.
—Gracias por la parte que me toca —contestó el otro hombre—, pero Harris está en lo cierto: lo último que le interesa a mi hermano es un escándalo.
—Entonces ¿por qué quiere arriesgarse a que esto salga a la luz?
—Pues porque se ha enamorado y piensa regalarle a su nueva esposa el mismo colgante que le dio a la primera.
—La crucecita con la que la enterraron. Eso es lo que tenemos que recuperar.
Annabel no pudo evitar que se le escapara un «¡Ah!». Harris, Devereaux y Tom dieron un salto, pero su tío fue el primero en reaccionar.
—¿Nos has estado siguiendo? —Cuando la puso en pie para zarandearla, sintió cómo le castañeaban los dientes—. ¿No te dije que no se te ocurriera salir de casa?
—La capilla… —respondió Annabel—. Entra dentro de…
—De los dichosos límites, ¡ya lo sé! ¡En buena hora se me ocurrió decirlo!
Antes de que el párroco pudiera oírlos, Tom la cogió en volandas para sacarla de la capilla, seguido por un Harris y un Devereaux repentinamente serios.
—¿Esta mosquita muerta es su sobrina, Lovelace?
—Sí, y me ha salido más metomentodo de lo que le conviene. —Si las miradas pudieran matar, Annabel ya se habría convertido en cenizas—. Le ordené quedarse con mi mujer.
—Pues debería dejarle claro lo que les pasa a los mocosos que espían —contestó Harris—. Quien mete la nariz donde no debe, se arriesga a perderla.
Annabel no se dejó intimidar. Viviendo con Tom, uno se acostumbraba a que lo trataran a patadas.
—Ella no lo aprobaría —dijo antes de que volvieran a reñirla.
Los caballeros se la quedaron mirando como si acabara de salir de una tumba.
—¿Qué estás diciendo, pecorilla? —Tom parecía nervioso—. ¿De quién hablas?
—De la cuñada de ese señor, la señora Devereaux. Chantelle Devereaux.
Cuando lo señaló con un dedo, Devereaux dio un paso atrás.
—¿Chantelle? —Sus ojos pasaron de Annabel a Tom antes de detenerse sobre el guarda—. ¿Cómo es que esta niña sabe su nombre, Lovelace?
Tom abrió tanto la boca que Annabel pudo contar los dientes que le faltaban.
—¿Me está diciendo que la esposa de su hermano se llamaba así?
—¡Claro que sí! ¡Chantelle Dubois, antes de que se la conociera como Charlotte Devereaux! ¡Se casaron hace ocho años y murió hace dos!
A esto siguió un silencio que cada uno ocupó como mejor supo: Tom cerró la boca, Devereaux se aflojó el cuello de la camisa y Harris los miró sin comprender nada.
—La señora Devereaux me lo contó en la Avenida Egipcia —continuó Annabel—. Es donde está la tumba de su familia, muy grande y bonita. Y me habló del colgante al que ustedes se refieren. La crucecita de oro y zafiros.
—Esto es una estupidez. —Devereaux cada vez parecía más nervioso—. Debes de haber leído su nombre en la puerta de la tumba.
—No —dijo la niña—. Me lo contó la semana pasada. Lo recuerdo muy bien.
La cara de Devereaux se volvió del color de la nata montada.
—Señores, no le hagan caso —intervino Tom—. Solo es una cría…
—Una cría que dice haber contactado con mi cuñada —susurró Devereaux.
—Sí, bueno, ella… se pasa el día inventando cosas. Tiene mucha imaginación y esa medicina que le damos…
—¡No tiene que ver con la medicina! —Annabel se revolvió cuando la mano de su tío se cerró sobre su hombro—. ¡He hablado con Chantelle Devereaux muchas veces! ¡Me ha contado que le dio mucha pena separarse de Juliette —el nombre de su sobrinita hizo palidecer más a Devereaux— y también de su marido!
—¿De qué conoces a Juliette? —susurró el caballero—. Ha sido ella quien te ha contado esto, ¿verdad? ¿Ha venido a Highgate con su niñera, con su abuela…?
Pero Annabel no pudo continuar: su tío se la llevó casi a rastras hasta la casa del guarda. «¡La señora Devereaux ya no tiene su colgante!», fue lo último que Harris y Devereaux le oyeron gritar. «¡Les han engañado! ¡Les han…!».
En cuanto quedaron lejos de su campo visual, Tom se agachó para agarrarla no de un hombro, sino de los dos. Por primera vez en mucho tiempo, tuvo miedo de él.
—¿Qué crees que haces? —La zarandeó—. ¿Qué demonios crees que haces?
Por lo menos no había bebido: su aliento era más pasable que de costumbre.
—Si se te ocurre volver a dejarme en ridículo, te juro que…
—¡Suéltame! —protestó la niña—. ¡Me clavas los dedos!
Tom obedeció con tanta brusquedad que Annabel cayó sobre la hierba.
—Escúchame bien, enana metomentodo. Estoy a punto de sacarles a los Devereaux un dinero con el que no podíamos ni soñar hace unas horas y no pienso consentir que nadie lo eche por tierra. ¡Métetelo en tu retorcida mollera!
—¡Yo solo les he dicho lo que me contó Chantelle!
Evidentemente, no era la respuesta que Tom esperaba escuchar.
—No quiero volver a verte en lo que queda de día. —La apuntó con un dedo grueso como una salchicha—. Te moleré a palos si se te ocurre aparecer, ¿me oyes? ¡Ahora entra en casa de una vez!
Y sin darle tiempo para responder, se marchó para reunirse de nuevo con Harris y Devereaux mientras Annabel, sentada en la hierba con la cara empapada, observaba alejarse entre las cruces a la persona que más detestaba en el mundo.
CAPÍTULO 4
—Llegas justo a tiempo —saludó Heather cuando su sobrina cruzó la diminuta cocina para dejarse caer sobre un taburete—. Estoy preparando un pastel de carne para Tom. Si quieres, puedes echarme una mano…
—No pienso tocar nada que se vaya a comer mi tío —declaró Annabel.
Al levantar la cabeza, Heather vio que tenía los ojos enrojecidos, el vestido manchado de verde y un puñado de briznas pegadas a los calcetines.
—¿A qué viene eso? ¿Te ha vuelto a reñir por algo?
La pequeña no respondió. Heather dejó escapar un suspiro.
—Mira, Annie…, no quiero saber qué ha pasado. Estoy cansada de que tu tío me acuse de ponerme de tu parte. A veces es tan difícil vivir con los dos…
—No es culpa mía que tengáis que vivir más tiempo conmigo —susurró ella.
Heather se disponía a rellenar los pasteles, pero aquello le hizo limpiarse las manos en el delantal y, con un «Ay, por Dios», acercarse a Annabel.
—¿Cómo puedes decir eso? —La rodeó con los brazos y la besó ruidosamente en la mejilla. Annabel puso cara de digna, pero no intentó soltarse—. ¿Cómo puedes pensar —Heather volvió a besarla— que no me gusta que vivas con nosotros? Eres lo mejor que tengo, Annie.
Un poco más animada, le habló de la conversación entre su tío, Harris y Devereaux. Fue un consuelo descubrir que no eran cosas suyas: a juzgar por la expresión de Heather, tampoco le parecían de fiar.
—¿Exhumación? —murmuró.
—Sí —respondió Annabel—, pero no sé lo que significa.
Heather se pasó un trapo entre los dedos.
—Exhumar a alguien —acabó diciendo— es sacarlo de su tumba.
—¡Oh! —se asombró Annabel, radiante por el hallazgo—. ¡Quieren sacar a Chantelle Devereaux! ¡Para quitarle ese colgante!
—¿El colgante? —se extrañó Heather—. ¿Qué colgante?
Cuando Annabel acabó de explicárselo, el cielo se había oscurecido tanto que su tía prendió la lamparita de aceite colocada encima de los fogones.
—Qué miserable… —murmuró—. Hacerle un regalo tan precioso a su esposa, enterrarla con él y ahora querer recuperarlo para que lo tenga su sustituta…
—No la enterraron con él —contestó Annabel—. El señor Devereaux se lo puso en el cuello, pero una de las doncellas se lo quitó antes de cerrar el ataúd.
Los ojos castaños de Heather se abrieron de par en par.
—¿Que le quitaron el colgante? ¿Cómo sabes eso?
Annabel enarcó las cejas, sin decir nada, y Heather gimió.
—Annie, por lo que más quieras…, no empieces con lo de siempre…
—Tú me has preguntado. —La pequeña se encogió de hombros—. Castígame otra vez por decir la verdad. A este paso, podré salir de casa el año que viene.
En vez de responder, Heather se sentó a su lado y las dos se quedaron mirando cómo el sol acababa de ponerse tras los cristales. Las sombras no tardaron en extenderse sobre el cementerio, cuyas puertas ya habían sido cerradas a cal y canto, y el jardín salpicado de lápidas de los Lovelace. «Mi tío no tardará en llegar», pensó Annabel notando cómo Heather cada vez se ponía más nerviosa, pero dieron las nueve y seguía sin aparecer…
Finalmente, oyeron unos pasos en la entrada. Annabel y Heather se volvieron en el acto.
—¡Tom! —Su esposa se detuvo al ver lo pálido que estaba—. En nombre del cielo, ¿qué ha pasado?
Tom no hizo ademán de abrazarla; solo alargó una mano.
—Ginebra. Ahora. —Y, cuando Heather le dio la botella, bebió un trago tan largo que Annabel se prometió mantenerse lejos de su alcance hasta el día siguiente.
Los pasteles se habían enfriado hacía tiempo, pero su tío ni siquiera parecía de humor para quejarse. Muy despacio, como si le costara articular cada palabra, les contó cómo había aguardado con Harris, Devereaux y un par de sepultureros hasta que, cuando estuvieron seguros de que todo el mundo se había marchado, atravesaron el sector oeste hacia el lugar en el que se encontraba la tumba de los Devereaux.
—A los chicos no les hizo ninguna gracia, claro…, sobre todo, cuando supieron para qué estaban allí. Es asqueroso abrir una tumba familiar después de tanto tiempo y en la Avenida Egipcia no suelen cavar tan hondo como en otros sitios. Por eso el señor Harris se empeñó en que preparásemos una hoguera con las hojas caídas…
—El fuego aleja a los insectos —asintió Heather—. Solo espero que no os vieran.
Annabel conocía lo bastante a su tío como para saber que una amonestación del director de Highgate, si había dinero de por medio, sería su última preocupación.
—Después de cavar un rato, Stephen saltó a la fosa —continuó Tom— y John, desde fuera, tiró del ataúd para sacarlo. Yo me había quedado cuidando de la hoguera con Harris y Devereaux. Pero cuando arrancaron los clavos y levantaron la tapa…
Se detuvo de nuevo hundiendo la cara en sus manazas.
—El olor… era nauseabundo. La habían cubierto con flores blancas, pero se habían marchitado y ahora servían de alimento a los insectos. Tenía un velo cayéndole por la cara y Harris no se lo quitó… aunque no fue necesario.
—Dios mío. —Heather agarró su propio crucifijo—. Dios mío…
Los ojos de Tom captaron su gesto y sacudió la cabeza.
—Pudimos verla pese al velo y las flores. El pelo se le había convertido en unas pelusas que echaron a volar con la brisa, pero los demás no hacían más que mirarle el cuello. El colgante…
—El colgante no estaba —dijo Annabel—. Se lo quitó Ermyntrude, su doncella.
Ahora los ojos de Tom abandonaron los de Heather para posarse sobre ella.
—Lo hizo cuando la dejaron sola con el cuerpo —siguió diciendo—. El señor Devereaux vio cómo clavaban la tapa del ataúd, pero no se atrevió a mirar más a su mujer. Nadie sospechó de la chica y ahora la cruz de oro y zafiros se ha perdido.
Cuando Tom se puso en pie, Annabel se encogió de manera instintiva, pero su tío no hizo ademán de pegarla: solo metió una mano en el bolsillo de su pantalón.
—Bien… El caso es que nosotros hemos cumplido. —Sacó un pequeño atado de billetes que dejó sobre la mesa—. Más vale que Stephen y John no se enteren de esto. Ellos no han visto ni un penique.
Bajo la luz de la lamparita, el rostro impreso en los billetes parecía amonestarlos como si la reina Victoria estuviera al corriente de lo que habían hecho.
—Supongo que los Devereaux empezarán a rastrear todo Londres en busca de la dichosa crucecita —comentó Tom—, aunque a saber dónde estará…
—Ermyntrude vivía en Hampstead antes de empezar a trabajar en su casa —dijo Annabel—. La señora Devereaux estaba segura de que quería reunirse con su familia, aunque le daba mucha pena que necesitara tanto el dinero. Le habría regalado ella misma el colgante si se lo hubiera pedido.
A Tom le temblaron los labios y a Heather se le escapó de las mejillas, rebozadas todavía de harina, el poco rubor que le quedaba. Ninguno se dio cuenta de cómo la temperatura descendía poco a poco ni de cómo su sobrina se giraba para observar la puerta que conducía al jardín.
Si tuvieran los ojos de Annabel, habrían visto a Chantelle Devereaux de pie en el umbral. Llevaba puesto el vestido con el que la habían enterrado, con las flores blancas prendidas en el velo y el rubio cabello peinado en ondas.
Sonrió a la niña, inclinando la cabeza, y Annabel le devolvió la sonrisa. Entonces la señora Devereaux empezó a volverse transparente, se encogió hasta alcanzar las proporciones de un recién nacido… y desapareció en la penumbra.
Chantelle estaba ahora en paz, igual que Marian y Laura Collins después de que sus padres contactaran con una médium. «He hecho lo mismo que esa señora… He sido su luz. Su luz en la niebla».
—Annie, será mejor que te acuestes —susurró Heather. Tras aceptar el pedazo de pastel que le dio, se dirigió a la escalera mordisqueándolo de mala gana.
Sentada en el ataúd, Annabel pensó que le encantaría saber para qué servía su don. Mucha gente daría lo que fuera con tal de contactar con sus seres queridos, pero no entendía por qué tenía que ser la única que no lo utilizase. Si Rosalie seguía empeñada en no comunicarse con ella, aquello no era más que un regalo sin sentido.
Pero a la mañana siguiente, mientras alimentaba a unos gatos con un plato de leche, descubrió que lo que había hecho sí le reportaría beneficios. Un carro acababa de detenerse en el sendero y de él descendían dos muchachos que, a instancias de Tom, empezaron a bajar un gran bulto envuelto en mantas.
—Una cama —explicó su tío mientras la metían por la estrecha puerta—. Una cama de verdad, no un ataúd… Pensé que te lo debíamos. Vas a cumplir ocho años dentro de poco, así que ya no eres una cría.
Annabel estuvo tentada de responder que los había cumplido en marzo.
—¿Una cama para mí? —preguntó en cambio—. ¿Y por qué?
Su tío parecía un poco abochornado.
—Tu tía y yo lo hablamos anoche y pensamos que, con el dinero de los Devereaux, podríamos regalarte algo. Así no tendrás que escaparte tanto de casa, ¿no crees?
Aunque Annabel se había marchado de Whitechapel siendo muy pequeña, sabía cómo llamarían sus antiguos vecinos a algo así: un soborno como la copa de un pino. Pero una cama seguía siendo una cama, por mucho que Tom quisiera tenerla encerrada, y la perspectiva de rodar a sus anchas sobre un colchón casi le hizo dar palmas.
—Tengo otra cosa para ti… —Su tío le tendió un paquete envuelto en papel de estraza. Annabel lo cogió sin decir nada—. Esto no es un regalo, sino una especie de… cuadernos de tareas.
Traía una etiqueta con la inscripción «Grendall & Hobbes», pero apenas le prestó atención: cuando supo lo que era, se le abrió la boca.
Más allá de la muerte: lo que no nos atrevemos a preguntar acerca de lo que nos espera, se leía en la cubierta de un libro. Pese a lo rebuscado de los caracteres, Annabel lo entendió.
—No tengo ni idea de qué tratarán —admitió Tom—. Ni siquiera sabía que se escribieran cosas sobre… lo que tú haces. Con los muertos, los espíritus y demás.
Los ojos de Annabel se volvieron aún más redondos cuando apartó el libro para mirar los de debajo: El espíritu a la luz de la ciencia moderna, Nuevos experimentos sobre la fuerza psíquica…, Revelaciones de una médium, con unos arabescos de plata que recordaban a hojas de hiedra y cientos de páginas que por fin podría leer sin que la acusasen de perder el tiempo como una boba.
Por un instante, estuvo a punto de estamparle un beso a Tom, pero se contuvo; no estaría bien ceder el terreno recién conquistado por un cese en las hostilidades.
No obstante, no se le pasó por alto que su tío no se desprendió del ataúd cuando acabaron de instalar la cama de Annabel. En lugar de tirarlo, lo metió en el trastero del jardín en previsión de que más adelante, cuando hubiera aprovechado su don de una manera que aún no entendía, su sobrina volviera a necesitarlo.
Y, en esa ocasión, sería para siempre.
CAPÍTULO 5
El tiempo demostró que Tom se había salido con la suya: Annabel se obsesionó tanto con sus libros que no volvió a pensar en escaparse.
Sentada en su cama nueva, pasaba las horas muertas devorando los manuales sobre espiritismo y dando sorbitos, cuando Heather se lo ordenaba, a la digitalina que le subía de la cocina. Ni siquiera se acordaba de comer, así que tenía que ser su tía quien le pinchara las cosas con un tenedor mientras sus ojos seguían recorriendo las páginas. Pronto sintió la cabeza tan saturada que, por miedo a olvidar lo que le había costado tanto aprender, empezó a apuntar las cosas más importantes en un cuaderno que le regaló Heather.
Mientras la nieve caía al otro lado de la ventana, espolvoreando de azúcar las sepulturas del cementerio, Annabel escribió en la primera página: «Cosas que hay que saber sobre los muertos» y se quedó muy quieta, chupeteando el lapicero.
Cosa número 1. Los muertos no son siempre transparentes. Cuando ha pasado poco tiempo desde que los enterraron, parecen personas de verdad. Pero no se los puede tocar porque, al intentarlo, se descomponen y, después, se recomponen otra vez por sí solos.
Cosa número 2. Los muertos siempre están fríos. Cuando se aparecen en una habitación, baja mucho la temperatura y, cuando alguien los atraviesa con la mano, se le queda casi congelada.
Cosa número 3. Los muertos no pueden tocar nada más que su ropa y las cosas con las que los enterraron. Si no les gustan, se tienen que aguantar.
Cosa número 4. Los muertos pueden colarse en los sueños de los vivos sin su permiso haciéndoles creer que lo que está pasando es real y convirtiéndolos, si quieren, en una pesadilla.
Cosa número 5. También pueden atravesar las paredes y los suelos...
Este último punto le generó muchas dudas. Tuvo que apartar el cuaderno para regresar a Más allá de la muerte, el libro más manoseado de todos, y pasar las páginas hasta el capítulo que había leído la noche anterior. En él, el autor decía:
Es indudable que los hogares en los que vivi