Enrolado en La Habana
Algún necio ha dicho que las auténticas aventuras ocurren en la cabeza o en nuestras desastrosas circunstancias, y que toda la desgracia de los humanos deriva exclusivamente de que no son capaces de quedarse tranquilamente en una habitación. Y ¿quién ha fabricado la silla en la que el necio se sienta en su cuarto? ¿De dónde ha sacado la madera? ¿Quién ha matado el pollo que está engullendo, quién ha plantado el vino que se bebe, quién ha traído de China la seda para su ropa interior? Y todo eso, ¿solo para que él pueda quedarse allí sentado y dormitar, y escribir tonterías sobre Ulises? Bah, bah y otra vez bah.
LUCIEN PASCAL,
Arrière-pensées
En el camino de Batabanó a La Habana, Rafael pensaba una y otra vez en el consejo que el padre Ortiz le había dado hacía meses, antes de morir: «Si lo considera necesario, te cortará el cuello con cortesía y elegancia. Así que no le des ningún motivo para ser descortés.»
El hombre al que el consejo se refería se llamaba Juan de León Fandiño y, si de vez en cuando cortaba cuellos con toda cortesía, era mejor predisponerlo a la descortesía. Pero, si en estado de cortesía ya recurría al cuchillo, ¿qué podría hacer cuando estuviera malhumorado y descortés? Eso enlazaba con otras preguntas; por ejemplo, si la cortesía podía ser un estado duradero. Y si, en realidad, el consejo era o habría debido ser una fallida paradoja.
Dado que precisó menos de dos días para el camino, pudo dar vueltas a ese y otros pensamientos, pero no tanto como para que las vueltas degenerasen en un enrevesado aburrimiento. Según había oído decir al padre Ortiz, Fandiño era sevillano, y de Triana, el barrio de los marinos y trabajadores. Poseía una casa en San Juan de los Remedios, cerca de la costa norte de Cuba; allí vivía, desde la muerte de la primera, su segunda mujer. El padre Ortiz le había contado una serie de historias licenciosas del tiempo que habían pasado juntos a bordo de una fragata. La mayoría eran increíbles, y, por lo tanto, interesantes. Quedaba por saber si el conocimiento de esta o aquella circunstancia podía serle de alguna utilidad.
Se había preparado bien; aun así, se sentía un poco inseguro. Nunca podía saberse qué preguntas podían acecharle. ¿O podían las preguntas halagar? ¿Seducir? De camino a La Habana y luego paseando por sus calles, se sometió a un mudo examen, consideró las preguntas que Fandiño haría al hombre que quisiera subir a bordo, imaginó otras y se dijo que probablemente eran las equivocadas.
¿Cuál era la tarea de los guardacostas? Combatir el contrabando y la piratería.
¿Cuándo se había creado el sistema de guardacostas? Hacía solo cinco o seis años.
¿Quiénes eran los hombres que debían atender esa tarea? Marinos experimentados, la mayoría de ellos antiguos contrabandistas y piratas, y por eso mismo familiarizados con todas las tretas.
¿Qué barcos se empleaban? Algunos pertenecían a los capitanes, que recibían mandato y documentos del virrey competente o gobernador... antes habían sido patentes de corso; otros barcos, a menudo naves contrabandistas incautadas, eran aportados por las autoridades correspondientes a cambio de una participación.
¿Por qué guardacostas en vez de la flota real? Porque los muchos miles de millas de costa de los territorios españoles en América, con sus bahías y escondrijos, no podían ser vigilados por flota regular alguna.
¿Quiénes eran los contrabandistas? Holandeses, franceses y, sobre todo, ingleses.
¿Por qué contrabando, en vez del comercio habitual? Porque la corona cuidaba de su monopolio comercial, y nadie podía comerciar con los territorios españoles más que los barcos que venían de Cádiz y estaban registrados allí con su carga, tripulación y pasajeros.
Etcétera. Pero probablemente le preguntarían si sabía hacer pan, limpiar cañones y remendar velas. ¿Las circunstancias generales? Oh, no, eso no le importaba nada a un miembro de la tripulación, probablemente incluso eran cosas demasiado elevadas para los oficiales.
El aire entre las casas era bochornoso y estaba viciado. Casas de madera y ladrillos de adobe, en angostas calles pavimentadas de barro, endurecido por el sol y las innumerables pisadas. «Cuando llueva —se dijo—, esto se volverá resbaladizo y lleno de charcos.» Otras calles, con casas de piedra, arcos, saledizos y patios, más intuidas que vistas al pasar, estaban enlosadas y pertenecían probablemente a ricos y poderosos. Aquellas calles eran, en cualquier caso, lo bastante anchas para que pudieran pasar sus coches.
Pasó por delante de tiendecitas, talleres entreabiertos de artesanos y puestos de venta, abriéndose a veces camino por entre la multitud. Una multitud abigarrada, ruidosa, atareada; él había creído que Batabanó era una gran ciudad, pero comparada con La Habana era, como mucho, un pueblo grande. De una herrería situada en un patio salía el ruido de un martillo golpeando el metal. Unos pasos más adelante, alguien exhibía en una jaula pájaros multicolores y vendía pollos cacareantes destinados a la cazuela. Rafael oyó las voces de un coro eclesiástico que salían de una capilla en una placita.
Al otro lado de la plaza había varios figones y puestos en los que se vendía fruta, verdura, carne y pan recién hecho. El aromático humo que salía de ellos hizo que su estómago gruñera. Se llevó la mano al cinturón y decidió comer algo. En la bolsa llevaba todo su patrimonio: todo lo que había conseguido por la venta de las propiedades del padre Ortiz. Lo habían advertido en contra de los malvados que, al parecer, circulaban masivamente por los lugares grandes; por eso llevaba la bolsa sujeta a la parte interior del cinturón, bajo la ancha camisa clara.
En uno de los puestos compró un rollo de pan de maíz sin levadura, relleno de pescado asado, verdura y una salsa roja y fuerte, además de un cuenco de zumo y agua. Manteniendo con cuidado el equilibrio, lo llevó todo hasta un tambaleante banco pegado a la pared de la casa más próxima. Se sentó, se descolgó el hatillo del hombro, se lo puso entre las piernas y empezó a comer. Contempló a la gente a su alrededor, y comprobó sorprendido que, de alguna manera, se sentía acogido.
Había esperado, con cierta incomodidad, llamar la atención en la ciudad desconocida al ser un forastero, algo así como una mala hierba en un macizo de flores. Ahora contemplaba la multitud: parda, blanca, negra, mestizos, algunos semidesnudos, otros vestidos con elegancia, ropas abigarradas, telas chillonas, risas y parloteos. Habría podido gritar o ponerse de cabeza en la plaza sin que nadie se fijara en él.
Ser simplemente aceptado, como una piedra o una planta, se dijo. O no, no aceptado, simplemente ignorado como algo evidente. ¿Era quizás esa una forma de bienvenida, no sería al final la mejor?
Cuando hubo terminado de comer y beber, devolvió el cuenco al puesto, se echó el hatillo al hombro y siguió caminando hacia la muralla. Como no sabía dónde estaba exactamente la Isabela, se metió por la primera puerta que había al sur de la entrada al puerto y paseó por fuera de la muralla, a lo largo de los atracaderos y talleres. Más allá de la bocana del puerto, de unos doscientos cincuenta pasos de anchura, las torres y muros de El Morro resplandecían a la luz del atardecer. Pronto se cerraría la cadena, y un cañón de la fortaleza dispararía una salva después de la puesta de sol: la señal para cerrar las puertas de la muralla. Pero había varias puertas más pequeñas que seguían abiertas, de modo que podría volver a la ciudad si no encontraba el barco. O si el capitán Fandiño no quería contar con él.
Pasando ante los barcos de pescadores y los pequeños cargueros de vela, ante los transbordadores con los que se podía cruzar la bahía, el próximo barco era uno de dos mástiles, con portillas y agujeros para remos: un jabeque. Sabía que algunos de esos barcos de corsarios norteafricanos —capturados o construidos a imitación de aquellos— se empleaban también en las aguas caribeñas españolas, pero nunca había visto uno. Contempló interesado los castillos de proa y de popa, no especialmente altos, observó los adornos junto a las seis portillas del lado de babor... y se detuvo. En pequeño en la proa, en grande en la popa, el nombre estaba escrito en letras sencillas: Isabela. ¿Un velero pirata argelino, sirviendo de guardacostas español en la bahía de La Habana?
La borda se elevaba apenas tres pies por encima del muelle. Trepó por unos cuantos peldaños de una escala y subió a cubierta. En medio del barco, unos hombres andaban en parte holgazaneando, en parte ocupados en trabajos habituales, como remendar velas o coser sus propias ropas. Vio dos indios y siete negros, pero ningún europeo.
—Eh, hermano, ¿dónde puedo encontrar al capitán Fandiño? —preguntó.
El negro al que se había dirigido sonrió.
—Si te vuelves y vas hacia la izquierda por el muelle, lo encontrarás delante de alguna taberna.
—¿Todavía enroláis a gente, o estáis completos?
—Si eres bueno...
—Claro que soy bueno.
El negro volvió a sonreír.
—Eso dicen todos. Buena suerte.
Delante de la tercera taberna por la que pasó, había dos europeos sentados a una mesa en la que, entre copas de cerveza y una jarra, se veían algunos papeles.
—¿Capitán Fandiño?
El mayor de los dos hombres alzó la vista.
—Presente. ¿Quién pregunta?
—Rafael Ortiz; con saludos de Daniel Ortiz.
Fandiño apoyó las manos en la mesa y se levantó.
—¿Daniel? Hace mucho tiempo.
—Me dijo que quizá necesitaban gente buena.
Fandiño asintió, señaló una silla vacía y volvió a sentarse.
—La gente buena siempre hace falta. ¿Cómo está Daniel? Y cómo es que envía...
—Él ya no envía; está muerto. Era mi padre.
Fandiño guiñó un ojo.
—¿Su padre? —sonaba más que sorprendido.
Ortiz rio por lo bajo.
—Me adoptó —dijo.
—Ah. —Fandiño sonrió. Señaló al otro hombre, que miraba interrogativo al uno y al otro—. Santiago Dorce, mi teniente. Alférez. Timonel. Lo que usted prefiera.
Dorce saludó con una cabezada al recién llegado.
—Antes de que empecemos a intercambiar historias sobre el viejo Daniel... ¿Qué sabe usted hacer?
Ortiz se sentó, cerró un momento los ojos y respiró hondo. Olía a sal y a algas, a agua de sentina, a la pez caliente de uno de los talleres, a la cerveza de la jarra (o de las copas de los otros dos), y se dijo que, en realidad, no había razón alguna para sentirse inseguro.
—Leer, escribir, calcular. —Abrió los ojos y miró a Fandiño. El capitán de la Isabela podía tener en torno a cuarenta años, tenía la mandíbula partida, cabello oscuro, unos ojos penetrantes de color gris mercurio y unas cejas hirsutas y boscosas—. Hacer pan y cocinar también, si es que pudiera ser de utilidad.
Dorce rio por lo bajo. El timonel era algunos años más joven que Fandiño, delgado, casi flaco; su pelo, que originariamente debía de ser castaño claro, estaba surcado de mechas grises y se aclaraba en las sienes.
—Se pueden afirmar muchas cosas —dijo—. Pruebas —empujó los papeles hacia Ortiz.
—¿Quieren que se lo lea todo ahora?
—Bastará con un resumen.
—Como quieran. —Ortiz cogió las hojas, les echó un vistazo y añadió—: Han comprado harina, judías, pescado en salazón, sal, miel, pólvora y balas de cañón.
Dorce sonrió.
—También puede haberlo adivinado. —Se inclinó hacia delante y señaló una línea al pie de una de las hojas—. ¿Qué pone aquí?
—«Que Satán envuelva a fray Nicolás en intestinos de cerdo y lo ahogue en mierda de perro.» Parece un ejercicio de escritura; pluma nueva, supongo... Los borrones parecen haber surgido del intento de probar la flexibilidad de la pluma. —Ortiz alzó la vista del papel—. Si sumo las distintas sumas y les digo la suma total correcta, ¿me dirán quién es fray Nicolás y por qué Satán debe hacerse cargo de él?
Fandiño cogió las hojas.
—Daniel Ortiz —dijo a media voz—. El mejor artillero, hasta que una bala de mosquete le destrozó la rodilla izquierda.
—La rodilla derecha —corrigió Ortiz.
—La Isabela debería tener una tripulación de cincuenta hombres. Con usted seríamos veintinueve. Eso quiere decir que todo el mundo tiene que saber hacer todo lo posible.
Ortiz asintió.
—¿Sabe de qué vive la gente de los guardacostas?
Ortiz alzó las cejas.
—De su soldada, supongo.
Dorce resopló.
—No hay soldada en la flota real —dijo—. Vivimos de lo que quitamos a los contrabandistas.
—Creía que eso era para el rey.
—Una quinta parte va a parar al rey. —Fandiño se tocó el pulgar derecho con el índice izquierdo—. Un quinto al gobernador o virrey, según dónde se venda el contrabando. Los otros tres quintos son para nosotros.
—¿Tanto? Suena bien.
—Suena mejor de lo que es. Lo llevamos al puerto más próximo, y allí se vende. Quizás enseguida, quizá después, a veces al cabo de mucho tiempo, depende.
—Así que por eso las listas de compras. —Ortiz señaló con la mandíbula los papeles que Fandiño tenía delante.
—Por eso, sí. Comida, bebida y cama a bordo. No hay soldada, pero sí reparto del... llamémosle botín.
Dorce completó:
—En la flota le darían un real al día. A veces. A veces nada durante años, porque la corona está en bancarrota. A veces. Con nosotros ganará en conjunto más. Si quiere.
—¿Sabe usted pelear? —dijo Fandiño—. ¿Algo más aparte de leer y escribir?
—Tengo un pequeño defecto en la vista. —Ortiz sonrió.
—¿Qué clase de defecto?
—Veo... ¿cómo diría yo? Veo orden. Órdenes, se podría decir. Y cosas que perturban el orden.
Dorce frunció el ceño; Fandiño sacudió la cabeza.
—No me imagino nada al oír eso. ¿Puede explicarlo?
—Cuando veo un rebaño de ovejas, mil animales o algo así, veo enseguida cuál es el animal que cojea o está lisiado —aclaró Ortiz—. Si veo un campo de tréboles, veo el de cuatro hojas.
—Bueno. —Fandiño se encogió de hombros—. No hay mucho trébol en el mar, y no sé cuántas ovejas habrá nadando ahí fuera.
—Navegar —dijo Ortiz—. Leer cartas, reconocer las estrellas.
—¡Eh, eh! —exclamó Dorce—. ¿La ballestilla? ¿El astrolabio? ¿Los secretos de la navegación? Eso tendrá que demostrárnoslo. ¡Vamos...! —Miró a Fandiño.
—¿Todo eso lo aprendió del viejo Ortiz?
—Con su pierna rígida, no podía hacer mucho más que acariciar a su mujer, dar de comer al perro y enseñarme cosas.
Fandiño dio una palmada. De la taberna salió un adolescente, tal vez el hijo del posadero.
—¡Cerveza! —gritó el capitán—. Una tercera copa, pan, fiambre. Y enciende alguna luz.
El sol casi se había puesto. El chico trajo lo que le habían pedido. Fandiño llenó las copas, empezando por la de Ortiz, mientras a unos pasos de distancia el chico metía una antorcha en una de las argollas de la baranda y la prendía. Enseguida, un revoloteante racimo de insectos se formó en torno a ella.
—¿Será usted el número veintinueve? —preguntó Fandiño, cuando Ortiz bajó la copa y se limpió los labios.
—Por eso he venido.
—Bien. Entonces hablaremos un poco y comeremos. ¿Es todo lo que tiene? —Señaló el rulo que Ortiz había dejado junto a su silla.
—¿Qué más necesito?
Dorce lanzó una carcajada estridente.
—Suerte, como todos nosotros. Una hoja afilada se la daremos nosotros. Sangre suficiente como para poder perder un poco supongo que tendrá.
—La tengo. ¿He de firmar algo?
—Lo haremos con un apretón de manos, hombre. Las manos aguantan más que el papel.
Fandiño tendió la mano; Ortiz la estrechó.
Dorce carraspeó:
—¿Me presta su oreja, capitán? —preguntó.
—¿Para qué?
Dorce señaló la jarra de cerveza.
—Si juntamos fuerzas, podríamos complementar el apretón de manos con un trago de vino. Es más sabroso, y adecuado para la ocasión.
Fandiño titubeó un momento, luego se encogió de hombros.
—¿Por qué no? ¿Se une, Ortiz? Descontaremos su parte del próximo botín.
Ortiz hurgó en su cinturón y dejó una bolsa de cuero encima de la mesa.
—Me gustaría hacerme cargo. Si me lo permite...
—¿Seguro? —Dorce frunció el ceño—. ¿Sabe usted lo caro que es el vino?
—No. ¿Es muy caro?
—Cinco veces más que la cerveza.
—Uf. ¿Por qué?
—Pregunte a la corona —dijo Fandiño; torció el gesto—. Al principio había que desarrollar las nuevas tierras aquí, en América. Luego, a los señores que reinan sobre nosotros y sobre medio mundo se les ocurrió que sería mejor que solo proporcionásemos materias primas y recibiéramos de España todo lo que está terminado. Así que se quemaron los telares y arrancaron las cepas. Nos dejaron hacer cerveza y ron, pero el vino tenemos que traerlo de España. Por eso.
—No se queje. —Dorce sonrió—. Si fuera de otra manera, también podríamos comerciar con los ingleses y los franceses... y los guardacostas no existiríamos.
Ortiz señaló su bolsa.
—Vamos a castigar un poco la bolsita —propuso—. Cuando mi padre murió, me lo dejó todo. Una taberna en el puerto de Batabanó, un poco de tierra, una casita. Lo he vendido todo. Bebamos por él... y por el apretón de manos.
Mucho tiempo después de sonar el cañonazo de la fortaleza, subieron a bordo de la Isabela. Bajo el elevado alcázar de popa había dos camarotes, para el capitán y su teniente. El resto de la tripulación dormía en cubierta, o en caso necesario en coyes colgados en el angosto y bajo entrepuente. Uno de los indios mostró a Ortiz dónde podía guardar sus cosas. La mayoría de los hombres dormían ya, más o menos embriagados con lo que habían tomado a lo largo del día en las tabernas del puerto. Ortiz se sentó al pie del palo mayor con los pocos que aún estaban despiertos y lo bastante sobrios.
Naturalmente, en las primeras horas a bordo no oyó ninguna historia coherente. Aun así, se enteró de que los indios venían de tierra firme, al norte de la Florida, igual que casi la mitad de los negros, de los que la mayor parte eran antiguos esclavos. Algunos tenían en la espalda cicatrices que se intuían más que se veían a la pálida luz de las estrellas y de la luna llena... marcas de latigazos, obsequio de sus antiguos señores ingleses de Georgia o Virginia. Motivo suficiente para combatir especialmente a gusto contra los contrabandistas ingleses. Uno llevaba un hierro en el hombro, estampado por un antiguo propietario de Panamá. Entre ellos había varios huidos, cimarrones, pero también algunos que habían comprado su libertad o habían sido emancipados después de ser bautizados. Indios, negros, mulatos, zambos... y si había problemas en La Habana todos, también Ortiz, había dicho Fandiño, debían sencillamente decir que le pertenecían a él. Al capitán de la Isabela, que los llamaba de usted a todos; no por cortesía, se decía Ortiz, sino por mantener una cierta distancia y, quizá, para crear un mejor ambiente y en cualquier caso establecer un trato distinto a bordo.
Lo que, al parecer, no siempre había sido así. Un indio llamado Joselito afirmaba que hacía un par de años Fandiño había tirado por la borda a un marinero levantisco que lo había atacado varias veces, y había contemplado cómo el hombre era devorado por los tiburones. Solo más adelante el capitán había tenido la idea de ordenar que hubiese cortesía general, y había funcionado.
—¿Qué pasa con ese fray Nicolás?
Joselito rio entre dientes.
—¿Qué has oído contar?
—Solo que Satán debería envolverlo en intestinos de cerdo y ahogarlo en mierda de perro.
—Curas —dijo Joselito—. Nunca pueden dejarlo en paz a uno. Ese dominico... siempre sombrío, siempre con los dos pies en el Más Allá, ¿sabes? Está muy bien eso de ser piadoso, si le divierte, pero ¿por qué tiene que echar a perder la gracia a todos los demás? Ni una cerveza sin persignarse, y cuando llegamos a puerto tenemos que ir con él a la iglesia más próxima, en vez de con las chicas...
—¿Dónde está ahora?
—Tuvo un accidente. —Joselito chasqueó la lengua—. Cuando llegamos a la bahía de La Habana, hace unos días, había un poquito de viento y mar de fondo. Fray Nicolás siempre leía el breviario y rezaba en la cubierta de proa por las mañanas, y de alguna manera el pedrero le golpeó en la pierna. Se había aflojado no sé sabe cómo, los tornillos, ya sabes. Y eso que el capitán lo había, bueno, revisado, la noche anterior. Ahora está en la enfermería de algún monasterio.
Apenas había viento, el agua casi no se movía en la bahía. Rafael Ortiz estaba tumbado, envuelto en una manta ligera, apoyado contra la borda de estribor, y trataba de dormir. De contar estrellas. Pero sus pensamientos aún eran demasiado agitados, y lo tenían despierto. No podía evitar pensar una y otra vez en la conversación con Fandiño y Dorce, que ni siquiera le habían preguntado su edad. Diecinueve, habría dicho, porque, de lo contrario, a sus dieciséis años, no lo habrían llevado consigo. Sabía que parecía mayor, pero... ¿y si no contaba estrellas, sino que clasificaba los distintos ronquidos de a bordo? El estertor de Joselito junto a él, un ronquido cansado más adelante, una especie de ronco aullido al pie del palo mayor, algo parecido a una papilla que burbujea, a una sierra con prisa, en algún otro sitio algo así como el ruido que hace la madera cuando se estiba un objeto pesado. Inútil.
Cerró los ojos y recordó poemas, recitó para sí el principio del cuento Rinconete y Cortadillo de Cervantes, se preguntó si habría podido hacer amistad con aquellos dos pillos españoles, si quizás hoy estarían a bordo de otro guardacostas en vez de en sucios callejones. Pensó en jabeques y galeras, galeones y carabelas, luego sus pensamientos fueron a parar a ese milagroso buque inglés, el inagotable, que siempre que las flotas españolas iban de Cádiz a Cartagena, Portobello y Veracruz tenía permiso para tocar las ferias de esos puertos con sus mercaderías. Un misterio, aquel barco; ¿cómo podía ser inagotable? ¿Eternamente agujereado, quizá? Pero entonces hacía mucho que se habría ido a pique. Quizá se hundía una y otra vez y volvía a emerger. Con renovadas ansias. Pero ¿y si de verdad era un barco milagroso, un carguero mágico, que no solo llevaba paño y herramientas, sino tigres cebados, delfines parlantes, dragones, magos, el grial o un cuerno de la abundancia...? ¿Y si era un barco de la abundancia, cargado de cuernos de la abundancia? Cuernos llenos de sueños, que llenaron de sueños su dormitar.
Una oreja y muchas monedas
Presupongo sin más que los españoles son, como pueblo, extraordinariamente [...] crueles. Esta es una opinión compartida por todo el mundo, y la mayoría de la gente no necesita argumentos al respecto...
Los Angeles Herald, 3 de abril de 1898
Los españoles son tan feos que dan ganas de vomitar al ver a uno de ellos. Los simios más feos que caminan sobre la Tierra. Y, en lo que a los andaluces se refiere..., la verdad es que no es necesario que vivan.
Británico anónimo en Málaga, 2016
Tres días después salieron del puerto de La Habana. Dado que la fortaleza y el arsenal de la capital no disponían del número de balas necesario para los pequeños cañones de cuatro libras del jabeque, habían tenido que fundirlas. Dos días perdidos. Ortiz no sabía por qué esos dos días eran importantes, pero veía con claridad que Fandiño y Dorce estaban cuanto menos malhumorados, quizás irritados. Uno de los negros dijo que en ese momento el tiempo no era de fiar, poco viento, podía uno ir a parar a una calma chicha, y probablemente un par de ingleses con los que había contado el capitán se habían puesto entretanto a salvo con su carga prohibida en aguas británicas, en las Bahamas y con la flota de allí.
Con un viento débil del oeste, fueron hacia el norte, adelantados en varias ocasiones por los delfines. Ortiz, para el que todo era nuevo, tenía la sensación de que aquellos animales encantadores bailaban alrededor del barco, cantaban de manera inaudible y se reían de su lentitud. Por la tarde, el viento se detuvo por completo. Fandiño y Dorce deliberaron en el alcázar de popa; luego, indicaron a la gente que tirasen por la borda unos cuantos tablones podridos, e hicieron remar a los hombres. Cuando los tablones estuvieron lo bastante lejos, mandaron recoger los remos.
Ortiz se preguntó por qué llevaban a bordo aquellas tablas agujereadas, que hacía mucho que habían sido sustituidas por madera nueva, pero luego lo entendió. Dorce ordenó que llevaran pólvora y balas a las seis piezas de babor e hicieron ejercicios de tiro. La mayoría de las balas cayeron lejos de los tablones, alejados en el agua. Zambrano, uno de los negros, los alcanzó con tres de cinco intentos, igual que Ortiz. Con la quinta bala, hizo pedazos el último tablero.
—¿Dónde aprendió a hacer eso? —preguntó Fandiño. Tenía las manos a la espalda y miraba al muchacho.
—Mi padre, bueno, mi padre adoptivo, me enseñó.
—¿En Batabanó? ¡Seguro que no se llevó cañones a tierra para jugar!
—Sí. Un cañón de juguete. —Ortiz sonrió—. Un tubo de arcilla con algo así como una catapulta. Y con eso disparábamos a los árboles piedras y balas de madera.
—Habrá que ver qué tal se porta cuando vaya en serio.
Poco antes de la puesta de sol, entraron en la siguiente calma chicha. Dorce envió a uno de los indios al palo mayor.
—Eche un vistazo; quizá no estemos completamente solos aquí.
Chippuhawa (o algo parecido; Ortiz nunca había visto ese nombre escrito, y la pronunciación variaba según quién lo dijera) trepó a la cofa; casi al momento gritó algo y señaló en una dirección.
—¿Capitán? —dijo Dorce.
—Nornoroeste —gruñó Fandiño. Se llevó el catalejo a la cara y miró largo tiempo por él—. Bueno, un punto negro —dijo al fin—. Vamos a remar un poco, Dorce; quizás eso nos lleve más cerca mañana temprano.
Al salir el sol avistaron el punto negro, muy al noroeste. El teniente Dorce entregó el timón a uno de los marineros negros, mandó despertar al capitán y trató de determinar la posición aproximada de los dos barcos. Hizo una seña a Ortiz.
—Se supone que usted sabe hacer esto —indicó—. Veamos, ¿dónde estamos, aproximadamente?
Cuando Fandiño llegó a la caseta de derrota, en el alcázar de popa, con un trozo de pan con aceite y un vaso de latón lleno de café, Dorce le indicó un punto en el mapa, apoyando el índice en él.
—Tenemos que estar aproximadamente aquí —dijo—. Y ellos aproximadamente allí. Ortiz ha calculado lo mismo.
Fandiño sopló el café caliente.
—Al parecer hemos hecho una buena presa con usted, joven. Así que... ¿a mitad de camino entre La Habana y Tortugas Secas?
—Quizás un poquito más al oeste. Es difícil decirlo, pero más o menos.
El capitán contempló el mapa.
—¿Ingleses?
—¿Qué, si no?
La corriente los llevaba hacia el este a poco más de tres nudos. El otro barco parecía deslizarse también hacia el este; por la noche, Fandiño había puesto la Isabela a medio rumbo de este a norte.
—Ciento sesenta millas hasta el Cayo de los Muertos, más o menos —dijo Dorce—. Estaremos casi en aguas de las Bahamas, y probablemente anden por ahí algunos barcos de guerra británicos. ¿Qué opina, capitán?
—Que los hombres desayunen —ordenó Fandiño—. Luego, que ocupen la mitad de los remos. Cambio cada media hora. Y vamos rumbo estenordeste. Hacia el mediodía tendríamos que haberlos alcanzado.
El jabeque tenía doce remos, seis a cada lado. Las velas latinas de los dos mástiles estaban tan recogidas que la poca superficie que les quedaba apenas frenaba el desplazamiento. Cuando Fandiño se hubo tomado el segundo café, llamó a su lado a Zambrano y Ortiz.
—¿Hacemos ya algún preparativo, por precaución, capitán? —dijo el negro.
—Nada de prisas innecesarias. Ortiz, cuando estemos a tiro, encárguese del pedrero en la proa. Pero solo siguiendo mis órdenes. Nada de tonterías, ¿me oye? El habitual disparo al agua, delante de la proa. A no ser que se defiendan. Entonces le tocará a usted, Zambrano.
—¿Cañones de babor?
—Sí. Téngalo todo preparado. Pero cuidado con los cartuchos. No tenemos tantos.
Dorce silbó entre dientes y tamborileó en el timón con los dedos. El capitán echó mano al catalejo.
—Parece un bergantín. —Volvió a plegar el catalejo—. Aún es pronto para decirlo, pero podría ser la Rebecca.
—Ah, la vieja Becky. —Dorce sonrió—. ¿Ha tenido usted el placer?
—Aún no; pero, cuando llegue el momento, va a serlo.
—¿Qué tiene la Rebecca? —quiso saber Ortiz.
—Un inglés. O galés, da igual, Jenkins. Se ha batido ya tres o cuatro veces con otros guardacostas. Seguro que es uno de los que forman parte del barco inagotable.
—Olvida que soy bastante nuevo aquí —dijo Ortiz—. ¿Qué importa eso? ¿Y cómo puede ser inagotable un barco?
—Los ingleses tienen el monopolio de los esclavos, y tienen permiso para enviar un barco mercante de ida y vuelta. Va tocando en varios puertos, y al llegar al segundo y el tercero todavía va lleno. Porque, entretanto, recibe refuerzos en el mar de otros como la Rebecca.
—Y entonces lo que la gente de nuestras costas compra a los ingleses no lo compra a comerciantes españoles —indicó Dorce—. Los que vienen con la flota mercante.
—Ah, ahora lo entiendo. —Ortiz se tiró del lóbulo de la oreja derecha—. Pero... ¿hay suficiente mercancía española para abastecer a la gente aquí?
Dorce se encogió de hombros.
—Ni idea.
—No, no la hay —dijo Fandiño—. Y además es demasiado cara. Hace mucho que el oro americano eleva los precios en España. Y no hay suficientes barcos. Las dos flotas cada pocos años... Pero eso no nos importa a nosotros. La sacralidad de los reyes y las decisiones, celestialmente opacas, de los gobiernos. ¡Bah! —Se volvió y escupió por encima de la borda.
Ortiz miró a Dorce:
—¿Puedo preguntarle a una cosa?
—Suéltela. Todavía no tenemos nada que hacer.
—¿Qué pasa con el monopolio de esclavos y los barcos mercantes?
Fandiño rio por lo bajo.
—El padre Ortiz no se lo enseñó todo, ¿no?
Dorce abrazó el timón y sonrió.
—¿Vamos a tener que...? Bueno, por qué no. Hablar acorta la espera. Pero tengo que remontarme muy atrás. Bajo la mediación del Papa —dijo—, hacía mucho tiempo que se había firmado un tratado que trazaba una línea imprecisa, varias veces modificada, de norte a sur, y asignaba a España las tierras al oeste de esa línea, y a Portugal las situadas al este. Según eso, Brasil, el Atlántico, África y la mayor parte de Asia correspondían a los portugueses, y, cuando España necesitó esclavos negros para cultivar las inmensas masas de terreno del resto de América, los barcos españoles no pudieron acudir a las costas de los esclavos. Durante décadas, o incluso siglos, los mercaderes portugueses fueron los que abastecieron de esclavos a los españoles; luego los franceses, y después de la guerra por la sucesión del trono español, en 1714, los ingleses se habían asegurado el monopolio durante treinta años, y se lo habían transferido a su Compañía de los Mares del Sur. Además, siempre que las flotas de Cádiz iban al Caribe, se les permitía enviar un barco mercante de quinientas toneladas... el barco inagotable. Y, naturalmente, España tenía el derecho de controlar e inspeccionar los barcos ingleses en aguas españolas. Pero a veces no querían dejarse controlar —y Dorce completó su relato con un par de docenas de historias, en parte chuscas, en parte sanguinarias.
Cuando, dos horas después, dejaron de remar, Ortiz no se sentía más inteligente, pero sí más enterado que antes. El capitán, que había escuchado a medias, cambió unas palabras con Dorce, referidas a la corriente, el impulso residual, el tiempo y la distancia. Luego señaló a proa.
—Al cañón, Ortiz; dentro de media hora pasaremos por su flanco. ¡Y, cuando esté pensando en comercio y tratados, no se olvide de disparar!
Entretanto habían identificado el barco inglés como la Rebecca; pronto podrían leer el nombre a simple vista en la proa.
—¡Zambrano!
—¿Capitán? —El gran negro estaba junto al último cañón de babor, por el que Ortiz pasó de camino a la proa, y alzó la vista hacia el alcázar de popa.
—Prepare tres cañones. Uno con postas y dos con balas.
Zambrano saludó, mandó traer pólvora y balas, y designó gente para el servicio de los cañones.
Ortiz se preguntó si los tres cañones y su pedrero bastarían. El bergantín británico era más pequeño que el jabeque y solo disponía de un par de cañones giratorios ligeros. Naturalmente, puede que todos a bordo fueran suicidas, pero era improbable. Por otra parte, había oído historias violentas más que suficientes...
Esperar. Los barcos se acercaban cada vez más. Fandiño cogió el catalejo y contempló a la gente en el apenas elevado alcázar de popa de la Rebecca. Ortiz, junto al pedrero, entornaba los ojos y miraba en la misma dirección. Aquel hombre de cabello oscuro que en ese momento se pasaba los dedos por la melena y volvía a calarse el tricornio, tenía que ser Robert Jenkins. Como si se sintiera observado, miró hacia la Isabela e hizo una mueca. En la cubierta del bergantín no había mayores movimientos.
Cuando los dos buques estuvieron a menos de un octavo de milla de distancia, Fandiño asintió en dirección a Dorce. El teniente cambió mínimam