Paraíso. Premio Nobel de literatura 2021

Abdulrazak Gurnah

Fragmento

El jardín cercado

El jardín cercado

1

Empecemos por el niño. Se llamaba Yusuf, y cuando tenía doce años tuvo que abandonar su hogar de manera repentina. Recordaba que era época de sequía y que cada día era igual al anterior. Las flores morían apenas brotaban. Extraños insectos salían de debajo de las piedras para retorcerse hasta morir bajo la luz abrasadora. El sol hacía que los árboles lejanos temblasen en el aire y que las casas se estremecieran y jadearan con dificultad. Con cada pisada una nube de polvo se elevaba, y una quietud agobiante se cernía sobre las horas de más calor. Momentos precisos como éstos acudían a su memoria cuando menos se lo esperaba.

En aquella época vio a dos europeos en el andén. Eran los primeros que veía en su vida, pero aun así no se asustó, por lo menos al principio. Iba a menudo a la estación para ver la entrada de los trenes, estruendosos y llenos de gracia, y luego esperaba hasta que volvían a ponerse en movimiento bajo las órdenes que el ceñudo guardavía indio impartía valiéndose de un banderín y un silbato. En ocasiones, Yusuf esperaba durante horas la llegada de un tren. Los dos europeos también esperaban, de pie bajo un toldo, con el equipaje y otros enseres voluminosos apilados con esmero a corta distancia. El hombre era corpulento, y tan alto que tenía que agachar la cabeza para no tocar el toldo bajo el cual se protegía del sol. La mujer, cuyo resplandeciente rostro aparecía parcialmente oscurecido por dos sombreros, estaba un poco detrás de él, en la sombra. Llevaba una blusa blanca con volantes abotonada en el cuello y las muñecas y una falda larga que le rozaba los zapatos. También era grande y alta, pero de manera diferente. Mientras ella daba la impresión de estar hecha de alguna materia maleable, como si fuese susceptible de adquirir otra forma, él parecía haber sido tallado de un solo trozo de madera. Miraban en distintas direcciones, como si no se conocieran. Yusuf observó que la mujer se pasaba el pañuelo por los labios y, con toda naturalidad, se quitaba trocitos de piel seca. El hombre tenía manchas rojas en la cara y, mientras sus ojos recorrían lentamente el atiborrado y reducido paisaje de la estación, abarcando los cerrados almacenes de madera y la enorme bandera amarilla con el dibujo de un brillante pájaro negro, Yusuf tuvo ocasión de estudiarlo detenidamente. Entonces se volvió y advirtió que Yusuf lo miraba. El hombre primero apartó la vista, pero luego se volvió hacia él y lo observó por un buen rato. Yusuf no podía dejar de mirarlo. De pronto, el hombre dejó escapar un involuntario gruñido, mostró los dientes y dobló los dedos de un modo inexplicable. El muchacho captó la advertencia y se alejó sin dejar de murmurar las palabras que le habían enseñado a decir cuando precisaba de la repentina e inesperada ayuda de Dios.

El año en que abandonó su casa fue también el año en que la carcoma infestó los postes del pórtico de atrás. Su padre aporreaba con furia los postes cada vez que pasaba por su lado, para que de esa forma supiesen que estaba al corriente del juego que se traían entre manos. La carcoma dejaba regueros en las vigas, que poco a poco se asemejaban a aquella tierra revuelta que señalaba los túneles de los animales en el lecho de un arroyo seco. Cuando Yusuf los golpeaba, los postes sonaban a blando y hueco, y diminutas y granulosas esporas de putrefacción se desprendían de ellos. Si refunfuñaba pidiendo comida, su madre le decía que se comiese los gusanos.

—Tengo hambre —se quejaba, una letanía que nadie le había enseñado y que recitaba con creciente malhumor a medida que pasaban los años.

—Cómete la carcoma —le sugería la madre, para luego, ante la exagerada expresión de congoja y repugnancia del muchacho, echarse a reír—. Anda, atibórrate tanto como quieras y cuando te apetezca. No seré yo quien te lo impida.

Para mostrarle lo patética que era su broma, él suspiraba como si estuviera hastiado del mundo, de una manera que llevaba tiempo ensayando. A veces comían huesos, que su madre ponía a hervir para preparar una sopa ligera bajo cuya superficie grasienta acechaban trozos de médula esponjosa. En el peor de los casos, sólo había guisado de quingombó, pero por mucha hambre que tuviese, Yusuf era incapaz de tragarse aquella salsa viscosa.

Su tío Aziz también los visitaba en aquella época. Sus visitas eran breves y espaciadas, y normalmente acudía con un montón de viajeros, porteadores y músicos. Se detenía en el curso de los largos viajes que realizaba desde el océano hasta las montañas, los lagos y las selvas, cruzando las llanuras secas y las desnudas colinas rocosas del interior. Sus expediciones solían ir acompañadas de tambores, panderetas, cuernos y siwas, y cuando su tren entraba en el pueblo, los animales salían en estampida y defecaban, y los niños se desmandaban. El tío Aziz despedía un olor extraño y poco corriente, una mezcla de piel de animal y perfume, de resinas y especias, y otro olor más difícil de definir que a Yusuf le hacía pensar en el peligro. Solía vestir un kanzu ligero y vaporoso de algodón fino y un gorro de ganchillo en la coronilla. A juzgar por sus aires de gran señor y su actitud cortés e impasible, se habría dicho que era un hombre dando un paseo al atardecer o un feligrés camino de las plegarias vespertinas, en lugar de un mercader que había llegado allí abriéndose paso a través de matorrales de espino y nidos de víboras que escupían veneno. Incluso en medio del acaloramiento de la llegada, entre el caos y el desorden producido por el revoltijo de bultos y rodeado de porteadores cansados y ruidosos y mercaderes alertas y llenos de arañazos, el tío Aziz conseguía parecer tranquilo y a sus anchas. En aquella ocasión, había ido solo.

A Yusuf siempre le alegraban sus visitas. Su padre decía que suponían un honor para ellos, porque era un mercader muy rico y renombrado —tajiri mkubwa—, pero, aunque el honor siempre era bienvenido, había algo más. Cada vez que los visitaba el tío Aziz le regalaba, sin excepción, una moneda de diez annas. Lo único que tenía que hacer Yusuf era estar presente en el momento apropiado. El tío Aziz lo buscaba con la mirada, sonreía y le entregaba la moneda. El muchacho tenía la sensación de que debía devolver la sonrisa, pero no lo hacía porque intuía que ello podía volverse en su contra. La piel luminosa y el olor misterioso del tío Aziz lo embelesaban. Después de su marcha, el perfume persistía durante días.

Al tercer día, se hizo evidente que la visita del tío Aziz estaba llegando a su fin. En la cocina reinaba una actividad que no era la usual, y de ella se escapaban entremezclándose los inconfundibles aromas de un festín. Se freían especias dulces, se cocían a fuego lento salsa de coco, bollos esponjosos y coca de pan, se horneaban bizcochos y se hervía carne. Por si acaso su madre necesitaba ayuda para preparar los platos o quería una opinión sobre alguno de ellos, Yusuf procuró no alejarse demasiado de la casa en todo el día. Sabía que en estos asuntos ella valoraba mucho su opinión. También podía ocurrir que olv

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