Una decisión inevitable

María Montesinos

Fragmento

Capítulo 1

1

15 de noviembre de 1887

Victoria Velarde se despertó con una sacudida, aferrada a los brazos de la butaca de madera. Todavía podía sentir la angustia, las palpitaciones provocadas por esa sensación de caída continua por algún abismo interior, sin hallar lugar al que agarrarse, con la que soñaba últimamente.

Tardó unos segundos en ubicarse bajo el balanceo cadencioso del barco y el traqueteo de fondo de las máquinas de vapor. Sus ojos adormilados recorrieron el camarote en penumbra hasta detenerse en la figura enlutada de su suegra, Clarissa, inclinada en su labor de bordado. A la tenue luz del quinqué, parecía una sombra borrosa de la elegante mujer que había sido: su delicada tez de nácar había perdido carnosidad y firmeza; el cabello blanco, antes siempre impecable, lo llevaba ahora recogido en un moño tirante poco favorecedor para el rostro de facciones desdibujadas; y aunque el amplio corpiño de tafetán negro conseguía disimularlo, bastaba con apoyar la mano sobre los hombros enclenques para notar la extrema delgadez del cuerpo consumido en su propio dolor a causa de las desgracias. El mismo dolor que se había llevado por delante su carácter mullido y complaciente, capaz de sobrevolar los problemas más graves sin que le afectaran lo más mínimo, y la había convertido en una anciana que ejercía una autoridad caprichosa y egoísta por temor a la soledad.

Siguió durante un rato los movimientos hipnóticos de sus dedos, puntada tras puntada, el hilo dibujando abigarrados paisajes florales sobre la tela del bastidor. En apenas dos años, la duquesa madre de Langford había perdido a su marido, el viejo duque («Cuántas veces le rogué que dejara de salir en esas partidas de caza agotadoras, que él ya no tenía edad de aguantar el ritmo de los jóvenes pese a lo que quisiera aparentar, pero jamás me hizo caso, bien lo sabes tú»), de un súbito ataque al corazón durante una cacería, y meses después, un lluvioso día de noviembre, tuvo que afrontar la peor de las muertes, la de su hijo, su preferido, su James. No era de extrañar que esos dos años hubieran pasado sobre ella con la intensidad devastadora de una década.

Al igual que han pasado sobre mí, pensó Victoria, bajando la vista a su propia falda, tan negra como la de su suegra. No necesitaba mirarse al espejo para saberlo. Estaba a punto de cumplir veintisiete años y se sentía como si cargara una vida entera en su alma, un pesado fardo más lleno de decepciones y amarguras que de alegrías, por pequeñas que fueran. En cierto modo, ella también se sentía envejecida, cansada. Ya no era la joven segura de sí misma que se las ingeniaba para hacer siempre su voluntad. Era una viuda. Una viuda en la flor de la vida, una viuda estéril. Una mujer a medias, dañada, inservible.

Apenas quedaba rastro de aquella Victoria resuelta que llegó a Inglaterra tres años atrás, confiada en su habilidad para manejar los hilos del destino que le había deparado su padre, el duque de Quintanar, flamante embajador plenipotenciario de España en Gran Bretaña, al acordar su matrimonio con James Langford, primogénito de los duques de Langford. Ella no se opuso, no protestó; de nada habría servido. La decisión más importante de su vida no le correspondía tomarla a ella. Además, se lo había prometido hacía tiempo, a cambio de que la dejara estudiar en la Asociación para la Enseñanza de la Mujer de Madrid: aceptaría al hombre que eligiera para ella, convencida de que en la elección de su padre no solo pesaría el linaje y el patrimonio familiar, sino también el amor que este le profesaba. Federico Velarde no entregaría su hija a alguien que no le infundiera confianza y, al parecer, James representó el papel a la perfección: era el yerno ideal, considerado con todo el mundo, inteligente, apuesto, educado para convertirse en el heredero del viejo duque cuando este muriera. Cierto es que nunca estuvo enamorada de él, pero ¿acaso importaba? La ausencia de amor no era un obstáculo para formar una familia, al contrario; como solía decir la tía Clotilde, era preferible casarse con un hombre que le demostrara respeto antes que caer presa de un enamoramiento incierto en brazos de alguien que no la merecía.

Alguna vez, como ahora, le venía el recuerdo de Diego Lebrija, de sus manos suaves manchadas de tinta, de sus besos, de la única noche que pasaron juntos, y enseguida lo apartaba con una sensación agridulce. Ya ni siquiera recordaba el motivo por el que discutieron, el tiempo lima las aristas de los recuerdos más lacerantes. Después de aquello no se volvieron a ver, quizá porque todo se precipitó: la súbita muerte de tía Clotilde, la invitación de los Langford, el nombramiento de su padre como embajador en Londres, la mudanza a Inglaterra. En cualquier caso, don Federico jamás habría consentido su relación con un plumilla de periódico de familia humilde.

Se casó con la esperanza de que James y ella fueran una de esas parejas bien avenidas que basaban su felicidad en el respeto, el cariño, la libertad y la confianza mutua. Bonita palabrería hueca. ¡Qué poco sabía entonces del matrimonio y de los hombres! Tan poco como de las severas reglas que regían las relaciones de la alta sociedad inglesa, encarnadas en su idolatrada reina Victoria.

Desde el principio notó la frialdad y el desdén con que la acogieron en los ambientes más respetables de la nobleza; era la extranjera, la intrusa, la «española», oía silabear con deje despectivo a ciertas damas, indignadas por el hecho de que los duques de Langford la hubieran elegido a ella antes que a sus hijas, educadas en los elevados preceptos morales victorianos. En aquel entonces no le dio mayor importancia. Todo lo contrario. Durante los primeros meses de su matrimonio, sentía un cierto placer desvergonzado al acercarse a saludar a esas señoras con toda la naturalidad y el desparpajo que le permitía su «españolidad». Hacía gala del «ridículo orgullo español», se burlaba James cuando pretendía herirla, a lo que ella replicaba rechazando la «insoportable arrogancia británica», sin amilanarse. La misma arrogancia con la que peroraban en los salones, en los diarios nacionales o en las sesiones del Parlamento sobre las virtudes superiores del imperio colonial, político y comercial del Reino Unido que extendía sus dominios por gran parte de África, el sur de Asia, Oceanía e, incluso, buena parte de América del Norte.

En cualquier caso, con orgullo o sin él, no hay forma de escapar del aire que respiras, pensó, al igual que era casi imposible escapar de las rígidas normas que limitaban sus movimientos, ya fuera en salones privados o en espacios públicos —nada peor visto que la conducta liviana y espontánea en una dama—, ni de la agenda de visitas organizada por lady Langford para cultivar sus amistades femeninas y llenar el hueco del desinterés de James, ni de ese puritanismo excesivo, rayano en el ridículo, que regía las relaciones entre hombres y mujeres, tanto si estaban casados como si no, y que reducía las conversaciones de los salones a las cuestiones más anodinas e intrascendentes.

Su suegra alzó la

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