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15 de noviembre de 1887
Victoria Velarde se despertó con una sacudida, aferrada a los brazos de la butaca de madera. Todavía podía sentir la angustia, las palpitaciones provocadas por esa sensación de caída continua por algún abismo interior, sin hallar lugar al que agarrarse, con la que soñaba últimamente.
Tardó unos segundos en ubicarse bajo el balanceo cadencioso del barco y el traqueteo de fondo de las máquinas de vapor. Sus ojos adormilados recorrieron el camarote en penumbra hasta detenerse en la figura enlutada de su suegra, Clarissa, inclinada en su labor de bordado. A la tenue luz del quinqué, parecía una sombra borrosa de la elegante mujer que había sido: su delicada tez de nácar había perdido carnosidad y firmeza; el cabello blanco, antes siempre impecable, lo llevaba ahora recogido en un moño tirante poco favorecedor para el rostro de facciones desdibujadas; y aunque el amplio corpiño de tafetán negro conseguía disimularlo, bastaba con apoyar la mano sobre los hombros enclenques para notar la extrema delgadez del cuerpo consumido en su propio dolor a causa de las desgracias. El mismo dolor que se había llevado por delante su carácter mullido y complaciente, capaz de sobrevolar los problemas más graves sin que le afectaran lo más mínimo, y la había convertido en una anciana que ejercía una autoridad caprichosa y egoísta por temor a la soledad.
Siguió durante un rato los movimientos hipnóticos de sus dedos, puntada tras puntada, el hilo dibujando abigarrados paisajes florales sobre la tela del bastidor. En apenas dos años, la duquesa madre de Langford había perdido a su marido, el viejo duque («Cuántas veces le rogué que dejara de salir en esas partidas de caza agotadoras, que él ya no tenía edad de aguantar el ritmo de los jóvenes pese a lo que quisiera aparentar, pero jamás me hizo caso, bien lo sabes tú»), de un súbito ataque al corazón durante una cacería, y meses después, un lluvioso día de noviembre, tuvo que afrontar la peor de las muertes, la de su hijo, su preferido, su James. No era de extrañar que esos dos años hubieran pasado sobre ella con la intensidad devastadora de una década.
Al igual que han pasado sobre mí, pensó Victoria, bajando la vista a su propia falda, tan negra como la de su suegra. No necesitaba mirarse al espejo para saberlo. Estaba a punto de cumplir veintisiete años y se sentía como si cargara una vida entera en su alma, un pesado fardo más lleno de decepciones y amarguras que de alegrías, por pequeñas que fueran. En cierto modo, ella también se sentía envejecida, cansada. Ya no era la joven segura de sí misma que se las ingeniaba para hacer siempre su voluntad. Era una viuda. Una viuda en la flor de la vida, una viuda estéril. Una mujer a medias, dañada, inservible.
Apenas quedaba rastro de aquella Victoria resuelta que llegó a Inglaterra tres años atrás, confiada en su habilidad para manejar los hilos del destino que le había deparado su padre, el duque de Quintanar, flamante embajador plenipotenciario de España en Gran Bretaña, al acordar su matrimonio con James Langford, primogénito de los duques de Langford. Ella no se opuso, no protestó; de nada habría servido. La decisión más importante de su vida no le correspondía tomarla a ella. Además, se lo había prometido hacía tiempo, a cambio de que la dejara estudiar en la Asociación para la Enseñanza de la Mujer de Madrid: aceptaría al hombre que eligiera para ella, convencida de que en la elección de su padre no solo pesaría el linaje y el patrimonio familiar, sino también el amor que este le profesaba. Federico Velarde no entregaría su hija a alguien que no le infundiera confianza y, al parecer, James representó el papel a la perfección: era el yerno ideal, considerado con todo el mundo, inteligente, apuesto, educado para convertirse en el heredero del viejo duque cuando este muriera. Cierto es que nunca estuvo enamorada de él, pero ¿acaso importaba? La ausencia de amor no era un obstáculo para formar una familia, al contrario; como solía decir la tía Clotilde, era preferible casarse con un hombre que le demostrara respeto antes que caer presa de un enamoramiento incierto en brazos de alguien que no la merecía.
Alguna vez, como ahora, le venía el recuerdo de Diego Lebrija, de sus manos suaves manchadas de tinta, de sus besos, de la única noche que pasaron juntos, y enseguida lo apartaba con una sensación agridulce. Ya ni siquiera recordaba el motivo por el que discutieron, el tiempo lima las aristas de los recuerdos más lacerantes. Después de aquello no se volvieron a ver, quizá porque todo se precipitó: la súbita muerte de tía Clotilde, la invitación de los Langford, el nombramiento de su padre como embajador en Londres, la mudanza a Inglaterra. En cualquier caso, don Federico jamás habría consentido su relación con un plumilla de periódico de familia humilde.
Se casó con la esperanza de que James y ella fueran una de esas parejas bien avenidas que basaban su felicidad en el respeto, el cariño, la libertad y la confianza mutua. Bonita palabrería hueca. ¡Qué poco sabía entonces del matrimonio y de los hombres! Tan poco como de las severas reglas que regían las relaciones de la alta sociedad inglesa, encarnadas en su idolatrada reina Victoria.
Desde el principio notó la frialdad y el desdén con que la acogieron en los ambientes más respetables de la nobleza; era la extranjera, la intrusa, la «española», oía silabear con deje despectivo a ciertas damas, indignadas por el hecho de que los duques de Langford la hubieran elegido a ella antes que a sus hijas, educadas en los elevados preceptos morales victorianos. En aquel entonces no le dio mayor importancia. Todo lo contrario. Durante los primeros meses de su matrimonio, sentía un cierto placer desvergonzado al acercarse a saludar a esas señoras con toda la naturalidad y el desparpajo que le permitía su «españolidad». Hacía gala del «ridículo orgullo español», se burlaba James cuando pretendía herirla, a lo que ella replicaba rechazando la «insoportable arrogancia británica», sin amilanarse. La misma arrogancia con la que peroraban en los salones, en los diarios nacionales o en las sesiones del Parlamento sobre las virtudes superiores del imperio colonial, político y comercial del Reino Unido que extendía sus dominios por gran parte de África, el sur de Asia, Oceanía e, incluso, buena parte de América del Norte.
En cualquier caso, con orgullo o sin él, no hay forma de escapar del aire que respiras, pensó, al igual que era casi imposible escapar de las rígidas normas que limitaban sus movimientos, ya fuera en salones privados o en espacios públicos —nada peor visto que la conducta liviana y espontánea en una dama—, ni de la agenda de visitas organizada por lady Langford para cultivar sus amistades femeninas y llenar el hueco del desinterés de James, ni de ese puritanismo excesivo, rayano en el ridículo, que regía las relaciones entre hombres y mujeres, tanto si estaban casados como si no, y que reducía las conversaciones de los salones a las cuestiones más anodinas e intrascendentes.
Su suegra alzó la vista de repente y la sorprendió observándola.
—¿Ya te has despertado? Te has quedado traspuesta mientras leías —dijo, esbozando una leve sonrisa antes de continuar con su labor—. No debe de ser muy interesante esa lectura tuya. Deberías aficionarte a las labores, son más provechosas.
Le molestó el tono condescendiente, la sonrisa resabiada. Como si no supiera que despreciaba «esa afición excesiva» que manifestaba por la lectura.
—Al contrario —replicó, inclinándose a recoger el libro de Elizabeth Gaskell caído a sus pies—. Es una novela muy entretenida sobre la vida y los conflictos sociales en una ciudad industrial del norte de Inglaterra. Debería usted leerla, resulta muy reveladora de la actividad en las fábricas y las condiciones laborales de los obreros.
La anciana le sostuvo la mirada unos segundos antes de retomar su labor con mayor ímpetu. Victoria bajó la vista al libro, disimulando un cierto regusto de triunfo, y se distrajo en buscar la última página leída, que marcó con la cintita de seda. Se arrepintió al instante, ¿qué necesidad tenía de discutir por una nimiedad?
—Anoche no dormí bien —aclaró en un tono más amable—. Me desvelé por el temporal.
Clarissa también suavizó su expresión.
—Deberías beber una taza de tisana con una gotita de jarabe de láudano antes de acostarte, como hago yo. Me lo recetó el doctor Thompson para los nervios después de la muerte de Albert, y gracias a eso duermo como una bendita. ¿Quieres que le diga a Helen que esta noche te traiga a ti también una taza? Yo me la bebo antes de mis oraciones para que le dé tiempo a surtir efecto.
Victoria rehusó con un gesto de la cabeza; no era necesario, dijo levantándose de la butaca. Junto a la cama tenía siempre un libro al que recurrir si se hartaba de dar vueltas sin pegar ojo. La noche anterior, sin embargo, estaba tan espabilada que se sentó ante el pequeño escritorio y se puso a escribir hasta las primeras luces del alba. Había dormido apenas tres horas, de ahí el cansancio acumulado, pensó mientras reunía las cuartillas desperdigadas por la superficie de madera y las guardaba en una carpetilla con el resto de los manuscritos, junto a su diario. Hacía meses que no escribía nada en él. Se sentía incapaz de enfrentarse a su última anotación, y tampoco le hacía ningún bien rememorarlo. Las circunstancias en que se produjo la muerte de James no le habían dolido tanto como la pérdida del bebé que crecía en sus entrañas.
Victoria desvió la vista hacia el horizonte que se mecía en el ojo de buey y apartó los recuerdos de su cabeza. No quería abandonarse de nuevo a la oscuridad en la que se había sumido durante semanas, meses, sin ganas de nada, ni siquiera de levantarse de la cama. Deberían haberla dejado morir, ¿qué sentido tenía seguir viva? Había perdido a su hijo, y su marido se había dejado la vida en la cuneta de un camino cuando regresaba de la casa de su amante. La vida que imaginó en su juventud era irreal, pura ilusión, y ella solo era un cuerpo hueco, incapaz de engendrar vida. ¿Para qué salvarla? Después de la desgracia, el silencio envolvió la casa entera y la revistió de la desolación lúgubre del luto. Clarissa ordenó cerrar todas las cortinas, detener los relojes del dormitorio de su hijo en la hora de su fallecimiento y tapar con velos negros todos los espejos mientras durara el duelo impuesto.
En fin. James estaba muerto y ella era ahora su viuda, la duquesa de Langford, un título que para ella no significaba nada, salvo su carta de libertad. Le correspondía una generosa asignación anual que disfrutaría mientras no se volviera a casar, y eso, sumado al escudo de autonomía y respetabilidad que le otorgaba su condición de viuda, le permitiría manejar su vida hasta cierto punto. ¿No era justo lo que siempre había deseado, tomar sus propias decisiones, emanciparse de la tutela constante que primero su padre y sus hermanos, y después su marido, ejercían sobre ella? Pensó en su querida tía Clotilde, que disfrutó de una viudedad anárquica, excéntrica, un tanto solitaria, en la que ni siquiera le faltó algún que otro amante. Jamás, ni siquiera en sus últimos tiempos, cuando su ceguera se agravó y su vitalidad comenzó a apagarse, Victoria consiguió convencerla de que se mudara a vivir con ellos a la casa familiar en Madrid, pues la veía demasiado sola; ella se negó, decía gozar de su soledad sin más compañía que la de su imaginación y sus pensamientos. A Victoria siempre se le quedaría dentro la espina de que muriera sola en su alcoba, sin nadie a su lado que la acompañara en sus últimas horas. Cierto que su tía era ya una señora madura al enviudar, mientras que ella no llegaba a la treintena y tenía toda la vida por delante. Sin embargo, ese era el destino que le esperaba, el de una viuda solitaria, como su tía. Y eso la aterraba.
Fue entonces cuando decidió abandonar Inglaterra. No la ataba nada allí, aquel no era su sitio. Su sitio estaba en Madrid, en el palacete que le había dejado en herencia la tía Clotilde, rodeada de personas a las que apreciaba, de sus amistades y, sobre todo, de su familia. Ejercería de tía cómplice y consentidora con los hijos de su hermano Álvaro, y en especial de su ahijada Laurita, a quien no había visto desde su bautismo.
Se lo comunicó a lady Langford en cuanto reunió la fuerza de ánimo suficiente: partiría de allí poco después de que Phillip, el hermano menor de James y nuevo duque de Langford, volviera a Inglaterra para asumir las responsabilidades del título y hacerse cargo de su madre. «Pero no lo entiendo... ¿Cómo que te marchas? ¿Por qué? Eres la duquesa viuda de Langford, nadie te va a echar de esta casa. Además, ¿qué voy a hacer yo sola, a mi edad? Ya has visto el poco afecto que me profesa mi hijo: ignora mis cartas, desoye mis peticiones, me tiene abandonada. Aquí siempre contarás con el sostén y la protección del ducado. ¿Cómo te vas a marchar? Ahora eres una Langford, tu sitio es este. Solo te pido que no decidas nada hasta que llegue Phillip».
Un día irrumpió en su alcoba, la miró fijamente y en tono acusador le reprochó: «Te marchas porque estás pensando en casarte de nuevo, ¿verdad? ¿Por esa razón piensas renunciar a todo, niña tonta?». Por supuesto que no. No tenía ninguna posibilidad de volver a casarse, ni ahora ni en el futuro. ¿Quién iba a querer desposar a una mujer yerma como ella, un cuerpo estéril?
Pero Phillip no llegó. Envió una breve misiva a su madre en la que le explicaba que le era imposible abandonar su trabajo en el hospital en ese momento, le habían nombrado jefe de cirugía, un ascenso que llevaba tiempo esperando. Pero no debían preocuparse: había dado las instrucciones necesarias al administrador de los Langford para que asegurara el bienestar de las dos duquesas viudas. Y aunque fuera algo que jamás se mencionaba, Victoria supo que también se había ocupado de la otra mujer y de su hija, la hija ilegítima de James. Lady Langford se derrumbó. ¿Qué sería de ella mientras tanto? ¿Y del ducado, de las propiedades y del asiento que le correspondía en la Cámara de los Lores?
A través de la puerta les llegó el suave tintineo de la campanilla que anunciaba a los pasajeros la hora de la cena. Después de tres días de navegación, ambas estaban familiarizadas con los sonidos de las rutinas de a bordo: las campanillas avisaban de la apertura de la sala de comedor, una cornetilla servía para confinar a los pasajeros en sus camarotes ante la mala mar o la proximidad de una tormenta, y el bramido de la bocina avisaba de la ubicación del Seawinds a otros navíos o cargueros cercanos.
—Es la última noche de viaje —dijo Victoria—. Deberíamos asistir a la cena que organiza el capitán como despedida.
La dama torció el gesto.
—¿Es realmente necesario? No me agrada la idea de cenar con esa gente... —dijo con poca convicción—. Además, no tengo demasiado apetito.
—Deberá hacerse a la idea de que «esa gente», como usted dice, serán algunas de las personas con las que se deberá relacionar durante su estancia en Huelva —replicó Victoria, cortante—. Y tiene que comer algo. Helen me ha dicho que a mediodía solo ha almorzado un trozo de pudin. Si continúa así va a enfermar. —Al ver que su suegra no reaccionaba, probó a convencerla de otra manera, con más suavidad—: Clarissa, lleva dos días encerrada aquí. Le conviene salir, moverse un poco, airearse. El contramaestre me ha dicho que mañana a media tarde llegaremos al puerto de Huelva y...
—¿A media tarde? —Los ojos castaños de la duquesa viuda se clavaron en ella, anhelantes—. ¿Lo sabrá Phillip? ¿Le habrá llegado nuestro telegrama a tiempo? Dicen que las comunicaciones en España no son muy seguras... ¿Crees que estará esperándonos?
—Por supuesto que sí, no debe preocuparse por eso —respondió ella, tranquilizadora.
Hasta hacía poco más de un mes no habría imaginado que lady Langford se atrevería a abandonar su querida Inglaterra y emprender viaje a España para traer de vuelta a ese hijo desconsiderado que eludía sus obligaciones familiares. «Lo hago tanto por la memoria de su padre y de su hermano, que en paz descansen, como por el futuro del ducado de Langford, que él no parece valorar lo suficiente», le había explicado a Victoria, para después suplicarle que cambiara sus planes y la acompañara a Huelva antes de continuar viaje a Madrid, porque ella sola no podría hacerlo, embarcar en un vapor comercial entre extraños y cruzar al continente, a su edad. No sería capaz... Y, además, estaba segura de que, con ella a su lado, le sería más fácil convencer a Phillip de que su sitio estaba allí, al frente de las propiedades ducales en Hampshire: «A ti te escuchará, siempre te ha tenido en mucha estima, Victoria —le dijo con la voz quebrada por la amargura—; en más que a mí, al parecer. Sinceramente, no sé qué puede ser más importante que convertirse en duque de Langford y ocupar el lugar que le corresponde».
La medicina, evidentemente, se decía Victoria, por más que Clarissa se negara a admitirlo. Aun así, accedió a viajar con ella hasta Huelva. Sentía que se lo debía, era su forma de agradecerle el desvelo con que la cuidó durante su convalecencia de las fiebres, después de perder al bebé.
—Pero ¿y si no le ha llegado? ¿Y si no aparece? ¿Qué haremos? —preguntó la anciana, temerosa.
—En ese caso, cogeremos un coche de punto que nos lleve al hospital o a donde sea. No se preocupe, yo me ocuparé —replicó, disimulando su impaciencia. Se incorporó para tirar del cordón que reclamaba la presencia de Helen, la única doncella del servicio que había accedido a viajar con ellas a cambio de una sustanciosa paga, por supuesto. Y aprovechó para añadir en un tono casi maternal—: Pero debe hacerme caso y alimentarse bien antes de que lleguemos. No querrá que Phillip se lleve un disgusto al verla tan pálida y débil, ¿verdad? —Clarissa negó con un mohín amargo, y Victoria prosiguió—: Además, esta mañana el capitán ha vuelto a invitarnos a cenar a su mesa. Sería una grosería por nuestra parte rechazar de nuevo su ofrecimiento. Si usted no desea acompañarme, iré yo por mi cuenta.
La simple idea de quedarse sola en el camarote la convenció.
—No, no. Tienes razón, debemos asistir. El capitán Travis ha sido muy considerado con nosotras —admitió. No solo se había ocupado personalmente de acomodarlas en el mejor camarote de primera clase, sino que también había accedido a prescindir del tratamiento nobiliario de ambas damas al resto del pasaje, como le había rogado Clarissa al embarcar en Portmouth: «Le estaríamos eternamente agradecidas si nos identificase como las señoras Victoria y Clarissa Langford, simplemente», dijo, esbozando su sonrisa más encantadora. Prefería evitar la humillación de que en Inglaterra se supiera que la anciana duquesa de Langford se había visto obligada a cruzar al continente con el fin de traer de la oreja a su hijo. Lady Clarissa recogió su labor con un suspiro de pesar—. En ese caso, deberemos vestirnos para la ocasión. ¿Dónde se ha metido Helen?
Aún no había respondido cuando la doncella golpeó suavemente la puerta antes de entrar en el camarote. Traía las mejillas arreboladas y el aliento entrecortado, como si hubiera cruzado el barco de proa a popa corriendo hasta llegar allí. Victoria se imaginó el motivo: la había visto coqueteando en cubierta con uno de los marineros. De haber sido por ella, no habría elegido a Helen para ese viaje. Era demasiado joven y se distraía con cualquier cosa, aunque nadie podría negarle que tenía una paciencia infinita, cualidad esta casi indispensable para atender a una persona como lady Langford.
2
—Si quiere que le diga la verdad, no sé lo que nos vamos a encontrar allí. Es la primera vez que mi hermana y yo salimos del condado de Bedfordshire, un sitio encantador, ¿lo conoce? —le oyó decir a la señora Gordon, sentada junto a su suegra, que le respondió: «Me temo que no, desafortunadamente»—. En sus cartas, mi marido no es demasiado claro respecto a las condiciones del lugar, pero me ha asegurado que la vivienda que nos ha asignado la compañía en la colonia de Bella Vista es muy parecida a nuestra casa en Bedford salvo que, al parecer, nadie ha conseguido todavía que arraiguen las rosas en los jardines.
La mujer de ojos saltones no había parado de hablar desde que Clarissa y ella ocuparon sus asientos y el capitán Travis las presentó al resto de los invitados a la mesa: el reverendo Kirkpatrick y su mujer, Joanne, a quienes el mismísimo presidente de la Compañía Río Tinto, el señor Matheson, había escogido para hacerse cargo de la iglesia presbiteriana que estaban terminando de construir dentro de Bella Vista; el orondo señor Williams, auditor de contabilidad de la compañía en las oficinas de Londres; la mencionada señora Gordon, que se dirigía a Huelva para reunirse con su marido («el jefe de excavaciones más experimentado de la compañía», como bien se encargó de recalcar en cuanto tuvo ocasión) en compañía de su hermana, la señorita Jones, y por último, John Foster, a quien el capitán presentó como su ahijado, un joven titulado en química con una espesa mata de cabello cobrizo y fosco, al que acababan de contratar para el laboratorio de experimentación en las minas.
—Tal vez no sea el clima más apropiado para las rosas —intervino la mujer del pastor con voz pausada—. Al parecer, apenas llueve y hace un calor abrasador.
—Oh, pero estoy segura de que nosotras lo conseguiremos, ¿no es cierto, Jane? —La señora Gordon se dirigió a su hermana, a quien todavía no se le había escuchado ni una palabra—. Hemos traído un buen manojo de esquejes de distintas variedades y mi hermana es una jardinera excepcional.
El rostro poco agraciado de la tímida señorita Jones se cubrió de un repentino rubor que ocultó entre el picadillo de la sopa y asintió con un débil «confío en que sí».
—No se hagan ilusiones. El único fruto valioso que da esa tierra endemoniada son los minerales. Allí no crece ni la hierba más rastrera —refunfuñó el señor Williams, que aseguró conocer bien el terreno: desde hacía cuatro años, se trasladaba a Huelva durante un mes para auditar las cuentas anuales de la explotación—. Y, créanme, aquello seguiría siendo una tierra yerma y miserable si no fuera porque el señor Matheson supo ver el potencial de las minas cuando casi nadie daba un penique por ellas. Pero él lo hizo, asumió un enorme riesgo, y miren ahora dónde está... Sus rivales le criticarán cuanto quieran, pero nadie negará que ese hombre es un visionario.
Un murmullo de aprobación recorrió la mesa. Victoria recordó que algo muy parecido había dicho de él su padre después de que se lo presentaran los Bauer en la recepción organizada en su honor años atrás, cuando el gobierno español le concedió la Gran Cruz de Caballero de la Orden de Isabel la Católica por su contribución a la prosperidad de la región de Huelva. Lo comparó con un león: implacable ante sus presas, noble en su proceder. Ella también estuvo allí y lo que más le chocó del señor Matheson fue la combinación de sencillez y autoridad que emanaba su figura en medio de todos aquellos prohombres españoles deseosos de conocer al poderoso propietario de la Compañía Río Tinto que, en apenas diez años, había convertido unas minas ruinosas en una gran empresa de influencia mundial. Nadie lo hubiera creído unos años antes, cuando el recién estrenado gobierno que surgió tras la proclamación de la república en España no vio otra forma de evitar la bancarrota de las arcas del Estado que vender al consorcio liderado por Hugh Matheson los derechos de explotación de las minas, además de la propiedad del suelo y del subsuelo, por un precio de noventa y dos millones de pesetas. Era algo menos de lo que había estimado el gobierno español, aunque a más de uno le pareció una cantidad excesiva para unas minas que solo habían generado pérdidas y constantes quebraderos de cabeza al Estado durante décadas. Ahora, visto en perspectiva, ese precio parecía un capital irrisorio comparado con las ganancias que estaba obteniendo la compañía británica, propietaria del yacimiento de cobre más grande del mundo.
—Y no se olvide de la ciencia, señor Williams —agregó el joven Foster—. Sin los hallazgos científicos y los avances técnicos ingleses, tampoco estaríamos hoy aquí.
—Cierto, cierto. El señor Matheson no escatima a la hora de contratar a los mejores profesionales en su campo.
Victoria paseó su mirada por los pasajeros sentados a la larga mesa de comedor, una docena de hombres de distintas edades que formaban parte de la nueva remesa de personal contratado por la Compañía Río Tinto para ocupar puestos técnicos y de responsabilidad en la explotación minera. «Unos van por primera vez y otros regresan después de una corta estancia en Inglaterra... aunque estos son los menos», le había dicho esa misma mañana el capitán. El clima, la presión, la dureza y la exigencia del trabajo provocaban que una gran parte de los británicos no aguantaran más de un año allí. «Aprovechan su primer permiso para viajar a su país y no regresar a Huelva jamás, así los maten». Se lo decía alguien que llevaba tres años haciendo esa misma travesía cada semana en el vapor fletado por la compañía para transportar a empleados y familiares, así como maquinaria ligera, mobiliario, documentos y objetos de la más variada índole.
—No pretendo restarle mérito al arrojo del señor Matheson, pero esas minas se llevan explotando en España desde hace siglos —apuntó el capitán desde la cabecera de la mesa.
El señor Williams hizo un gesto de desprecio con sus manos regordetas.
—Minucias. Existían tres galerías subterráneas que no producían ni la milésima parte del cobre que extraemos ahora. Para bien o para mal, los españoles nunca han sabido cómo aprovechar esa riqueza del subsuelo. Si aún fueran sus propietarios, seguirían perdiendo dinero, como ocurría antes de que llegáramos nosotros —explicó en tono condescendiente. Hizo una pausa para indicarle a uno de los camareros que le rellenara la copa de vino antes de continuar hablando—: No solo carecen de la ingeniería necesaria; además, son holgazanes, descuidados y tienen mal carácter: abundan las peleas entre ellos y, pese a las restricciones que pone la empresa, se gastan la paga semanal en vino y juegos.
A Victoria le escoció en su orgullo patrio escuchar tales afirmaciones.
—Me extraña que hable usted así de unos hombres que arriesgan sus vidas a diario para que su compañía obtenga pingües beneficios, señor Williams —replicó, comedida.
El hombre se llevó la copa de vino a los labios y aprovechó para examinarla con curiosidad mientras paladeaba el caldo.
—Y por esa razón perciben una paga más elevada que los mineros de otras regiones del país —respondió al fin, con una media sonrisa—. No me malinterprete, señora; simplemente digo que lidiar con las costumbres y la pereza propia del carácter español es la mayor dificultad a la que se expone cualquier empresa que desee prosperar allí. Cuando desembarquemos en Huelva lo entenderán: es la capital de la provincia y, sin embargo, carece de red de saneamiento de aguas, de un buen adoquinado o de carreteras transitables que la conecten con otras capitales cercanas. Las calles no han tenido alumbrado público hasta que el señor Matheson en persona se reunió con las autoridades para convencerlas de la necesidad de instalar farolas a gas por toda la ciudad, y la única línea ferroviaria que comunica Huelva y Sevilla se terminó de construir gracias a las gestiones de la compañía con la empresa de ferrocarril participada por la familia Rothschild. Baste decirles que, hasta no hace mucho, los telegramas llegaban a Sevilla y de ahí debían llevarlos en carruaje hasta Huelva.
—¡Dios mío! Y ¿cómo llegan ahora? —exclamó Clarissa, alarmada.
—Afortunadamente, las estafetas de la ciudad ya disponen de telégrafo —respondió el señor Williams—. Pero si no fuera por la compañía...
—En cualquier caso, señor Williams —le interrumpió el capitán Travis, al percibir cierta inquietud entre las damas ante el desolador cuadro pintado por el auditor—, todos los pueblos tienen sus virtudes y sus defectos, como bien sabemos. ¿No es así, señora Langford? Mi contramaestre me ha dicho que es usted de origen español, como él.
—Así es, de Madrid —corroboró Victoria, ajena a los gestos de sorpresa que intercambiaron el resto de los comensales—. No conozco esta parte de España, pero sé que no hay gente más hospitalaria ni generosa que mis compatriotas.
—Eso es cierto —corroboró el capitán—. En ningún sitio me he sentido tan bien acogido como cuando recalo en los puertos españoles. En especial, en estas ciudades del sur. Debo confesar que tengo debilidad por la luz deslumbrante y el clima soleado de estas tierras.
—Eso es porque usted no ha estado nunca en Riotinto durante los meses de verano, capitán —se rio el señor Williams.
—Se equivoca. Hace dos años, el señor Matheson me invitó a visitar la zona y sé de lo que hablo. Admito que resulta muy caluroso hasta que el cuerpo se aclimata. Pero, el resto del año, Huelva es una bendición comparada con nuestra lluviosa Inglaterra.
—La lluvia también es una bendición para la tierra, capitán Travis —le reconvino con suavidad el reverendo Kirkpatrick—. Aun así, le doy la razón en que no debemos juzgar al prójimo sin conocerlo, porque nadie está libre de pecado. Como bien dijo el Señor: «Expulsad el miedo y los prejuicios de vuestros corazones». Todos somos pastores del rebaño de Dios que nos ha sido confiado; a todos nos corresponde velar por él actuando como ejemplo allá donde los designios del Todopoderoso dirijan nuestros pasos.
La señora Kirkpatrick pronunció «amén» y el resto de las señoras la secundaron, reconfortadas por el hecho de tener cerca a un bastión moral de la comunidad como era el pastor.
—Tranquiliza saber que estará usted al frente de la iglesia de Bella Vista, señor Kirkpatrick —dijo la señora Gordon—. No sé si sería muy osado por mi parte pedirle que el enlace de mi hermana sea el primero que oficie usted en la nueva iglesia.
—¿Se va a casar usted? —dijo la señora Kirkpatrick dirigiéndose a la señorita Jones en un tono que pretendía sonar amable.
—Así lo espero...
—¡Por supuesto que sí! —exclamó la señora Gordon, casi ofendida por la duda. A continuación, se dirigió a la mujer del pastor, aunque su pretensión era hablar para todos los presentes—: Mi hermana está comprometida con el señor Malcolm Reid. Es el ayudante técnico de mi marido en las minas y un hombre de grandes cualidades, por lo que sabemos.
—¿No lo conocen en persona? —inquirió Victoria, sin disimular la sorpresa que eso le causaba.
La mesa entera guardó silencio y todos miraron expectantes a la señorita Jones, que bajó la vista, azorada.
—En realidad, no.
—Pero se han carteado todo este año y es como si se conocieran de toda la vida, ¿no es cierto, Jane? —se apresuró a aclarar su hermana—. Si no hubiera sido así, jamás habríamos aceptado su proposición de matrimonio, por supuesto.
—Sí, eso es cierto —afirmó Jane a media voz.
Y no satisfecha con la respuesta de su hermana, la señora Gordon creyó conveniente dar más explicaciones:
—Y como yo tenía previsto viajar a Huelva, le dije a Jane que se viniera conmigo y arreglaríamos allí el casamiento lo antes posible. ¿Qué necesidad había de que viajara él a Inglaterra a desposarla si nosotros estábamos en Huelva?, ¿no les parece? —Sus ojos se posaron en el matrimonio Kirkpatrick como si buscara su aprobación, que llegó en forma de sonrisa beatífica—. Así podremos celebrar en Bella Vista una boda como Dios manda.
—Por mi parte, estaré encantado de celebrar el enlace en la iglesia —afirmó el pastor.
A partir de ese momento, la conversación general discurrió por los apacibles caminos de la meteorología hasta enlazar de nuevo con la jardinería, tan del gusto de las damas.
—¿También ustedes vienen a visitar a algún familiar, lady Langford? —le preguntó el señor Williams a Clarissa.
—Sí, mi nuera y yo vamos a reunirnos con mi hijo, el doctor Langford. Es médico en el hospital de la compañía.
—Mmm... Sí, conocí al doctor en un viaje anterior. El servicio médico de la compañía es de lo mejor que tenemos en Huelva —prosiguió el señor Williams, ajeno a su repentino silencio—. Es usted afortunada de contar con un médico en la familia.
Clarissa esbozó una sonrisa comedida y se guardó mucho de expresar lo que realmente pensaba: que habría preferido que su hijo fuera un canalla o un vividor antes que verlo volcado en cuerpo y alma en la dichosa medicina. Dios solo le había dado dos hijos, dos varones que ella había parido con riesgo incluso de su vida. Sobre todo Phillip, que la dejó tan débil que el doctor le advirtió al duque de que no aguantaría otro embarazo. Y así fue. No volvió a quedarse encinta. Criaron y educaron a sus dos hijos para que llevaran con orgullo y honor el apellido Langford. Y, después de todo, ¿para qué tanto esfuerzo? Dios se había llevado al mejor de sus chicos, el que estaba llamado a ser cabeza y sostén de la familia. Sí, quizá James había tenido algunos deslices, había cometido algunos errores, no lo iba a negar. Siempre había tenido un carácter voluble, desde niño había sido inquieto, irascible. Si se encaprichaba de algo, no paraba hasta conseguirlo, y una vez que lo tenía, dejaba de interesarle, lo abandonaba o lo tiraba para que no pudiera disfrutarlo su hermano pequeño. Sin embargo, jamás se desentendió de sus obligaciones, ni antes de que muriera su padre ni después de asumir él el título. Phillip, en cambio, era distinto. Con él no sabía nunca a qué atenerse: era terco, descastado, hacía su santa voluntad, como cuando rechazó un puesto en la Secretaría de Salud Pública, donde habría podido hacer carrera política, y se marchó a la India a ejercer de médico en el ejército de Su Majestad... Ni su padre ni nadie conocían sus intenciones hasta que se presentaba ante la familia con los hechos ya consumados. Ah, sí. Phillip había sido una pequeña decepción para ellos. Pero ahora no le iba a quedar más remedio que asumir su responsabilidad al frente de la casa Langford. Y a ella le correspondía velar por que así fuera. Lo obligaría a regresar a Inglaterra y le buscaría una esposa de entre las familias de la nobleza que ella conocía. No deseaba morir sin asegurarse de que hubiera un heredero que garantizara la continuidad de la familia.
—¿Y usted, señora Velarde? ¿La espera alguien en Huelva? —inquirió la esposa del reverendo.
—No, señora Kirkpatrick. Solo acompaño a lady Langford hasta que se reúna con su hijo. Me quedaré una semana, dos a lo sumo, y luego proseguiré viaje a Madrid.
—¿Unos días? —intervino Clarissa, con una sonrisa vacilante—. Pero, querida, me aseguraste que te quedarías con nosotros varias semanas, hasta que «todo» —y enfatizó esa palabra en la que depositaba sus únicas esperanzas— se resolviera.
—Precisamente. Estoy segura de que en ese tiempo «todo» —replicó Victoria con idéntico énfasis en esa palabra— estará resuelto.
3
A media tarde, con la pleamar, el Seawinds se adentró en la desembocadura del río Odiel y remontó lentamente sus aguas mansas, rodeado de la quietud de la tarde y los graznidos de las aves ocultas entre las marismas. Victoria se alejó de su suegra y del corrillo de damas sentadas en cubierta, y se dirigió a la barandilla de proa para contemplar en el horizonte el espectáculo de la puesta del sol bajo el cielo rosáceo. Siguió el vuelo de dos gaviotas a ras de la superficie del río, alejándose. Poco a poco, se sintió inundada de una profunda calma ante la visión de la tibia luz otoñal que teñía de ocres la vegetación y arrancaba destellos plateados en el agua. Estaba de vuelta a su país, a su tierra. Se solazó un rato en los giros caprichosos de una bandada de pájaros que surcaba las brisas marismeñas, en los pescadores que faenaban en una barquichuela descolorida, y un poco más arriba, en la margen izquierda, descubrió una pareja de garzas caminando sobre el agua con la elegancia de las bailarinas. Respiró hondo el olor a mar, el aire fresco del atardecer.
—Me has dejado ahí sola y te has ido sin avisarme —le reprochó Clarissa, que apareció a su lado envuelta en su estola de astracán.
—Creí que estaba usted a gusto en compañía de las señoras —se justificó ella. Pero al mirar hacia el lugar donde las había dejado, vio que las damas ya no estaban. Habían abandonado sus asientos para aproximarse al grupo de señores que disfrutaban del paisaje apostados en la baranda.
—Habría estado más a gusto si hubieras permanecido a mi lado. —La anciana frunció la boca en un gesto altivo.
A medio camino avistaron una flota de cargueros fondeados en la ría y, no muy lejos, una asombrosa estructura curvilínea de hierro en tres alturas construida sobre el lecho del río se recortaba imponente contra el cielo. Oyó a uno de los hombres—uno de más edad, que hablaba en tono grandilocuente— explicar que aquel era el muelle de la Compañía Río Tinto ideado para que el ferrocarril de las minas pudiera descargar el mineral directamente en los barcos gracias a la gravedad. El joven Foster se mostró entusiasmado, ignorando las dudas expresadas por la tímida señorita Jones sobre la seguridad de una construcción de esa envergadura enclavada en el agua, a merced de las corrientes. «Es un verdadero prodigio de ingeniería», añadió otro caballero allí presente. Y elevando su voz sobre el resto, el pomposo señor Williams sentenció: «Ahí lo tienen, la prueba evidente de la impronta de la civilización inglesa en este lugar inhóspito», y sonó con tal aire de suficiencia, que Victoria tuvo que morderse la lengua para no replicarl