Roma soy yo (Serie Julio César 1)

Santiago Posteguillo

Fragmento

Dramatis personae

Dramatis personae

Julio César (Cayo Julio César): abogado y tribuno militar

Familia de Julio César

Aurelia: madre de Julio César

Cornelia: esposa de Julio César

Cota (Aurelio Cota): tío de Julio César por línea materna

Julia la Mayor: hermana de Julio César

Julia la Menor: hermana de Julio César

Julio César padre

Marco Antonio Gnipho: tutor de Julio César

Líderes y senadores optimates

Cicerón (Marco Tulio Cicerón): abogado y senador

Craso (Marco Licinio Craso): joven senador

Dolabela (Cneo Cornelio Dolabela): senador y gobernador

Lúculo (Lucio Licinio Lúculo): proquaestor en Oriente

Metelo (Quinto Cecilio Metelo Pío): líder de los optimates

Pompeyo (Cneo Pompeyo): juez y senador

Sila (Lucio Cornelio Sila): dictador de Roma

Termo (Minucio Termo): propretor en Lesbos

Líderes y senadores populares

Cinna (Lucio Cornelio Cinna): líder de los populares, senador y cónsul, padre de Cornelia

Fimbria (Cayo Flavio Fimbria): legatus

Flaco (Valerio Flaco): cónsul

Glaucia (Cayo Servilio Glaucia): tribuno de la plebe y pretor

Labieno (Tito Labieno): amigo personal de César, tribuno militar

Mario (Cayo Mario): líder de los populares, siete veces cónsul, tío de Julio César por línea paterna

Saturnino (Lucio Apuleyo Saturnino): tribuno de la plebe

Sertorio (Quinto Sertorio): líder de los populares, hombre de confianza de Cayo Mario

Rufo (Sulpicio Rufo): tribuno de la plebe

Ciudadanos macedonios

Aéropo: padre de Myrtale, noble

Arquelao: joven noble

Myrtale: joven noble, hija de Aéropo

Orestes: anciano noble

Pérdicas: joven noble, prometido de Myrtale

Líderes militares en la isla de Lesbos

Anaxágoras: sátrapa de Mitilene

Pítaco: segundo en el mando de Mitilene

Teófanes: líder de la aristocracia local de Mitilene

Otros personajes

Acilio Glabrión, yerno de Sila

Annia: madre de Cornelia

Cayo Volcacio Tulo: centurión

Claudio Marcelo: alto oficial romano

Cornelio Fagites: centurión romano

Emilia, hijastra de Sila

Hortensio: abogado

Marco: ingeniero romano

Metrobio: actor

Mitrídates IV: rey del Ponto, enemigo acérrimo de Roma en Oriente

Mucia: comerciante de especias y otras sustancias en Roma

Sexto: capitán de barco

Sórex: actor

Un médico griego

Valeria: esposa de Sila

Vetus: ingeniero romano

Teutobod: rey de los teutones

Y praecones, esto es, funcionarios de justicia, esclavas, esclavos, atrienses, legionarios, oficiales romanos, oficiales pónticos, ajustadores de clepsidras, ciudadanos romanos anónimos, etcétera.

Principium

La mujer hablaba a su bebé mientras lo acunaba:

—Recuerda siempre esta historia de tu origen, de tu principio, del comienzo de la gens Julia, de la familia de tu padre. Yo, tu madre, vengo de una estirpe antigua, la gens Aurelia, cuyo nombre conecta con el del sol, pero a mi sangre se une la de tu padre, que, a diferencia del dinero amasado por corruptelas y violencias de las otras familias, es la gens más noble y la más especial de toda Roma: la diosa Venus yació con el pastor Anquises y de ahí surgió Eneas. Luego, Eneas tuvo que huir de una Troya en llamas, incendiada por los griegos. Escapó de la ciudad con su padre, su esposa Creúsa y su hijo Ascanio, a quien nosotros en Roma llamamos Julo. El padre, Anquises, y la esposa de Eneas, Creúsa, fallecieron durante el largo periplo que los condujo desde la lejana Asia hasta Italia. Aquí, Julo, el hijo de Eneas, fundó Alba Longa. Años más tarde, la hermosa princesa Rea Silvia de Alba Longa, descendiente directa de Julo, sería poseída por el mismísimo dios Marte y de esa unión nacieron Rómulo y Remo. Rómulo fundó Roma y de ahí hasta ahora. Tu familia entronca directamente con Julo, de donde toma el nombre de gens Julia. En este mundo que aguarda tus primeros pasos, están los patricios, la mayoría senadores, y, de entre ellos, algunos muy ricos que han alimentado sus inmensas fortunas en los últimos años de crecimiento de Roma, y, por esa razón, se creen elegidos y especiales, como si estuvieran señalados por los dioses. Se sienten con derecho a todo y por encima de los ciudadanos, del pueblo de Roma, y también por encima de los socii, nuestros aliados en Italia. Estos senadores viles se llaman a sí mismos optimates, los mejores, pero, hijo mío, sólo tu familia desciende directamente de Julo, del hijo de Eneas, sólo tú eres sangre de la sangre de Venus y Marte. Sólo tú eres especial. Sólo tú, mi pequeño. Sólo tú. Y ruego a Venus y a Marte que te protejan y que te guíen tanto en la paz como en la guerra. Porque vas a vivir guerras, hijo mío. Ése es tu destino. Ojalá seas, entonces, tan fuerte como Marte, tan victorioso como Venus. Recuérdalo siempre, hijo mío: Roma eres tú.

Y Aurelia repitió al oído de su hijo de apenas unos meses aquella historia una y otra vez como si fuera una oración, y así, sin darse cuenta, aquellas palabras entraron en la mente del pequeño y lo acompañaron durante años. Y las palabras de Aurelia permearon en su interior y quedaron en su recuerdo, grabadas, como talladas en piedra, forjando, para siempre, el destino de Julio César.

Prooemium

Mediterráneo occidental
Siglos II y I a. C.

Roma crecía sin límite.

Desde la caída del Imperio cartaginés, Roma se había constituido en la potencia dominante que controlaba todo el Mediterráneo occidental. Y no sólo eso, sino que además de dirigir los destinos de Hispania, Sicilia, Cerdeña, varias regiones del norte de África y toda Italia, empezaba a mirar con ansia hacia el norte, hacia la Galia Cisalpina, por un lado, y hacia oriente, hacia Grecia y Macedonia, por otro.

Aquel gigantesco crecimiento enriquecía las arcas del Estado romano, pero el reparto de tanta opulencia y de tantas nuevas tierras no era igualitario: un pequeño grupo de familias aristocráticas, reunidas en torno al Senado, acumulaban terrenos y dinero año tras año, mientras que a la inmensa mayoría de los habitantes de Roma y a los campesinos de las poblaciones vecinas apenas se les invitaba a aquel descomunal festín de riqueza y poder: las tierras quedaban en manos de unos pocos senadores latifundistas, a la par que el oro y la plata y los esclavos terminaban también en manos de aquellas mismas familias patricias senatoriales.

Tanta desigualdad encendió el conflicto interno: la Asamblea del pueblo romano, liderada por sus máximos representantes, los tribunos de la plebe, se enfrentó contra el Senado reclamando un reparto más equitativo de poder y dinero. Aparecieron hombres audaces que exigieron justicia y redistribución de tierras. Tiberio Sempronio Graco fue uno de ellos. Hijo de Cornelia y, por tanto, nieto de Escipión el Africano, fue elegido tribuno de la plebe y promovió una ley de reparto de la tierra en el año 133 a. C., pero el Senado envió decenas de sicarios a emboscarlo en la explanada del Capitolio y fue asesinado a plena luz del día a mazazos. Su cuerpo fue arrojado al Tíber, sin recibir sepultura alguna. Su hermano, Cayo Sempronio Graco, elegido también tribuno de la plebe, volvió a intentar poner en marcha las reformas que Tiberio promoviera doce años antes. Fue en ese momento cuando el Senado promulgó por primera vez un senatus consultum ultimum, mediante el cual los senadores daban a sus dos líderes, los cónsules de Roma, autoridad para detener y ejecutar a Cayo Graco y a cualquier otro tribuno de la plebe que promoviera semejantes reformas de reparto de tierras. En el 121 a. C., rodeado por sicarios dirigidos por los cónsules y el Senado, Cayo Graco pidió a un esclavo que lo matara para no caer muerto en manos de sus enemigos.

Los partidarios de las reformas se agruparon en torno al partido de los denominados «populares», que defendían las propuestas de los malogrados Graco, mientras que los senadores más conservadores se asociaron en lo que se dio en denominar como el partido de los optimates, es decir, «los mejores», pues se consideraban superiores al resto. Roma estaba dividida, oficialmente, en dos bandos irreconciliables. A estos dos grupos se añadía un tercero en discordia, los socii: los habitantes de las ciudades aliadas de Roma en Italia, que veían cómo las decisiones que afectaban a su futuro las tomaban senadores o ciudadanos romanos sin tenerlos a ellos en cuenta. Este tercer grupo empezó a reclamar la ciudadanía romana y con ella el derecho a voto para poder así tomar parte en aquellas decisiones que tanto los afectaban.

La Asamblea de Roma terminaría eligiendo nuevos tribunos de la plebe que, una y otra vez, intentarían poner en marcha las reformas promovidas por los Gracos años atrás. Pero todos serían aniquilados por sicarios armados y a sueldo de los senadores. Roma estaba partida en tres: populares, optimates y socii. Apareció entonces un joven romano, patricio de origen, pero sensible a las reclamaciones de los populares y de los socii, que se percató de que había un cuarto grupo en liza, al que nadie prestaba atención aún: los provinciales, los habitantes de las nuevas provincias que Roma iba anexionándose desde Hispania hasta Grecia y Macedonia, desde los Alpes hasta África.

Este joven pensaba que las cosas tendrían que cambiar de una vez por todas, pero él apenas tenía veintitrés años y estaba solo. De hecho, muy pocos repararon en él hasta un juicio que tuvo lugar en el año 77 a. C., donde este hombre aceptó intervenir como fiscal acusador, pese a su juventud.

El acusado, por corruptio mientras ejercía de gobernador en la provincia de Macedonia, era el todopoderoso optimas senator Cneo Cornelio Dolabela, brazo derecho del líder supremo de los senadores optimates, Lucio Cornelio Sila.

El tribunal —compuesto por otros senadores, según las leyes de Sila que habían abolido la separación entre justicia y Senado— estaba predispuesto a exonerar a Dolabela, quien, además, había contratado a los dos mejores abogados defensores de la época: Hortensio y Aurelio Cota. Por eso nadie había aceptado ser fiscal en una causa perdida desde su inicio. Sólo un loco o un iluso podía aceptar ejercer la acusación en semejantes circunstancias.

Dolabela se echó a reír cuando por fin le dijeron quién iba a ser el acusador, y continuó celebrando fiestas y banquetes, relajado y seguro de sí mismo, a la espera de un juicio que sabía ya ganado.

El nombre del joven e inexperto fiscal era Cayo Julio César.

EL JUICIO I

PETITIO

En la petitio, una persona libre solicita a un abogado que acepte o bien ser su defensor o bien su fiscal en una causa en Roma. En el caso de un no romano, éste debía encontrar a un ciudadano romano que aceptara ser su abogado, en particular si deseaba enjuiciar a alguien poseedor de la ciudadanía romana.

I

La decisión de César

Domus de la familia Julia, barrio de la Subura
Roma, 77 a. C.

—Todos los que lo han intentado están muertos. Caminas directo al desastre. No debes, no puedes aceptar lo que te proponen. Es suicida. —Tito Labieno hablaba con vehemencia, con la pasión del amigo que intenta persuadir a alguien de que no cometa el error más grande su vida—. No se puede cambiar el mundo, Cayo, y este juicio va de eso precisamente. ¿He de recordarte el nombre de todos los que han muerto intentando ese cambio y enfrentándose a los senadores? Ellos siempre han mandado y van a seguir haciéndolo. No hay opción para cambiar nada. Se trata más bien de unirnos a los que mandan o alejarnos de ellos, pero nunca, ¿me oyes, Cayo?, nunca enfrentarse a los senadores optimates. Eso es la muerte. Y lo sabes.

César escuchaba atento a su amigo de infancia. Sabía que le hablaba con honestidad. Él, de momento, no decía nada.

Cornelia, la joven esposa de César, de diecinueve años, asistía a la escena en pie, en el centro del atrio de la domus. De hecho, él daba vueltas en torno a ella mientras ponderaba el consejo de Labieno y rumiaba ensimismado qué respuesta dar a los macedonios que habían venido a solicitar su ayuda.

A Labieno el silencio de César lo inquietaba. Empezaba a temer que sus palabras no bastasen para persuadirlo. Por eso, al verlo girar alrededor de Cornelia —todo un símbolo de lo central que para César era su esposa—, se aferró a ese amor que él le profesaba y que era de todos conocido, y recurrió a ella:

—Cornelia, por Hércules, tú amas a tu esposo. Dile que por ti, que por su madre, que por su familia, rechace esta locura. Dolabela es intocable. Cayo casi muere al oponerse a Sila, pero si se enfrenta de modo directo en un juicio contra su brazo derecho, tu marido es hombre muerto. ¡Por todos los dioses, dile algo!

Cornelia parpadeaba mientras escuchaba a Labieno.

En ese momento, se oyó un llanto. La pequeña Julia, hija de César y Cornelia, de apenas cinco años, apareció en el atrio seguida de cerca por una esclava.

—Lo siento, mi ama, lo siento —se disculpaba la esclava—. Es muy rápida.

—Mamá, mamá... —gritaba la niña, y se aferró a las rodillas de su madre.

La irrupción de la pequeña Julia rescató a su madre de tener que pronunciarse sobre lo que Labieno le demandaba.

—Ahora regreso —dijo Cornelia mientras cogía de la mano a su hija y se la llevaba del lugar.

César, con el semblante serio, asintió mirando a su esposa.

—Papá —dijo la niña al pasar cerca de él.

Cayo Julio César sonrió a su hija.

Cornelia tiró de ella y desapareció junto con la esclava por un extremo del atrio.

Labieno se encontró solo en su tarea de intentar persuadir a su amigo de que desistiera de aceptar aquel encargo envenenado, pero no por ello pensaba rendirse. Así que continuó hablando, pese a que los representantes de la provincia de Macedonia que querían contratar al joven Julio César como abogado seguían allí mismo. Pérdicas, Arquelao y Aéropo eran sus nombres. Éstos se sentían incómodos ante aquellas palabras de Tito Labieno, pero no se atrevían a interrumpir el debate entre dos ciudadanos romanos.

—Escúchame bien, Cayo —proseguía Labieno pese a las hostiles miradas de los macedonios—, si aceptas, te masacrarán en el juicio, primero, y luego te asesinarán en cualquier calle oscura o a plena luz del día en el foro. No sería la primera vez. Desde la muerte de tu tío Mario y la victoria absoluta de Sila, los senadores optimates cada vez actúan con más osadía. Se sienten más fuertes que nunca. Son más fuertes que nunca. Pero, escucha bien lo que te digo, incluso si ocurriera el improbable desenlace de que el tribunal fallara a tu favor, te estarías enfrentando a Cota, a tu propio tío, al hermano de tu madre, a quien Dolabela ya ha contratado como defensor. ¿Es eso lo que quieres? ¿Obligar a tu madre a que se vea forzada a decidir, a elegir entre su propio hermano o su hijo?

Ante esas palabras, Julio César alzó levemente las manos, como si rogara a su amigo que callara, bajó la mirada y se quedó observando el mosaico resquebrajado del suelo de la domus de su familia. Eran del orden patricio, pero últimamente el dinero no abundaba como debiera, no desde la caída de su otro tío, del gran Cayo Mario. Sila les había confiscado numerosos bienes a la familia Julia por haber sido seguidores y promotores de la facción popular en Roma. No tenían dinero ni para reparar aquel maldito mosaico agrietado. Pero aquello no era lo que preocupaba al joven César.

—Ésa es la clave —dijo al fin.

En ese instante reapareció Cornelia y, en silencio, con sigilo, recuperó su posición junto a su esposo en el centro del atrio. La niña ya estaba de nuevo atendida por las esclavas. Julia estaba llorosa: había estado mala, pero ya parecía ir recuperándose. Cornelia sabía que la pequeña detectaba la tensión en la casa y eso la afectaba. Dicen que los niños perciben el desastre cuando éste acecha. ¿Sería cierto? La mujer de César vio sus pensamientos interrumpidos por la voz serena y firme de su esposo.

—¿Está bien Julia?

—Está bien. No tiene ya fiebre. No te preocupes por ella —respondió Cornelia con rapidez y precisión, siempre atenta a apoyarle. No era momento de intranquilizarlo sin necesidad. Había asuntos en juego más relevantes que los berrinches de una niña.

—¿Cuál es la clave? —retomó Labieno la conversación donde se había interrumpido: había dicho tantas cosas para intentar convencer a su amigo de que no se involucrara en aquel juicio contra Dolabela, que ahora no sabía a qué podía estar refiriéndose César.

—Mi madre —contestó Julio, y pronunció su nombre en alto, despacio, como si ponderara con cada letra la gran autoridad que para él seguía teniendo su madre en sus decisiones—: Aurelia. ¿Qué es lo que ella consideraría mejor: que acepte ser el acusador en un juicio en el que mi tío Cota es abogado de la defensa y, en consecuencia, como bien dices, se genere así un enfrentamiento en la familia o, que, por el contrario, no acepte, no me inmiscuya en el asunto pese a que por dentro me hierva la sangre? Dolabela fue uno de los miserables aliados de Sila. Y si sólo la mitad de lo que cuentan es cierto —añadió señalando a los macedonios—, ha perpetrado crímenes horribles, delitos aún más execrables en un senador que debería dar ejemplo con su comportamiento; crímenes, a fin de cuentas, por los que debería pagar un alto precio. Dolabela es, en definitiva, uno de nuestros enemigos. ¿He de dejarlo escapar ahora que lo puedo someter a juicio público, después de tanto daño como nos ha hecho él apoyando y aprovechándose de las confiscaciones de bienes a las que nos sometió Sila?

—No eres lo bastante fuerte para enfrentarte a tu tío Cota y a Hortensio, que tienen mucha experiencia como abogados defensores; y a los jueces, que estarán comprados, sobornados, con toda seguridad —opuso Labieno con sentido común.

La compra de jueces era habitual en Roma cuando el acusado era un senador poderoso y rico. Y más desde que, con la reforma judicial de Sila, los tribunales que encausaban a senadores también los formaban senadores. Dolabela había sido cónsul, había sido merecedor de un triunfo por derrotar a los tracios y había amasado una gran fortuna a la sombra de las proscripciones del dictador Sila y, a lo que se veía, según decían los representantes macedonios allí presentes, había incrementado aún más su inmensa fortuna malversando fondos públicos y cobrando a los habitantes de toda aquella rica provincia romana tributos que él mismo inventaba. Y el dinero era el que ganaba siempre en los juicios en Roma. Dolabela era un senador demasiado rico como para que otros patres conscripti[1] se atrevieran a condenarlo. La magnitud de los crímenes no importaba. Que hubiera perpetrado más delitos, más allá de robar dinero, daba igual.

—Cornelia, por todos los dioses, por lo que más quieras, ayúdame a impedir que tu esposo cometa esta locura —apeló Labieno de nuevo, mirando a Cornelia.

Se hizo el silencio.

Ahora no entró ninguna niña ni hubo interrupción alguna que pudiera rescatarla de manifestarse con claridad sobre el asunto que se debatía. Labieno sabía que la opinión de Cornelia, pese a su juventud, era importante para César.

Ella bajó la mirada y se quedó observando la cicatriz del gemelo izquierdo de Labieno, una herida que lo unía a su esposo para siempre y por la que le debía lealtad infinita. A ella no le gustaba contravenir a Labieno en nada, pero el criterio de su esposo, lo que pensara César, al fin, estaba siempre por encima de cualquier otra cosa.

—Lo que decida mi esposo... —empezó—, lo que decida mi esposo será lo correcto. Y yo estaré con él. Como siempre —lo miró a los ojos—, y como él siempre ha estado conmigo.

Los dos hombres sabían que Cornelia aludía a un pasado cercano donde el amor de César por ella se puso a prueba de forma cruel e inclemente, y en donde él demostró de qué madera estaban hechas sus entrañas.

—Lo que tú decidas —repitió ella, y fijó la vista en el suelo. No pensaba intervenir más.

César agradeció que Cornelia no le pusiera las cosas más difíciles. La amaba tanto que ella podría influir en un sentido o en otro.

Su neutralidad le daba libertad de acción. Estaba claro que, después de lo pasado con Sila, ella ya no necesitaba más pruebas de amor por su parte.

Por otro lado, lo que decía su amigo tenía toda la lógica del mundo: aceptar la propuesta de los macedonios era suicida y además conducía a un enfrentamiento en el seno de la familia. Suspiró.

—Llamemos a tu madre —dijo entonces Labieno, que veía cómo, por fin, empezaba a dudar.

—¡No! —replicó César con vehemencia.

El otro se detuvo.

—Si hay algo que tengo claro, es que mi madre querría que tomara mi decisión a solas —se explicó César—. Tal y como ha sugerido Cornelia ahora mismo. Mi madre... siempre me enseñó a ser independiente, da igual cuánto la estime y cuánto valore sus consejos. Desde hace tiempo quiere que las decisiones importantes las tome solo, y así será en esta ocasión.

Labieno negó con la cabeza, aunque, en su fuero interno, buen conocedor de las costumbres y caracteres de todos los miembros de la familia de su amigo, intuía también que eso era exactamente lo que la muy respetada Aurelia habría dicho en caso de que la convocaran allí en aquel preciso instante; justo como había afirmado Cornelia: César debía decidir por sí mismo. Era como si aquella matrona hubiera querido forjar en su joven hijo un líder nato, alguien que no se detuviera ante nada y ante nadie. Y era como si la joven esposa hubiese aceptado ese rasgo como algo inherente e inseparable de la figura de su marido. Pero aquello, para Labieno, sólo podía conducir al desastre...

Julio César miró a los macedonios.

—¿Por qué yo?

Los representantes de la provincia oriental se miraron entre sí, hasta que Aéropo, el más veterano, se decidió a responder:

—Sabemos que el joven Julio César se enfrentó al terrible dictador Sila cuando muchos se sometieron a sus desmanes, y también a Dolabela, a quien acusamos de robar el dinero de nuestros compatriotas y de otros ultrajes aún más abyectos... —Aquí tuvo que tragar saliva para no entrar de nuevo en asuntos que tocaban muy de cerca a su propia hija Myrtale—. Ultrajes... que ya hemos referido. Como decía, Dolabela fue amigo del peligroso Sila. Nos han dicho que en ocasiones fue su brazo derecho, en la guerra o en la represión de sus opositores en Roma. Sólo alguien que no temió a Sila en el pasado será capaz de enfrentarse a Dolabela y su dinero, sus artimañas y su crueldad presentes. Por eso hemos venido a rogar al joven Julio César que acepte ser él, y no otro, nuestro abogado, nuestro acusador. Según las leyes de Roma, sólo un ciudadano romano puede llevar a juicio a otro ciudadano romano. Y no creo que encontremos muchos otros ciudadanos romanos que osen asumir el riesgo de encararse con alguien como el exgobernador y excónsul Cneo Cornelio Dolabela y...

En ese momento, Labieno interrumpió al emisario macedonio:

—Lo admito, Cayo, este hombre tiene razón en algunas cosas, pero en cuestiones terribles: Dolabela es, en efecto, cruel, es peligroso, tiene mucho dinero y no dudará en usarlo comprando al tribunal o pagando sicarios que acaben contigo si las cosas se ponen mal para él durante el juicio. Y sí, te enfrentaste a Sila y casi te costó la vida. La diosa Fortuna estuvo contigo entonces, aunque no creo que sea inteligente vivir de nuevo al límite y que tengas que averiguar si los dioses, una vez más, van a salvarte o a abandonarte. Sé que crees que Venus y Marte te protegen, pero, te lo ruego, no los pongas de nuevo a prueba.

Cayo Julio César inspiró hondo mientras asentía varias veces y miraba, alternativamente, a su amigo Labieno y a los enviados macedonios.

Contuvo la respiración.

Bajó la mirada.

Puso los brazos en jarras.

Asintió una vez más mirando al suelo.

Alzó los ojos y los fijó en los macedonios:

—Acepto ser vuestro abogado. Seré el fiscal en ese juicio.

Labieno negó con la cabeza.

Cornelia cerró los ojos y rogó en silencio que los dioses protegiesen de veras a su esposo.

Los macedonios se inclinaron en señal de reconocimiento, se despidieron educadamente, no sin antes depositar sobre una mesa que había en el atrio de la domus un pesado saco de monedas, como primer pago por los servicios de su fiscal, y salieron dejando atrás a los dos amigos y la joven esposa. No es que los macedonios tuvieran prisa, más bien temían que Julio César se pensara mejor lo que acababa de decir y se echara atrás. Preferían salir de allí a toda velocidad con el compromiso de aquel ciudadano de Roma de ser su acusador contra el todopoderoso Dolabela. Seguían muy persuadidos, como todos en la gran ciudad del Tíber, de que el juicio se perdería, pero al menos estaba en marcha un intento de venganza. Si no funcionaba, ya tenían otro plan pensado: Dolabela, lo tenían claro, iba a morir por todo lo que les había hecho. Lo que no sabían era a cuántos se llevaría el excónsul por delante: quizá a todos ellos, incluido el joven fiscal que había aceptado iniciar el juicio. Les daba igual. Los macedonios iban a muerte. En su ingenuidad no calibraban bien la fortaleza descomunal de su enemigo.

En el atrio de la domus de la familia Julia en el centro de la Subura, Labieno suspiraba sumido en el más absoluto desaliento.

Julio César volvía a mirar al suelo. La decisión estaba tomada, pero, aun así, no dejaba de preguntarse cómo iba a reaccionar su madre. Eso era lo único que le preocupaba en aquel instante. Pensaba en todo aquello que le relató su madre de lo que ocurrió cuando él apenas tenía unos meses. ¿Se repetiría la historia con él ahora como víctima del eterno pulso entre optimates y populares? ¿Terminaría él igual que los demás?

Sintió entonces los brazos suaves de su mujer abrazándolo por la espalda.

César cerró los ojos y se dejó abrazar.

Lo necesitaba.

Memoria prima[2]

AURELIA

Madre de César

II

Senatus consultum ultimum

Domus de la familia Julia, Roma,

99 a. C., veintidós años antes del juicio contra Dolabela

Era periodo de elecciones; era, en consecuencia, periodo de violencia.

La brutalidad, la muerte y la locura parecían campar a sus anchas cuando se acercaba el momento de reelegir a los hombres que debían ocupar los cargos más importantes de la República: cónsules, tribunos de la plebe y pretores.

Aurelia tenía en sus brazos a Cayo Julio César, su hijo de apenas unos meses. El niño había estado tranquilo toda la tarde, pero con los gritos que llegaban desde el atrio, se despertó y empezó a llorar. Aquello enfureció a Aurelia. Al pequeño le costaba dormir. Era un niño muy inquieto y la joven matrona estaba convencida de que hacían falta calma y sosiego para conciliar el sueño. Por eso, cuando conseguía dormirlo, la encolerizaba que lo despertaran a gritos. Ella sabía de las elecciones y de las tensiones políticas incontroladas en las que estaba sumida Roma, pero para Aurelia la única prioridad en aquel momento era el descanso de su joven vástago.

—Cógelo —ordenó Aurelia al tiempo que, con cuidado, entregaba el pequeño a la esclava nodriza—. Intenta tranquilizarlo mientras yo hago que esos salvajes guarden silencio o que, al menos, dejen de vociferar como locos.

Aurelia caminó decidida por los pasillos de la domus de la familia Julia, su familia ahora, desde que se desposó con Cayo Julio César padre, hacía unos años. Estaba airada y había pensado irrumpir en el atrio clamando a los dioses y encarándose con su esposo y sus amigos por gritar, cuando distinguió con nitidez la voz de su cuñado Cayo Mario.

Se detuvo un instante.

Mario había sido elegido seis veces cónsul, cinco de forma consecutiva pese a que las leyes no favorecían semejante opción, y a Aurelia le llamó la atención que, por primera vez desde que lo conocía, Mario hablara con... miedo. Para que alguien seis veces cónsul, victorioso en decenas de confrontaciones y batallas contra los bárbaros que acechaban Roma, hablara con miedo..., algo grave debía estar pasando.

Inmóvil al final del pasillo, junto a la entrada al atrio, aguzó el oído.

—Saturnino y Glaucia se han vuelto locos —decía el veterano cónsul.

Aurelia apretó los labios. Saturnino y Glaucia eran los tribunos de la plebe del momento. Asintió para sí. Tribunos fuera de control... Eso siempre terminaba en un enfrentamiento mortal con el Senado, en revueltas, disturbios y sangre por todas las calles de Roma.

Inspiró hondo y entró en el atrio.

No saludó, aunque era su deber. Fue su forma de mostrar su enfado, pero no clamó a los dioses ni elevó el tono. De hecho, la idea era que todos hablaran con voz más calmada.

—¿Por qué dices que Saturnino y Glaucia han perdido la razón? —preguntó directamente a Mario al tiempo que se ponía al lado de su esposo y lo cogía del brazo un instante a modo de saludo—. Habéis despertado al niño con vuestros gritos. Espero que sea por algo serio que se interrumpe el sueño de mi hijo y no por una más de las tantas discusiones políticas que sostenéis habitualmente.

—No es una discusión más, Aurelia —replicó él mirándola con cierto aire de desaprobación, al ver que su esposa no saludaba con el debido respeto.

—Cayo Mario sabe que aquí es siempre apreciado —dijo ella de inmediato como respuesta a la mirada de su marido—, y como buen militar que es, estoy segura de que valora que vaya al grano, ¿no es así, clarissimus vir y cónsul de Roma? —apostilló con una leve sonrisa dirigida a su cuñado.

A Mario, en efecto, siempre le parecía bien evitar rodeos en la conversación. Victorioso en las guerras contra Yugurta en África y contra los cimbrios y teutones en el norte, le gustaba aquella mujer con la que se había desposado su cuñado. Aurelia era atractiva, era inteligente y estaba seguro de que podría haber sido un gran legatus de las legiones si no hubiera sido mujer.

—No hace falta que te incomodes por la forma de ser de tu esposa, Cayo. Aquí, sin duda, ya nos conocemos todos —dijo afable el cónsul, para, acto seguido, mirar fijamente a Aurelia—. Pero no, no se trata de una discusión como las otras: Saturnino y Glaucia han pagado a sicarios para que asesinen a Memio, el segundo candidato a cónsul de los optimates.

—Han usado violencia contra violencia —replicó Aurelia mientras se reclinaba en un triclinium y hacía señas a Mario y a su esposo para que la imitaran.

Tras ver que los dos hombres obedecían, miró hacia el esclavo atriense de la domus para indicarle que deseaba agasajar al invitado con comida y vino. Más allá del interés por aquella conversación, Aurelia confiaba en que recostarse, comer y beber sosegara el ánimo de los hombres y, al hablar más tranquilos, su hijo César pudiera por fin dormir.

—Violencia contra violencia, eso es cierto, pero el Senado es siempre más fuerte si se trata de violencia —se explicó Cayo Mario.

—Bueno, pues tendrán que ser Saturnino y Glaucia los que se preocupen por haber promovido el asesinato de Memio, ¿no? —dijo Aurelia antes de invitar a Mario a beber de las copas que los esclavos traían a toda prisa.

Aurelia era una domina generosa si se la atendía bien, pero podía desatar su furia en forma de latigazos que el atriense repartía con brutalidad si algún esclavo no cumplía su cometido con diligencia.

Mario bebió un largo trago de vino e inspiró profundamente, pues tenía mucho que contar y poco tiempo para hacerlo: debía tomar una decisión de vida o muerte ya mismo. Le gustaba departir con Cayo Julio César padre. Su cuñado era un hombre discreto, no ambicioso, algo poco frecuente en Roma, que escuchaba y daba consejos siempre interesantes. Y Aurelia, su esposa, también lo hacía sentir cómodo. En tiempos de traiciones políticas constantes, encontrar una casa donde poder hablar con sosiego, donde ser escuchado y sentirse apoyado, era un bálsamo que Mario apreciaba sobremanera. Dejó la copa. Vio la cara interrogante de Aurelia. Decidió resumir la situación para que ella se incorporara también a ese diálogo con pleno conocimiento de lo que estaba ocurriendo en Roma:

—A mi regreso del norte, tras derrotar a los cimbrios y teutones me encontré acorralado en el Senado. Mis victorias en el norte y mi triunfo anterior en África les han hecho temerme, y los optimates del Senado, que lo dominan, buscaban aislarme. Me alié entonces, como sabéis, con los populares Saturnino y Glaucia, también acosados por el propio Senado. En el pacto que establecimos nos ayudamos a controlar puestos claves de la República, y así Glaucia fue elegido pretor; Saturnino, tribuno de la plebe; y yo, cónsul por sexta vez. Saturnino y Glaucia me apoyaron además aprobando una ley agraria que permitía que fueran los veteranos de mis legiones en África y la guerra del norte quienes recibieran tierras de cultivo, unos al norte del Po y otros en la propia África. Eso generó resquemor en el Senado, pero también entre los socii de nuestras ciudades aliadas en Italia, pues consideraban que los terrenos al norte del Po les pertenecían en tanto que ellos los ocupaban antes de las invasiones de cimbrios y teutones. Saturnino, Glaucia y yo mismo, coordinados, conseguimos apaciguar a los itálicos concediéndoles ingresar en las nuevas colonias de Sicilia y Macedonia, pero eso, a su vez, puso muy nerviosos a los ciudadanos romanos, que percibían que entrar en esas colonias era parte del derecho de ciudadanía. Para aplacar entonces los ánimos de la plebe romana, acordamos, de nuevo los tres, Glaucia, Saturnino y yo, iniciar repartos de trigo a precio subvencionado entre toda la ciudadanía romana, algo que, como los repartos de tierras y colonias, inquieta y mucho a los senadores. Tengo a mis veteranos de guerra, que con tanto valor y esfuerzo defendieron Roma de los ataques bárbaros, premiados y satisfechos; tengo a la plebe tranquila y a los itálicos, a los socii, calmados. Hemos conseguido un complejo equilibrio donde todos salimos ganando.

—Todos menos los senadores optimates —apuntó Aurelia con buen criterio.

Mario asintió y sonrió al ver lo rápido que su cuñada podía leer la política romana.

—Todos menos los optimates, así es —confirmó el cónsul—. Los optimates sólo ven en todo esto un reparto mayor de la riqueza, sean tierras o trigo o derechos, pero como teníamos al pueblo y a los itálicos con nosotros, aún dudaban en volver a atacar como han hecho en el pasado, como cuando desde el Senado se promovieron las muertes de los Gracos, justo tras los tiempos de Escipión el Africano. Sin embargo, Saturnino y Glaucia han confundido esta contención del Senado con debilidad y ahora que tenemos las elecciones al consulado han instigado el asesinato de Memio...

—El candidato optimas —recordó Aurelia.

—El candidato optimas —asintió Cayo Mario, y retomó su relato—: Ante esta violencia, el Senado se ha decidido a actuar y no sólo veo sus bandas de sicarios tomando posiciones por toda la ciudad, sino que han emitido un senatus consultum ultimum.

Se hizo un silencio. Cayo Julio César padre permanecía muy serio, sin probar bocado. Cayo Mario, por su parte, aprovechó aquella pausa para coger un poco de queso. No estaba seguro de cuándo iba a tener tiempo para comer algo en las próximas horas y sabía, por experiencia, que era mejor entrar en combate con el hambre saciada.

—Cuando se ordenó desde el Senado la ejecución de Cayo Graco, uno de los primeros tribunos de la plebe que se les enfrentó, ¿no aprobaron los senadores también un senatus consultum ultimum? —preguntó Aurelia.

—Así es —dijo Cayo Julio César padre.

Mario seguía comiendo y César padre, que tenía aún más información que su esposa, había interpretado bien por qué lo hacía.

—Y en este caso —continuó Aurelia—, el nuevo decreto es para... ¿acabar con Glaucia y Saturnino?

—Así es —repitió César padre.

Mario comía.

—Pero cuando el Senado emite un senatus consultum ultimum suele encomendar a alguien la ejecución de lo que se ordena en ese decreto, ¿no es así? —volvió a preguntar ella.

—En efecto —confirmó su esposo.

—¿Y a quién ha señalado el Senado como ejecutor de sus instrucciones? —inquirió entonces Aurelia.

Esta vez él no respondió y se limitó a mirar a su cuñado.

Cayo Mario dejó de masticar. Engulló de golpe el queso y el pan que tenía en la boca.

—Sí, a mí, en tanto que cónsul de Roma —certificó.

—Buscan dividiros —comentó Aurelia en voz baja pero audible en un atrio ahora muy silencioso—. Ellos han sido tus aliados.

—Lo han sido —admitió Mario—, pero lo de asesinar a Memio lo han decidido sin consultarme.

—Ya —aceptó ella. Cierto era que había sido una decisión muy importante que debería haber sido consensuada entre todos—. No te consultaron la acción contra Memio porque muy probablemente tú te habrías opuesto.

—Con toda seguridad —respondió Mario—. Más allá de la cuestión moral de promover un asesinato, porque, además, es un error en este pulso brutal: Saturnino y Glaucia interpretan que el Senado está vencido, cuando yo creo que simplemente está midiendo sus tiempos, calculando cómo y cuándo contraatacar para volver a hacerse con el poder completo, situando en el tribunado de la plebe y en la pretura a hombres de su confianza que no promuevan estos repartos de tierras, riqueza o derechos y así, por fin, aislarme del todo antes de asestarme el golpe definitivo. Golpe metafórico o real. Ahora, Roma entera está tomada por los sicarios del Senado. Yo aún me puedo mover porque voy escoltado por mis veteranos de guerra y porque el Senado habrá dado instrucciones de que no me toquen a la espera de ver por qué bando me decanto: si sigo al lado de Saturnino y Glaucia y los protejo, o si me paso al bando de los optimates y doy cumplimiento al senatus consultum ultimum. Y por eso estoy aquí, porque lo que decida va a afectar a toda mi familia y vosotros, desde que me casé con Julia, sois también mi familia. Si no hago caso al Senado, sus sicarios irán a por mí y, quizá, a por mis familiares y a por mis amigos... y no tengo suficientes hombres para protegeros a todos.

Se hizo un nuevo y muy tenso silencio.

—Es Sila —Mario reinició la conversación, pero miraba al suelo, como si hablara para sí mismo—. Está maniobrando y lo hace con habilidad. No pensé que se atrevería a tanto, pero ahora lo veo claro: quiere erigirse en líder de los optimates y está haciendo mérito ante Metelo y los suyos, que siempre andan buscando nuevos senadores con suficiente energía para enfrentarse a mí.

—Pero Sila combatió contigo —interpuso Aurelia—, en África, como quaestor, creo recordar, y luego también bajo tus órdenes contra los bárbaros del norte, ¿no es así?

Mario la miró.

—Sí, cierto. Recuerdas bien. Y era buen militar y muy astuto ante los enemigos, pero luego se empeñaba en arrogarse todo el mérito. Se volvió desagradable para muchos de mis hombres de confianza y para mí mismo. Por eso le negué mi apoyo cuando quiso presentarse a pretor y, en su lugar, animé a Glaucia para que se presentara a ese cargo, mientras yo lo hacía al consulado y Saturnino se presentaba al tribunado de la plebe. Desde entonces, Sila agita cuanto puede las aguas más turbulentas del Senado contra mí. Aun así, no pensé que fuera capaz de promover un senatus consultum ultimum. Es muy calculador.

—La violencia de Saturnino y Glaucia habrá despertado su lado más brutal —comentó Aurelia—, y responde con ese decreto mortal al asesinato del optimas Memio por parte de Saturnino y Glaucia.

—Sin duda. —Mario bajó de nuevo la mirada y continuó otra vez como ensimismado—: Pero hay algo más... —Guardó un silencio que no quebraron sus anfitriones mientras él ordenaba sus ideas—. ¡Por Júpiter! —exclamó al fin el cónsul—: Es ese joven Dolabela. Ahora lo veo claro.

—¿Dolabela? —preguntaron a la vez Aurelia y su esposo. Aquel nombre les resultaba nuevo.

—Es normal que no lo conozcáis —les aclaró Mario—: Cneo Cornelio Dolabela no ha hecho nada meritorio. Su padre sí, pero él nada aún. Tiene un cursus honorum gris: no ha destacado por nada ni ocupado cargo alguno de relevancia, pero se mueve bien en el Senado y lo he visto con frecuencia sentado al lado de Sila, hablándole al oído y animándolo en sus diatribas ante la Curia. Es eso: Dolabela está alimentando el ego de Sila, empujándolo a dar el paso que no se atrevía a tomar por sí mismo y empezar su camino hacia el liderato de los optimates. Los Metelos han dominado el partido conservador los últimos años, pero están cansados y muchos los ven incapaces de enfrentarse a mí. Sila ha promovido el senatus ultimum consultum contra Saturnino y Glaucia para ponerme en la complicada tesitura en la que me encuentro. Así se venga de mí. Sabía que tarde o temprano tendría que enfrentarme a él, pero no pensé que fuera a suceder tan pronto.

Mario calló otra vez.

Cayo Julio César padre tampoco decía nada. No sabía bien qué aconsejar.

—Entonces... ¿has tomado tu decisión? —inquirió Aurelia, pero rápidamente se corrigió y convirtió su pregunta en una afirmación—: La has tomado, por eso estás aquí. Has venido a advertirnos.

—Así es —confirmó Mario asintiendo repetidas veces—. Voy a arrestar a Saturnino y a Glaucia: el senatus consultum ultimum y la gravedad de su crimen, el asesinato de un candidato a cónsul, no me dejan otra alternativa. Pero no los voy a ejecutar. Los arrestaré, los pondré bajo la vigilancia de mis veteranos y negociaré que se celebre un juicio. No sé aún cómo saldrá todo. Vienen tiempos tumultuosos: debéis velar por vosotros. Mientras pueda, dejaré hombres apostados en vuestra calle.

Se levantó.

—Gracias, Mario —dijo Cayo Julio César padre—. Por pensar en nosotros.

—Tened cuidado —respondió el cónsul mientras se encaminaba hacia la puerta acompañado por sus anfitriones—. Yo me enfrentaré a Sila. En parte me corresponde porque fue bajo mi mando que su popularidad se acrecentó. Me toca ahora frenar su ambición desbocada, pero ese Dolabela que lo incita, que lo anima..., es más joven, de otra generación. Me preguntó quién será el que se enfrente a él cuando ni Sila ni yo estemos ya entre los vivos.

En ese instante se oyó un llanto.

—Es tu sobrino —dijo Aurelia—, Cayo Julio César. Voy a ocuparme de él.

Mario se limitó a sonreír. En aquel momento nadie trazó ninguna conexión.

III

El tribuno del pueblo

Colina Capitolina, Roma
99 a. C., esa misma noche

—¡Eres un traidor! —aulló Lucio Apuleyo Saturnino mientras lo rodeaban los veteranos de África que el cónsul había traído consigo para ejecutar el senatus consultum ultimum.

Mario podría haber recurrido a los triumviri nocturni, la policía nocturna de la ciudad, que le debían fidelidad en calidad de cónsul mientras daba cumplimiento a un decreto senatorial, pero en aquellos tiempos de lealtades cambiantes sólo confiaba en sus veteranos. Además, sus hombres eran más capaces de enfrentarse a la brutalidad de la noche romana que la milicia nocturna.

Así, los experimentados soldados de Mario, curtidos en decenas de batallas contra númidas, cimbrios, teutones y otros pueblos rudos y guerreros, doblegaron con rapidez la resistencia de los fieles a Saturnino, apostados por las calles que daban acceso al templo de Júpiter, donde se había refugiado el tribuno de la plebe. Los sicarios de Saturnino eran buenos para golpear hasta la muerte a un hombre desarmado en una calle oscura, como habían hecho con el senador Memio, pero de poco valían ante exlegionarios de combate acostumbrados a la ferocidad de la guerra.

—No soy un traidor, soy un superviviente, Lucio, eso es lo que soy y, por Cástor y Pólux, no estoy loco como tú y Glaucia —replicó Cayo Mario mientras lo cogía del brazo para conducirlo bajo arresto fuera del templo de Júpiter.

—Te ayudé a conseguir esas tierras que querías para tus veteranos, para esos mismos que te acompañan como perros de presa... ¿De este modo me lo pagas?

—Y yo os ayudé a ti y a Glaucia a ser elegidos en vuestros cargos de tribuno y de pretor, respectivamente —objetó Mario echando a andar—. Los tres nos hemos beneficiado en nuestra alianza, pero matar a un senador, candidato de los optimates al cargo de cónsul, es algo inaceptable. Una cosa es arrebatarles algunas tierras a los senadores, ampliar los derechos de los itálicos o forzar al Tesoro público a subvencionar trigo para todos los ciudadanos de Roma, pero entrar en combate mortal contra los senadores ni es inteligente ni era parte del plan.

—Eres uno más de ellos —le espetó Saturnino con desprecio.

Cayo Mario estaba acostumbrado a los insultos de unos y otros. Al moverse entre dos aguas, entre los intereses de los populares, por un lado, y de los optimates, por otro, un grupo o el contrario terminaba siempre acusándolo de ser el origen de todos los males de Roma. Él prefería un millón de veces cualquier campo de batalla, ya fuera en los desiertos de África o en los bosques del norte, a las cruentas batallas urbanas de la ciudad de Roma, contiendas brutales, de violencia ilimitada en medio de una confrontación en la que él, más soldado que político, nunca se terminaba de sentir cómodo.

Abandonaron la colina Capitolina e iniciaron el descenso hacia el foro, dejando atrás los cadáveres de los hombres del tribuno de la plebe masacrados por los veteranos de Mario. Nada más llegar al foro, ambos —Saturnino, bajo arresto, y Mario, su captor— pudieron sentir las miradas de decenas de sicarios más, pero éstos a sueldo de los senadores: asesinos que los vigilaban desde las esquinas más oscuras de una Roma nocturna, sin apenas antorchas, que se antojaba más peligrosa que el bosque germano más hostil a las legiones.

—No lo entiendes —empezó entonces Mario hablando en voz baja al tribuno, siempre sin detener la marcha—. O te arrestaba yo o habrían enviado a otro mucho menos propicio a tu causa. Conmigo tendrás un juicio justo. Sin mí, ya estarías muerto a manos de estos miserables que nos observan por todas partes.

—¿Un juicio justo? ¿En Roma? —replicó Saturnino entre cínico y perplejo.

—De acuerdo, por Hércules —aceptó Mario—. Eso no existe, pero mientras se organiza el juicio, ganamos un tiempo precioso y podremos negociar una salida.

Saturnino negó con la cabeza.

—Incluso admitiendo que quisieras ayudarme, el Senado no negocia nunca. Sólo tú, que jamás te has desenvuelto bien en política, no lo entiendes. El Senado encaja derrotas, como las que les hemos infligido con las leyes agrarias, la de las colonias para los itálicos y la del reparto de trigo subvencionado; o bien, el Senado ataca. No hay término medio. Y ahora está atacando. Yo me equivoqué al pensar que se sentían más débiles de lo que quizá son, pero, clarissimus vir, los optimates del Senado no negocian ni negociarán nunca. O son aniquilados o aniquilarán a sus opositores, como llevan haciendo desde el tiempo de los Gracos. ¿Acaso te crees a salvo por cumplir el decreto de arrestarme? Acabarán primero conmigo, luego con Glaucia y, no lo dudes, al final, irán a por ti. Quieren un Senado sólo de optimates. No quieren senadores que negocien con el pueblo o con los itálicos. No quieren senadores populares en la Curia. Lo quieren todo para ellos: esclavos, tierras, poder.

La diatriba de Saturnino, más sólida de lo que Mario esperaba escuchar de alguien tan acorralado como el tribuno, lo hizo callar. Anduvieron así durante unos tensos minutos más, que a ambos se les hicieron eternos, atemorizados como estaban ante la posibilidad de cualquier emboscada antes de llegar al foro.

Mario sabía de la combatividad de sus hombres, pero también era conocedor de que los hombres contratados por los optimates eran asesinos mucho más brutales que los que había contratado Saturnino: entre los sicarios del Senado habría antiguos gladiadores y también veteranos de guerra más leales o mejor pagados por senadores como los Metelos, o quién sabe si el propio Sila, Dolabela y otros.

—¿Dónde me llevas? —preguntó Saturnino—. ¿Directamente a la roca Tarpeya? ¿O preferirás arrojarme al Tullianum para que me pudra y muera de hambre en esa miserable cárcel? ¿Soy tu nuevo Yugurta?

La alusión al rey africano derrotado por Mario, que fue arrastrado por las calles de Roma durante la celebración del triunfo y luego encerrado en la prisión junto al foro, mostraba a las claras lo poco que Saturnino se fiaba de que el cónsul intentase darle una oportunidad de sobrevivir al senatus consultum ultimum.

—Te llevo a la Curia Hostilia —respondió—, no al Tullianum.

—La casa del Senado... Muy hábil, lo acepto —admitió Saturnino al fin, con una sonrisa que dejaba entrever drama y tristeza; quizá Mario sí quisiera ayudarlo—, pero dudo que eso los detenga. Son capaces de quemar el edificio conmigo dentro si así se deshacen del tribuno de la plebe más hostil a su poder desde Cayo Graco.

—No, no creo que den permiso a sus sicarios para que incendien el edificio del Senado —objetó Mario con convencimiento—. En todo esto hay símbolos importantes para ellos. El edificio de la Curia es uno: quemar su propia sede sería un mal augurio y, a los ojos de todos, un acto demasiado desesperado que los haría parecer débiles, temerosos, dispuestos a cualquier cosa por defenderse. Creo que te quemarían en cualquier otro sitio, incluidos los templos, da igual el dios. Sólo se detendrán si te llevo al templo de Vesta o al Senado. Entrar en el templo de Vesta sería sacrilegio; por eso, la Curia Hostilia es la única opción segura para ti esta noche.

Se detuvieron frente a las recias puertas de bronce. Pese a la oscuridad nocturna, las antorchas de los veteranos del cónsul iluminaban lo suficiente como para poder ver la gran pintura que decoraba una de las paredes del Comitium frente al edificio de la Curia Hostilia. Mario la contempló unos instantes: el inmenso mural mostraba escenas de la victoria del legendario Valerio Máximo Mesala contra los cartagineses y Hierón II en Sicilia durante la primera guerra púnica. Una gigantesca muestra del poder de Roma hacia fuera, hacia otros pueblos y territorios, mientras que su interior se agrietaba; como una enorme pieza de fruta de apariencia lustrosa pero podrida por dentro.

El cónsul suspiró y negó con la cabeza.

—¡Abridlas! —ordenó Mario, y los suyos obedecieron—. ¡Quédate aquí, por Hércules! —le dijo a Saturnino al despedirse—. Mis hombres te protegerán. Conseguiré un juicio para ti y para Glaucia, e incluso que os perdonen la vida y anulen el senatus consultum ultimum.

—No hay nada con lo que negociar —opuso el tribuno de la plebe, totalmente desesperanzado—. Es luchar o morir, y si tú...

—Tenemos a Metelo —lo interrumpió Mario.

—¡Eso jamás, maldito! —gritó Saturnino con rabia, con odio—. ¡Jamás, por Júpiter!

—¡Cerrad las puertas! —aulló Mario por toda respuesta, y sus veteranos empujaron las pesadas hojas de bronce.

Aún clamando a los dioses y maldiciendo a Mario, Saturnino quedó preso en el edificio del Senado, transformada así la Curia Hostilia en una improvisada cárcel en el centro de Roma. A solas en el interior apenas iluminado por un par de antorchas que los hombres del cónsul habían encendido para no dejarlo a oscuras, al tribuno de la plebe le pareció irónico que el mismo lugar donde se había votado su pena de muerte fuese ahora el único refugio seguro para él en toda Roma.

IV

Una negociación imposible

Domus de la familia Julia, Roma
99 a. C., esa misma noche

Cayo Mario retornó con el rostro muy serio.

En el atrio de la casa lo recibieron de nuevo Julio César padre y su esposa Aurelia, así como Aurelio Cota, el hermano de Aurelia, que se les había sumado en aquella jornada de violencia donde lo mejor era que las familias estuviesen lo más unidas posible.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó César padre mientras invitaba al recién llegado a acomodarse otra vez en un triclinium.

Mario negó con la cabeza.

—No hay ya tiempo ni de copas ni de descanso; esta noche no. Sólo he venido a deciros cómo está todo y que aseguréis las puertas y ventanas. Que nadie salga esta noche. Va a correr la sangre. Intentaré que no termine todo en una matanza, pero no sé si podré conseguirlo.

—No podrás pararlo —le espetó Cota con cierto aire de superioridad, con ese tono que usan los que piensan que ya habían advertido en repetidas ocasiones sobre las perversas consecuencias de las acciones emprendidas, y que, en el momento del desastre, se recrean en ese placer humillante del «ya te lo dije».

Cayo Mario ignoró el tono con el que Cota acababa de hacer aquel comentario y a su displicencia opuso un plan de acción bien meditado.

—Tengo a Saturnino detenido en la Curia Hostilia, rodeado por mis veteranos. He dejado a Sertorio al mando, un hombre leal y valiente. A Glaucia no he logrado encontrarlo aún, pero tengo hombres buscándolo; el muy estúpido debe de creerse más seguro oculto que bajo mi custodia. Exigiré un juicio para ambos, acusados de ordenar supuestamente el asesinato de Memio. Y no sólo eso: voy a negociar hasta que les conmuten la pena de muerte por el exilio. Lo del juicio es sólo para ganar tiempo.

Aurelia vio que, una vez más, su hermano pretendía intervenir con cierto descaro, y a ella no le parecía correcto aquel tono con quien había sido seis veces cónsul, había defendido las fronteras de Roma contra Yugurta, contra cimbrios y teutones y había conseguido que se pagara a los soldados con regularidad y que se distribuyera trigo para todo el pueblo. Un hombre así merecía, por lo menos, respeto, incluso si para lograr muchas de aquellas cosas se había asociado con personajes cuestionables como Saturnino o Glaucia. Los optimates tampoco eran mucho mejores. De hecho, los senadores conservadores parecían carecer de todo escrúpulo.

Por eso se decidió Aurelia a intervenir y plantear la pregunta que seguramente iba a hacer su propio hermano; esperaba que, viniendo de ella y en un tono más modulado, no resultara ofensiva para Cayo Mario, a fin de cuentas su cuñado, que además estaba teniendo la deferencia de compartir con ellos los complejos movimientos de la política romana de aquella turbia noche.

—¿Y qué puedes ofrecerles para que se avengan a negociar? A los optimates, quiero decir —indicó con suavidad a la vez que le tendía un vaso con vino que ella misma había escanciado mientras él hablaba.

Pese a que había dicho que no había tiempo ni para bebida, Mario aceptó la copa y bebió un sorbo.

—Gracias. —Se la devolvió.

Ella dejó la copa en una bandeja sobre una mesa. Un esclavo la retiró raudo y se desvaneció entre las sombras que proyectaban las antorchas.

—Voy a ofrecerles a los optimates el regreso de su líder, Quinto Cecilio Metelo Numídico. Ahora mismo parto de aquí para parlamentar con su hijo. El retorno del exilio al que fue obligado su padre es algo que su hijo tendrá en estima.

César padre asintió. Cota no dijo nada.

Cayo Mario se despidió, dio media vuelta y al instante se alejaba por las negras calles de una Roma a punto de estallar, escoltado por un regimiento de sus veteranos de guerra.

—No conseguirá nada —sentenció Cota en el atrio de la domus.

—Es posible —aceptó su hermana—, pero agradecería que en casa de mi esposo, en una casa de la gens Julia, te muestres como lo que eres, un invitado y, en consecuencia, te abstengas de incomodar a otros invitados. Te aprecio y te quiero, hermano mío. Y sé que hablas con sabiduría muchas veces, y también que Mario, que es el mejor en el campo de batalla, puede no serlo en política, pero lo está intentando. Lo está intentando. E intentar las cosas es, en sí mismo, un mérito.

Aurelio Cota guardó primero silencio, luego miró a su cuñado.

—Espero no haberte molestado, Cayo Julio César. Como mi hermana dice, a veces puedo hablar de una forma demasiado vehemente.

—No hay nada que perdonar, pero, por Hércules, comparto con Aurelia que debemos ser atentos con Mario. Siempre se ha mostrado próximo a nosotros.

—Eso es precisamente lo que temo —apuntó entonces Cota—. Su amistad ahora puede sernos muy inconveniente. Preveo que el Senado va a recuperar todo el terreno perdido estos últimos años de dominio del propio Mario, Saturnino, Glaucia y otros populares. Los optimates más conservadores están contraatacando e irán a por todas. Llevaban tiempo esperando una excusa, y el asesinato de Memio se la ha proporcionado. Ahora no se detendrán ante nada. Ni ante nadie. Ni siquiera ante Mario; da igual cuántas veces haya sido cónsul.

Se hizo otro silencio.

Incómodo.

Tenso.

—Debería irme a mi casa —dijo al fin Cota, que no se sentía bienvenido por el hecho de decir algo tan real pero tan duro como la verdad.

—De eso nada, hermano —lo sorprendió Aurelia, rauda—. Ésta es también tu casa. Sólo te he rogado que te muestres amable con otros invitados, y aunque discrepes de Mario en casi todo, aceptarás al menos que acierta al afirmar que la ciudad es muy peligrosa esta noche.

Cota asintió.

—Entonces soy yo ahora la que te ruega que te quedes aquí hasta el alba —añadió Aurelia, y lo hizo mirando a su esposo.

Julio César padre confirmó la invitación.

—Es lo más seguro en estos momentos.

—Mandaré que nos sirvan cena y comeremos los tres juntos —dijo Aurelia—. Si hay algo que necesitamos para salir adelante, ahora que Roma se revuelve contra sí misma, es permanecer unidos. No admito enfrentamientos en el seno de la familia.

En el atrio de otra domus de la Subura, Roma

—¡Noooo, malditos, nooo!

Glaucia, pretor de Roma, aliado de Saturnino y Mario en su pugna por la redistribución de la tierra frente a los senadores optimates, aullaba mientras los sicarios pagados por el Senado lo arrastraban fuera de su casa. Se había refugiado en la domus de un amigo en cuanto le llegaron noticias de la aprobación del senatus consultum ultimum contra él y Saturnino. Su primer impulso fue intentar salir de la ciudad, pero ya había cientos de sicarios a sueldo de los optimates más conservadores —como los Metelos, el joven y temible Sila o alguno de sus advenedizos más sangrientos, como Dolabela— vigilando las calles. Para cuando se enteró de la decisión del Senado, la fuga era ya del todo imposible.

Por eso se atrincheró en casa de un amigo que pensó que no tendrían vigilado.

Se equivocaba.

Su amigo le abrió las puertas, antes de abandonar él mismo la casa con el resto de la familia. Acto seguido, lo traicionó y reveló a los sicarios que lo buscaban dónde podían encontrarlo, en un intento por alejar de sí y de los suyos la venganza de los senadores.

Un fuerte travesaño de pino trababa la puerta de gruesas hojas de madera, pero de poco sirvió ante los troncos que los sicarios del Senado usaron como arietes. La puerta crujió al esquebrajarse y cedió al empuje violento de los asesinos.

—¡Nooo, malditos...! —aullaba Glaucia mientras lo rodeaban.

Los sicarios, armados con dagas que esgrimían ante su víctima con amenazadoras puntas astifinas, miraron al que los dirigía.

Lucio Cornelio Sila entró en el atrio.

Identificó a su presa con rapidez. Los Metelos habían repartido la cacería de la noche: a él le había tocado Glaucia, el pretor; a Dolabela, Saturnino, el tribuno de la plebe.

A Sila le gustaba cumplir con presteza los encargos de los optimates. Si quería que lo respetasen cada vez más, tenía que impresionarlos con su eficacia mortal. No sólo en el campo de batalla contra los bárbaros, donde ya había dado muestras de pericia, sino también aquí, en Roma.

—Matadlo —dijo Sila en voz baja, como un susurro.

Las órdenes más mortales, pronunciadas en el más discreto de los tonos, suenan aún más letales, más implacables, como surgidas desde más allá de la rabia y el odio, como meditadas, ponderadas y sólo pendientes de ejecución.

—¡Nooo, por favor! ¡Nooo..., por todos los dioses...! —gritaba Glaucia incluso mientras lo apuñalaban una y otra vez.

Decenas de veces.

Con esmero.

Con paciencia.

Con la reiteración del asesinato bien pagado.

Domus de Metelo hijo

Quinto Cecilio Metelo hijo[3] recibió en su casa al cónsul de Roma en medio de aquella noche negra y roja.

—¿Qué d-d-deseas? ¿Por q-q-qué vienes a importunarnos, enemigo de la familia Metela? —le espetó con despecho.

No tartamudeaba por nervios, sino porque ése era un defecto de infancia que nunca había podido eliminar. Una debilidad que lo había alejado de dar discursos en público y que lo limitaba notablemente para la vida pública. Pero ser hijo de Metelo Numídico, el gran líder de los optimates, en ese momento en forzoso exilio, lo mantenía en posiciones de relevancia entre los conservadores más allá de su torpe habla.

Estaban en medio de otro atrio atestado de hombres armados: era la tónica de aquella jornada nocturna.

Cayo Mario había entrado con seis de los suyos. El hecho de que le hubieran dejado pasar con aquella pequeña escolta personal armada sólo revelaba que Metelo hijo disponía de suficientes hombres en su casa como para que media docena de veteranos de guerra le supusiera una amenaza. Lo tuvo en consideración. En cualquier caso, no había venido a luchar, sino a negociar. Una negociación imposible, según le había dicho una y otra vez Aurelio Cota. ¿Estaría en lo cierto? Iba a salir de dudas muy pronto.

—Dejemos de lado todas nuestras antiguas diferencias, Metelo.

Cayo Mario intentó echar tierra sobre la rivalidad que él mismo había sostenido con el padre de su interlocutor por el mando de la guerra de África, contienda que Mario terminó con éxito, muy a pesar de los Metelos, que se habían tomado aquella guerra como algo personal, un patrimonio intransferible de su familia. Mario no sólo consiguió el mando de las tropas romanas de África, sino que además se permitió el logro de una victoria absoluta, trayéndose al propio rey africano Yugurta y paseándolo encadenado por las calles de Roma durante su triunfo: una exhibición que a los Metelos se les atragantó para siempre. Esa victoria, ese rey encadenado, ese triunfo tenía que haber sido de Quinto Cecilio Metelo Numídico.

—Si hubiera t-t-tenido en mente nuestras disputas del p-p-pasado, cónsul, ni siquiera te habría p-p-permitido entrar a ti solo —respondió Metelo hijo con una serenidad fría, extraña, ¿calculada?

Mario miró a su alrededor. Decenas de hombres armados a la luz de las antorchas, y muchos más en las sombras, fuera de la luminosidad de las llamas titilantes.

—Sé que Saturnino y Glaucia han ido demasiado lejos, pero detengámonos antes de que toda Roma se transforme en un mar de sangre...

—A veces la sangre p-p-purifica —lo interrumpió Metelo, y añadió una frase en griego que Mario no pudo entender bien—: Ὅλως εἰ τό τῶν ἡμέτερων ἐχθρῶν αἷμα ἐστίν.[4]

Varios de los presentes, que sí hablaban griego, le rieron la gracia al dueño de la inmensa domus.

Mario estaba acostumbrada a que los Metelos hicieran escarnio de su poco conocimiento de la lengua griega. Lo consideraban un lerdo, un inculto y un torpe, aunque afortunado en el combate. El veterano cónsul sabía que sostener en público que era un militar de suerte y no de ingenio era algo absurdo: había acumulado demasiadas victorias contra los africanos, los cimbrios y los teutones como para que ni la plebe ni los propios senadores enemigos pudieran pensar, de veras, que cabía achacarlo todo al favor de la diosa Fortuna. Pero, en cualquier caso, le incomodaba que se rieran a su costa por no saber bien griego. Aquella debilidad cultural siempre le granjeó insultos y burlas de las que no sabía bien cómo zafarse. Lo suyo era ver cómo disponer las legiones en el campo de batalla. Por eso ignoró aquel comentario despectivo y fue directo al punto clave de la negociación que quería abrir con el líder actual de los optimates.

—El regreso de tu padre del exilio a cambio de un pacto que preserve la vida del tribuno Saturnino y del pretor Glaucia —propuso Mario.

Las risas terminaron.

Se hizo el silencio. Todos miraban a Metelo hijo.

Quinto Cecilio Metelo padre, conocido como Numídico, se exilió antes que votar a favor de las leyes que proponía Saturnino en el Senado. Pero el tribuno, el pretor Glaucia y otros líderes populares aprovecharon su partida para despojarle de muchas propiedades, expulsarlo formalmente del Senado y quitarle incluso la ciudadanía romana.

—La vuelta de mi p-p-padre... —repitió meditabundo Metelo hijo—. ¿Con la recuperación de p-p-propiedades, su reinstauración en la C-c-curia y la reposición de su ciudadanía con t-t-todos los d-d-derechos?

—Con todos los derechos —aceptó Mario sin dudarlo un instante.

Se hizo un nuevo silencio muy denso por lo poblado que estaba el atrio a la luz de las antorchas y entre las amplias zonas en penumbra. El silencio en un lugar desierto es pacífico, pero el silencio en medio de un nutrido grupo de hombres armados y tensos se alza espeso, inquietante, pesado.

Metelo estalló en una carcajada que cortó en seco a los pocos segundos.

—No estás en p-p-posición de negociar nada, c-c-cónsul. Hay un senatus c-c-consultum ultimum aprobado y tú te has de limitar a obedecer. Además...

Pero Metelo hijo no terminaba la frase...

—¿Además? —preguntó Mario, sorprendido del poco interés por negociar que mostraba Metelo hijo. Confiaba en que la idea de pactar un regreso de su padre, con la restauración de propiedades, derechos y ciudadanía, le interesase y, sin embargo...

—Además, llegas tarde para... t-t-todo. Glaucia y Saturnino serán ejecutados, p-p-por tu p-p-propia mano, si quieres salvar tu p-p-posición, o por la de nuestros hombres, si no. Luego tomaremos el control de Roma, nosotros, los optimates, y el Senado aprobará d-d-devolver a mi p-p-padre la ciudadanía, sus p-p-propiedades y su puesto en la Curia. No te necesito p-p-para nada. De hecho... —estiró el cuello para mirar por encima del hombro de Mario—, si no me equivoco, Glaucia ya debe de estar muerto. ¿No es así, Lucio?

Cayo Mario se giró y descubrió a un recién llegado Lucio Cornelio Sila con una túnica manchada de sangre. Sila había ayudado a Mario en su momento, en la guerra de África, para atrapar al mismísimo rey Yugurta, pero ahora su empeño estaba sólo en hacer méritos ante los Metelos en particular, y ante los optimates en general. Aquello le confirmaba que Sila se decantaba por completo —ya desde aquella noche, si no lo había hecho antes— por el bando senatorial más conservador.

—En efecto —confirmó Sila, desafiando a Mario con la mirada—. Glaucia ya es historia. —Hizo el gesto de sacudirse las manchas de sangre de su toga.

—Sabía que estarías metido en todo esto —dijo Mario con desprecio—, pero no pensé que fueras a ser ejecutor directo.

—Oh, no, por Júpiter —protestó divertido Sila—. Yo no mancho mi daga con la sangre de alguien tan rastrero como Glaucia. Pero el pretor no paraba de moverse mientras mis hombres lo apuñalaban y la sangre salpicaba en todas direcciones. Una lástima de manchas, pero el espectáculo ha merecido la pena.

Mario quiso replicar, pero Metelo volvió a intervenir:

—¿Y Saturnino? Por Hércules, ése es el p-p-peor de los dos. ¿Qué sabemos de él?

Sila se dirigió a Metelo:

—Dolabela se encarga.

Mario no conocía de Dolabela más que su ambición. No lo consideraba capaz de nada relevante ni en la guerra ni en la paz, ni para lo bueno ni para lo malo, esto es, más allá de animar a la defección de Sila de las filas del propio Mario. Por eso el veterano cónsul se permitió una pequeña burla. Lo necesitaba. Se habían mofado de él, de su poco conocimiento del griego, de su supuesta incapacidad para negociar, de no ser alguien no ya a quien admirar, sino, al menos, respetar o temer. Por eso decidió devolver la carcajada recibida con otra sonora risotada por su parte.

—¡Ja, ja, ja, ja! ¡Por Júpiter Óptimo Máximo, ahora soy yo quien ríe y quien ríe a gusto! —Y se explicó, pues en la explicación estaba el divertimento—: Sí, Saturnino es el líder que buscáis, a quien queréis que ejecute, pero habrá un juicio y en ese juicio se hablará de todo: de los excesos y quizá crímenes del propio Saturnino, mas también de los excesos y crímenes del Senado. Veremos entonces qué decide el pueblo. Veremos si tenéis hombres suficientes para controlar Roma, con mis veteranos y toda la plebe en vuestra contra. A Saturnino lo tengo arrestado en el edificio de la Curia, y no seréis vosotros los que prendáis fuego a la casa del Senado. Tengo a mi mejor oficial, Sertorio, al frente de mis mejores veteranos en sus puertas. ¿Seguro que no queréis negociar?

Metelo miró a Sila. Y en la mirada había rabia. Un juicio público, por mucho que pudieran amañarlo, no les interesaba. En efecto, como anticipaba Mario, en el proceso tal vez se airearían demasiadas cuestiones sobre el Senado que podían sublevar a la plebe. La situación podía hacerse incontrolable. No, el plan era ejecutar a Glaucia y Saturnino aquella noche y que Mario tuviera que intervenir en las ejecuciones de una forma u otra. Destruida la triple alianza del tribunado de la plebe, la pretura y el consulado, descabezado el bando de los populares, no habría revueltas importantes y, poco a poco, ellos, los optimates, recuperarían el control de todo el poder. Pero con Saturnino custodiado por los hombres de Mario en el interior de un Senado blindado por sus veteranos...

Sila digirió la mirada recelosa de Metelo para, acto seguido, lentamente, volverse hacia Mario. Cayo Mario: Mario, cincuenta y ocho años, seis consulados y un triunfo; él, Sila, treinta y nueve años y sin apenas méritos reconocidos y derrotado en las últimas elecciones a pretor por la alianza de Mario con Saturnino y Glaucia, viendo cómo pasaban las estaciones y su cursus honorum seguía estancado, no, frenado por un Mario que lo detestaba. ¿Iba una vez más a salirse con la suya? Para nada. Esta vez no. El viejo cónsul estaba cometiendo una grave equivocación: infravaloraba la natural brillantez de Dolabela para el terror. Hasta la fecha sólo se había manifestado en asuntos menores, de esos que no llaman la atención de cónsules, tribunos o pretores, pero que lo informaban a uno de la auténtica naturaleza perversa de un ser. Sila sabía que se hallaba en uno de esos momentos de inflexión de la vida, donde alguien inicia su declive mientras otro inicia su ascenso: esa noche Mario era el que bajaba y él quien ascendía. Dejó de mirar a Mario y volvió a encarar los ojos de Metelo. Le habló con seguridad, sin margen para la duda:

—Dolabela resolverá lo de Saturnino. Está... —Buscó con meticulosidad el adjetivo adecuado—: Sí, Dolabela está... motivado.

Metelo captó de inmediato la sutileza de Sila: el padre de Dolabela había caído muerto hacía apenas unos meses en una reyerta nocturna contra partidarios de Saturnino. Sí, sin duda, Dolabela hijo estaría muy motivado para ejecutar al instigador del asesinato de su padre.

—Pero no q-q-quemará el edificio del Senado, ¿verdad? —inquirió Metelo.

—No —respondió Sila con aplomo—. Dolabela dará con una solución.

Cayo Mario miraba al suelo, en silencio. También acababa de caer en las recientes motivaciones personales de Dolabela. Sí, eso podía azuzar la rabia de su hijo. Tenía que retornar al foro y asistir a Sertorio en la defensa de la Curia Hostilia.

Metelo clavó la mirada en el veterano cónsul. Llegó incluso a pensar en ordenar su muerte allí mismo, en ese instante, pero los senadores no lo habían aprobado y muchos de ellos aún r

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