La niña de Rusia

Celia Santos

Fragmento

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Guernica

Un camión circula despacio. El conductor seca con la manga el vaho del cristal. Hay niebla húmeda y la calzada es estrecha, llena de curvas. El vehículo es viejo y mil veces reparado. Antes llevaba verduras y pescado, ahora se ha convertido en un medio de transporte de pasajeros. Los alimentos escasean y la necesidad se multiplica.

En el aire flota una amenaza invisible, un rumor enrarecido, una inquietud que retiene el aliento.

Detrás, ocho personas sentadas en cajones de fruta vacíos se zarandean con el traqueteo. Hablan poco, los hombres intercambian colillas que apuran con ansia; dos ancianas con el rostro retraído en sus pañuelos negros parecen invocar algo; algunas mujeres intentan mantener la cortesía con palabras sueltas y frases hechas. Junto a Irene, una niña, apenas once años, morena, alta, casi demasiado para su edad, de pelo oscuro y carita de pan dulce. El hambre aún no se ha metido en sus huesos y conserva intacta su ternura. Tiene una responsabilidad que se deja ver en su actitud: sentada recta, modosa y obediente. Está emocionada. Es la primera vez que sale de su casa sin la compañía de su madre. Acompaña a su vecina Irene a comprar carne de caballo. Es día de mercado.

A la altura de la ermita de San Esteban, el camión se detiene. Las viejas asoman el rostro por sus pañoletas, los hombres apagan las colillas que les queman los dedos, Teresa mira a su vecina. Esta le hace un gesto para que permanezca donde está mientras se va a ver qué pasa. Pero la niña no obedece y sale detrás. La curiosidad puede más que ella.

Fuera del vehículo, el conductor se mueve nervioso al tiempo que niega con la cabeza. Los pasajeros lanzan al aire preguntas vacías.

—Algo pasa, algo pasa... —Y eleva el rostro al cielo gris en busca de respuestas.

Un rugido les envuelve, es más que un sonido; una sensación que hace temblar la piel, estremece el pecho y retumba en sus cabezas. Teresa se tapa los oídos. Alguien señala hacia arriba.

—¡Mirad!

Un enorme avión atraviesa las nubes. La monstruosa panza amenaza con engullirles. Vuela tan bajo que pueden leer los números pintados y una enorme cruz negra en cada ala. Los rostros siguen su trayectoria como girasoles hasta que desaparece tras un montículo.

Las miradas miedosas se cruzan. La respuesta que buscan llegará en pocos minutos. Teresa suelta la mano de su vecina y echa a correr hacia la colina.

—¡Tere, Tere! ¡Ven aquí, verás cuando se entere la amá! —grita Irene.

Pero Tere no escucha y sube al montículo para ver mejor.

Una bandada de bestias metálicas sobrevuela el pueblo, vomitan de sus estómagos una lluvia de obuses. Las columnas de humo se confunden con la niebla, las sirenas se desgañitan, los tejados se estremecen cuando los proyectiles colisionan contra ellos. Miles de destellos salpican el paisaje. Niños que corren, mujeres que gritan, hombres que huyen... El humo arropa el valle, el rugido de los motores intimida y desconcierta, los fogonazos ciegan, la muerte cobra vida.

Guernica se desmorona como un azucarillo bajo la lluvia.

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1

Calle Egia

Sentada en el hueco de la leña, Teresa acariciaba a Tomasín, el gato que solo se dejaba mimar por ella. Tenía el cuaderno apoyado en el suelo donde había dibujado un tren, como los que su padre dirigía en la estación de Atotxa. El maestro les había mandado una redacción sobre formas de viajar e ilustrarlo con un dibujo.

Mientras hacía los deberes, Fructuosa cantaba. Las canciones de su madre eran la banda sonora del hogar de la calle Egia, el trino al despertar, el susurro reconfortante de su corazón en miniatura. Canciones populares o las más modernas que sonaban en la radio. Dónde estás corazón, de Libertad Lamarque, era la más novedosa. ¡Qué bonita voz tenía! Todas las voces de una madre son hermosas en los oídos de un niño. Pero la música era interrumpida demasiado a menudo por los noticieros perturbadores.

Su padre llegó temprano. Al oír la puerta, Teresa salió a su encuentro y saltó sobre él. Cándido la aupó liviana con la fuerza de un héroe infantil.

Su madre permaneció con las pupilas clavadas en el fruncido del delantal verde que había confeccionado; delantales que vendía a la mercería de abajo. Fructuosa tenía magia en las manos: sus finísimas puntadas podrían bordar las alas de una libélula. Manos curanderas que sanaban la melancolía y la sarna de la piel del hambre. Las manos de Teresa eran iguales, pero de juguete. Tenía una letra clara, pulcra, inusual en una niña de once años. Coloreaba los dibujos a la perfección, ni un solo trazo escapaba del contorno marcado. Y en las labores no era menos aplicada. A su corta edad, ya hacía punto casi con la misma destreza que su madre.

Teresa palpó algo en el interior de la chaqueta de su padre. Él sonrió.

—¿Qué me has traído?

Sacó un par de varillas metálicas afiladas en la punta y con topes en el otro extremo.

—Para que me hagas un jersey —le dijo mientras la devolvía al suelo y le pellizcaba la mejilla.

¡Sus propias agujas de hacer punto! A su medida. Eran perfectas. Las de su madre aún le resultaban un poco grandes.

Fructuosa persistía en su silencio. Si su marido había llegado pronto era porque las cosas seguían revueltas. Las manifestaciones contra la República y los altercados callejeros eran diarios. Y los sindicalistas de la Renfe, entre los que se encontraba Cándido, estaban en el punto de mira. Las noticias no eran muy alentadoras: las vías empezaban a cortarse y era difícil mantener el orden en la estación y sus aledaños. Por eso el ejército tomó cartas en el asunto.

En casa nunca se hablaba de política, las discusiones entre el matrimonio quedaban circunscritas a miradas esquivas, gestos desabridos y silencios. Un idioma que una niña de once años no era capaz de interpretar, pero sí captaba el malestar que traslucía. Cándido era guardagujas. Dirigía los vagones y locomotoras que quedaban en las vías muertas para que su reincorporación al tráfico no resultase un caos. Era metódico, callado, algo tímido, y bonachón por naturaleza. Militaba en los sindicatos desde que tenía edad para trabajar, que en aquellos años era muy temprana. Igual que su hermano, afincado en Asturias y trabajador de la minería, que cayó en las revueltas del treinta y cuatro, junto a otros dos mil compañeros.

La muerte de su hermano le rompió el alma. Él la reconstruyó con su lucha y se implicó activamente en la reivindicación de los derechos laborales. Militaba en UGT y acudía a todos los mítines y manifestaciones. En muchos de ellos se hacía acompañar por Teresa. Allí, en el frontón de Atotxa Maitea, sobre los hombros de su padre, la pequeña escuchó a Indalecio Prieto, a Antonio Aguirre y a muchos otros. También en ese mismo frontón presenció los partidos de pelota vasca que tanto le gustaban: Antano, Gallastegui, Altuna, y su favorito: el Mondragonés. Cada vez que su padre le proponía acudir al frontón, ella dejaba todo lo que estuviera haci

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