La niña de Rusia

Celia Santos

Fragmento

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Guernica

Un camión circula despacio. El conductor seca con la manga el vaho del cristal. Hay niebla húmeda y la calzada es estrecha, llena de curvas. El vehículo es viejo y mil veces reparado. Antes llevaba verduras y pescado, ahora se ha convertido en un medio de transporte de pasajeros. Los alimentos escasean y la necesidad se multiplica.

En el aire flota una amenaza invisible, un rumor enrarecido, una inquietud que retiene el aliento.

Detrás, ocho personas sentadas en cajones de fruta vacíos se zarandean con el traqueteo. Hablan poco, los hombres intercambian colillas que apuran con ansia; dos ancianas con el rostro retraído en sus pañuelos negros parecen invocar algo; algunas mujeres intentan mantener la cortesía con palabras sueltas y frases hechas. Junto a Irene, una niña, apenas once años, morena, alta, casi demasiado para su edad, de pelo oscuro y carita de pan dulce. El hambre aún no se ha metido en sus huesos y conserva intacta su ternura. Tiene una responsabilidad que se deja ver en su actitud: sentada recta, modosa y obediente. Está emocionada. Es la primera vez que sale de su casa sin la compañía de su madre. Acompaña a su vecina Irene a comprar carne de caballo. Es día de mercado.

A la altura de la ermita de San Esteban, el camión se detiene. Las viejas asoman el rostro por sus pañoletas, los hombres apagan las colillas que les queman los dedos, Teresa mira a su vecina. Esta le hace un gesto para que permanezca donde está mientras se va a ver qué pasa. Pero la niña no obedece y sale detrás. La curiosidad puede más que ella.

Fuera del vehículo, el conductor se mueve nervioso al tiempo que niega con la cabeza. Los pasajeros lanzan al aire preguntas vacías.

—Algo pasa, algo pasa... —Y eleva el rostro al cielo gris en busca de respuestas.

Un rugido les envuelve, es más que un sonido; una sensación que hace temblar la piel, estremece el pecho y retumba en sus cabezas. Teresa se tapa los oídos. Alguien señala hacia arriba.

—¡Mirad!

Un enorme avión atraviesa las nubes. La monstruosa panza amenaza con engullirles. Vuela tan bajo que pueden leer los números pintados y una enorme cruz negra en cada ala. Los rostros siguen su trayectoria como girasoles hasta que desaparece tras un montículo.

Las miradas miedosas se cruzan. La respuesta que buscan llegará en pocos minutos. Teresa suelta la mano de su vecina y echa a correr hacia la colina.

—¡Tere, Tere! ¡Ven aquí, verás cuando se entere la amá! —grita Irene.

Pero Tere no escucha y sube al montículo para ver mejor.

Una bandada de bestias metálicas sobrevuela el pueblo, vomitan de sus estómagos una lluvia de obuses. Las columnas de humo se confunden con la niebla, las sirenas se desgañitan, los tejados se estremecen cuando los proyectiles colisionan contra ellos. Miles de destellos salpican el paisaje. Niños que corren, mujeres que gritan, hombres que huyen... El humo arropa el valle, el rugido de los motores intimida y desconcierta, los fogonazos ciegan, la muerte cobra vida.

Guernica se desmorona como un azucarillo bajo la lluvia.

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1

Calle Egia

Sentada en el hueco de la leña, Teresa acariciaba a Tomasín, el gato que solo se dejaba mimar por ella. Tenía el cuaderno apoyado en el suelo donde había dibujado un tren, como los que su padre dirigía en la estación de Atotxa. El maestro les había mandado una redacción sobre formas de viajar e ilustrarlo con un dibujo.

Mientras hacía los deberes, Fructuosa cantaba. Las canciones de su madre eran la banda sonora del hogar de la calle Egia, el trino al despertar, el susurro reconfortante de su corazón en miniatura. Canciones populares o las más modernas que sonaban en la radio. Dónde estás corazón, de Libertad Lamarque, era la más novedosa. ¡Qué bonita voz tenía! Todas las voces de una madre son hermosas en los oídos de un niño. Pero la música era interrumpida demasiado a menudo por los noticieros perturbadores.

Su padre llegó temprano. Al oír la puerta, Teresa salió a su encuentro y saltó sobre él. Cándido la aupó liviana con la fuerza de un héroe infantil.

Su madre permaneció con las pupilas clavadas en el fruncido del delantal verde que había confeccionado; delantales que vendía a la mercería de abajo. Fructuosa tenía magia en las manos: sus finísimas puntadas podrían bordar las alas de una libélula. Manos curanderas que sanaban la melancolía y la sarna de la piel del hambre. Las manos de Teresa eran iguales, pero de juguete. Tenía una letra clara, pulcra, inusual en una niña de once años. Coloreaba los dibujos a la perfección, ni un solo trazo escapaba del contorno marcado. Y en las labores no era menos aplicada. A su corta edad, ya hacía punto casi con la misma destreza que su madre.

Teresa palpó algo en el interior de la chaqueta de su padre. Él sonrió.

—¿Qué me has traído?

Sacó un par de varillas metálicas afiladas en la punta y con topes en el otro extremo.

—Para que me hagas un jersey —le dijo mientras la devolvía al suelo y le pellizcaba la mejilla.

¡Sus propias agujas de hacer punto! A su medida. Eran perfectas. Las de su madre aún le resultaban un poco grandes.

Fructuosa persistía en su silencio. Si su marido había llegado pronto era porque las cosas seguían revueltas. Las manifestaciones contra la República y los altercados callejeros eran diarios. Y los sindicalistas de la Renfe, entre los que se encontraba Cándido, estaban en el punto de mira. Las noticias no eran muy alentadoras: las vías empezaban a cortarse y era difícil mantener el orden en la estación y sus aledaños. Por eso el ejército tomó cartas en el asunto.

En casa nunca se hablaba de política, las discusiones entre el matrimonio quedaban circunscritas a miradas esquivas, gestos desabridos y silencios. Un idioma que una niña de once años no era capaz de interpretar, pero sí captaba el malestar que traslucía. Cándido era guardagujas. Dirigía los vagones y locomotoras que quedaban en las vías muertas para que su reincorporación al tráfico no resultase un caos. Era metódico, callado, algo tímido, y bonachón por naturaleza. Militaba en los sindicatos desde que tenía edad para trabajar, que en aquellos años era muy temprana. Igual que su hermano, afincado en Asturias y trabajador de la minería, que cayó en las revueltas del treinta y cuatro, junto a otros dos mil compañeros.

La muerte de su hermano le rompió el alma. Él la reconstruyó con su lucha y se implicó activamente en la reivindicación de los derechos laborales. Militaba en UGT y acudía a todos los mítines y manifestaciones. En muchos de ellos se hacía acompañar por Teresa. Allí, en el frontón de Atotxa Maitea, sobre los hombros de su padre, la pequeña escuchó a Indalecio Prieto, a Antonio Aguirre y a muchos otros. También en ese mismo frontón presenció los partidos de pelota vasca que tanto le gustaban: Antano, Gallastegui, Altuna, y su favorito: el Mondragonés. Cada vez que su padre le proponía acudir al frontón, ella dejaba todo lo que estuviera haciendo. Le daba igual si era un partido de pelota o un mitin. Todo lo que ocurría en aquellas dos paredes le fascinaba. Allí se plantó la semilla revolucionaria y antifascista que floreció en ella de adulta.

Cándido extendió sus herramientas sobre la mesa robusta que él mismo había fabricado; de duro pino silvestre, los tablones estaban pegados entre sí, no tenían ni un solo clavo en las juntas. Ocupaba su tiempo libre en arreglar zapatos, cinturones, remaches para los pucheros, refuerzos para las jaulas de los conejos... Cualquier imprevisto, avería y complemento que necesitase la casa era capaz de repararlo para que durase más que el objeto en sí. En aquella porción de mesa la madera estaba lacerada por cicatrices del destornillador, el martillo y el escoplo. Seis marcas caprichosas formaban una estrella. La imaginación de Teresa creó un firmamento de luceros y cometas, coronado por aquel astro imperfecto.

—Tenemos que pasarle el cepillo para que quede bien liso —advirtió su padre al ver el juego de la pequeña.

Teresa asintió decepcionada. Le dio pena pensar que su universo se desvanecería bajo una lija.

Maritxu asomó al salón somnolienta. Sufría unas migrañas terribles que la obligaban a aislarse en el cuarto de huéspedes, el que solían alquilar para complementar la economía familiar y que llevaba semanas vacío. A sus dieciséis años, hacía dos que trabajaba como ayudante en un taller de sastrería. Un dinero extra que no venía nada mal. El sueldo de ferroviario era exiguo; los inquilinos ocasionales, el salario de Maritxu, los ungüentos y los delantales de Fructuosa ayudaban en la economía doméstica. Eran tiempos difíciles para la clase trabajadora.

—Aquí te dejo los delantales y las batas —le dijo Fructuosa a su hija mayor—. Hay que quitar los hilvanes y plancharlos. Y luego se los bajas a Marga.

Sus delantales, de rayas, de cuadros, lisos, de flores, daba igual el estampado, eran los más solicitados de la mercería de Margarita, una viuda que regentaba su pequeño negocio desde siempre. Era una mujer entrada en carnes, con un moño perfecto, los labios pintados de rojo y cariñosa en exceso, que estaba permanentemente detrás de aquel mostrador de madera, bruñido por el roce de mil encajes y cintas de seda. Teresa imaginaba que había nacido y crecido allí dentro, y había quedado atrapada en aquellos dos metros cuadrados.

—¡Voy contigo! —exclamó Teresa.

—No, hoy no —atajó su madre.

Tere hizo un mohín de fastidio. ¿Por qué nunca dejaba que la acompañase al puerto? Enfurruñada, volvió al hueco de la leña, su rincón favorito.

El hospital de San Antonio Abad estaba situado en pleno barrio de San Martín, pegado al puerto. Y como en la mayoría de las ciudades portuarias, allí recalaban las mejores mercancías y los más sabrosos pescados, pero también las enfermedades de ultramar que recogían, en general, las infelices que deambulaban por los muelles ofreciendo un instante de deleite a cambio de una peseta y una infección. Era el lugar adecuado para erigir un hospital de infecciosos, pero no era el sitio más agradable para pasear con una niña. Hasta Fructuosa sentía respeto cada vez que lo atravesaba, y solía hacerlo a paso apresurado y con prisas.

Siempre la recibía la hermana Sagrario, la portera, mano derecha de la superiora y con un carácter mucho más aterciopelado que el de la priora, la madre Paloma, que más que paloma parecía un gavilán.

—Ave María purísima —saludó la religiosa.

Fructuosa no se consideraba subversiva ni irrespetuosa, pero, aunque se crio en un ambiente católico, no le salía responder a las monsergas monjiles con el correspondiente «sin pecado concebida». Hacía aquello por los enfermos, no por las monjas, a las que, sin referirles odio, no les tenía especial simpatía.

—Buenas tardes, aquí les traigo lo de ustedes —saludó mientras sacaba tres botes de cristal de su ungüento milagroso.

La fórmula de aquella pomada solo la conocía ella. El único ingrediente que dio a conocer era la grasa de las gallinas que ella misma criaba en el balcón y que utilizaba como base. Fuera como fuese, era mano de santo, en especial para curar la sarna, demasiado habitual en aquellos tiempos, sobre todo en los niños.

La monja estiró el cuello como una anguila hacia el fondo de la cesta. Vio como aún quedaba un tarro de pomada, que Fructuosa no tenía intención de entregarle. Lo conservaba para otras pacientes particulares.

—Es usted una santa, Fructuosa. Dios sabrá recompensarle y pagar todo lo que hace por nuestros enfermos —fue el agradecimiento de la religiosa.

—Sí, sí, él sabrá cómo pagarme... Buenas tardes.

Efectivamente, tenía muchas más probabilidades de recibir el pago del mismísimo Todopoderoso que de aquellas monjas roñosas que jamás le ofrecieron ni un vaso de agua.

Aceleró el paso de vuelta a casa. Algo había cambiado en el paisaje desde la última vez que visitó el hospital. Aquel 18 de julio ya no había marinos, ni mujeres de mala vida, ni estibadores, ni vendedores ambulantes. Los soldados patrullaban con el fusil al hombro y los camiones del ejército rondaban las calles. Un escalofrío le recorrió la espalda. Deseando abandonar aquellos callejones inmundos, se ajustó el mantón y salió del barrio lo más rápido que pudo.

Pegada a la radio, Maritxu escuchaba con atención, preocupada. Al ver entrar a su madre le hizo un gesto para que se acercara. El noticiario informaba del golpe de Estado iniciado en África por las fuerzas nacionales con el fin de derrocar al gobierno legítimo. Su padre trasteaba en la mesa con un molinillo de café atascado. Teresa, en el hueco de la leña con Tomasín en brazos, callaba y observaba. Acabó el boletín y empezó la música, otra vez Libertad Lamarque. Madre e hija deambulaban por la cocina con manifiesta inquietud. Cándido, también nervioso, intentaba triturar su miedo en aquel molinillo.

—África está muy lejos. Y pronto tendremos nuestro propio gobierno. —Intentó llamar a la calma con fingida tranquilidad. En la estación los ánimos ardían.

—¡Qué gobierno ni qué ocho cuartos! ¿Es que no has salido a la calle?

No dijo más, la mirada resentida hacia su marido fue suficiente.

—Vamos, Tere. —Metió la ropa sucia en el barreño de zinc y salieron camino del lavadero.

El lavadero de Egia estaba en el camino del cementerio de Polloe. Era el lugar de encuentro de muchas mujeres que lavaban la ropa propia y la ajena. Allí compartían risas, confidencias y comentaban las noticias de actualidad, cada cual con su particular visión. El alzamiento de África era el tema del día.

—Esperemos que esta tontería acabe pronto. ¿Cómo van a quitar un gobierno así como así? —decía una en su ignorancia optimista.

—¿Es que no has visto los barcos en la costa? A mí no me parece cosa de broma.

Teresa escuchaba sin oír, pero en su subconsciente se imprimían cada una de las palabras funestas, incluidas las que advertía en su casa. Ella jugaba y fingía ser una mujercita. Lavaba calcetines y pañuelos y le limpiaba los mocos al hijo de una de las lavanderas que no tendría más de tres años. Las mujeres reían con ternura su actitud. Una de las más jóvenes se empeñaba en continuar con el tema, tal era su nerviosismo.

—¡Los militares, esos son los que tienen la culpa de todo! —increpaba.

Todas callaron mientras la de al lado le propinaba un codazo. Sobre la piedra sonó el golpe de un barreño dejado caer con contundencia. La recién llegada la miró con rabia. Por mucho que intentó esconder el rostro, todas presenciaron su vergüenza. La mujer era esposa de un militar extremeño destinado en San Sebastián. Solo llevaban un año en la ciudad. A ella le costó integrarse en aquel mundo húmedo y solitario, tan distinto de su Plasencia. Las visitas al lavadero eran la única vía de escape a su soledad. La acompañaban sus dos hijas gemelas que no superaban los seis años. Meses atrás, Fructuosa advirtió que siempre llevaban la cabeza cubierta con un gorro. Hasta que una de ellas perdió el suyo y vio que tenían el cuero cabelludo lleno de sarna. Su madre lo había intentado todo para curarlas pero no tuvo éxito. Fructuosa inició su tratamiento de pomada de gallina. En apenas dos semanas la piel empezó a mejorar; al mes, el pelo de la zona afectada empezaba a crecer de nuevo. El bote que había reservado ese día para ellas era el final del tratamiento.

Las gemelas ayudaron a romper el momento desagradable. Fructuosa revolvió entre la ropa sucia y sacó el ungüento. Se acercó a las niñas, que ya jugaban con Teresa, y les untó la cabeza. Luego entregó el resto a la madre.

—Acuérdate, nada de gorros ni de taparles la cabeza —le advirtió. La madre sonrió agradecida.

La situación se diluyó: unas se retiraron a tender las sábanas al sol; otras se marcharon con sus barreños de ropa limpia en la cabeza; el resto aceleró los restregones a las camisas para evitar otro desaliento innecesario.

Teresa esperaba los veranos con impaciencia. Sus primas de Madrid, Toña y Marujita, pasaban dos meses con la familia en San Sebastián, disfrutando de la playa y el aire puro del mar. Eran hijas de Antonia, una de las hermanas de Fructuosa. Llegaban a finales de junio, cuando acababan el colegio. Su madre las dejaba con sus tíos y en septiembre, Teresa y Fructuosa las acompañaban en tren de vuelta a Madrid. Así aprovechaban para visitar al resto de la familia.

Las niñas se adoraban. Jugaban en el enorme balcón que daba al parque de Cristina Enea, sacaban las muñecas y los juguetes y pasaban las horas muertas riendo e inventando historias. Al anochecer, una luz se encendía en el palacio de Cristina Brunetti. Imaginaban que allí vivía una bruja encerrada por una maldición. Por las tardes, Cándido las llevaba a la playa de la Concha. Las dos pequeñas se empapaban de la brisa y el salitre que faltaba en la atmósfera viciada de la capital. La arena se llenaba de veraneantes adinerados que abrían sus villas una vez al año y exhibían su riqueza. Tumbados en hamacas de rayas azules y blancas, bajo sombrillas de fino encaje que sujetaban las criadas mal pagadas, hacían gala de su posición envueltos en las olas del Cantábrico.

La atención de ellas se centraba en la espuma que borraba sus nombres escritos en la arena, en las pequeñas caracolas que arrastraba la marea y guardaban como un tesoro. En los navíos que perfilaban el horizonte e imaginaban gobernados por piratas, o en las hermosas sirenas condenadas a vivir bajo el agua. Fueron veranos de risas y sal, de recuerdos eternos.

Pero aquel verano del treinta y seis las ilusiones infantiles se vieron truncadas. La tesitura política del país no permitía demasiado esparcimiento y la población vivía pendiente de las noticias sobre el avance de las tropas sublevadas. Fue un verano raro para Teresa. La radio se encontraba permanentemente encendida. Su padre cada vez estaba menos en casa, llegaba de madrugada y le oía discutir con su madre en susurros. La presencia militar en la ciudad era un hecho y cada vez era más difícil moverse de un sitio a otro. El otoño bullía, San Sebastián se llenaba de militares extranjeros y el puerto estaba tachonado de buques apuntando hacia la costa. Los aviones surcaban el cielo y los bombardeos en poblaciones cercanas como Éibar o Durango eran cada vez más frecuentes. La situación se volvió insostenible.

Y ocurrió. Una mañana Fructuosa despertó a sus hijas antes del amanecer. Las apremió a hacer la maleta; un poco de ropa y algo de aseo. Tenían que salir de la ciudad. Teresa preguntó, pero su madre solo le metía prisa. «¡Vamos, vamos, no te entretengas!». El miedo respiraba en su voz. Maritxu la ayudó con el equipaje. Su padre se impacientaba en la cocina.

—¡El tren sale en cuarenta minutos, espabilad!

Corrieron hacia la puerta cuando Teresa intentó zafarse.

—¡Tomasín! ¡Tomasín! —No podía dejarlo allí, era un cobardica.

—¡Tira de una vez, por Dios! —le gritó su madre—. ¡Deja al maldito gato!

Teresa se asustó tanto que ni siquiera pudo echarse a llorar. Bajaron a la calle y corrieron hacia la estación. Su madre la llevaba casi a rastras. En la carrera rompió a llorar, un llanto mudo que nadie notó. Nadie prestó atención a las lágrimas que caían por sus mejillas.

La estación de Atotxa era un hervidero. Toda la ciudad estaba allí, tratando de escapar de la guerra, y aquel tren suponía la única vía de escape. Ancianos, mujeres y niños embotellaban los accesos. Era imposible cruzar hasta el andén. Cándido las guio entre las vías; era evidente que conocía bien la estación y sus atajos. Llegaron a uno de los primeros vagones, allí había menos gente que en la parte central, donde se amontonaba el barullo. Subieron, guardaron como pudieron sus equipajes y respiraron. Cándido bajó del vagón. Teresa le miró alarmada desde la ventanilla.

—¿Adónde vas? ¿No vienes con nosotras? —Las lágrimas de la pequeña decían más que sus palabras.

Cándido extendió la mano hasta rozarle la mejilla húmeda.

—Pronto, mi niña. Tengo que trabajar. Además, hay que dar de comer a Tomasín. Seguro que está muerto de miedo.

Teresa se conformó, pero su llanto decía lo contrario. Quería portarse bien, como una niña mayor. Fue imposible. Alargó la mano y su padre la apretó fuerte. El tren arrancó. Al principio se movía lento. Cándido caminaba por el andén agarrado a su mano, hasta que la velocidad les separó. Él gritó algo haciendo altavoz con sus manos, Tere no acertó a adivinar sus palabras. La última imagen que quedó grabada en la retina de Teresa fue la de su padre en el andén, el brazo en alto mientras su figura se empequeñecía.

Nunca supo cuáles fueron aquellas palabras que se disiparon con el vapor de las locomotoras. Ni siquiera cuando se reencontraron, veinte años después.

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2

Bilbao

El tren traqueteaba con cautela. Avances lentos, paradas eternas y pueblos desolados. En las estaciones, cientos de hombres, mujeres y niños con hatillos al hombro huían de las bombas. Muchos intentaban subirse al tren, pero allí no cabía ni un alma más. La toma de Guipúzcoa por los sublevados era un hecho y la evacuación, inminente. Los soldados desenganchaban con una violencia innecesaria a los que conseguían agarrarse a los vagones. Bilbao no era el mejor destino, pero el gobierno de Aguirre seguía activo. Eso al menos les daría un respiro.

En Éibar, la parada duró más de tres horas. Fue la última villa de la provincia en ser ocupada. El ejército nacional consideró que tal resistencia merecía un castigo ejemplar y masacraron la ciudad. Desde las ventanillas se apreciaba parte de la población destruida. La estación apenas se tenía en pie y los peatones esquivaban los escombros desparramados por aceras y calles. Los edificios, desnudos y frágiles, tiritaban mostrando sus esqueletos indecentes. Las pocas ventanas que habían aguantado el envite de las bombas gritaban atormentadas desde las fachadas.

Soldados con boinas rojas y fusiles al hombro recorrían los andenes. Desde la ventanilla, Teresa vio a cuatro de ellos que rodeaban a un grupo de hombres y mujeres con las manos atadas entre sí, y se mofaban mientras les azuzaban con las culatas de los fusiles. Allí nadie osó montar en el tren. Algunos de los militares subieron e inspeccionaron los vagones. Los viajeros escondían su cara en el pecho, los niños miraban insolentes mientras las madres les giraban el rostro. El porte y la actitud chulesca de los soldados sembraban el miedo en cada vagón.

Pasadas las cuatro de la tarde empezaron a moverse. Dejaron atrás la ciudad desvencijada y respiraron aliviados, aunque aún les quedaban unas cuantas horas de camino.

Antes de llegar a Ermua se detuvieron de nuevo. La confusión volvió a revolotear entre los pasajeros. Algunos hombres salieron al pasillo para intentar enterarse de algo. Otros bajaron directamente a las vías. El maquinista había parado el motor y solo se escuchaba un áspero rumor de incertidumbre.

Un golpe metálico y seco sonó en la chapa del vagón. Después, otro igual en el techo, hasta que el sonido se volvió una ráfaga. ¡Nos bombardean!, gritó alguien. Fructuosa agarró a sus hijas del brazo y saltaron a tierra. Un enjambre de Flechas Negras alemanes sobrevolaban el convoy. Corrieron todo lo que daban de sí sus fuerzas mientras los proyectiles impactaban a sus pies. La espesa vegetación les proporcionó un endeble refugio. El ruido estrepitoso de los cazas, los gritos, el tiroteo... la guerra, la maldita guerra de la que todos hablaban ya estaba allí y se presentaba a lo grande, con toda la pompa, descarnada, sin reparar en excesos. El festín, como siempre, lo pagaría la población. Aquella era su primera cuota, pero les quedaba por delante una larga hipoteca de sangre con elevados intereses.

Agazapadas bajo el tronco de un árbol, Maritxu se abrazaba a su madre y Teresa se escondía en su regazo mientras se tapaba los oídos. Pasó bastante rato hasta que Fructuosa aflojó la mano que le presionaba la cara contra ella. Empezaron a despegarse, con miedo, vigilantes y mirando al cielo. El silencio amenazador seguía planeando sobre ellas. Se levantaron con movimientos lentos, conteniendo el aliento para no alertar de nuevo a los demonios del aire.

Regresaron a la vía. Por el camino tuvieron que sortear algunos cadáveres alcanzados por el fuego enemigo. Desde su confusión, Maritxu, desorientada, observaba aquel delirio. Su madre agarró a Tere de la nuca y volvió a hundirle la cara en su vientre. Entre tropiezos, sin poder ver por dónde pisaba, llegaron hasta los vagones delanteros. Varios de los de cola habían quedado destrozados. Los operarios consiguieron desengancharlos para poder llegar hasta Bilbao. Por suerte, su vagón había quedado intacto y lo poco que les pertenecía seguía en el compartimento.

Entraron en Bilbao cerca de la medianoche. El tren llegó renqueante, agónico y exhaló su último resuello al detenerse en Abando. Los viajeros saltaron a las vías como si los vagones fuesen odres reventados con una navaja. Estaban despistadas, pero debían permanecer en el andén hasta que llegase Eduardo. No conocían la ciudad, era noche cerrada, estaban en guerra. Aun así esperarían el tiempo que hiciera falta, hasta el amanecer si fuera necesario. El flujo de gente se fue disipando hasta que se quedaron solas, agazapadas junto a un poste del andén. Fructuosa rodeaba a sus hijas con sus alas de gallina, pero su rostro reflejaba el abandono más desolador. ¿Y si Eduardo no aparecía? ¿Y si le habían mandado al frente? No, eso era imposible. El gobierno legítimo no iba a permitir que un puñado de rebeldes acabasen con la República. Intentaba convencerse, buscar un resquicio de esperanza, pero los pretextos eran cada vez más difusos. Euskadi era un campo de batalla y los enfrentamientos, inevitables.

Teresa tenía hambre, no había probado bocado desde el mediodía; un trozo de queso y pan duro en el viaje. Pero no dijo nada. Le había prometido a su padre que se portaría bien, y una promesa era una promesa. La estación quedó en calma, apenas algún pitido, vagones que golpeaban unos con otros y silencio de escalofrío. Tere sintió el pánico a través de la mano de su madre y le subió por el brazo como una corriente eléctrica hasta que le inundó el cuerpo.

Unos pasos apresurados taconearon a lo lejos. Una figura masculina con uniforme caqui de gudari, gorra negra y fusil al hombro se acercaba desde el fondo del andén.

—¡Eduardo! —susurró Fructuosa, casi incrédula—. ¡Eduardo!

Corrió hacia él y se abrazó al cuello de su sobrino como un náufrago a un madero. Las niñas observaban con discreción. No le conocían, ni siquiera habían sabido de su existencia hasta que sus padres tomaron la decisión de marchar a Bilbao. Eduardo era el marido de su sobrina Pili, la hija de Narciso, uno de sus hermanos varones que vivía en Irún. Narciso, republicano hasta la médula, sembró en su hija los mismos ideales que fueron uno de los muchos encantos que enamoraron a Eduardo. Cuando tía y sobrino se deshicieron del abrazo, él saludó a las niñas. Maritxu le vio tan atractivo que casi se ruborizó. Era alto, bien parecido y dispuesto. Tere, sin embargo, se vio ante un soldado valiente que las iba a salvar de su infortunio. Y así sería poco, muy poco, tiempo después.

—¡Qué miedo, Eduardo! ¡Ha sido horrible! Las bombas, los disparos, los aviones...

—Sí, nos hemos enterado, por eso no he podido venir antes —afirmó—.Vamos.

Cruzaron el vestíbulo y se perdieron en el gris de la ciudad.

Llegaron a un edificio oscuro en una de las calles estrechas del Casco Viejo, o Zazpikaleak, como preferían llamarlo los bilbaínos. La noche y la falta de iluminación les impidieron ubicarse. Eduardo tenía el tiempo justo para acompañarlas. Solo recordaban haber cruzado un puente y después una plaza con soportales. Lo hicieron deprisa, perseguidas por la noche siniestra.

La escalera parecía una tubería por dentro de lo estrecha que era. Subieron las escaleras empinadas hasta la quinta planta. Eduardo sacó un llavín del bolsillo y abrió la puerta. Un fuerte olor a abandono y humedad les abofeteó. La estancia no era más que una habitación de unos veinte metros, con la cocina de leña al fondo, una mesa y una alcoba sin cortina. Al menos en la cama había un colchón. Aquel piso llevaba demasiado tiempo cerrado como para ofrecer algo de calidez.

—Toma —dijo Eduardo, y le entregó la llave y una bolsa—. Con esto tendréis para un par de días.

Fructuosa se asomó a la bolsa de tela. Dentro había cuatro latas de sardinas, media penca de bacalao y un paquete de achicoria. Después, su sobrino le entregó un papel doblado.

—He conseguido un contacto para que os ganéis unas perras —prosiguió—. Mañana preséntate en esta dirección, pregunta por doña Fabiola, te está esperando. Y cierra por dentro —le advirtió ya con medio cuerpo en el descansillo.

Fructuosa le besó en la mejilla mientras le sujetaba la cara con ambas manos.

—Dale un beso a Pili de mi parte —le dijo, agradecida.

Eduardo no respondió. Quiso decirle que hacía un mes había enviado a Pili y a sus suegros a Francia para ponerles a salvo, pero prefirió no crear en ellas más alarma. Bajó las escaleras a zancadas y su tía cerró la puerta por dentro, como le había indicado.

Maritxu se esforzaba por no llorar. Tere había ido dire

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