1
Tras el parto, cuando se quedaron a solas, la dama habló por vez primera.
—¿No has estado nunca en Aquisgrán?
Elvira, sobresaltada, dejó caer el trapo en el cubo.
Desde que la dama Gytha había llegado al convento, con sus pesados baúles y su vientre abultado, ninguna de las hermanas la había oído pronunciar palabra. En el refectorio se decía que era una señora de la Corte que había conspirado contra el nuevo emperador y que este le había cortado la lengua antes de desterrarla para siempre a un convento alejado en las montañas. También se decía que el hijo que crecía en su vientre era producto de tratos con el demonio y que, a cambio de que este le conservara la belleza aún en la madurez, la dama le había pagado con sus palabras, de modo que nunca más entre los vivos podría volver a oírse su voz.
Poco a poco, esos rumores se habían acallado. La propia Elvira, y muchas otras novicias, la habían escuchado rezar entre dientes cuando le subían el almuerzo a la celda. Sin embargo, nunca se dirigía a ellas, ni respondía las preguntas de la abadesa más que con una inclinación de cabeza cuando esta acudía a visitarla. Ni siquiera daba muestra alguna de comprender la lengua de los francos.
El trapo de Elvira se hundía en el agua sucia.
Tal vez el alumbramiento hubiese terminado por despojar a aquella mujer de toda lucidez. Tal vez lo que se decía de ella era cierto y el Señor la estaba castigando por una vida ligera de la que no parecía arrepentirse.
La mirada desencajada de la dama, que con una mano sujetaba a la niña colgada de uno de sus pechos y con la otra la escudilla de caldo, no terminaba de posarse en Elvira. Inquieta, sus ojos claros saltaban de los frascos con tinturas de hierbas que la ventrera había preparado para ella al grueso tapiz que protegía del frío las paredes de la celda.
No había allí nadie más: solo la recién nacida, la dama Gytha y la propia Elvira.
Elvira hundió la mano en el agua para recuperar su trapo.
—¿En Aquisgrán? Nunca, señora. —Los ojos de la dama, de un azul perturbador, encontraron por fin a Elvira—. ¿Cómo es?
—¿Aquisgrán? ¿Cómo es Aquisgrán, dices? Es tan maravillosa… Ni en veinte años que tuviéramos para hablar sobre Aquisgrán podríamos hallar palabras suficientes en el mundo para describirla. Aquisgrán es… ¿Cómo vas a entenderlo si nunca has estado ahí? Es un lugar sagrado. ¡Por eso mi Carlos mandó construir allí la capilla! Ah, es tan magnífica la capilla… Dios está allí, en esa capilla, ¿comprendes? Ay, pero ¿cómo podría yo hablarte de ella si nunca la has visto? Es brillante. Todo allí es brillante: ¡de oro! Tan hermosa… —La lengua de la dama masticaba deprisa las palabras.
Elvira escurrió en el cubo el trapo sucio de sangre.
—Está muy lejos, ¿verdad, señora?
—¿Lejos? ¡Lejos! ¡Cómo no va a estar lejos! ¡Todo está lejos de este maldito lugar! —La boca de la dama se quebró en un mohín asqueado—. ¿Has visto tú que aquí bajen alguna vez las estrellas a rezar? ¿Lo has visto? En Aquisgrán lo hacen: ¡allí sí que está Dios! —Se llevó a la boca una cucharada temblorosa. Elvira empujó el cubo con las rodillas, dispuesta a enfrentarse a una nueva losa—. Tú tendrías que haber nacido en Aquisgrán, mi muñequita linda.
—¿Señora? —Pero la dama ya no le hablaba a Elvira, sino a la niña: al bebé recién nacido al que mecía con las sacudidas de su pecho cada vez que tomaba algo del aire pesado de la sala.
—Si mi pobre Carlos viviera todavía, tendrías allí una cunita y un sonajero, como las princesas del palacio. ¡Un sonajero de perlas y brillantes! Sí, mi Matilda preciosa, mi pequeña princesa…
Elvira dejó caer el trapo en el cubo con un gran salpicón para ahogar los sollozos de la mujer.
—Señora, si deseáis… —se interrumpió.
La mujer temblaba violentamente.
—¡Infames! —gritó de repente.
—¿Señora?
La niña rompió a llorar.
—Ayuda… ¡Ayúdame!
—¡Señora!
Elvira corrió al lecho. La dama se retorcía entre muecas y gemidos como no lo había hecho siquiera mientras paría.
Sin saber qué hacer, Elvira cogió a la niña, que chillaba. Aquel cuerpecito delicado, tan pequeño, no terminaba de encajar en sus brazos desnudos, fríos por el agua jabonosa.
La dama se incorporó. De un manotazo, vertió lo que quedaba del caldo que había estado tomando.
—¡Veneno! —sollozó entre estertores—. ¡Me han envenenado! —Elvira dio un paso atrás, alejando al bebé inconsolable de aquella mujer poseída por el diablo, que se llevaba las manos al cuello como si una soga invisible le aprisionara la garganta—. ¡Ha sido él! Ese sucio bellaco de Ludovico ¡me ha envenenado! ¡Él, seguro que ha sido él, miserable! ¡Que se lo lleven mil demonios! ¡Así, así es como piensa gobernar sobre todos los francos!
—Señora, no temáis, ahora mismo llamo a la abadesa, aguantad solo un…
—¡No! No, espera, novicia, ¡no te vayas! —Las sábanas ensangrentadas se le enganchaban en las piernas. Las arrastró con ella hasta el suelo—. Dime, ¿cómo te llamas?
—Elvira, señora. —Una mano de largas uñas trató de aferrarse a los hábitos de Elvira. Esta reculó hasta que su espalda chocó contra la pared de la celda.
—La abadesa vendrá ya mismo: vendrá en cuanto la llame —insistió—. Estaré de vuelta enseguida. No os preocupéis, señora, voy a pedir ayuda y…
Con un aullido de dolor, la mujer se dobló sobre sí misma. A rastras, se alejó del lecho. Las largas trenzas barrían el charco de sangre nueva que le manaba de entre las piernas y emborronaba las losas que Elvira acababa de fregar.
La mano extendida aferró con fuerza los bajos del hábito de la novicia, que se apretó a la niña con más fuerza contra el pecho.
—¡Señora!
La mujer rugía cada vez que tomaba aire.
—¡Elvira! Elvira, júrame que la cuidarás. Esta niña, mi Matilda… ¡Júramelo! Me han matado, me han matado, pero ¡la niña vive! ¡Han sido ellos!
—¿Ellos, señora?
—¡Esos viles bellacos! La Corte dorada de Aquisgrán, ¡púdranse todos! Escúchame, Elvira. ¡Óyeme! No dejes que la encuentren. ¡Elvira, júramelo!
La dura pared no dejaba que Elvira siguiese retrocediendo, ni tampoco podía defenderse con la niña desconsolada todavía en brazos.
—Señora, yo soy solo una novicia, poco puedo hacer —trató de razonar—. Dejadme que llame a…
La mujer escalaba por las faldas de Elvira, la usaba como muleta para levantarse. Aquella irguió la espalda todo lo que pudo, sin poder huir. El rostro encendido de la dama, brillante de sudor, se aproximaba cada vez más al suyo.
—¡No! Escucha —jadeó—, escúchame bien… Yo ya estoy muerta, pero esta niña debe vivir, ¿me has oído?
—Señora —musitó Elvira sin poder apartar la mirada de aquellos ojos enrojecidos, tan abiertos que el negro había engullido todo lo demás.
—Te lo suplico, por favor, Elvira, cuida a mi Matilda, cuídala, por favor… —La sangre que le teñía los dientes parecía entorpecer sus palabras, cada vez más lentas, más graves, más duras—. Te lo pide una pobre mujer. ¡Mírame! No tengo nada, no puedo darte nada, ni riquezas ni poder. ¡Nada me han dejado! No te pido que me vengues ni que recuerdes mi nombre, solo que la protejas. Vendrán, ¡seguro que vendrán a por ella! ¿Lo entiendes? Vendrán desde Aquisgrán y yo no estaré, y ella solo te tendrá a ti. Llévatela, ¡llévatela lejos si quieres salvar tu alma! Júramelo. Júramelo, Elvira, júramelo…
Como una tormenta que se resuelve tan rápido como ha venido, el demonio abandonó a aquella mujer, que, ya sin fuerzas para seguir sosteniéndose, se desplomó con un gemido. Sus huesos resonaron al chocar contra el gélido suelo de piedra.
Elvira, con el corazón acelerado y la espalda aún pegada a la pared, aguardó. La mirada vacía en los ojos de la dama Gytha, abiertos ya para siempre, le arrancó un escalofrío.
La niña, huérfana, lloraba.
2
Las nuevas de la muerte del emperador Carlos habían llegado apenas dos días antes que la dama Gytha. Los primeros tres caballos alcanzaron las puertas del convento una noche oscura de invierno, asustando con sus gritos de impaciencia a la hermana que los recibió. Exigieron ver de inmediato a la madre abadesa.
Esta convocó en el refectorio a todas las hermanas, y también a los sirvientes que se ocupaban de los animales y a las lavanderas y las criadas que encendían con afán los fuegos.
—Nuestro amado emperador y señor Carlos, tras siete días confinado en su lecho, ha fallecido en su augusto palacio en Aquisgrán. Dios todopoderoso reclamó su piadosa alma tras cuarenta y siete años de glorioso reinado. Ahora deja a su hijo Ludovico la tarea de honrar la memoria de su padre y guiarnos a todos sus súbditos hasta el día en el que nos llegue nuestra hora.
Las hermanas aún rezaban por la salvación de su alma y por la buena salud y prosperidad del nuevo emperador cuando, bajo una levísima cortina de nieve, arribó al convento la segunda comitiva.
Acompañaban a la dama Gytha criadas y lacayos, que se ocuparon de forrar una celda de tapices y pieles y, con los carros ya vacíos de los baúles de la dama, se apresuraron a bajar de nuevo a los valles antes de que las nevadas cortaran los caminos.
Por orden de la madre abadesa, las novicias asistían y vestían a la dama, que sin embargo no consentía que la peinaran ni bajaba con las hermanas al refectorio. Todas sabían que venía de la Corte, y que alguna desgracia la había dejado tan sola en el mundo que se había venido a parir a una celda pequeña, en aquel convento nuevo entre montañas.
¿Hablaba la dama del emperador Ludovico cuando expulsaba serpientes y maldiciones por la boca, cuando se rindió a la locura? ¿Y de su padre, que había doblegado a los sajones y luchado contra los sarracenos? La dama apenas había esperado para seguirlo al purgatorio a que las primeras flores brotaran a las orillas de los caminos.
Las hermanas que se arremolinaban ante la puerta de la celda se santiguaban, efusivas, con graves asentimientos y lamentos en voz queda por la suerte de la niña.
—Es una señal del cielo. ¡Una señal os digo! —exclamaban.
Ninguna se acercó a tomar a la pequeña de los brazos de Elvira.
—La pobre criatura se ha matado, Dios se apiade de su alma.
—¡Válgame el Señor! Y la capilla llena de peregrinos, las reliquias a nuestro cargo, ¡y la dama ahora muerta! Nuestro Dios nos pone a prueba, hermanas.
—Era de prever que ocurriría algo así, una mujer de su calaña… ¿Y por qué no hablaba, es que no tenía lengua?
—¡Claro que tenía, hermana! ¿Cómo podéis decir tal cosa? ¿Es que no la oíais rezar? Bien que decía los latines, pero nada de dar los buenos días, como si contagiáramos achaques en este convento…
—Habrase visto cosa semejante. ¡Entre estas santas paredes entre las que resguardamos las gotas de la Santa Leche de Nuestra Señora!
—Pero ¿cómo ha ocurrido tan rápido? Las dos, la madre y la niña, respiraban cuando la ventrera se marchó. ¿No lo visteis vos también, hermana? ¿Verdad que ambas vivían?
—La niña bien que lloraba, sí.
—Pobre pecadora. ¡Y deja una niña sola en el mundo! Recemos por su alma, hermanas, y para que la santa madre María no permita que el demonio se lleve de nuestro lado a este bebé. Es inocente, ¡inocente de las faltas de su madre!
—Hermanas, tengamos calma. —La figura rígida de la madre abadesa surgió bajo el marco de la puerta.
Las hermanas, acompañadas del graznido solícito de sus hábitos de estameña, se hicieron a un lado. Todas a una, con la avenencia ganada tras años de elevar juntas sus voces al cielo, se alinearon decorosas a ambos lados del corredor. Nada se interponía entre Elvira y la mirada severa de la abadesa.
La novicia aguardó, en silencio, muy quieta, con la niña dormida en sus brazos. Aún tenía las mangas del hábito manchadas de sangre.
—Vamos, muchacha. Cuenta sin miedo lo que ha ocurrido —exigió la abadesa—. Te harás mal si te guardas en el pecho una desgracia como esta.
Elvira tragó saliva, aunque no consiguió humedecer su garganta seca.
—Madre —comenzó. Las hermanas dejaron escapar un suspiro contenido, que la abadesa cortó con una leve inclinación de cabeza—. Todo estaba bien. La dama Gytha tomaba su caldo y amamantaba a la niña —dijo. La reverberación del corredor gélido se tragó el leve temblor de su voz—. Entonces, de repente, se sintió mal. Parecía no poder tomar aire. No sabía qué hacer, madre. Cogí al bebé y quise correr a llamaros, pero apenas tuve tiempo.
La abadesa entrecerró los ojos.
—Ya veo —murmuró. Apretó ligeramente los labios—. La hermana Segelina preparó personalmente ese caldo de gallina y todas las hermanas hemos comido del mismo puchero. —Hizo una breve pausa—. ¡Debemos estar siempre alerta! —exclamó entonces alzando la voz—. ¿No acabamos de presenciar cómo el diablo, en su perfidia, ha aprovechado la debilidad del cuerpo de una parturienta para apoderarse de su alma? Es esta una noche oscura para nuestro convento.
—¿El diablo, madre? —musitó una de las hermanas. Un leve murmullo se levantó entre las demás.
—La dama Gytha ha tomado su propia vida —declaró la abadesa. La manga de su hábito crujió, solemne, cuando se persignó.
Elvira no lo rebatió, ni se unió a las hermanas que se apresuraron a imitarla. Temía despertar a la niña si se movía.
Los ojos agudos de la abadesa parecieron reparar por primera vez en la criatura que, inocente y desamparada y ajena al concilio que la muerte de su madre había convocado, dormía tranquila en brazos de Elvira.
Esta reprimió el impulso de dar un paso atrás ante el ceño fruncido de la abadesa. La poca luz que se vertía en el corredor le rehuía también el rostro; apenas se le posaba en los altos pómulos, en la frente severa, en la toca inmaculada bien ceñida a las sienes.
¿Qué más podría sucederle a aquella criatura, recién venida al mundo, que ya había conocido la mayor de las desgracias?
—Este sagrado convento —dijo finalmente la abadesa— no es lugar para una niña sin madre.
Nadie quedaba ya que pudiera oponerse por parte de la niña.
Las hermanas exhalaron en armonía, aliviadas. Ordenada y comedidamente, pero todavía sacudiendo la cabeza ante la audacia que había tenido aquella mujer de morirse en un día tan señalado para el convento, siguieron a la abadesa por el corredor.
Elvira las vio marchar y se permitió por fin un tiritón que la sacudió entera.
¿Qué podía hacer ella por aquella pobre niña?
Aquella noche, en la capilla, las almas que habían peregrinado hasta el convento para rezar ante las reliquias dormían enmarañadas las unas sobre las otras. El aire usado de sus pulmones era lo único que calentaba los muros fríos de piedra. Elvira nunca había visto la capilla del convento, que apenas se había levantado unos años atrás, tan llena de almas. Muchos se habían echado a los caminos, viajando incluso durante largas jornadas bajo la lluvia por senderos empinados que los arbustos querían robar al monte, solo para postrarse ante las gotas de la Santa Leche de Nuestra Señora, reliquias que se veneraban esos días en el convento.
Quizá alguna madre de familia o una joven viuda accediera a criar a esa niña que, aun antes de haber conocido la luz del día, ya sabía lo que era estar sola en el mundo. Si la abadesa no hallaba a nadie que quisiera hacerse cargo de ella, el bebé sería enviado a un hospicio, donde hermanas dedicadas a ello le darían comida y ropa.
Ocupada en la tarea de encontrar a una mujer que estuviese criando y pudiese darle a la niña un poco de su leche, Elvira tropezó con una losa suelta o una abarca[1] olvidada, o tal vez con el borde mismo de su hábito. La mano amable de la hermana Berswinda le sostuvo el antebrazo y evitó que ambas, la niña y ella, cayeran al suelo. Con el corazón palpitando con fuerza, se giró. La hermana se la quedó mirando, extrañada.
—¡Novicia! Poned más cuidado: ¡no es noche para andar corriendo por ahí, sin concierto alguno! —La hermana Berswinda elevó las cejas cuando el fardo que Elvira llevaba en brazos rompió a llorar—. Pero ¡muchacha! ¿Qué hacéis con esta criatura? Estará hambrienta, como es natural. Ay, pobrecilla… ¡Tan pequeña y ya esclava del hambre!
Elvira asintió, despacio. Tal vez la hermana Berswinda se ofreciera a coger al bebé. Elvira se lo entregaría sin dudarlo: era una cosa pequeña, minúscula, que sin embargo le pesaba más y más cada instante que la mantenía abrazada contra sí.
Los brazos de Elvira no estaban hechos para arrullar niños.
La hermana, sin embargo, no hizo amago alguno de tomar a la pequeña. Se limitó a contemplarla con un deje de lástima en la curva de los labios resecos, que acostumbraba a humedecerse con la lengua antes de hablar.
Elvira la comprendía, por supuesto. También ella compadecía a aquella pobre criatura, que no tenía capacidad de entender por qué se había quedado sola en el mundo.
—Tenéis razón, hermana: la niña lleva rato llorando —dijo. Le ardían las mejillas, le pesaban los brazos—. Decidme, ¿no sabréis si hay esta noche aquí alguna mujer que pueda darle un poco de leche?
La hermana Berswinda se relamió los labios una, dos y hasta tres veces.
—Leche, claro… Creo haber visto alguna criatura de teta; si Dios lo quiere no nos será muy difícil encontrar a la madre. Vamos, novicia, traed acá ese bebé. ¡Pero qué lloros! ¿No sabes que estamos en un lugar sagrado, niñita mimada? Vamos, vamos, no despiertes a toda esta gente. Te buscaremos algo de leche, ¡no seas tan impaciente!
La hermana Berswinda ya se aprestaba a acoger a aquella frágil pero escandalosa niña para gran alivio de los brazos entumecidos de Elvira. Entonces esta descubrió, entre los racimos de cuerpos amontonados los unos juntos a los otros, uno que se erguía levemente y enganchaba un bebé también lloroso a su pecho.
—¡Alabado sea el cielo! —murmuró la novicia, que se apresuró a abordar a la mujer oronda, rodeada de otros cuatro o cinco chiquillos dormidos, que la vio acercarse con los ojos todavía entornados por el sueño.
La mujer no se opuso a darle el pecho a la niña. Elvira aguardó, acusando también ella las punzadas de algo en el estómago que bien podía ser tanto hambre como pavor, los brazos repentinamente ligeros mientras la pequeña comía con ganas.
En cuanto la mujer le entregó de nuevo al bebé, ya saciado, se dirigió a las cocinas.
Era tarde. Las sirvientas, que tras su propia cena charlaban tranquilas al calor del fuego, se levantaron en cuanto vieron entrar a Elvira.
Esta no se atrevió a beber las escurriduras de caldo que le ofrecieron, pese a que, horas antes, también ella lo había comido.
—Gracias, algo de pan será suficiente —dijo, aunque no creía que unos pocos mendrugos mascados con desgana consiguieran aliviar el temblor que se le había aposentado en las manos.
Despacio, como en un sueño, regresó a la celda donde yacía muerta la dama Gytha.
La dama había sido devuelta al lecho. Elvira se quedó mirando una de las arrugas que se habían formado en el lienzo, todavía ensangrentado, sobre el que descansaba su cuerpo inerte.
Murmurando una plegaria, Elvira acomodó al bebé junto a su madre, fría ya.
Se arrodilló. Exhausta, dejó que se le cerraran los ojos.
3
Cuando despertó en mitad de la noche, la luz de la vela, antes tenue, se había apagado. En la oscuridad, Elvira quiso alcanzar a la niña. Las rodillas, entumecidas tras haber sostenido su peso durante largo tiempo, se le enredaron en las faldas del hábito.
Creyó oír otra presencia, además de los llantos de la niña.
Se incorporó a tientas, pero las negras sombras no le permitían reconocer siquiera la silueta exánime de la dama Gytha.
¿Alguien más respiraba en aquella pequeña celda?
Se tapó la boca con las manos para ahogar su propio resuello agitado.
¿Quién, quién estaba merodeando por las celdas en plena noche, a oscuras? ¿Algún ladrón, escondido entre los peregrinos que dormían en la capilla? ¿Un maleante que quería robar las joyas de la mujer muerta cuando todavía no se le había secado el sudor de los cabellos?
La respiración del extraño se agitó. A Elvira le pareció que se le acercaba.
Retrocedió, presurosa, todavía de rodillas. Los ojos no terminaban de acostumbrársele a la oscuridad, pero quiso adivinar una silueta encorvada sobre el cuerpo sin vida de la dama.
Un sollozo amenazaba con escapársele del pecho. El llanto de la niña se detuvo, sofocado.
Por un brevísimo instante, Elvira respiró aliviada. Era al bebé a quien buscaban.
«Júramelo, Elvira, júramelo…».
La súplica agonizante de la dama Gytha le resonaba en los oídos.
—¡Matilda! —exclamó en voz alta. Encontró en alguna parte fuerzas para ponerse en pie, pero unas manos fornidas se le cerraron sobre los codos y la obligaron a arrodillarse de nuevo.
La niña, todavía viva, volvía a llorar.
Elvira forcejeó. Era demasiado débil como para desasirse. Su atacante se cernía sobre ella, impasible. Era una gran losa pesada, un manto tupido y sofocante, una presencia ensordecedora en el silencio de la noche.
—¡Soltadme! ¡Ayuda!
Elvira podía oler el aliento sorprendentemente dulce de aquel hombre. Sentía el calor de su cuerpo encima del de ella. Ambos respiraban con dificultad.
—¡Socorro, hermanas! ¡Un intruso!
Elvira chillaba. Pero ¿quién podría oírla a través de los gruesos muros de la celda, por encima del llanto de la niña?
Estaba sola.
No vendría nadie a salvarla.
Notó una punzada de dolor en el cuello. Tardó un momento en comprender que eran los dientes de aquel hombre, que se le clavaban en la carne.
—¡Auxilio, hermanas! ¡Ayuda! —aulló, revolviéndose con más fuerza para tratar de apartarlo de sí.
Cons