La biblioteca de Córdoba

Fragmento

Prólogo

PRIMERA PARTE

Lo que anhelas

Tú que cabalgas en pos de tu deseo,

detente y te diré lo que padezco.

ZAYNAB AL-MARIYYA

1

Córdoba, 973 d. C.

La alcoba que Nasir había pagado era de la austeridad de un morabito o de una celda monacal en tierras cristianas. O así al menos lo imaginaba él, que jamás había estado en uno ni en otra. Más que una estancia destinada al hospedaje, era una de esas pequeñas habitaciones adosadas en la algorfa o soberado de una inmunda taberna. De hecho, daba la ligera sensación de que tiempo atrás allí habían alojado las arpilleras de grano y algún que otro excedente para pasar el crudo invierno.

No contaba con comodidades más allá de un jergón dispuesto encima de una estructura de madera, lo que lo alejaría de insectos y otros animales que se paseaban por aquel lugar como si fuera propio. Ratas y pulgas eran las dueñas de la estancia; él, en cambio, un invitado al que le permitían su presencia de forma temporal. Nasir se resignó a lo que sería la convivencia, rezando en su interior por que resultara pacífica.

Al lado del camastro, un candil proporcionaba algo de luminosidad, ya que los rayos del sol —en aquel momento exiguos debido al ocaso— apenas llegaban a colarse por la alargada grieta del muro, semejante a una saetera. La posada estaba ubicada en el centro de la capital. Sin embargo, su localización no era la más propicia y, como Nasir descubriría más adelante, la luz solar entraba tan solo un par de horas por al mediodía, dejando el cuarto sumido en un ambiente quejumbroso y desolador el resto de la jornada.

Pese a la escasez de mobiliario y a que los bichos dominaban el territorio, el habitáculo presentaba algo sorprendente. Como si los anfitriones se preocuparan en exceso por el correcto cumplimiento de los preceptos religiosos de sus huéspedes, habían colocado en una esquina una estera de esparto ya direccionada hacia La Meca. No demasiado lejos reposaba una sahfa, una escudilla pequeña en la que se recogía el agua para las correspondientes abluciones anteriores al rezo. Aquel era un detalle que Nasir agradecía profundamente; así daba la impresión de que no se hallaba tan lejos de Bagdad y su familia y que Allah lo protegía en aquel periplo. Y teniendo a Allah de su parte, ¿quién iba a estar contra él?

Tras examinar el que sería su nuevo hogar —lo que no le llevó más de un par de minutos, dadas las pequeñas dimensiones de los aposentos—, se sentó en el jergón, que se hundió enseguida bajo su peso. Posó los codos sobre las rodillas y dejó caer la cabeza, cubriéndose el rostro con las manos. Y entonces, y solo entonces, se permitió liberar el suspiro que llevaba encajado entre las costillas todo ese tiempo.

Por fin estaba en Córdoba.

Unos repentinos golpes en la puerta interrumpieron los efímeros instantes de contemplación. Nasir se levantó y observó que, tras el crujido de los goznes, aparecía en el umbral un rostro menudo y arrebolado. Zuhra no se había recuperado del ascenso por las empinadas y peligrosas escaleras que conducían a la algorfa, por lo que el sudor le perlaba las sienes y su respiración agitada la obligaba a hablar entre jadeos.

—Os traigo una colcha para paliar el frío, mi señor —dijo elevando con vergüenza las ropas de cama que sostenía en los huesudos bracitos—. El otoño no tardará en llegar y ya refresca bastante por la noche.

Nasir asintió y con un simple gesto de la mano le indicó que pasara. La joven entró para cumplir con su deber y, sin mediar palabra, extendió la basta manta sobre el lecho. Demasiado nerviosa bajo su atenta mirada, se dedicó a tironear de la tela de aquí y allá, recogiéndola por donde sobraba para que así no rozara el suelo y se ensuciara. La remetió hasta que quedó satisfecha con el resultado y la cama presentó la esponjosidad de un pastelito de hojaldre y miel.

—Lamento que esto sea todo de lo que dispongamos, mi señor —se excusó—. Puedo traeros un segundo izar si es menester —le ofreció señalando el cobertor.

A Nasir le recordaba a su prima paterna, quizá por la dulzura que desprendía aquella tierna sonrisa, quizá por la etapa púber en la que se hallaba. No debía de tener más de quince años y rebosaba esa energía encantadora e intrínseca en las féminas que aspiran a descubrir aquello que les ha sido vetado por su condición de género: las delicias del primer amor.

—Perded cuidado —la tranquilizó—. Después de un viaje tan largo y extenuante, vuestra posada es todo un lujo. —Se cuidó de ser amable, mas no demasiado, no fuera que la muchacha malinterpretara sus intenciones.

Zuhra sonrió azorada, como si aquel cumplido fuera más dedicado a su persona que al negocio familiar. Y advirtiendo el arrebol en sus mejillas, Nasir se apresuró a aclarar:

—No será necesario una segunda colcha; así es más que suficiente.

—Antes de que caiga la noche, padre os subirá un brasero, no sea que se torne cruda.

—Os lo agradezco.

No había mucho más que decir.

La cortesía impedía a Nasir despacharla con un feo ademán, así que aguardó enmudecido y paciente. En su fuero interno, ardía en deseos de que la muchacha volviera a sus quehaceres y lo dejara solo para poder descansar.

—Las letrinas se hallan en la planta inferior, bajo la escalera —continuó Zuhra, desesperada por arrancarle un par de segundos más a la ya extinta conversación. Él asintió—. Y si necesitáis algo, estamos a vuestra entera disposición.

Nasir cabeceó nuevamente, cada vez más consciente del espeso silencio que empezaba a asentarse entre ellos.

Zuhra esperó un poco más, fingiendo que peinaba las pequeñas guedejas que, al escapar de su velamen, se habían adherido a las sienes por el sudor del trabajo. Él adivinó que escondía un cabello oscuro, a conjunto con las cejas finas y delineadas que le enmarcaban la mirada. La imagen le trajo de vuelta a la memoria a su querida prima.

—¡Zuhra! —Una atronadora voz traspasó las paredes de la edificación—. ¡Demasiado tiempo allá arriba! ¡Voy a subir!

La amenaza descarnada de su progenitor fue un látigo invisible que la azotó. La cara de la joven, anteriormente vivaz, se transformó en una mueca de preocupación. Todavía no habían resonado los furibundos pasos de su padre sobre los maltrechos escalones cuando, apresurada, ya se hubo despedido y descendido a la planta baja.

Para entonces el sol se había puesto y Nasir procedió con la limpieza corporal. Las abluciones no lo librarían de toda la suciedad, pero era demasiado tarde para acudir a los baños públicos, así que aquello debía bastarle por el momento. Primero se sacudió el polvo impregnado del camino, luego se cambió de ropajes, y, a continuación, ahogó brazos y rostro en el agua límpida de la escudilla. Aquel frescor líquido lo revitalizó.

Después de la tahara, la limpieza ritual, Nasir sustituyó la esterilla de esparto por la alfombra de oración y, acomodándose en ella, devolvió todos los rezos que había omitido durante el viaje por una u otra razón. Debía hacerlo antes de que llegara el mes más sagrado del año, el del Ramadán.

Dio gracias a Allah por no haberlo abandonado desde el momento en que su madre lo trajo al mundo, por haber caminado a su lado desde Bagdad y por haberlo salvaguardado evitando que los bandidos asaltaran su caravana en el desierto o que cayera preso de una terrible enfermedad que lo hubiera dejado tirado a mitad de camino. Del mismo modo, pidió por los suyos y por su bienestar.

Poco después, tal y como Zuhra le había prometido, subieron el miymar. Al tratarse de un brasero de metal que había de colocarse sobre un armazón de hierro, el único que poseía fuerza para transportarlo era Bassam, el dueño de la taberna. Padre e hija lucían pocos rasgos en común: una tez aceitunada y unos ojos azabaches que podían haber sido fruto de hiedra molida. Nadie jamás habría adivinado que estaban emparentados si no fuera porque el nombre de la muchacha así lo indicaba: Zuhra bint Bassam.

Por lo demás, él era una de esas personas curtidas por el duro trabajo: un hombre rudo de manos encallecidas, complexión gruesa y modales toscos. Y en lo referente a su progenie, era ese tipo de padre que, incluso habiendo transcurrido años, todavía se preguntaba cómo era posible que su simiente hubiera generado una flor tan preciada como aquella.

Siguiendo sus preferencias, Bassam instaló el miymar en el centro de la habitación, de manera que caldeara el ambiente por completo. Mientras el pequeño fuego se encendía y el débil chisporroteo mermaba el inquietante silencio, le advirtió de que no disponían de servicio en la hospedería, por lo que, si quería comer, debía descender al piso inferior y personarse en la taberna, junto al resto de los comensales. Aunque Nasir notaba el hambre mordisqueándole el estómago, estaba tan cansado que podía perdonar la cena en pos de un sueño reparador.

—¿Y si me encuentro gravemente enfermo? —se atrevió a preguntar.

—Entonces os atenderán las mujeres, bien mi esposa, bien mi Zuhra.

La mención a su hija se le había deslizado por la lengua en un tono que Nasir identificó con rapidez: el del apercibimiento.

La muchacha vestía con modestia y portaba una veladura que le cubría la melena. Siendo la depositaria de la honra familiar, el buen nombre de su parentela dependía exclusivamente de que conservara la puridad y la entregase a aquel que fuera a convertirse en su marido. Por eso, su padre la salvaguardaba de miradas indiscretas y posibles pretendientes que, más que buscar una buena esposa, se hallaran a la caza de una presa a la que hincar el diente. Y Zuhra, por desgracia, era un animalito fácil de atacar al estar en contacto directo con múltiples varones, más concretamente, con todo aquel que traspasara el umbral de la taberna y requiriera comida o lecho.

Si lo veía rondándola, aunque fuera en un descuido fortuito, aquel hombre lo castraría y lo vendería en el zoco cual eunuco.

—¿Acaso estáis enfermo? —inquirió con una ceja alzada.

—No. Soy médico.

Le enseñó algunos de los instrumentos que había traído consigo y que poco antes había sacado de la alforja. Tenía la esperanza de que su oficio como tabib le granjeara la confianza del tabernero y así no lo sometiera a un juicio constante por la virginidad de su hija. Después de todo, en Bagdad era un hombre respetado.

Durante un par de segundos permanecieron observándose mutuamente, evaluándose.

—Bien, bien. Siempre es recomendable tener un médico cerca —convino—. Disfrutad, pues, de vuestra primera noche sin viandas.

Dicho esto, regresó al piso inferior, en el que la habitual clientela seguía congregada entre vinos y otras bebidas alcohólicas, dando buena cuenta de los guisos caseros de Zuhra y su madre y armando un incesante y estridente jaleo que se oía incluso desde el otro lado de la puerta.

Nasir echó un último vistazo a sus humildes aposentos antes de acostarse y cerrar los ojos. Dejándose arrastrar por ese instinto pueril que liga la felicidad a la seguridad de un techo bajo el que guarecerse, esbozó una sonrisa de complacencia. Lo había conseguido, a pesar de que su tío paterno le había asegurado que no lo lograría.

Había llegado hasta Córdoba con todo lo que aquello implicaba: seis meses de travesía a base de comida frugal y pequeños sorbos de agua fresca, soportando el inclemente desierto, atravesando ciudades desangeladas y navegando por mares que balanceaban los navíos como si estos fueran cáscaras de nueces. Durmiendo a la intemperie junto a caravaneros y otros viajeros que se desplazaban por diversas razones; unos extraños a los que probablemente jamás volvería a ver.

Pero ahí estaba, en la capital califal, gozando de un no tan mullido jergón, cuatro paredes y una puerta que le conferían un ápice de intimidad, algo que no había acariciado hasta entonces durante su periplo. Cómo había extrañado todas aquellas comodidades que en el día a día no solemos apreciar…

Ibrahim, su tío paterno, había intentado disuadirlo con este preciso argumento: las penurias que padecería en el trayecto y que muy pocos varones eran capaces de sobrellevar. Había tratado de convencerlo una semana antes de partir, justo cuando él le había hecho partícipe de la proeza que pretendía acometer. Nasir lo recordaba muy bien. Tanto que aún le provocaba un aguijonazo en el pecho.

—Sois demasiado joven, demasiado incauto para lo que os proponéis. Y estáis tan trastornado como vuestro difunto padre —lo había atacado.

Su tío se alzaba cuan largo era, con los brazos en jarras y ese ceño fruncido que tan atemorizado lo había tenido desde crío y que aparecía en contadas ocasiones: con el examen a realizar a algún paciente —previendo que el diagnóstico sería desfavorable— y con la reprimenda que había de dejarlo rilando para que aprendiera la lección. Desde luego, si Ibrahim había esperado que las condiciones deplorables del viaje lo amilanaran, se equivocó. Nasir había permanecido recto, con los hombros cuadrados y toda la calma que pudo aparentar, demostrándole que a sus veintitrés años era un hombre y que el recuerdo de su querido padre no hacía más que infundirle valor para dicha empresa.

Aun así, las palabras que le había dedicado habían sido certeras y crueles. La muerte de su padre era un espectro que se había adherido a él y, por más que pasaba el tiempo, el duelo lo perseguía.

—Él sabía lo que decía, lo supo hasta el último de sus suspiros. —Se había enfrentado a él, confinando en sus temblorosos puños el coraje y la ardiente rabia—. No era un anciano demente, vos lo sabéis bien. —Y con la necesidad de reiterarlo, añadió—: Mi padre no era un demente.

Su tío lanzó un ruido que pretendía ser una honda exhalación, pero que sonó como un relincho de un jamelgo a punto de desfallecer.

—Nasir —pronunció su nombre con paciencia y cariño—, escuchadme a mí y no al eco del fantasma de mi hermano. —Se aproximó a él y posó la mano sobre el hombro, notando la tirantez que invadía el cuerpo del muchacho—. Lo que buscáis es una locura.

—¿Soy un loco porque decido creer?

Una suerte de sonrisa destensó el semblante de Ibrahim y, con ella, relajó el ceño. Nasir supo que la conversación surcaría otros cauces y que la tempestad había pasado. Ya no era un niño y eso lo libraría de una riña injusta que no haría más que alimentar ese sentimiento de oposición a su tío y empujarlo en su cometido. Nasir no deseaba desobedecerle, más bien obtener su beneplácito. E Ibrahim no deseaba impedirle aquel viaje, a sabiendas de que lo prohibido causa tentación y de que el joven se marcharía sin despedirse, creyendo que no podría retornar si algo se torcía.

—No. —Negó con la cabeza—. No osaría llamaros loco por algo así. La fe es el mayor de los consuelos y vos, querido mío, temo que estáis necesitado de un gran consuelo.

—¿Entonces? —quiso saber.

—Sois un loco porque estáis dispuesto a arriesgar lo más valioso que tiene el hombre solo por perseguir una fantasía. Allah nos regala la vida y vos queréis desperdiciarla buscando algo que ni siquiera existe.

—Claro que existe —insistió.

—No. —Fue tan duro que Nasir cerró los labios entreabiertos, entonces preparados para responder—. Vos creéis que existe porque os haría dichoso que así fuera, porque eso os permitiría tener un recuerdo grato de vuestro padre, más allá de esa terrible época postrado en la cama, y encontrar de esa manera una forma de honrarlo. Pero lo cierto es que vuestro padre ya no está, por mucho que nos duela, y vos lo honrasteis hace años al seguir la tradición familiar. Os habéis convertido en un buen médico, lo que él soñaba para vos, lo que él era. Así que olvidaos de esas naderías y abrazad lo que tenéis: una vida plena.

Quizá años atrás, cuando todavía era un crío malhumorado que asestaba dentelladas a quien mentaba a su difunto padre, demasiado enfadado con la vida y con Allah por haberlo reclamado tan temprano, se habría deshecho del agarre de su tío y le habría gritado que él era el verdadero demente, que era una deshonra para su pobre padre. No obstante, en cuanto hubo comenzado sus estudios médicos enterró esa actitud doliente, de modo que solo murmuró:

—Vos no lo entendéis, tío. Nunca habéis confiado en que esa historia albergara una pizca de verdad. Pero mi padre sí y yo también.

—Nasir, os arrepentiréis —le advirtió—. Lo sé. No seríais el primer hombre que parte para buscarlo y…

—¿Y muere en el intento? —lo interrumpió.

De nuevo esa leve sonrisa en el rostro de Ibrahim.

—Y fallece en el lecho sabiendo que ha malgastado sus mejores años en un imposible. —Las expectativas eran nulas y a Nasir le costó tragar saliva—. No quiero que miréis atrás y os percatéis de todo a lo que renunciasteis por un cuento de niños. Ya no sois un niño.

—Por eso mismo. Si me quedo aquí, moriré sabiendo que he ignorado lo que mi padre tanto ansiaba poseer.

—¡Vuestro padre fue un crédulo y vos habéis heredado esa malsana cualidad!

—¡Entonces dejad que me marche y que lo compruebe por mí mismo! Si yerro, no habré sido más que otro hombre crédulo engañado por… —Los ojos se le aguaron y hubo de obligarse a escupir las siguientes palabras—: Por una historia para niños y un padre moribundo.

Ibrahim chasqueó la lengua, afligido por aquella confesión. Lo agarró del rostro y le dio una suave palmada en la mejilla derecha.

—Nasir Ibn Hakim. —Lo zarandeó un poco para que clavara en él sus pupilas, pero el muchacho únicamente veía la efigie borrosa de a quien tan bien conocía—. Os quiero como a mi propio hijo. Os he criado desde los siete años, os he acogido, os he alimentado y os he vestido. Os he cuidado y os he protegido. Os he enseñado todo lo que sé, todo lo que a mí me enseñaron.

Aquel era el inicio de una amarga despedida, ambos lo sabían.

Nasir aferró las manos de su tío y las besó en un gesto de adoración. Al alzar el rostro, se encontró con un envejecimiento precoz que pocos segundos antes no parecía notable. A Ibrahim le caían los años encima al igual que piedras; el peso de las tragedias había veteado su barba de blanco, encorvado un poco su espalda, haciéndole perder altura, y generado pliegues en su faz. Con su marcha, estaba seguro de que alguna dolencia le asolaría.

—Y no tendré vida suficiente para agradecéroslo.

—No sé cómo hacer para que no sigáis el camino de la perdición —le confesó, destruido, porque sus intentos habían sido vanos y sentía que, de alejarse, lo perdería para siempre como había perdido a su hermano, engullido por las húmedas entrañas de la tierra—. Os ofrezco mi dinero, mi casa y a mi hija menor para que caséis con ella y forméis vuestra familia.

Asintió, conmovido por una generosidad con la que no habría podido siquiera soñar cuando enterró a su progenitor. Pero por él, por su honorable padre, por las generaciones venideras, por la fama de su familia y por el avance de la ciencia, tenía que hacerlo. Tenía que encontrar el libro que Abd al-Rahman I el Emigrado había llevado consigo en su huida.

—Decidle a mi querida prima Sahar que partiré en breve en busca del manuscrito perdido y que, cuando regrese con él y la sabiduría que encierra, podrá matrimoniar con el médico más célebre de todo el Oriente Islámico.

Esa había sido la promesa que Nasir le había hecho a su tío y que justo entonces, en Córdoba, cumpliría.

2

Biblioteca Real, antiguo Alcázar cordobés

973 d.C.

La esclavitud puede conceder a una mujer la mayor de las libertades. La libertad de pasear por el zoco, la de comprar viandas con total tranquilidad, la de coger agua del pozo, la de dar de abrevar a los animales de la cerca. La de reír a carcajadas y la de no descender la mirada ante la presencia de un hombre que no la posee. La libertad de ver el mundo con ojos nuevos y curiosos. Sin ceguera. La libertad de peinar las hebras del cabello al viento. De sentir su caricia.

Pero la esclavitud también puede extirpársela de un solo tajo. Puede recluirla en un ala del Alcázar enclaustrándola entre cuatro paredes ornamentadas con ricas yeserías, allí donde habitan el oro y el marfil, la plata y las gemas preciosas; una suntuosidad envidiada por el común. Y puede convertir a la más indómita de las mujeres en la más servil, tornándola carne jugosa en el paladar de un gobernante hambriento. Siempre disponible para él. Siempre una sombra entre los laberínticos pasillos de la residencia palatina, sin un nombre real, solo una encantadora sensación por la que llamarla. Un objeto precioso del que presumir y al que nadie debe tocar. Por si se rompe. Por si se daña. Por si se mancha. Porque así lo dicta quien es dueño.

Vivir en una jaula de oro es rozar, ora el privilegio, ora el cautiverio.

Por fortuna, Lubna no pertenecía a ninguna de estas dos clases de mujeres. Y, al mismo tiempo, pertenecía a ambas.

Muzna le había contado una vez que su intelecto la había salvado de caer en las garras de un hombre feroz. Y Lubna, que por entonces solo era una joven de doce años, bebió de aquella historia hasta quedar empachada. Ya nunca podría olvidarla. Ya siempre se acogería a ella. Porque eso es lo que hacen los discípulos: asumir las lecciones de sus maestros como si fueran propias.

—¿Acaso me escuchas cuando te hablo? —le preguntó.

La muchacha ni siquiera elevó el rostro, continuó dibujando letras mientras tarareaba una tonada de cuna que Lubna habría deseado escuchar de niña. Así habría tenido el recuerdo de una madre.

Durante unos segundos esperó a que su discípula respondiera, mas, al ver que seguía con la nariz pegada al papel, insistió:

—¿Me estás escuchando? —Sus uñas repiquetearon en la madera de la mesa.

Como si hubiera recibido un aguijonazo en el trasero, Qamar regresó de aquel trance. Mantenía el cálamo sujeto entre los dedos, el dorso de la mano manchado al haberlo paseado sobre la escritura sin haber dejado el tiempo suficiente para que secara antes. Todo lo que anotara llevaría impresas las ramificaciones de su piel.

—¿Qué es lo último que te he dicho? —la puso a prueba.

Sus enormes ojos azules eran los de un cervatillo que ha sido sorprendido por una flecha que va a ser asaeteada justo en su dirección. Recién despierta del letargo, difícilmente respondería, pero la inocente mirada de la joven se transformó en dos ranuras sibilinas y destellantes. Lubna enseguida percibió el cambio de actitud en ella.

—Que si os estaba escuchando.

Orgullosa, estiró el cuello. Aquella sonrisa era una incisión burlona que afeaba su perfecto rostro.

Lubna cuestionaba silente la decisión de su señor al-Hakam más de lo que jamás admitiría, pues siéndole leal en exceso aquello se le antojaba casi un crimen.

Era indiscutible que al-Hakam Ibn Abd al-Rahman era un gobernante bien formado. Durante cuarenta y ocho años, y hasta el fallecimiento de su progenitor, se había preparado para el ascenso al trono, por lo que en su profundo saber abarcaba historia, genealogía, biografía y hasta los distintos métodos de fiqh o jurisprudencia. Además, había heredado las grandes dotes intelectuales de su difunto padre, Abd al-Rahman Ibn Muhammad, y esa capacidad de escudriñar el interior de los seres humanos, legado directo de su progenitora, la hermosa Maryan. Por esto mismo, solía acertar juzgando a las personas que le rodeaban, especialmente a las involucradas en asuntos de Estado y a las que habitaban en la residencia palatina. A muchos les daba la oportunidad de medrar teniendo siempre en cuenta sus aptitudes.

No hacía demasiado se había fijado en una de sus esclavas, una muchacha que había comprado a un mercader especializado, un najja, por una considerable suma de dinero. Valía su peso en oro, ya que tenía conocimientos de poesía, métrica, canto y música, así como de matemáticas, cálculo y aritmética, pero, viéndola interesada en la astronomía, no dudó en mandarla a estudiar dicha ciencia. Lo hizo bajo la supervisión del gran Abu l-Qasim Sulayman Ibn Ahmad Ibn Sulayman al-Ansari al-Rusafi al-Qassam, y gracias a él —y a la infinita bondad de su señor, que era mecenas de artes y ciencias—, desde entonces era una experta en la materia del ta‘dil.

Sin embargo, Lubna creía que, pese a ser poseedor de tantísimas virtudes, había errado cuando destinó a la joven Qamar a aprender el oficio de katiba. Y es que ser secretaria del califa requería no solo de conocimientos caligráficos, sino también el dominio de ciertos saberes: gramática, poesía, cálculo, métrica, ciencias y demás. Y por encima de todo ello, estaban otras consideraciones como la fidelidad, la prudencia, la modestia, el buen consejo, la discreción, la sensatez, el comedimiento… Por descontado, Qamar carecía de esto último. Tampoco se esforzaba ni le interesaba hacerlo.

Llevaba casi cuatro años bajo su tutela y la del eunuco Talid —encargado de la Biblioteca Real— y, aunque el fata no estaba descontento con la muchacha —probablemente porque él no pasaba tantas horas en su compañía—, Lubna acababa todos los días desbordada.

—Deja los versos. —Le arrancó el papel de pasta y lo depositó al otro lado de la mesa, donde se acumulaban en una pila lo que podrían haber sido bonitos poemas y, sin embargo, eran pensamientos discordantes de una mente poco despierta—. Céntrate en la caligrafía. Pon empeño y determinación. Que sea legible y hermosa. Que, cuando tus misivas lleguen a los embajadores, estos solo tengan halagos para la diligente secretaria de nuestro señor, al-Hakam al-Mustansir billah, Príncipe de los creyentes.

La muchacha asintió.

—Sí, maestra. —Agachó la cabeza y el cabello castaño le cayó en una cascada, ocultándole la faz.

Qamar tenía una manía que era incapaz de desterrar, la de morderse la lengua con los labios y mordisquearse las uñas en un vano intento de tragarse la ansiedad que la embargaba en los momentos en los que se sentía inútil. Lubna había luchado contra ella amenazándola con lo que más amaba y que era, a su vez, su mayor falta: la vanidad. Constantemente le recordaba que, de persistir en esa obsesión, sus dedos, que todavía eran alargados y finos, se volverían gruesos y gordos, llenos de pieles arrancadas y costras resecas. Todo en balde. Como en balde resultaban sus enseñanzas.

Afanada en copiar por vigesimoquinta vez las treinta aleyas de la sura treinta y dos, as-Saydah, la adoración, Qamar sucumbió a la tentación de hacerse trizas el labio. Y Lubna se lo permitió, sabiendo que era la única forma de desquitarse.

Todavía no había llegado a la aleya diecinueve, aquella que reza: «Quienes crean y obren bien tendrán los jardines de la Morada como alojamiento en premio a sus obras». No la alcanzaría. Lubna no soportaba seguir observando impasible cómo su alumna destruía los versículos del Corán.

—¿Pretendes acabar conmigo? ¡Oh, por Allah! ¿En qué estás pensando? —Le arrebató el papel.

—En que… —Por unos instantes, Qamar dudó en si revelar o no sus más oscuros secretos. Y, vacilante, se cebó a bocados con las uñas de su mano derecha, hiriendo los pellejos que las circundaban, que empezaban a parecer jirones de telas—. En que quizá podría pedir permiso para que el próximo día me permitan visitar el hamman.

—¿Quieres ir al hamman de la ciudad? —preguntó sorprendida.

—Así es, maestra.

—Aquí tenemos un lavatorio excepcional. No es necesario que acudas a la ciudad. Eres esclava del califa, y no precisamente una destinada a la servidumbre. El Hamman Real está a tu disposición, si lo necesitas. —Una sonrisa genuina asomó en el rostro de Qamar—. Habla antes con las concubinas y esclavas del harén y ve cuando no esté ocupado.

—Podría acompañarlas.

—No las molestes, Qamar —dijo con un tono cargado de la escasa paciencia que le quedaba.

Le suministró un nuevo papel y la impelió a que prosiguiera con la caligrafía y la sura de la adoración. Pero Qamar ya había hablado de sus inquietudes y no lo dejaría estar.

—Podrían enseñarme sobre belleza.

—Así pues, de ellas si te interesa aprender… —Meneó la cabeza en señal de negación—. Ya eres bella, Qamar. Eres poseedora de una gran belleza, aunque no seas capaz de verlo.

A menudo, no solemos contemplar nuestro reflejo como lo hacen aquellos que nos aman. Solo percibimos deformidad en la superficie pulida de los espejos: los defectos que, aunque no tengamos, nos obcecamos en que están ahí, a la vista de todos. Son esas carencias por las que nos ridiculizan o las características que compartimos con nuestros progenitores y que nos resultan aborrecibles —en ellos y en nosotros—, o esos rasgos físicos que consideramos exagerados pese a que son armónicos. Nos enzarzamos en una enemistad con nosotros mismos.

Para Qamar era tremendamente difícil sentirse agraciada, sobre todo al estar rodeada de un enjambre de féminas que habían sido escogidas por su implacable belleza para formar parte del harén del califa. Algunas heredadas de sus antecesores, otras compradas y afines a sus gustos, y otras regaladas con motivo de celebraciones de aniversario o como gracia al gobernante. El serrallo era un mosaico de personalidades, etnias y lenguas. Entre las originarias del norte peninsular predominaban las rubias y bermejas, que eran gallegas, vasconas y francas, de las fronteras que los separaban de tierras cristianas. Del otro lado del estrecho provenían las de piel broncínea y guedejas azabaches, oriundas de tribus bereberes y de al-Sudan

Diferentes en cuanto a origen, si algo tenían en común —además de satisfacer los apetitos carnales del mismo varón— era que esclavas y concubinas eran célebres por sus dientes blancos y labios sonrosados, piel tersa y finas cejas, voluptuosas caderas y vientre plano, cabellos largos y sedosos, mecidos por la brisa matutina, aliento dulce y entrepierna cálida. Sin lunares ni cicatrices, sin manchas ni imperfecciones cutáneas. 

Lo mejor de lo mejor residía en el gineceo de al-Hakam Ibn Abd al-Rahman. Mujeres hermosas que parecían haber sido tocadas en desgracia por la vida del cautiverio y en fortuna por la mano de Allah. 

Qamar empezó a enumerar todos los procedimientos de belleza que alguna vez había oído en boca de esclavas del harén. El tinte de pelo que aseguraba ennegrecerlo. Aquel bálsamo que dejaba la piel de alabastro y con la suavidad de la seda. El emplasto que eliminaba las ondas del cabello y lo alisaba. Y aquella tintura hecha con hojas de plátano que creaba incisiones doradas en la piel de brazos, de manos y hasta de piernas.

Suspiraba anhelando ser objeto de tales atenciones, deseando en voz alta que su señor al-Hakam se hubiera interesado en ella por su aspecto y no por su cerebro.

A medida que desgranaba los cosméticos y su mente se perdía entre las vaporosas estancias del Baño Real, la caligrafía empeoraba. Una gota de tinta negra se precipitó desde el cálamo que sostenía, dejando una mácula del color de la noche cerrada en los ropajes de Lubna, que sintió el frío del líquido empapándole la vestidura, traspasándola, moteándola.

—¡Calla! ¡Ya basta! No quiero oír ni una palabra más. —Se levantó—. ¿Cómo puedes ser tan insensata? Deberías estar agradecida por la oportunidad que se te ha brindado.

Lubna aferró el antebrazo de la muchacha con fiereza y esta se asustó al ver, por primera vez, las comisuras temblando en aquel rostro prístino.

—¡Ven conmigo! —Qamar estaba demasiado amedrentada para responder o moverse siquiera. Y con los nervios descontrolados, Lubna le gritó—: ¡He dicho que vengas conmigo!

Se odiaba.

Se odiaba por mostrarle la peor versión de sí misma, una que jamás salía a la luz, salvo en contadas ocasiones, todas ellas provocadas por la propia Qamar. Por torpe. Por despistada. Por perezosa. Y soñadora. Y testaruda. E ignorante. No ignorante en lo referente a conocimientos, pues era una muchacha de intelecto. Pero creyéndose superior a ella, creyendo que ya había vivido lo suficiente y que se había convertido en toda una mujer, tenía la tendencia a ignorarla y desoírla. Por tanto, divagaba en ensoñaciones banales que, a ojos de Lubna, no eran más que fútiles fantasías que alimentaban su egoísmo y su vanidad.

Aquello agotaba su paciencia y hacía que deseara agarrarla de los hombros y zarandearla, incluso abofetearla. Qamar hablaba de privilegios y hermosura, de títulos femeninos e hijos herederos al trono, de luchas de poder, y ella quería gritarle que el privilegio del oro y la plata, de las gemas y el marfil, de los afeites y la seda era peligroso. El privilegio de residir en el Alcázar tenía un coste muy alto: su libertad. Seguían siendo esclavas, y una esclava puede perder la cabeza antes de que su amo y señor haya pronunciado la palabra «decapitación».

En esos momentos, al notar que la ira le subía por la garganta y amenazaba con ahogarla y rebosarle por la boca, solía abandonar la estancia y encerrarse en otra habitación. Y allí lloraba. Rodeada de libros y antiguos pergaminos, sus gemidos y lamentos se confundían con la voz de aquellos poetas, cronistas y escritores de antaño. Lloraba con la impotencia de una madre que quiere lo mejor para su hija, aun cuando esta se niega a escuchar y abrazar sus sabios consejos.

Pero aquella vez no.

Clavándole las uñas en el antebrazo, la arrastró por los pasillos de la Biblioteca Real. Qamar, enmudecida, se dejó hacer, siguiendo con pasos torpes a su maestra. Quienes se cruzaban con ellas, abrían los ojos en un gesto de asombro y susurraban cuál sería el terrible destino que le depararía a la joven esclava. Entonces, Qamar ganaba en miedo, temerosa de que, habiéndose cansado de su ineptitud, la arrojaran a los pies de un hombre y este la escarmentara a base de azotes en la espalda hasta dejársela deshilachada. Lubna, en cambio, no veía a nadie. No veía nada. Solo enfilaba el pasaje que la conducía al interior del antiguo Alcázar cordobés, con la mirada encendida, incapaz de controlar el fuego que ardía en su interior. Si sentía que Qamar se retrasaba en la carrera, tiraba de ella haciendo uso de la fuerza.

Tomaron una esquina hacia la diestra y llegaron a un salón dividido en dos alhanías a través de un arco de herradura coloreado del tono ocre de la almagra. Sentada en un cojín, la que había sido la secretaria del anterior califa disfrutaba de su ansiada jubilación. En su regazo descansaba un libro de poesía, y en la mesita hexagonal que había delante de ella, junto a un oloroso té de hierbabuena y menta, una escudilla de frutas de temporada: granadas carmesíes desgajadas que mostraban los rubíes de su interior, naranjas dulces y ácidas, recién recogidas del árbol, y racimos de uvas moradas. Amenizando la tarde, un par de esclavas interpretaban con un laúd y una flauta de caña una triste melodía.

Allí la soltó y la empujó, haciéndole perder el equilibrio y hasta casi caer encima de Muzna, que, aun teniendo el oído algo deteriorado, había percibido los pasos ligeros de su querida Lubna. Viendo su expresión congestionada, la anciana dispensó al dueto de música con un gesto de la mano.

—Cuéntaselo —le exigió—. Cuéntaselo para que aprenda lo caro que cuesta la belleza. La muy necia… —escupió— dice que quiere ir al hamman. Que quiere ser hermosa como las otras féminas, las del harén de nuestro señor al-Hakam. Es tan boba que prefiere ser su concubina antes que su secretaria. ¿Y para esto estoy yo desperdiciando mi tiempo…? —graznó mientras se pellizcaba el puente de su aguileña nariz.

A Muzna se le escapó la risa de entre los dientes.

—Sabía que podía contigo. Tienes alma de katiba, mas no de maestra.

Lubna resopló.

—Cuéntaselo. Cuéntaselo y que aprenda como aprendí yo.

Muzna observó a la joven esclava, que se masajeaba la zona dolorida del antebrazo, allí donde su maestra había ejercido presión dejándole una marca enrojecida con la señal de los dedos.

—Todavía es joven.

—Ya tiene quince veranos —la informó.

En la mirada de Lubna subyacía una dura crítica; ella había sido aún más joven cuando recibió el golpe, tan solo tenía doce años. El golpe se hizo herida. La herida se hizo callo. Y cuando el callo se hizo cicatriz blanda y blancuzca, la cicatriz se hizo aprendizaje.

Sin aquella historia, no habría sido la mujer que era entonces.

Así que Muzna se humedeció los labios y dio comienzo a su relato.

Era una de esas noches cerradas de principios de invierno en las que el aire azota silbando los postigos de las ventanas y se cuela entre las rendijas, apagando las ascuas que todavía prenden en el lar. Mientras los habitantes del Alcázar dormían, el califa aún no había siquiera cerrado los párpados y, junto a él, una esclava se abrazaba al suelo que su señor pisaba. El ambiente gélido se había cargado con el pérfido aroma de la muerte y el palacio de an-Na‘ura no tardaría en heder a ello.

Habiendo sucumbido Abd al-Rahman III a uno de sus excesos de ira, había ordenado que llevaran ante él a Abu Imran Yahya, el verdugo al que tenía siempre bajo su mando y que, habiéndole atendido el día anterior, pernoctaba en su residencia palatina en aquel momento. El hombre apareció en los aposentos del califa con espada y tapete de cuero, sabedor de que cuando se le requería nunca era para un grato trabajo. Encontró a Abd al-Rahman sentado como un león sobre sus zarpas, aferrado a una copa de vino que parecía fuente de juventud y de cuitas internas, una copa que tan pronto se vaciaba, tan pronto se llenaba. En un rincón, los eunucos habían apresado a una muchacha de gran hermosura, quien se retorcía entre las manos de estos en un vano intento de huir. Sus labios ensangrentados y voluminosos, quizá por un golpe recibido que había roto el inferior, quizá por un mordisco malintencionado, pedían misericordia. Era tan joven y se presentaba tan vulnerable que al verdugo le recordó a un órix recién atrapado por una partida de cacería.

—Llevaos a esta ramera, Abu Imran Yahya, y cortadle el cuello —exigió el califa.

La esclava, que hasta entonces había calentado su lecho y le había cantado agradables cancioncillas al oído mientras escanciaba vino en su copa, se desgañitó al percibir su futuro inmediato.

Abu Imran Yahya se compadeció de ella y trató de sosegar los ánimos alterados de Abd al-Rahman III, pero este no quiso oír lo que catalogó de excusas. Su mente estaba trastornada por los vapores del alcohol y algo debía de dolerle en el fondo del pecho, pues con la voz quebrada gritó:

—Cortádselo, así os corte Allah la mano, o, si no, poned vuestro cuello a disposición del filo de la espada. —No se atrevía a mirar a la joven esclava. Tenía los ojos acuosos, perdidos en la inmensidad del líquido rojo que balanceaba frente a él antes de beberlo de un solo trago.

Los eunucos arrastraron a la muchacha hasta donde el verdugo estaba posicionado, la sometieron mediante la fuerza, doblándola y sentándola en el suelo. Entre sus garras, ella era una rama quebradiza. Abu Imran Yahya esperaba oír en cualquier instante el crujido que delataría que alguno de los fatas le había roto un hueso; con suerte, el mismo cuello que él ya no tendría que cercenar.

Le recogieron las trenzas rubias que la adornaban y le descubrieron así la nuca, que habría estado desnuda de no haber sido por un collar de perlas engarzadas con jacintos y topacios, regalo del hombre que la condenaba. El verdugo desenvainó la espada y observó a su señor, a la espera de que con un asentimiento de cabeza ratificara que era su voluntad la ejecución de la joven o, por el contrario, que alzara esos ojos llorosos y manifestara el arrepentimiento que había de inundarle el alma. Quiso decirle que otros gobernantes habían perdonado oprobios peores que cualquiera que hubiera cometido aquella esclava imprudente, mas se mordió la lengua y buscó una mirada que no halló. Lo último que deseaba hacer Abd al-Rahman era enfrentarse al terrorífico rostro de la muerte.

—Piedad —balbuceó—. Por Allah, os lo suplico, señor mío. Tened piedad de mí.

El kohl se le había humedecido a causa de las lágrimas y caía sobre sus mejillas en forma de regueros negruzcos. Incluso con la tinta ónice del maquillaje y el morado que le había empezado a brotar en los labios, mezclándose así con la sangre reseca, había una belleza inhumana en ella.

—Piedad —reiteró en un susurro.

Abu Imran Yahya elevó el arma, que refulgió a la luz de los candiles. Y, mientras la hermosa muchacha emitía estertores a causa del llanto desconsolado, el acero cayó sobre su cuello y la cabeza se despegó del cuerpo. Antes de que los eunucos se llevaran el cadáver, Abd al-Rahman III se levantó y, tras abandonar la copa en una mesa que había a su siniestra, se acercó al cuerpo desmadejado. Se acuclilló y tomó el exquisito colgante, manchándose las manos de sangre, y se lo tendió.

—Queremos haceros gracia de ello por vuestros leales servicios. Tomadlo y que Allah os bendiga —dijo el califa.

Un pago sucio que siempre olería a miedo y desesperación. Un pago justo, ganado con el sudor de su frente y la bilis acumulada en la garganta.

Abu Imran Yahya limpió la hoja de la espada en el tapete de cuero y, tras envainarla y colgarla en el fajín, tomó la alhaja. Las perlas nacaradas poseían un brillo especial frente a las gemas amarillentas y anaranjadas, y en los jacintos, donde a veces rutilaba una veta bermellón, creyó apreciar las gotas sanguinolentas de su antigua dueña.

Al terminar de narrar lo acontecido, todas quedaron con los corazones destrozados y un reguero de lágrimas silenciosas. En su afán por eludir las flaquezas, Qamar se enjugó la penuria con las mangas de la túnica, sin poder evitar que se le escapara un sollozo infantil del cual se avergonzó. Una tunda de azotes la habría espabilado; en cambio, aquello —mucho más cruel— le había dejado un resquemor en la boca del estómago.

—¿Cómo conocéis la historia? —preguntó.

Muzna siempre había sido partidaria de que las bebidas calientes procuraban una suerte de consuelo, de modo que sirvió un poco de té y lo depositó entre las manos temblorosas de Qamar. El calor le atemperó los dedos y fue extendiéndose por su anatomía hasta que la sensación glacial que había dejado la historia fue desapareciendo, al igual que la bruma de la mañana.

A través del comportamiento de la joven, Lubna vislumbró que el efecto había sido devastador. Ya había recibido el golpe. No tardaría en mutar a herida.

—Bebe —la instó la antigua secretaria de Abd al-Rahman III—. Te calmará la angustia.

También le ofreció uno a Lubna, que, todavía en pie, fingía que poseía mayor entereza que ellas. Aceptó el té, pero no probó ni un sorbo. El amargor ya se le había instalado en el esófago y no mermaría ni con un ataifor repleto de pasteles bañados en azúcar fundido.

—Abu Imran Yahya vendió el collar para comprar una casa para él y su esposa, pero tardó años en confesarle de dónde provenía el dinero. Y como toda buena mujer, atemorizada por lo que podía generar la ira de un hombre, ella se lo contó a una esclava. Y esta a otra. Y esta otra a otra.

—Los fatas se llevaron el cadáver de la esclava y alguien los vio —finalizó Lubna, sus cuerdas vocales lijadas. Carraspeó—. La servidumbre hubo de limpiar con agua y jabón las manchas de sangre de aquella pobre desgraciada de la alfombra del califa.

Qamar, que había observado con atención a su maestra, se volvió hacia la anciana en busca de la verdad.

—¿Es cierto?

Muzna asintió.

—Es cierto, pequeña.

Lubna posó el té sobre la mesa, justo al lado de la tetera humeante.

—Elige qué quieres ser, Qamar. —Su voz era de la dureza del pedernal—. Un intelecto que jamás se marchitará y que siempre necesitarán, o una belleza que terminará enseguida con el golpe de una espada porque puede ser sustituida por otra más joven y apetitosa.

No esperó respuesta alguna. Tampoco podría asimilarla en aquel preciso instante, pues si Qamar, ávida de atenciones y poder, se decantaba por la vanidad en lugar de la sapiencia, habría sido una decepción que le habría costado tiempo superar. No quería tener que enfrentarse a ello. A su propio fracaso como maestra. Al de su atolondrada discípula.

Se marchó dejando en la estancia a su pupila y a aquella que había sido su tutora. Dos generaciones de secretarias de califa, de bibliotecarias, de calígrafas y paleógrafas, de guardianas de la cultura.

Antes de emprender el camino de vuelta a la Biblioteca Real, en la que derramaría un mar de lágrimas hasta que el eunuco Talid la hallara en tan penosa situación, acertó a escuchar unas débiles palabras:

—No soy tan buena como ella. Me temo que nunca lo seré. —Era la voz temblorosa de Qamar.

A continuación se oyó un ruido que interpretó como la risa sutil de la anciana Muzna y una palmadita calmante en la mano de la muchacha.

Estaba segura de que así había sido. La conocía de toda una vida, al igual que una hija a la madre que no la ha parido, pero que la ha escogido entre tantos niños expósitos para prodigarle amor.

—Nadie es tan buena como ella. —Y repitió—: Nadie es mejor que Lubna.

3

Despuntaban los rayos del sol por el horizonte cuando Zuhra ya había servido el desayuno a quienes se encontraban en la taberna. Consistía en poco más que queso, naranjas y uvas —la fruta de temporada que la economía les permitía—, todo ello regado con un té de hierbabuena y menta. Mientras ella atendía las necesidades de los clientes, su madre se afanaba en la cocina preparando pan en el poyo, que actuaba de mesa auxiliar. Ahí amasaba y amasaba la mezcla, que una vez cocida envolvería en el mindil, un paño que ayudaba a que conservara el calor y no se enfriase con tanta facilidad, quedando así crujiente por fuera y tierno por dentro. En el lar, una marmita con abundante caldo entraba en ebullición a fuego lento, lista para elaborar el guiso.

El delicioso aroma llegaba serpenteando desde la cocina, colándose por las fosas nasales de Nasir, que se sentía mitad halagado por despertar tanto interés en Zuhra, mitad intimidado por su mirada. La joven aprovechaba la ausencia de sus progenitores para observar con atención cada bocado que daba y probar si el batir de pestañas tenía efecto en él, no sin cierto aturullamiento, signo inequívoco de que en el fondo reconocía su mal proceder. Cuando se despistaba demasiado, el odre que sujetaba, lleno de leche de cabra recién ordeñada, escupía unas gotas blanquecinas que manchaban la mesa en la que se encontraba otro huésped. En esos momentos, Zuhra deseaba desaparecer y Nasir hacía un soberano esfuerzo por no reír, otorgándole una tregua.

El extenuante viaje y las oraciones nocturnas le habían garantizado un sueño sereno. El sopor no se había despegado por completo de él y todavía llevaba consigo algo de cansancio acumulado, así como el apetecible calor del brasero. Con cada pequeña uva verde que se llevaba a la boca se obligaba a sacudirse ese proceder soñoliento para así hilvanar los hilos con los que tejer su gran plan.

Su difunto padre le había hablado de un valioso manuscrito, un compendio de saberes científicos que había estado bajo la supervisión de la antigua dinastía Omeya unos doscientos años atrás, cuando esta gobernaba en Oriente. Sin embargo, enseguida se le perdió la pista, que es lo que suele ocurrir con las joyas y la dignidad humana tras el estallido de una guerra.

Habiéndose tornado predicador, Abu Muslim había exaltado el descontento de la población con el gobierno de los Omeyas. Habló sobre oprobio, sobre presión fiscal, sobre el cargo que ostentaban y lo injusto que era, acusándolos de tiranos e ilegítimos. Y, por supuesto, habló sobre todo aquello que preocupaba a las gentes del común, y no necesitó de mucho más para configurar núcleos rebeldes contrarios a los Omeyas. Empezaron a apoyar la premisa de que el poder califal solo podía residir en quienes compartieran sangre con el Profeta Muhammad, y aquello fue caldo de cultivo para los aspirantes al trono. Sabiéndose favorecidos por el linaje del Profeta, la dinastía Abasida se alzó esgrimiendo sus vínculos parentales con él a través de una línea directa con su tío paterno, el llamado Abbas.

Pero los Omeyas no estaban dispuestos a ceder

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